Llevo varios objetos curiosos en el llavero, incluidas varias ganzúas rudimentarias que los no iniciados tomarían por palillos, y un espejo dental recortado. El espejo puede acercarse al ojo de forma discreta, sobre todo si el usuario está inclinado hacia delante sobre un codo y apoya la cabeza en la mano.
En esta postura pude observar al desconocido discutiendo con Mama, que tenía cara de pocos amigos, cuando empezó la segunda tanda de canciones. Sin duda le estaba diciendo que no podía quedarse, que no había más asientos libres y que la sala ya estaba abarrotada. Le vi introducir la mano en el bolsillo de la chaqueta y extraer una cartera, que abrió a continuación y mostró ciertos contenidos para que Mama los inspeccionara. Ella los miró con atención y, acto seguido, sonrió e hizo un gesto magnánimo hacia la pared del fondo. El desconocido se encaminó en esa dirección y encontró un sitio.
¿Qué había utilizado para convencer a Mama? ¿Una identificación de la autoridad que regula la venta de bebidas alcohólicas en Tokio? ¿Una insignia policial? Lo observé a lo largo de la segunda parte del concierto pero no advertí nada especial, estaba apoyado en la pared, inexpresivo.
Cuando terminó la música, tenía que tomar una decisión. Por un lado, supuse que estaba allí por Midori y quería observarlo para confirmarlo y ver de qué más podía enterarme. Por otro, si guardaba alguna relación con Kawamura, quizá supiera que el infarto había sido inducido y tal vez me reconociera del tren, donde habíamos intercambiado unas palabras sobre el cuerpo de Kawamura tumbado boca abajo. El riesgo era pequeño pero, tal y como dijo el Loco Genial en una ocasión, el castigo por equivocarse era elevado. Alguien podía enterarse de mi aspecto actual y el velo de anonimato que me había construido con tanto esmero quedaría rasgado.
Además, si me quedaba para observar su interacción con Midori, no podría seguirle cuando se marchara. Tendría que compartir el minúsculo ascensor con él o confiar, aunque con escasas posibilidades de éxito, en adelantarle por las escaleras, y se daría cuenta. Y si él llegaba antes a la calle, para cuando le alcanzara la marea de peatones se lo habría tragado en Roppongi-dori.
Aunque resultaba frustrante, tenía que marcharme antes. Cuando terminaron los aplausos de la segunda tanda, observé al desconocido dirigiéndose rápidamente al escenario. Varios clientes se levantaron y empezaron a pulular por allí y los situé entre nosotros mientras me dirigía a la salida.
De espaldas al escenario, me volví para devolver el resto de mi Cao Lila. Volví a darle las gracias a Mama por dejarme entrar sin reserva.
– Te he visto hablando con Kawamura-san -dijo-. ¿Te ha costado mucho?
Sonreí.
– No, Mama, ha ido bien.
– ¿Por qué te marchas tan temprano? Ya no vienes mucho por aquí.
– Tendré que remediarlo. Pero esta noche tengo otros planes.
Se encogió de hombros, tal vez decepcionada al ver que sus maquinaciones se habían quedado en tan poco.
– Por cierto -añadí-, ¿quién es ese gaijin que ha entrado durante la segunda tanda? Te he visto discutiendo con él.
– Es periodista -respondió mientras secaba un vaso-. Está escribiendo un artículo sobre Midori, por eso le he dejado quedarse.
– ¿Periodista? Qué bien. ¿De qué publicación?
– Una revista occidental. No me acuerdo.
– Me alegro por Midori. No hay duda de que será una estrella. -Le di una palmadita en la mano-. Buenas noches, Mama. Ya nos veremos.
Bajé a la calle por las escaleras, crucé Roppongi-dori y esperé en el supermercado Meidi-ya del otro lado de la calle, fingiendo examinar la sección de champán. Ah, un Moët del 88, bueno, pero no era ninguna ganga por treinta y cinco mil yenes. Observé la etiqueta mientras miraba el ascensor de Alfie por el escaparate.
Por la fuerza de la costumbre, escudriñé el resto de los lugares que podrían funcionar como puntos de observación si alguien esperara a una persona a la salida de Alfie. Había coches estacionados a lo largo de la calle, pero no se podía contar con encontrar sitio, así que la probabilidad era baja. También estaba la cabina de teléfono situada un poco más abajo del Meidi-ya, donde un japonés con el pelo rapado, vestido con una cazadora de cuero negro y gafas de sol envolventes hablaba por teléfono cuando salí del hueco de la escalera. Seguía allí, le veía, de cara a la entrada de Alfie.
El desconocido salió al cabo de unos quince minutos y giró a la derecha en Roppongi-dori. Me quedé inmóvil unos instantes, en espera de la reacción del Hombre del Teléfono que, efectivamente, colgó y se dispuso a bajar la calle en la misma dirección.
Dejé el Meidi-ya y giré a la izquierda hacia la acera. El Hombre del Teléfono ya estaba cruzando hacia el lado del desconocido, ni siquiera esperó a llegar al paso de peatones. Sus movimientos de vigilancia eran obvios: había colgado el teléfono en cuanto el desconocido había salido, había mantenido contacto visual con la salida antes de eso, había efectuado un movimiento repentino para cruzar la calle. Le seguía desde demasiado cerca, un error porque me permitía formar fila detrás de él. Por un momento me pregunté si estaría trabajando con el desconocido, tal vez como guardaespaldas o algo así, aunque no estaba lo suficientemente cerca para resultar eficaz como tal.
Giraron a la derecha por Gaienhigashi-dori delante del Almond Café; el Hombre del Teléfono le seguía a una distancia inferior a diez pasos. Crucé la calle para seguirles y me tuve que dar prisa porque el semáforo ya había cambiado.
«Es una estupidez -pensé-. Estoy en medio de la vigilancia de otra persona. Si hay más de uno y utilizan cámara, quizá me hagan una foto.»
Me imaginé a Benny, asignando un equipo B a Kawamura, tomándome por imbécil, y decidí correr el riesgo.
Los seguí varias manzanas y observé que ninguno de ellos mostraba ninguna preocupación por lo que ocurría detrás de sí. No vi ningún comportamiento típico de detección de vigilancia, ningún giro de cabeza o paradas que, por inocentes que parecieran, habrían obligado a quien le siguiera a revelar su posición.
En la periferia de la locura de Roppongi, donde las multitudes empezaban a disminuir, el desconocido entró en un Starbucks de los que están exterminando los kissaten tradicionales, las cafeterías de barrio. El Hombre del Teléfono, constante como la estrella polar, encontró un teléfono público unos metros más abajo. Crucé la calle y entré en un lugar llamado Freshness Burger, donde pedí el entrante del mismo nombre y tomé asiento junto a la ventana. Observé al desconocido mientras pedía algo dentro del Starbucks y luego se sentaba a la mesa.
Tenía la intuición de que el Hombre del Teléfono estaba solo. Si hubiera formado parte de un equipo, lo normal hubiera sido que se separara en algún momento e intercambiara posiciones para evitar la detección. Además, mis comprobaciones periódicas mientras bajábamos la calle no me habían permitido identificar a nadie más aparte de mí. Si hubiera estado con un grupo y fueran tan negados como parecían, habría advertido su presencia con facilidad.
Me senté tranquilamente, controlando la calle, observando al desconocido mientras sorbía la bebida de Starbucks y consultaba la hora. O estaba esperando a alguien con quien tenía una cita o estaba matando el tiempo antes de una reunión prevista en otro lugar.
Resultó ser que la opción número uno era la correcta. Al cabo de una media hora, me sorprendió ver a Midori bajando por la calle en nuestra dirección. Iba comprobando las fachadas al caminar y entró en el Starbucks en cuanto vio el cartel del establecimiento.
El Hombre del Teléfono extrajo un móvil, pulsó una tecla y se acercó el aparato al oído. Muy apropiado para un tipo que se había pasado un buen rato en una cabina de teléfonos. Me di cuenta de que no había marcado el número completo, así pues se trataba de un número que ya tenía en la agenda, alguien a quien llamaba con frecuencia.
El desconocido se puso en pie cuando vio a Midori acercándose a su mesa y le hizo una reverencia formal. Se inclinó de forma correcta y supe que era alguien que llevaba algún tiempo en Japón, que se sentía cómodo con el idioma y la cultura. Midori le devolvió la reverencia pero formando un ángulo menor, adoptando una postura un tanto incierta. Noté que no se conocían bien. Me aventuraba a pensar que su primer encuentro se había producido en Alfie.
Lancé una mirada al Hombre del Teléfono y le vi dejando el móvil de lado. Se quedó donde estaba.
El desconocido le hizo un gesto con la mano a Midori para que se sentara; ella aceptó y él hizo otro tanto. Señaló hacia el mostrador pero Midori negó con la cabeza. No estaba preparada para compartir la mesa con ese hombre.
Los observé durante unos diez minutos. A medida que la conversación avanzaba, los gestos del desconocido adoptaron un aspecto de súplica mientras que Midori se mostraba cada vez más rígida. Al final ella se levantó, hizo una reverencia rápida y empezó a retroceder. El desconocido le devolvió la deferencia pero fue mucho más marcada y un tanto torpe.
¿A quién debía seguir entonces? Decidí dejar la decisión al Hombre del Teléfono.
Mientras Midori salía de Starbucks y volvía a encaminarse hacia Roppongi, el Hombre del Teléfono la observó pero se mantuvo en su posición. O sea que iba a por el desconocido o quería más.
El desconocido se marchó poco después que Midori y regresó a la estación de Hibiya, en Roppongi-dori. El Hombre del Teléfono y yo le seguimos manteniendo nuestras posiciones previas, avancé hasta el andén y me situé a un vagón de cada uno de ellos hasta que llegó un tren con destino a Ebisu y todos lo tomamos. Me situé de espaldas a ellos aunque les observaba a través del reflejo del cristal, hasta que el tren se detuvo en Ebisu y les vi bajar.
Me apeé al cabo de unos instantes, con la esperanza de que el desconocido fuera en dirección contraria, pero se dirigía hacia mí. Mierda. Aminoré el paso, me detuve ante un mapa de la estación y lo examiné formando un ángulo tal que ninguno de ellos fuera capaz de verme la cara al pasar.
Era tarde, y sólo había media docena de personas que salían de la estación con nosotros. Mantuve una contrahuella entera de la escalera mientras abandonábamos las entrañas de la estación, luego dejé que me adelantaran por lo menos veinte metros antes de salir por el vestíbulo para seguirles.
En el extremo de Daikanyama, un barrio selecto de las afueras de Tokio, el desconocido entró en un gran complejo de apartamentos. Le observé mientras introducía una llave en la puerta de entrada, que se abrió de forma electrónica y luego se cerró detrás de él. Obviamente, el Hombre del Teléfono también tomó nota, entonces siguió unos veinte pasos más allá de la entrada, se paró, extrajo el teléfono móvil, pulsó una tecla y mantuvo una conversación corta. Acto seguido, extrajo un paquete de cigarrillos, encendió uno y se sentó en el bordillo de la acera.
No, ese tipo no pertenecía al equipo del desconocido, como había pensado en un principio. Le estaba siguiendo.
Me situé en la penumbra al fondo de una pequeña zona de aparcamiento comercial y esperé. Al cabo de quince minutos una moto de carreras de color escarlata, con el tubo de escape modificado para producir el máximo estruendo tipo Godzilla, pasó por la calle. El piloto, con un traje de cuero también escarlata y casco envolvente, se detuvo delante del Hombre del Teléfono. Éste señaló el edificio del desconocido y se montó en la parte trasera de la moto. Se internaron a todo gas en la noche.
Era bastante probable que el desconocido viviera allí, pero en el edificio había cientos de viviendas y no tenía forma de saber cuál era la suya ni de buscar su nombre. Además, por lo menos habría dos puntos de salida, por lo que esperar sería en vano. Me quedé hasta que el sonido de la moto se desvaneció, me levanté para comprobar la dirección y me encaminé hacia la estación de Ebisu.