Harry atravesó la muchedumbre propia de la hora punta como la aleta de un tiburón que va cortando el agua. Yo le seguía a unos veinte metros desde el otro lado de la calle, sudando, como todos los demás, debido al calor impropio del mes de octubre que hacía en Tokio; y no me quedaba más remedio que admirar lo bien que el muchacho había aprendido lo que le había enseñado. Actuaba como un líquido que se desliza a través de un hueco justo antes de que se cierre, o se escoraba hacia la izquierda para evitar un embotellamiento inminente. Cambiaba de cadencia con tal discreción que nadie se habría percatado de que había cambiado el paso para reducir la distancia que le separaba de nuestro objetivo, que bajaba con excesiva rapidez por Dogenzaka hacia la estación de Shibuya.
El objetivo se llamaba Yasuhiro Kawamura. Era un burócrata de carrera vinculado al Partido Liberal Democrático, o PLD, la coalición política que ha gobernado Japón casi sin interrupción desde la guerra. En aquel momento ocupaba el cargo de viceministro del territorio e infraestructura en el Kokudokotsusho, sucesor del antiguo Ministerio de la Construcción y el Transporte, y no cabía duda de que había hecho algo que había ofendido gravemente a otra persona porque los clientes sólo me llaman en caso de ofensa grave.
Escuché la voz de Harry en el oído.
– Va a entrar en la frutería Higashimura. Le esperaré más adelante.
Ambos llevábamos un auricular controlado por microprocesador de fabricación danesa, lo suficientemente pequeño como para introducirlo en el canal auditivo y necesitar una linterna para encontrarlo. Éste actuaba en conjunción con un transmisor de voz del mismo tamaño que llevábamos bajo la solapa de la americana. Las transmisiones eran ráfagas en UHF, que resultaban muy difíciles de captar si no se sabía exactamente lo que se buscaba, y estaban, en todo caso, codificadas. El equipamiento nos evitaba tener que mantener contacto visual permanente y nos permitía seguir moviéndonos un rato si el objetivo se detenía o cambiaba de dirección. Así pues, aunque yo me encontraba demasiado atrás para verlo, sabía por dónde había salido Kawamura y podía seguir caminando antes de detenerme para seguir guardando la misma distancia que manteníamos. La vigilancia en solitario resulta complicada y me alegraba de poder contar con Harry.
Entré en una farmacia a unos veinte metros de la Higashimura, una de las docenas de estructuras de fachada abierta que flanquean Dogenzaka y que satisfacen la obsesión japonesa por las panaceas para la salud y la lucha contra los gérmenes. Shibuya alberga muchas buzoku, o tribus, distintas, y varios miembros de algunas de ellas estaban representados allí esa mañana, unidos por la necesidad común de disponer de una de las famosas botellas de tónicos energéticos en los que se especializaba el establecimiento, tónicos supuestamente enriquecidos con ginseng y otros ingredientes exóticos cuyo efecto, no obstante, es más prosaico que la sacudida de la cafeína normal y corriente. Había varios sarariman -«hombres asalariados», los trabajadores de las corporaciones- vestidos con traje gris haciendo cola en la caja, con expresión adusta y maletines baratos colgando de sus manos cansadas, fortaleciéndose para otro día más en las fauces de la maquinaria corporativa. Detrás de ellos, dos adolescentes con expresión vacía, el pelo reducido a un estropajo debido a los tintes utilizados para volverlo naranja, las narices agujereadas con aros descomunales, y una vestimenta destinada a proclamar el rechazo del camino tradicional escogido por los sarariman que tienen delante, pero sin ofrecer explicación alguna del que ellos han elegido. Y un jubilado de pelo cano, con la piel flácida pero con el rostro curiosamente radiante, que con toda probabilidad ha venido a Shibuya para disfrutar de uno de los bien conocidos servicios sexuales de la zona, que pagará con una cuenta de pensionista que oculta a su esposa, sin ser consciente de que ella sabe qué trama y, sencillamente, le da igual.
Quería darle a Kawamura unos tres minutos para comprar la fruta antes de que yo saliera, por lo que me entretuve mirando una selección de vendajes en una zona que me permitía ver la calle. Por la forma en que había entrado en la tienda parecía un movimiento calculado para burlar la vigilancia y eso no me gustaba. Si no hubiéramos estado interconectados como estábamos, Harry tendría que haberse detenido de forma brusca para mantener su posición tras el objetivo. Tendría que haber hecho algo ridículo, como atarse los cordones de los zapatos o leer un cartel de la calle, y Kawamura, que con toda seguridad estaría escudriñando el exterior desde la entrada de la tienda, se habría fijado en él. En vez de eso, Harry continuaría más allá de la frutería; se detendría unos veinte metros más adelante, me informaría de su situación y se quedaría atrás cuando le dijera que se reanudaba el desfile.
La frutería era un buen lugar para desviarse, demasiado bueno para alguien que sabía el camino como para elegirla por azar. Pero Harry y yo no íbamos a dejarnos engañar por tretas de aficionados salidas del manual antiterrorista de algún gobierno. He recibido ese tipo de instrucción, y sé lo útil que es.
Salí de la farmacia y seguí bajando por Dogenzaka más despacio que antes, porque tenía que darle tiempo a Kawamura para salir de la tienda. Me asaltaron varias preguntas de forma fugaz. ¿Hay suficiente gente entre nosotros para impedirle la visión si se gira cuando salga? ¿Por cuáles tiendas voy a pasar si necesito esconderme de repente? ¿Hay alguien mirando hacia la gente que se dirige a la estación, ayudando tal vez a Kawamura a impedir la vigilancia? Si había llamado la atención de alguien dedicado a la contravigilancia, ya se habría fijado en mí, porque antes iba a toda prisa para seguir el paso del objetivo y ahora me tomaba mi tiempo; la gente que va camino del trabajo no cambia el paso de ese modo. No obstante, Harry había sido el punto en movimiento, el que ocupaba una posición más llamativa, y yo no había hecho nada que llamara la atención antes de detenerme en la farmacia.
Volví a oír a Harry.
– Estoy en el uno-cero-nueve. -Se refería a que había llegado al famoso centro comercial 109, conocido por su colección de 109 restaurantes y tiendas con estilo.
– Malo -le dije-. La primera planta es la de lencería. ¿Vas a mezclarte con cincuenta jovencitas con uniforme azul marino que compran sujetadores con relleno?
– Pensaba esperar fuera -repuso, y me imaginé que se había sonrojado.
La parte delantera del 109 es un punto de reunión habitual y suele estar lleno de una colección políglota de peatones.
– Lo siento, pensaba que ibas a por lencería -dije conteniendo las ganas de reír-. Quédate ahí y espera mi señal cuando lleguemos a tu altura.
– De acuerdo.
La frutería estaba apenas diez metros más adelante y seguía sin haber rastro de Kawamura. Tendría que aminorar la marcha. Estaba al otro lado de la calle, probablemente fuera del alcance de la vista de Kawamura, por lo que podía arriesgarme a pararme, quizá para juguetear con el teléfono móvil. Si miraba, de todos modos, me resultaría fácil mezclarme entre el gentío, gracias a los rasgos japoneses de mi padre. Harry, apodo de Haruyoshi, hijo de padres japoneses, nunca tiene que preocuparse por si llama la atención.
Cuando regresé a Tokio a comienzos de los años ochenta, mi pelo castaño, heredado de mi madre, actuaba como un chaleco reflectante para un cazador, y tuve que teñírmelo de negro para conseguir el anonimato que ahora me protege. Pero en los últimos años el país se ha vuelto loco por el chappatsu, o pelo teñido del color del té, y no tengo que preocuparme tanto por el tinte. Me gusta decirle a Harry que va a tener que ir de chappatsu si quiere encajar, pero Harry es demasiado otaku, un bicho raro, como para pararse a pensar en el aspecto personal. De todos modos, supongo que tampoco puede hacer gran cosa en ese sentido: le caracterizan una sonrisa torpe que siempre parece anteceder a un golpe, la tendencia a parpadear rápido cuando está emocionado y un rostro que nunca ha perdido la grasa infantil, redondez que acentúa la mata de pelo negro y grueso que, en los días malos, parece flotar por encima. Pero esas mismas cualidades que no le convertirán en rostro de portada de las revistas le confieren una discreción que contribuye a que vigile con eficacia.
Había llegado al punto de estar convencido de que tendría que pararme cuando Kawamura saliera de la frutería y se reintrodujera en la riada humana. Me entretuve lo más posible para aumentar la distancia que nos separaba, observando su cabeceo mientras seguía calle abajo. Para ser japonés era alto, y eso ayudaba, pero llevaba un traje oscuro al igual que el noventa por ciento del gentío, incluidos Harry y yo, por lo que no podía quedarme muy atrás.
Justo cuando había alcanzado la distancia correcta, se detuvo y se volvió para encender un pitillo. Yo seguí avanzando lentamente por detrás de él y a la derecha del grupo que nos separaba, sabiendo que no sería capaz de distinguirme si avanzaba con la gente. Continué con la vista fija en las espaldas de los trajes que tenía delante, como un aburrido trabajador más por las mañanas. Al cabo de un momento se giró y empezó a avanzar otra vez.
Me permití esbozar una sonrisa de satisfacción. Los japoneses no se detienen para encender un pitillo, si se pararan perderían semanas en el cómputo total de su vida adulta. Tampoco tenía ningún motivo, como un viento fuerte de cara que le impidiera encender una cerilla, para volverse y mirar hacia el gentío que tenía detrás. Los intentos obvios de Kawamura por ejercer la contravigilancia no hacían más que confirmar su culpabilidad.
Culpable de algo que no sé y sobre lo que, de hecho, nunca pregunto. Sólo insisto en algunas cuestiones. ¿El objetivo es un hombre? No trabajo contra mujeres ni niños. ¿Han contratado a alguien más para solucionar este problema? No quiero que mi operación se vea entorpecida por la idea que alguien tenga de un equipo B y, si se me contrata, quiero tener la exclusiva. ¿El objetivo es el jefe? Soluciono problemas directamente, como cuando era soldado, y no envío mensajes a través de terceros no implicados como haría un terrorista. El interés por la última pregunta es que me gusta ver pruebas independientes de culpabilidad: confirman que sin duda el objetivo es el jefe y no un inocente desinformado.
En dieciocho años me han faltado esas pruebas en dos ocasiones. Una vez me enviaron a atacar al hermano de un director de periódico que publicaba artículos sobre la corrupción en el distrito electoral de cierto político. La otra vez fue contra el padre de un banquero reformista que mostró un celo excesivo en la investigación de la envergadura y naturaleza de las deudas incobrables de su institución. Me habría gustado actuar directamente contra el director y el reformista, en caso de que me hubieran contratado para ello pero, al parecer, los clientes en cuestión tenían motivos para tomar un camino más largo que implicaba engañarme a mí. Ya han dejado de ser clientes míos, por supuesto. Definitivamente.
No soy un sicario, aunque sí lo fui en el pasado. Y aunque en cierto sentido llevo una vida de servicio, ya no soy samurái. La esencia del samurái no es sólo el servicio, sino la lealtad a su señor, a una causa más importante que sí mismo. En otra época me consumía la lealtad; fue el período en el que, embargado por la ética samurái que había asimilado de las novelas escapistas y cómics de mi adolescencia en Japón, estaba dispuesto a morir al servicio de mi señor feudal adoptado, Estados Unidos. Pero los amores tan poco críticos y no correspondidos como ése no pueden durar y suelen tener un final dramático, como le ocurrió al mío. Ahora soy realista.
Llegué al edificio 109.
– Pasando -informé, sin necesidad de hablar hacia la solapa o alguna estupidez similar; los transmisores son lo suficientemente sensibles como para no tener que realizar ningún movimiento sutil que dispare la alerta de un equipo de contravigilancia experto. No es que pensara que lo hubiera, pero siempre hay que imaginarse lo peor. Harry sabría que pasaba por su posición y retomaría la suya en un momento.
De hecho, la popularidad de los teléfonos móviles con auricular facilita este tipo de trabajo. Si antes alguien iba caminando solo y hablando entre dientes, o era un loco o un agente de seguridad o espionaje. En la actualidad, este tipo de comportamiento es de lo más habitual entre la generación del keitai de Japón, la del móvil.
El semáforo del fondo de Dogenzaka estaba rojo y la muchedumbre se solidificaba a medida que nos acercábamos a la intersección de cinco calles situada frente a la estación de tren. Letreros de neón estridentes y monitores de vídeo enormes destellaban con frenesí en los edificios que nos rodeaban. Un camión diesel hizo chirriar las marchas mientras avanzaba con dificultad por la intersección, de forma tan farragosa como una barcaza en un río enlodado. Por el megáfono retumbaban canciones patrióticas de derechas que se oían distorsionadas y, durante unos instantes, ahogaron los timbres de las bicicletas de los trabajadores que advertían a los peatones para que se apartaran. Un vendedor ambulante orientó la carretilla por entre el gentío; su sudor resbalaba por las mejillas y el olor del pescado al vapor y del arroz seguía su estela zigzagueante. Un indigente sin edad, probablemente un ex sarariman que había perdido el trabajo y las amarras cuando estalló la burbuja a finales de los años ochenta, dormía apoyado en la base de una farola, ajeno a la tormenta que lo rodeaba por el alcohol o la desesperación.
La intersección de Dogenzaka está así de día y de noche y, en la hora punta, cuando el semáforo se pone verde, más de trescientas personas bajan de la acera a la vez, mientras otras veinticinco mil esperan en la aglomeración. A partir de ahí, sería hombro con hombro, espalda contra pecho. Me mantendría cerca de Kawamura, a no más de cinco metros, lo cual situaría a unas doscientas personas entre nosotros. Sabía que tenía un abono y no tendría que comprar billete. Harry y yo habíamos comprado los billetes por adelantado, por lo que podríamos seguirle directamente por las portezuelas. No es que el vigilante fuera a darse cuenta. En horas punta, están prácticamente anestesiados por las multitudes; da igual lo que les enseñes, seguro que con el pase del equipo de béisbol te dejan pasar.
El semáforo cambió y las multitudes avanzaron desde ambos lados como en la escena de una batalla de alguna superproducción medieval. Estoy convencido de que los habitantes de Tokio están equipados con un radar invisible para evitar choques masivos en medio de la calle. Observé a Kawamura mientras cortaba en diagonal hacia la estación, y maniobré detrás de él. Había cinco personas entre nosotros cuando pasamos rápidamente junto a la cabina del vigilante. Entonces tenía que mantenerme cerca de él. Cuando llegara el tren sería el caos: se apearían cinco mil personas y habría cinco mil más apiñadas en espera de subirse, todas luchando para hacerse un hueco. Los extranjeros que consideran que la japonesa es una sociedad educada no se han subido nunca en el Yamanote en hora punta.
La riada humana subió las escaleras en dirección al andén, y los sonidos y olores de la estación parecieron provocar una sensación adicional de apremio en el gentío. Estábamos nadando contracorriente con respecto a la gente que acababa de bajar del tren y cuando llegamos al andén las puertas ya se cerraban dejando fuera bolsos y codos que sobresalían. Para cuando pasamos el quiosco situado a mitad del andén, el último vagón ya había pasado y en un momento desapareció. El siguiente tren llegaría en un par de minutos.
Kawamura iba arrastrando los pies por la zona media del andén. Me quedé detrás de él pero me aparté de las vías, para evitar su estela. Estaba mirando arriba y abajo del andén, pero aunque se hubiera fijado en Harry o en mí antes, el hecho de vernos esperar el tren no le pondría nervioso. La mitad de las personas que esperaban acababan de bajar por Dogenzaka.
Oí el estruendo del siguiente tren mientras Harry pasaba de largo por mi lado como un avión de combate acercándose a la torre de control de un portaaviones, el ligero asentimiento de cabeza me indicó que el resto era cosa mía. Le había dicho que sólo necesitaba su ayuda hasta que Kawamura se subiera al tren, que es adonde había ido siempre durante nuestras labores de vigilancia previas. Harry había hecho un buen trabajo, como era habitual, ayudándome a acercarme al objetivo y, de acuerdo con el guión, en ese momento abandonaba la escena. Me pondría en contacto con él más tarde, cuando hubiera terminado la parte del trabajo que hacía yo solo.
Harry piensa que soy detective privado y que lo único que hago es seguir a la gente para recopilar información. A fin de evitar que sospeche -debido al índice de mortalidad demasiado elevado que hay entre los tipos que seguimos-, a menudo le hago seguir a personas que no me interesan lo más mínimo, las cuales me proporcionan una especie de tapadera al seguir con su vida feliz y ajena a lo que sucede. Además, siempre que sea posible, evito compartir el nombre del objetivo con Harry para minimizar las posibilidades de que se encuentre con demasiados obituarios coincidentes. De todos modos, algunos de nuestros objetivos tienen la costumbre de morir al final de la vigilancia y sé que Harry tiene un talante curioso. Hasta el momento no ha preguntado, lo cual ya está bien. Harry me gusta como valor activo y no querría que se convirtiera en un problema.
Me acerqué a Kawamura por detrás, como otro trabajador más que intentara encontrar una buena posición para subir al tren. Era la parte más delicada de la operación. Si la pifiaba, sospecharía y sería difícil acercarse lo suficiente para intentarlo de nuevo.
Introduje la mano derecha en el bolsillo de mis pantalones y toqué un imán controlado mediante un microprocesador, de tamaño y peso similar a una moneda de veinticinco centavos. Una cara del imán estaba recubierta de una tela de estambre azul, como la del traje que vestía Kawamura. En caso necesario, podría haber arrancado el azul para dejar el gris al descubierto, el otro color que Kawamura solía vestir. En la otra cara del imán había un recubrimiento adhesivo.
Extraje el imán del bolsillo y lo protegí de las miradas ahuecando la mano. Tendría que esperar el momento adecuado, cuando Kawamura estuviera distraído. Bastaría con un poco de distracción; quizá mientras subíamos al tren. Pelé el papel encerado que cubría el adhesivo y me lo introduje en el bolsillo izquierdo del pantalón hecho una bola.
El tren apareció desde el fondo del andén y se nos acercó a toda velocidad. Kawamura extrajo un teléfono móvil del bolsillo del pecho. Empezó a marcar un número.
«Bueno, hazlo ahora», pensé. Le rocé y pegué el imán en la americana del traje, justo debajo del omóplato izquierdo. Luego me aparté unos pasos en el andén.
Kawamura sólo habló por teléfono unos segundos, demasiado bajito para que le oyera por encima de los frenos chirriantes del tren, que se detuvo delante de nosotros, y luego se guardó el teléfono en el mismo bolsillo. Me pregunté a quién habría llamado. No importaba. Dos estaciones más adelante, tres como mucho, y se habría acabado.
El tren se detuvo y abrió las puertas para dejar salir un vertido humano a borbotones. Cuando el torrente se convirtió en goteo, las filas que aguardaban a ambos lados de las puertas se abalanzaron hacia el interior, como si alguien hubiera pulsado la tecla de inversión en una aspiradora gigantesca. La gente seguía apiñándose a pesar de las advertencias que decían «Las puertas se están cerrando» y la masa de trabajadores se fue hinchando hasta que nos quedamos bien clavados en el sitio, sin necesidad de agarrarnos a los asideros superiores porque era imposible caerse. Se cerraron las puertas, el vagón dio una sacudida hacia delante y nos pusimos en marcha.
Exhalé lentamente y giré la cabeza de lado a lado, escuchando cómo me crujían los huesos, notando cómo iban desapareciendo los últimos resquicios de nerviosismo a medida que se acercaba el final. Siempre he tenido estas sensaciones. Cuando era adolescente, viví durante una época cerca de una población atravesada por una serie de desfiladeros por los cuales se podía saltar hacia unas zonas de baño profundas. Veía a los chicos mayores haciéndolo constantemente, no parecía tan difícil. Sin embargo, la primera vez que subí a la cima y miré hacia abajo, me pareció increíble ver lo alto que era y me quedé inmóvil. Pero los demás muchachos estaban mirando. Y justo entonces supe que independientemente de lo asustado que estuviera, independientemente de lo que pudiera pasar, saltaría, y entonces una parte instintiva de mi ser desconectó mi conciencia de todo lo que no fuera la acción sencilla y muscular de correr hacia delante. No tenía ninguna otra percepción, ninguna conciencia de un futuro más allá de dar esos pasos rápidos y enérgicos. Recuerdo haber pensado que ni siquiera importaba si moría en el intento.
Kawamura estaba frente a la puerta en un extremo del vagón, a un metro de mí, con la mano derecha agarrada a un asidero. Tenía que mantenerme cerca de él.
La instrucción que había recibido era que aquello tenía que parecer natural: ésa mi especialidad, y el motivo por el que siempre había demanda de mis servicios. Harry había conseguido el historial médico de Kawamura en el Hospital Universitario de Jikei, y gracias a eso descubrimos que estaba aquejado de una enfermedad llamada bloqueo cardíaco completo y debía su vida a un marcapasos que le habían implantado hacía cinco años.
Me di la vuelta de forma que estuviera de espaldas a la puerta, una ligera violación del protocolo mínimo para viajar en tren en Tokio, pero no quería que alguien que hablara inglés viera el tipo de instrucciones que aparecerían en la pantalla del ordenador PDA que llevaba. Me había descargado un programa de interrogación cardíaca, igual que el que utiliza un médico para ajustar el marcapasos de un paciente. Y lo había amañado de forma que el PDA enviara órdenes por infrarrojos al imán de control. La única diferencia entre el sistema de un cardiólogo y el mío radicaba en que el mío era inalámbrico y miniaturizado. Eso y que yo no había hecho el juramento hipocrático.
El PDA ya estaba encendido en modo sleep, por lo que se activó al instante. Bajé la mirada hacia la pantalla, que decía «parámetros del marcapasos». Pulsé la tecla Intro y la pantalla cambió para ofrecerme dos opciones «comprobación del umbral» y «comprobación del sensor». Seleccioné la primera y obtuve una gama de parámetros: ritmo, ancho de pulsaciones, amplitud. Escogí ritmo y rápidamente fijé el marcapasos al límite de ritmo cardíaco inferior de cuarenta latidos por minuto, luego volví a la pantalla anterior y seleccioné ancho de pulsaciones. La pantalla indicó que el marcapasos estaba programado para enviar corriente con una duración de 0,48 milisegundos. Reduje el ancho de pulsaciones al máximo y luego cambié la amplitud. La unidad estaba preprogramada a 8,5 voltios y empecé a reducirla medio voltio cada vez. Cuando hube reducido dos voltios enteros, la pantalla lanzó un destello: «Ha reducido la amplitud de la unidad en dos voltios. ¿Está seguro de que desea seguir reduciendo la amplitud de la unidad?». Pulsé «Sí» y continué, repitiendo la secuencia cada vez que reducía dos voltios.
Cuando el tren entró en la estación de Yoyogi, Kawamura se dirigió a la puerta. ¿Se bajaría ahí? Aquello supondría un problema: los infrarrojos de la unidad tenían un alcance limitado y sería todo un reto manejarla y seguirle de cerca a la vez. «Maldita sea, sólo unos segundos más», pensé, preparándome para seguirle al exterior. Pero lo único que hacía era permitir que la gente que tenía detrás pudiera salir del vagón, por lo que se detuvo al otro lado de las puertas. Cuando los pasajeros que se bajaban en Yoyogi estuvieron fuera, volvió a entrar, seguido de cerca por varias personas que habían esperado en el andén. Las puertas se cerraron y volvimos a ponernos en marcha.
Al llegar a los dos voltios la pantalla me advirtió que estaba acercándome a valores de rendimiento mínimos y que resultaba peligroso reducirlos más. Hice caso omiso de la advertencia y reduje la unidad medio voltio más al tiempo que lanzaba una mirada a Kawamura. No había cambiado de postura.
Cuando alcancé un solo voltio e intenté seguir adelante, la pantalla me lanzó otro mensaje: «Su orden fijará la unidad en los valores de rendimiento mínimos. ¿Está seguro de que desea dar esta orden?». Pulsé «Sí». De todos modos, apareció otro mensaje: «Ha programado la unidad para los valores de rendimiento mínimos. Confirme, por favor». Volví a pulsar «Sí». Se produjo una pausa de un segundo y entonces aparecieron en pantalla unas letras parpadeantes en negrita: Valores de rendimiento inaceptables. Valores de rendimiento inaceptables.
Cerré la tapa pero dejé el PDA encendido. Se reiniciaría de modo automático. Siempre existía la posibilidad de que la secuencia no funcionara la primera vez y quería poder volver a intentarlo en caso necesario.
No hizo falta. Cuando el tren entró en la estación de Shinjuku y se detuvo con una sacudida, Kawamura tropezó con la mujer que tenía al lado. Las puertas se abrieron y los otros pasajeros salieron en tropel pero Kawamura se quedó, agarrado a una de las barras verticales cercanas a la puerta con la mano derecha y aguantando el paquete de fruta con la izquierda mientras los viajeros pasaban por su lado. Le observé mientras giraba en el sentido contrario a las agujas del reloj hasta golpearse la espalda contra la pared de al lado de la puerta. Tenía la boca abierta, parecía ligeramente sorprendido. Acto seguido, lentamente, casi con cuidado, fue deslizándose hacia el suelo. Vi que uno de los pasajeros que se había subido en Yoyogi se agachaba para asistirle. El hombre, un occidental de unos cuarenta y cinco años, alto y delgado como para hacerme pensar en una jabalina, con unas gafas de montura ligera que le otorgaban cierto aire aristocrático, sacudió a Kawamura por los hombros, pero éste ya no notaba los esfuerzos del desconocido por socorrerle.
– Daijoubu desu ka? -pregunté mientras movía la mano izquierda para sujetar a Kawamura por la espalda y recoger el imán. ¿Está bien? Hablé en japonés porque era probable que el occidental no lo entendiera y nuestra interacción se limitara al mínimo.
– Wakaranai -musitó el desconocido. No lo sé. Le dio una palmadita en las mejillas, cada vez más azuladas, y lo sacudió, un poco bruscamente, me pareció. O sea que sí hablaba japonés. No importaba. Pellizqué el imán y lo despegué. Kawamura estaba muerto.
Pasé junto a ellos para salir al andén y los pasajeros enseguida empezaron a abarrotar el vagón detrás de mí. Cuando miré por la ventanilla más cercana a la puerta, me sorprendió ver al desconocido registrándole los bolsillos a Kawamura. Lo primero que pensé fue que le estaba robando. Me acerqué más a la ventana para verlo mejor pero la creciente aglomeración de pasajeros me impedía ver.
Sentí el impulso de volver a entrar pero habría sido una estupidez. De todos modos, era demasiado tarde. Las puertas ya se estaban cerrando. Vi que se cerraban y que enganchaban algo, un bolso o un pie tal vez. Se abrieron ligeramente y volvieron a cerrarse. Era una manzana, que cayó a las vías mientras el tren se marchaba.