El lugar que le había mencionado en Ebisu era un izakaya clásico japonés que Tatsu me había enseñado cuando llegué a Japón después de la guerra. Los izakaya son pequeños bares en viejos edificios de madera, regentados por hombres o mujeres sempiternos, o una pareja, que viven encima del local, y en cuyo exterior apenas hay un farolillo rojo para anunciar su existencia. Los izakaya, que ofrecen refugio de un jefe exigente o un matrimonio aburrido, del tumulto de los metros y el ruido de las calles, sirven cerveza y sake hasta bien entrada la noche, y una procesión inacabable de clientes ocupan y abandonan los asientos de la barra, que siempre vuelve a ocupar otro hombre cansado que viene del frío.
Tatsu y yo habíamos pasado mucho tiempo juntos en Ebisu, pero había dejado de ir allí cuando perdimos el contacto. Siempre pensaba en pasarme por el local y ver si estaba la mama-san, pero los meses se habían convertido en años y nunca llegué a hacerlo. Según Tatsu, el bar ni tan siquiera existía. Seguramente lo habrían demolido. Un local como aquel ya no tenía cabida en el Tokio moderno y llamativo.
Sin embargo, recordaba dónde había estado y allí esperaría a Tatsu.
Llegué temprano a Ebisu para echar un vistazo a la zona. Las cosas habían cambiado de verdad. La mayoría de los edificios de madera habían desaparecido. Había un nuevo centro comercial resplandeciente cerca de la estación… que había sido un arrozal. Me costaba orientarme.
Desde la estación me encaminé hacia el este. Era un día húmedo, el viento traía neblina del cielo cubierto.
Encontré el lugar donde había estado el izakaya. El edificio, ruinoso y acogedor, había desaparecido y en su lugar había un pequeño supermercado de aspecto antiséptico. Paseé lentamente por delante. Estaba vacío, sólo había un empleado con cara de aburrido leyendo una revista bajo los fluorescentes de la tienda. Tatsu no estaba, aunque todavía faltaba una hora para la cita.
No habría regresado allí, si hubiera tenido otra opción, sabiendo que el local había desaparecido. Coño, el barrio entero había desaparecido. Me recordaba la última vez que había estado en Estados Unidos, hacía unos cinco años. Había regresado a Dryden, lo más parecido a una ciudad natal para mí. Hacía veinte años que no la había pisado y una parte de mí deseaba encontrar una relación con aquello, con algo.
Estaba a cuatro horas en coche al norte de la ciudad de Nueva York. Cuando llegué lo único que seguía igual era el trazado de las calles. Conduje por la calle principal y en lugar de lo que recordaba vi un McDonald's, un Benetton, un Kinko's Copies, una sandwichería Subway, todos ellos en edificios nuevos y relucientes. Reconocí un par de lugares. Eran como las ruinas de una civilización perdida oculta en medio de una jungla densa y descontrolada.
Seguí paseando, maravillándome de que los recuerdos que habían sido agradables acabaran convirtiéndose en dolorosos por medio de una alquimia que nunca he acabado de comprender.
Giré hacia un callejón. Había un pequeño parque apretujado entre dos edificios sin nada de particular. Un par de madres jóvenes estaban paradas junto a uno de los bancos, charlando entre los paseantes. Seguramente sobre lo que ocurría en el barrio y que los niños irían al colegio dentro de poco.
Rodeé un nuevo centro comercial, luego regresé atravesándolo, pasando junto a una amplia rambla descubierta, reluciente por el cromo y el cristal. Era una estructura con cierto encanto, eso era indudable. Un par de adolescentes pasaron junto a mí, riéndose. Parecían sentirse a gusto, como si aquel fuera su lugar.
Vi a una figura ataviada con un impermeable gris que se me acercaba desde el otro extremo del centro comercial y, aunque no veía bien la cara reconocí el modo de andar, la postura. Era Tatsu que, aparte de fumar un cigarrillo que le proporcionaba un poco de calor, hacía como si aquel día lóbrego no existiese.
Me vio y me saludó, tras lo cual arrojó el cigarrillo. Mientras se acercaba vi que tenía las arrugas más marcadas de lo que recordaba, una especie de cansancio más visible.
– Honto ni, shibaraku buri da na -dije al tiempo que le hacía una reverencia. Ha pasado mucho tiempo. Me tendió la mano y se la estreché.
Me miraba atentamente, sin duda viendo las mismas arrugas en mi rostro que yo en el suyo, y quizá algo más. Era la primera vez que Tatsu me veía desde que me hiciera la cirugía estética. Seguramente le sorprendió el hecho de que la edad parecía haber ocultado mis rasgos caucásicos. Me pregunté si sospecharía que mi cambio de aspecto se debía a algo más que al paso del tiempo.
– Rain-san, ittai, ¿qué ha hecho todo este tiempo? -preguntó sin dejar de mirarme-. ¿Sabe los problemas que tendría si alguien averiguase que me he reunido con usted sin detenerle? Es sospechoso de un doble asesinato, y una de las víctimas ocupaba un alto cargo en el PLD. Me presionan para que solucione el caso, ya lo sabe.
– Tatsu, ¿ni siquiera va a decirme que se alegra de verme? Tengo sentimientos.
Esbozó su típica sonrisa apesadumbrada.
– Ya sabe que me alegro de verle. Pero desearía que las circunstancias fueran otras.
– ¿Cómo están sus hijas?
Sonrió abiertamente y asintió con orgullo.
– Muy bien. Una es médico, la otra abogada. Por suerte, han heredado el cerebro de su madre, ne?
– ¿Casadas?
– La mayor está prometida.
– Felicidades. Seguro que dentro de poco será abuelo.
– No en un futuro cercano -dijo al tiempo que la sonrisa desaparecía, y pensé, «no me gustaría nada ser el joven al que Tatsu pillara tonteando con una de sus hijas».
Regresamos por el centro comercial y pasamos junto a una reproducción perfecta de un castillo francés que parecía echar de menos su patria en aquel entorno.
Tras la charla trivial de turno, fui directo al grano.
– Toshi Yamaoto, dirigente de Convicción, le ha puesto precio a su cabeza, Tatsu.
Se detuvo y me miró.
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo siento, no puedo desvelar nada al respecto.
Asintió.
– Su fuente debe de ser fidedigna o, de lo contrario, no me lo diría.
– Exacto.
Comenzamos a caminar de nuevo.
– Muchas personas querrían verme muerto, Rain-san. A veces me pregunto cómo he logrado seguir con vida tanto tiempo.
– Quizá le proteja un ángel de la guarda.
Se rió.
– Ojalá. De hecho, la explicación es más sencilla. Mi muerte pondría de manifiesto mi credibilidad. Mientras viva, se me puede tachar de estúpido, de ser alguien que persigue fantasmas.
– Mucho me temo que las circunstancias han cambiado.
Volvió a detenerse y me miró de hito en hito.
– No sabía que estuviera liado con Yamaoto.
– No lo estoy.
Asintió con la cabeza, y supe que acababa de añadir esa información al perfil del misterioso asesino.
Empezó a caminar de nuevo.
– Estaba diciendo que las circunstancias han cambiado.
– Hay un disco. Que yo sepa, contiene información sobre casos importantes de corrupción política. Yamaoto intenta conseguirlo.
Tatsu sabía algo del disco -había oído decir a Yamaoto por el micro que Tatsu era quien había enviado a sus hombres al apartamento de Midori-, pero no dijo nada.
– ¿Sabe algo al respecto, Tatsu? -pregunté.
Se encogió de hombros.
– Soy poli. Sé un poco de todo.
– Yamaoto cree que usted sabe mucho. Sabe que también quiere conseguir el disco. Le está costando recuperarlo, así que ha decidido eliminar los cabos sueltos.
– ¿Por qué le está costando recuperarlo?
– No sabe dónde está.
– ¿Y usted?
– No lo tengo.
– No le he preguntado eso.
– Tatsu, no se trata del disco. He venido para avisarle del peligro que corre. Quería advertirle.
– Pero el disco desaparecido es el motivo por el que corro peligro, ¿no? -dijo, adoptando una expresión inocente y perpleja que habría engañado a alguien que no le conociera-. Disco encontrado, peligro eliminado.
– El método inakamono no es necesario -dije, dándole a entender que sabía que no era un paleto-. Le diré que la persona que tiene el disco cuenta con los medios necesarios para publicar el contenido. Eso debería eliminar el peligro, como ha dicho.
Se detuvo y me aferró el brazo.
– Masaka, dígame que no le dio el puto disco a Bulfinch.
Varias alarmas comenzaron a sonar simultáneamente en mi interior.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque ayer asesinaron a Franklin Bulfinch en Akasaka Mitsuke, frente al Akasaka Tokyu Hotel.
– ¡Joder! -exclamé perdiendo el control momentáneamente.
– Komatta -blasfemó de nuevo-. Se lo dio, ¿no es así?
– Sí.
– ¡Maldita sea! ¿Lo llevaba consigo cuando le asesinaron?
Frente al Akasaka Tokyu, apenas a cien metros de donde se lo di.
– ¿A qué hora ocurrió? -pregunté.
– A primera hora de la tarde. A eso de las dos en punto. ¿Lo llevaba consigo?
– Seguramente -repliqué.
Tatsu hundió los hombros, y supe que no estaba haciendo teatro.
– Maldita sea, Tatsu. ¿Cómo sabe lo del disco?
Se produjo un largo silencio antes de que respondiera.
– Porque se suponía que Kawamura debía entregármelo.
Arqueé las cejas, sorprendido.
– Sí -prosiguió-, llevaba bastante tiempo camelándome a Kawamura. Le había convencido para que facilitase la información que ahora está en el disco. Parece que, al final, todo el mundo confía más en un periodista que en un poli. Kawamura decidió entregar el disco a Bulfinch.
– ¿Cómo lo sabe?
– Kawamura me llamó la mañana que murió.
– ¿Qué dijo?
Me miró con cara de póquer.
– «A la mierda. Le daré el disco a los medios occidentales.» Fue por mi culpa, la verdad. Mi entusiasmo era tal que le presioné demasiado. Estoy seguro de que eso le resultó desagradable.
– ¿Cómo sabe que era Bulfinch?
– Si quisiera entregar esa clase de información a alguien de «los medios occidentales», ¿a quién acudiría? A Bulfinch se le conoce por sus artículos sobre la corrupción. Pero no estuve seguro hasta esta mañana, cuando supe que le habían asesinado. Y ahora sí que no me cabe la menor duda.
– ¿Ése es el motivo por el que ha estado siguiendo a Midori?
– Por supuesto. -Tatsu suele decir «por supuesto» con tal sequedad que parece poner en evidencia la falta de agudeza de su interlocutor-. Kawamura murió poco después de llamarme, por lo que es probable que no entregara el disco a «los medios occidentales» como había planeado. Su hija se quedó con sus cosas. Era el objetivo lógico.
– Por eso investigaba el allanamiento del apartamento de su padre.
Me miró con desaprobación.
– Mis hombres fueron los que entraron en su casa. Buscábamos el disco.
– Dos oportunidades para encontrarlo: el allanamiento y luego la investigación -dije, admirando su eficacia-. Muy oportuno.
– No lo suficiente. No lo encontramos. Por eso comenzamos a centrarnos en la hija.
– Usted y todo el mundo.
– Rain-san -dijo-, hice que un hombre la siguiera en Omotesando. Sufrió un accidente inverosímil en el baño de un bar de la zona. Se rompió el cuello.
Por Dios, era un hombre de Tatsu. Así que quizá Benny hubiera hablado en serio al decir que me daba cuarenta y ocho horas para aceptar la misión de Midori. Aunque ahora daba igual.
– ¿De veras? -repliqué.
– Esa misma noche aposté a varios hombres en el apartamento de la hija. A pesar de que iban armados, un solo hombre les tendió una emboscada y les redujo.
– Vergonzoso -comenté, esperando que añadiera algo más.
Sacó un cigarrillo, lo observó durante unos instantes, luego se lo colocó entre los labios y lo encendió.
– Muy académico -dijo mientras exhalaba una nube de humo gris-. Se acabó. Ahora la CIA tiene el disco.
– ¿Por qué lo dice? ¿Qué hay de Yamaoto?
– Tengo medios para saber que Yamaoto sigue buscando el disco. Aparte de mí, sólo queda otro actor en este drama. Ese actor debe de haberle arrebatado el disco a Bulfinch.
– Si se refiere a Holtzer, él trabaja con Yamaoto.
Esbozó una sonrisa apesadumbrada.
– Holtzer no trabaja con Yamaoto, es su esclavo. Y, como la mayoría de las marionetas, busca el modo de liberarse.
– No le sigo.
– Yamaoto controla a Holtzer mediante el chantaje, al igual que al resto de sus títeres. Pero Holtzer hace un doble juego. Planea usar el disco para acabar con Yamaoto, para cortar las cuerdas del titiritero.
– O sea, que Holtzer no le ha dicho a Yamaoto que la Agencia tiene el disco.
Se encogió de hombros.
– Como he dicho, Yamaoto sigue buscándolo.
– Tatsu -dije en voz baja-, ¿qué hay en el disco?
Le dio una calada cansina al cigarrillo y luego expulsó el humo hacia arriba.
– Vídeos de actos sexuales extramatrimoniales, grabaciones de sobornos y pagos, números de cuentas secretas, informes de transacciones inmobiliarias ilegales y blanqueo de dinero.
– ¿Implican a Yamaoto?
Me miró como si se preguntase cómo era posible que yo fuera tan lento.
– Rain-san, fue un gran soldado, pero sería un poli pésimo. Implican a todo el mundo menos a Yamaoto.
Me mantuve en silencio unos instantes, tratando de atar cabos.
– ¿Yamaoto usa la información como chantaje?
– Por supuesto -replicó con su sequedad habitual-. ¿Por qué cree que los gobiernos han fracasado uno tras otro? ¿Once primeros ministros en otros tantos años? Todos ellos han sido lacayos del PLD o reformadores a quienes se ha calmado o cooptado. Es obra de Yamaoto, que gobierna en la sombra.
– Pero si ni siquiera pertenece al PLD.
– No quiere. Resulta mucho más eficaz gobernando a su manera. Cuando un político le contraría, publican información comprometedora, los medios reciben órdenes de exagerarla y el político de turno se hunde en la ignominia. El escándalo sólo desacredita al PLD, no a Convicción.
– ¿Cómo consigue la información?
– De un amplio sistema de escuchas telefónicas, vigilancia por vídeo y cómplices. Cada vez que atrapa a alguien nuevo, la víctima se vuelve cómplice y le ayuda a extender la red de chantajes.
– ¿Por qué le ayudan?
– Incentivos y amenazas. Por supuesto, Yamaoto tiene en nómina a varias mujeres lo suficientemente hermosas como para que hasta el político casado más fiel pierda el control temporalmente. Digamos que ordena a uno de los suyos que grabe en vídeo a un miembro del Parlamento en medio de un acto sexual vergonzoso con una de esas mujeres. Se le muestra la grabación al político y se le dice que se guardará en secreto a cambio de su voto en ciertas medidas, normalmente las que afectan a los gastos de obras públicas, y de su cooperación para hacer caer en la trampa a sus colegas. Si al político no le remordiese la conciencia, no votaría a favor de esos proyectos públicos ridículos, pero el miedo a que le descubran es un factor mucho más importante que su conciencia. En cuanto a engañar a sus colegas, la psicología juega un papel importante: al ensuciar a los demás, en comparación se siente menos sucio. Y dado que en Japón las elecciones no se deciden por los votos que ha conseguido el político sino por sus recursos económicos, Yamaoto ofrece un enorme fondo para sobornos que el político puede emplear para financiar la siguiente campaña electoral. Yamaoto es generoso en ese sentido: en cuanto un político forma parte de su red, le interesa que lo reelijan, que su carrera política progrese. La influencia de Yamaoto es tan grande que, si no perteneces a su red, no puedes hacer nada y pierdes las siguientes elecciones, dado el mayor poder económico de uno de sus títeres.
– Si tiene tanto poder, ¿cómo es que nunca había oído hablar de él? -pregunté.
– Yamaoto no revela la fuente de la presión ejercida. Sus víctimas sólo saben que se les chantajea, pero no quién. La mayoría cree que es obra de una de las facciones del PLD. ¿Y por qué no? Cada vez que Yamaoto decide que le interesa que un escándalo salga a la luz, el PLD se convierte en el centro de atención del país. Irónico, ¿no? Yamaoto maneja la situación de tal modo que incluso el PLD cree que el PLD manda. Pero detrás del que manda hay alguien que manda más.
Pensé en los informes que había estado investigando, las teorías de la conspiración de Tatsu.
– Pero usted mismo ha investigado la corrupción en el PLD.
Entrecerró los ojos.
– ¿Cómo lo sabe?
Sonreí.
– Que hayamos perdido el contacto no significa que haya perdido el interés.
Le dio otra calada al cigarrillo.
– Sí, investigo la corrupción en el PLD -admitió mientras el humo le salía por los orificios nasales-. A Yamaoto le divierte. Cree que le beneficia. Y así sería si mis informes se tomaran en serio. Pero sólo Yamaoto decide cuándo debe perseguirse la corrupción -declaró con cierta amargura.
No pude evitar sonreír: el mismo cabrón artero que había conocido en Vietnam.
– Pero usted se ha hecho el muerto. Su verdadero objetivo es Yamaoto.
Se encogió de hombros.
– Ahora entiendo por qué quería ese disco -dije.
– Sabía que estaba metido en el caso, Rain-san. ¿Por qué no se puso en contacto conmigo?
– Tenía motivos para no hacerlo.
– ¿Sí?
– Midori -repliqué-. Si se lo hubiera entregado, Yamaoto seguiría pensando que no había aparecido y continuaría persiguiendo a Midori. La única manera de ponerla a salvo era que el contenido del disco se publicase.
– ¿Es ése el único motivo por el que no quiso contactar conmigo? -preguntó.
Le miré con cautela.
– No se me ocurre nada más. ¿Y a usted?
Su única respuesta fue la sonrisa apesadumbrada.
Caminamos un rato en silencio.
– ¿Cómo engatusó Yamaoto a Holtzer? -pregunté.
– Ofreciéndole lo que quieren todos los hombres.
– ¿Es decir?
– Poder, por supuesto. ¿Cómo cree que Holtzer ascendió tan rápido hasta convertirse en jefe de la oficina de Tokio?
– ¿Yamaoto le pasaba información?
– Por supuesto. Por lo que sé, al señor Holtzer se le ha dado muy bien camelarse a personas valiosas en Japón. Como jefe de la oficina de Tokio, ha sido responsable de la elaboración de ciertos informes críticos, especialmente sobre la corrupción en el gobierno japonés, de la cual Yamaoto es un experto, por supuesto.
– Por Dios, Tatsu, el nivel de la información de la que dispone asusta un poco.
– Lo que asusta es que esa información nunca me haya sido útil.
– ¿Holtzer sabe que están jugando con él?
Se encogió de hombros.
– Al principio, creía que estaba camelándose a Yamaoto. En cuanto supo que pasaba justo lo contrario, ¿qué opciones le quedaban? ¿Comunicarle a la CIA que las personas valiosas a las que había estado camelándose eran agentes enemigos, los informes invención tras invención? Eso habría supuesto el final de su carrera. La alternativa era mucho más agradable: trabajar para Yamaoto, que sigue pasándole información que convierte a Holtzer en una estrella. Y así Yamaoto tiene un topo dentro de la CIA.
«Holtzer, un topo -pensé, asqueado-. Debería habérmelo imaginado.»
– Holtzer me dijo que la CIA había estado camelándose a Kawamura, que Kawamura iba camino de la Agencia para entregar el disco cuando murió.
Se encogió de hombros.
– Kawamura me la jugó. Es posible que también se la jugara a la Agencia. Es imposible saberlo, e irrelevante.
– ¿Qué me dice de Bulfinch? -pregunté-. ¿Cómo dio Holtzer con él?
– Haciendo que le siguieran hasta que usted le entregó el disco, por supuesto. Bulfinch era un blanco fácil, Rain-san -dijo en un tono un tanto crítico, dándome a entender que había sido una estupidez entregar el disco a un civil.
Caminamos en silencio varios minutos más.
– Rain-san, ¿qué ha estado haciendo en Japón todos estos años? Desde que nos vimos por última vez.
Con Tatsu era un error suponer que una pregunta como ésa era trivial. En alguna parte de mi conciencia se disparó una alarma.
– Nada nuevo -respondí-. El mismo trabajo de consultor de siempre.
– ¿En qué consistía?
– Ya sabe, ayudar a varias empresas americanas a encontrar el modo de importar sus productos a Japón. Evitar el papeleo, encontrar los mejores socios, cosas así.
– Parece interesante. ¿Qué clase de productos?
Tatsu debería de haber imaginado que necesitaría algo más que un par de preguntas sencillas para desmontar mi tapadera. El negocio de consultor, los clientes, están todos limpios, aunque no sean precisamente de los que salen en Fortune 500.
– ¿Por qué no le echa un vistazo a mi página web? -le pregunté-. Hay un apartado con todas las referencias de los clientes.
Agitó la mano como para dar a entender que no dijera tonterías.
– Lo que me pregunto es qué está haciendo en Japón, por qué sigue aquí.
– ¿Qué más da, Tatsu?
– No lo entiendo y me gustaría entenderlo.
¿Qué podía contarle? «Necesitaba seguir en guerra. Un tiburón no puede dejar de nadar, o muere.»
Pero tuve que admitir que eso no era todo. A veces detesto vivir en Japón. Incluso después de veinticinco años sigo siendo alguien «de fuera», y me molesta que sea así. Y no sólo es mi profesión la que vive en las sombras, sino que también, a pesar de mis rasgos nipones y mi dominio del japonés, lo que de veras importa es que en mi interior soy medio gaijin. En una ocasión, una maestra cruel me dijo cuando era niño: «¿Qué sale cuando se mezcla agua limpia con agua sucia? Agua sucia». Transcurrieron varios años más de desdenes y rechazos antes de que entendiera de verdad qué quería decir: que tengo una mancha indeleble que las sombras ocultan pero no limpian.
– Lleva más de dos décadas aquí -añadió Tatsu con tacto-. Quizá haya llegado el momento de volver a casa.
«Lo sabe -pensé-, o está a punto.»
– Me pregunto dónde está mi casa.
– Si se queda, es posible que caigamos en la cuenta de que tenemos intereses opuestos -dijo con voz pausada.
– Pues no caigamos en la cuenta.
Le vi esbozar la sonrisa apesadumbrada.
– Podríamos intentarlo.
Seguimos caminando y entonces se me ocurrió algo. Me detuve y le miré.
– Quizá no haya acabado -anuncié.
– ¿A qué se refiere?
– Al disco. Tal vez podamos recuperarlo.
– ¿Cómo?
– No puede copiarse ni transmitirse por medios electrónicos. Y está codificado. Holtzer necesitará a un experto para descifrarlo. O lleva el disco a los expertos o los expertos vienen a él.
Pensó en ello apenas unos segundos antes de extraer el móvil. Marcó un número, se llevó la unidad a la oreja y esperó.
– Necesito una lista con el personal del Gobierno estadounidense de visita -dijo en un japonés cortante-. En especial el de la ASN o la CIA. Durante la semana que viene, sobre todo los próximos días. Ahora mismo. Sí, esperaré.
Los gobiernos de Japón y EEUU se declaran entre sí a los agentes secretos de altos vuelos como parte del tratado de seguridad y la cooperación de inteligencia general. Las probabilidades eran pocas, pero valía la pena intentarlo.
Además, conocía bien a Holtzer. Era un fanfarrón. Anunciaría el disco como el hallazgo informativo del siglo. Se aseguraría de entregarlo en mano para así llevarse todos los méritos.
Esperamos en silencio durante varios minutos.
– Sí, sí, sí. Entendido. Un momento -dijo finalmente.
Apoyó el móvil en el pecho.
– Un especialista en criptografía informática de la ASN, declarado al Gobierno japonés. Y el director de la CIA para Asuntos del Este Asiático. Ambos llegan esta noche a Narita procedentes de Washington. No creo que se trate de una coincidencia. Holtzer los habrá puesto en marcha en cuanto tuvo el disco en sus manos.
– ¿Adónde van? ¿A la embajada?
– Un momento. -Volvió a colocarse el móvil junto a la oreja-. Averigüe si han solicitado escolta diplomática y, si así fuera, dónde piensan ir. Esperaré.
Apoyó de nuevo el móvil en el pecho.
– El Keisatsucho recibe muchas peticiones de escoltas para el personal del Gobierno estadounidense -dijo-. Los del Gobierno no tienen presupuesto para costearse un sedán, así que nos usan con el pretexto de la seguridad diplomática. Ésta será la primera vez que esa costumbre no me moleste.
Se colocó el móvil junto a la oreja y esperó.
– Bien, bien -dijo al cabo de unos minutos-. Espere. -El móvil regresó al pecho-. Base naval de EEUU en Yokosuka. Jueves por la mañana, directo desde el Hilton del aeropuerto de Narita.
– Entonces ya le tenemos.
Su expresión era adusta.
– Exactamente, ¿cómo?
– Joder, paramos el coche de Holtzer, recuperamos el disco y, por lo que a mí respecta, le declaramos persona non grata.
– ¿Con qué pruebas, para ser exactos? Los abogados querrán saberlo.
– Coño, no lo sé. Dígales que fue una fuente anónima.
– Creo que no lo ha entendido. Lo que me ha contado no es una prueba. Son rumores.
– Por Dios, Tatsu -dije exasperado-, ¿cuándo se transformó en un maldito burócrata?
– No es una cuestión de burocracia -replicó en un tono cortante, por lo que deseé no haberme encolerizado-. Hay que usar las herramientas adecuadas para hacer el trabajo. Lo que sugiere no serviría de nada.
Me ruboricé. Tatsu siempre lograba que me sintiera como un gaijin torpe y paleto.
– Bueno, si no podemos seguir esa vía, ¿qué propone entonces?
– Puedo recuperar el disco y proteger a Midori, pero usted tendrá que participar.
– ¿Qué sugiere?
– Lo dispondré todo para que detengan el coche de Holtzer delante del complejo naval, quizá con el pretexto de inspeccionar los bajos en busca de explosivos. -Me miró con sequedad-. Quizá una llamada anónima nos avisaría de ello.
– Bien -dije.
Se encogió de hombros y recitó un número de teléfono que me apunté en la mano, cambiando el orden de los cuatro últimos números y restándole dos a cada uno de ellos.
– Por supuesto -dijo cuando hube acabado-, un oficial tendrá que pedir al conductor que baje la ventanilla para explicárselo.
Asentí, ya me imaginaba cuál era el plan.
– Éste es el número de mi busca -le dije mientras se lo daba-. Úselo para ponerse en contacto conmigo cuando haya obtenido información sobre los movimientos de Holtzer. Indique un número de teléfono y luego añada 5-5-5, así sabré que es usted. Necesitaré material… una aturdidora. -Las granadas aturdidoras son como suenan: nada de metralla, sólo mucho ruido y un fogonazo, por lo que en lugar de matar y mutilar, desorientan temporalmente. Las unidades antiterroristas las emplean para aturdir a los ocupantes de una sala antes de derribar la puerta y cargarse a los malos.
No hacía falta que le dijera para qué quería la aturdidora.
– ¿Cómo se la entrego?
– La fuente del parque Hibiya -repliqué improvisando-. Déjela caer en el lado que da a Hibiya-dori. Junto al borde, así. -Tracé un diagrama sobre la palma de mi mano para que lo entendiera mejor-. Avíseme por el busca cuando la deje allí para que no esté demasiado tiempo en un lugar inseguro.
– De acuerdo.
– Una cosa más -añadí.
– ¿Sí?
– Avise a los suyos. No quiero que me disparen por error.
– Haré todo lo posible.
– Haga lo imposible. Es mi culo el que está en juego.
– Nuestros culos -puntualizó, sin perder la calma-. Si no lo hace bien, le aseguro que investigarán quién ordenó que se detuviera el coche y bajo qué pretexto. En esas circunstancias, con un poco de suerte, me darán la jubilación anticipada. Si no tengo suerte, me encarcelarán.
Tatsu tenía razón, aunque no creo que hubiera aceptado arriesgar su vida por la mía. De todos modos, no valía la pena discutir al respecto.
– Detenga el coche, eso es todo -le dije-. Me ocuparé del resto.
Asintió y luego hizo una reverencia de una formalidad inquietante.
– Buena suerte, Rain-san -dijo, y se encaminó hacia la creciente oscuridad.