Tres

El hecho de decirle a Harry que se anduviera con cuidado me hizo pensar en Jimmy Calhoun, mi mejor amigo del instituto; en quién era Jimmy antes de convertirse en el Loco Genial.

Jimmy y yo nos alistamos juntos en el ejército cuando apenas teníamos diecisiete años. Recuerdo que el reclutador nos dijo que necesitaríamos el permiso de nuestros padres para alistarnos. «¿Veis a esa mujer de ahí?», nos preguntó. «Dadle un billete de veinte pavos y preguntadle si firmaría como vuestra madre.» Aceptó. Más adelante me di cuenta de que aquella mujer se ganaba el sustento de ese modo.

En cierto modo Jimmy y yo nos habíamos conocido a través de su hermana pequeña, Deirdre. Era una morena guapa y una de las pocas personas que se mostraba agradable con el muchacho raro y fuera de lugar que era yo en Dryden. Algún idiota le dijo a Jimmy que me gustaba su hermana, lo cual era cierto, por supuesto, y Jimmy decidió que no le gustaba que un tipo de ojos rasgados tratara de ligar con su hermana. Era más corpulento que yo, pero lo dejé paralizado en una pelea. Después de eso me respetó y se convirtió en mi aliado contra los bravucones de Dryden, mi primer amigo verdadero. Deirdre y yo empezamos a salir y ¡pobre del que le hiciera algún comentario desagradable a Jimmy sobre el tema!

Antes de marcharnos le dije a Deirdre que me casaría con ella cuando volviéramos. Me dijo que esperaría. «Cuida de Jimmy, ¿vale?», me pidió. «Tiene demasiado que demostrar.»

Jimmy y yo le habíamos dicho al reclutador que queríamos servir juntos y el tipo dijo que se encargaría de ello. No sé si el reclutador tuvo algo que ver, de hecho probablemente mintiera, pero salió tal y como habíamos pedido. Jimmy y yo hicimos juntos la instrucción en las Fuerzas Especiales en Fort Bragg y luego acabamos en la misma unidad, en un programa conjunto del ejército y la CIA llamado Grupo de Observación y Estudios, o GOE. El apodo de Observación y Estudios era una broma, el intento de algún burócrata idiota por dar a la organización un perfil bajo. Es como llamar Mariquita a un pitbull.

La misión del GOE era el reconocimiento clandestino y las misiones de sabotaje en Camboya y Laos, a veces incluso en el norte de Vietnam. Los equipos estaban formados por LURRPs, acrónimo que hacía referencia a los hombres especializados en patrullas de reconocimiento de largo alcance. Tres americanos y nueve miembros del Grupo de Defensa Irregular de Civiles, o GDIC. Los del GDIC solían ser mercenarios jemeres reclutados por la CIA, a veces montañeros. Tres hombres se internaban en el monte para pasar una, dos o tres semanas seguidas y vivían de la tierra, sin contacto con el MAMV, el Mando de Ayuda Militar en Vietnam de EEUU.

Éramos la elite de la elite, pequeños y con movilidad, y nos deslizábamos por la jungla como fantasmas silenciosos. Todas las partes móviles de las armas estaban amortiguadas para suprimir los ruidos. Trabajábamos tanto por la noche que veíamos en la oscuridad. Ni siquiera utilizábamos repelente de insectos porque el Vietcong lo olía. Así de serios éramos.

Trabajábamos en Camboya en la misma época en que Nixon prometía en público el respeto a la neutralidad de ese país. Si nuestras actividades hubieran salido a la luz, Nixon habría tenido que reconocer que no sólo había mentido a la opinión pública sino también al Congreso. Así pues, nuestras actividades no sólo eran clandestinas sino que se negaban de forma categórica, hasta lo más alto. Para algunas de nuestras misiones teníamos que viajar sin accesorios, sin armas procedentes de EEUU ni otro material. En otras ocasiones ni siquiera conseguíamos apoyo aéreo por temor a que un piloto fuera abatido y capturado. Cuando perdíamos a un hombre, su familia recibía un telegrama en el que se decía que lo habían matado «al oeste de Dak To» o «cerca de la frontera» o cualquier otra descripción vaga como ésas.

Empezamos bien. Antes de marcharnos hablamos de lo que haríamos y lo que no. Habíamos oído las historias. Todo el mundo conocía My Lai. Mantendríamos la cabeza fría, nos comportaríamos como profesionales. Queríamos conservar nuestra inocencia, en realidad. Cuando pienso en ello ahora me entran ganas de reír.

Jimmy acabó recibiendo el apodo del «Loco Genial» porque se quedó dormido en medio de nuestro primer tiroteo. Las balas trazadoras venían hacia nosotros desde detrás de la arboleda, todo el mundo estaba agachado, disparando a personas que ni siquiera veíamos, y la batalla se prolongó horas y horas porque no podíamos llamar al apoyo aéreo debido a nuestra ubicación ilegal. Jimmy dijo «a la mierda» en medio de todo y se echó una siesta. A todo el mundo le pareció alucinante. Mientras decían «estás loco, tío, estás loco», Jimmy les respondió: «bueno, sabía que todo iba genial». Por eso, a partir de entonces se convirtió en el Loco Genial. Aparte de nosotros dos, no creo que alguien más supiera su verdadero nombre.

Jimmy no sólo se comportaba como un loco, lo parecía. En la adolescencia había sufrido un accidente de motocicleta que casi le había costado un ojo. Los médicos se lo recuperaron pero no consiguieron alineárselo con respecto al ojo bueno, así que Jimmy siempre parecía estar mirando de reojo mientras hablaba con alguien. «Omnidireccional», le gustaba decir con una sonrisa, cuando pillaba a alguien mirándolo a hurtadillas.

Jimmy había sido bastante sociable en el instituto, pero se volvió más callado en Vietnam. Se entrenaba de forma constante y era muy serio en su trabajo; no era un tipo fornido pero la gente le temía. En una ocasión, un PM con un pastor alemán se enfrentó a Jimmy por comportamiento indisciplinado en un bar. Jimmy no le miró, se comportó como si ni siquiera estuviera allí y se dedicó a observar al perro. Entre ellos se produjo algo, algo animal, y el perro se puso a gimotear y retrocedió. El PM se asustó y tuvo la prudencia de dejar el asunto, pero el incidente pasó a formar parte de la leyenda creciente del Loco Genial, y se decía que incluso los perros guardianes le tenían miedo.

En la jungla no había nadie como él. Era como un animal con el que se podía hablar. Incomodaba a las personas por su ojo omnidireccional, sus largos silencios. Pero cuando el sonido de los helicópteros iba alejándose, todo el mundo quería tenerlo cerca.

Los recuerdos me hostigaban como un batallón de cadáveres resucitados de repente.

«Liquidadlos significa liquidadlos. ¡Num suyn

«Para nosotros no hay hogar, John. No después de lo que hemos hecho.»

«Deja de pensar en esa mierda», me dije, la cantinela del ruido blanco me resultaba familiar. «Lo hecho, hecho está.»

Necesitaba un descanso y decidí ir a ver un concierto de jazz en el Club Alfie. El jazz ha sido mi refugio del mundo desde que tenía dieciséis años y escuché mi primer disco de Bill Evans y, en aquel momento, lo de refugio sonaba bien.

Alfie es lo que se denomina un raibu hausu, o local de música en vivo, un pequeño club que presenta tríos y cuartetos de jazz y que satisface las necesidades de los aficionados de Tokio. Alfie es auténtico: oscuro, abarrotado, con el techo bajo y una acústica excelente por casualidad, con capacidad sólo para unas veinticinco personas y especializado en artistas jóvenes que están a punto de ser descubiertos para el gran público. El local siempre está lleno y hace falta reservar, pequeño lujo que mi vida en la sombra no me permite. Pero conocía a la Mama-san de Alfie: una mujer mayor y gordita con dedos gruesos y pequeños y un andar que probablemente en el pasado hubiera sido un contoneo. Ya se le había pasado la edad de coquetear pero, de todos modos, coqueteaba conmigo y le caía bien porque le seguía la corriente. Alfie estaba abarrotado pero eso no significaba gran cosa para Mama si quería dar cabida a una persona más.

Esa noche tomé el metro hasta Roppongi, el barrio de Alfie, mientras realizaba una PDV de seguridad media por el camino. Como siempre, esperé hasta que el andén de la estación estuvo despejado antes de salir. Nadie me seguía y subí las escaleras hacia el atardecer de Roppongi.

Roppongi es un cóctel compuesto por los elementos extranjeros y nacionales más descarados de Tokio, aliñado con sexo y dinero para darle más garra. Está lleno de chicas de alterne occidentales que llegaron a Japón pensando que serían modelos pero que se encontraron atrapadas en algo distinto, vendiendo conversaciones subidas de tono y a menudo otras cosas a sus clientes sarariman, pavoneándose por ahí con ropa elegante y afectada y con zapatos de tacón alto que acentúan su altura; chicas cuya altanería expresa éxito y estatus, pero a menudo indica algo más próximo a la desesperación; jóvenes japonesas despampanantes, que lucen un bronceado perfecto de salón de belleza, melenas con mechas largas y lisas que les caen por la espalda, como las alas plegadas de alguna ave de presa hambrienta, intentando ligar con chicos ricos que, por la promesa de sexo o sencillamente por la oportunidad de ser vistos en público con tales trofeos, les regalarán trajes de Chanel y bolsos Vuitton y el resto de los artículos que se les antojen; extranjeros de tez morena que venden sustancias controladas que podrían o no ser lo que dicen; proxenetas entrados en años y ridículos que tiran del codo de los transeúntes, intentando que escojan «compañía» de un álbum de fotos; gente que camina rápido, como si fuera a algún lugar importante o que se hace la interesante, como si esperara reunirse con alguna celebridad; todo el mundo hambriento e intentando sacar tajada, un universo de depredadores y presas bien engalanados.

Alfie estaba a la izquierda de la estación, pero giré a la derecha al llegar a la calle pensando en rodearla por detrás. La fauna ya estaba en el exterior, poniéndome los folletos delante de las narices, intentando captar mi atención. Hice caso omiso de ellos y giré por Gaienhigashi-dori, justo delante del Almond Café, luego otra vez a la derecha por un callejón que discurría paralelo a Roppongidori y me dejaría detrás de Alfie. Un Ferrari rojo pasó rugiendo, era una reliquia de los años de la burbuja, cuando los cazadores de trofeos se tragaron originales impresionistas valorados en millones de dólares de los que no sabían nada y propiedades en tierras lejanas como Pebble Beach de las que habían oído hablar pero que nunca habían visto; cuando se decía que la tierra que estaba debajo de Tokio valía más que el territorio continental de EEUU; cuando los nuevos ricos celebraban su estatus en bares de alterne de Ginza pidiendo botella mágnum tras botella mágnum del mejor champán para estropearlo con terrones de azúcar y consumirlo en copas largas tachonadas con escamas de oro de catorce quilates.

Crucé la calle y tomé el ascensor que llevaba al quinto piso, haciendo un barrido de 180 grados con la mirada antes de que se cerraran las puertas.

Como era de esperar, había un grupo de gente en el exterior del local, que estaba empapelado con carteles, algunos nuevos, otros descoloridos, que anunciaban los conciertos que se habían celebrado a lo largo de los años. Había un joven con un traje barato de corte europeo y el pelo engominado hacia atrás apostado en la puerta, comprobando las reservas.

Onamae wa? -me preguntó, mientras recorría la corta distancia que había desde el ascensor. ¿Su nombre?

Le dije que no tenía reserva y me miró afligido. Para ahorrarle la angustia de explicarme que no podría asistir al concierto, le dije que era un viejo amigo de Mama y que necesitaba verla, ¿podía ir a buscarla? Inclinó la cabeza, entró en el local y desapareció detrás de una cortina. Mama salió al cabo de dos segundos. Tenía una pose formal, sin duda preparándose para presentar una disculpa japonesa terriblemente educada y resuelta pero, cuando me vio, la piel del contorno de ojos se le arrugó al sonreír.

Junchan! Hisashiburi ne! -me saludó al tiempo que se alisaba la falda con las manos. Jun es el apodo que Mama me da en vez de Junichi, mi nombre de pila japonés, que en inglés se envilece y se transforma en John. Me incliné hacia ella con formalidad pero le devolví la sonrisa de bienvenida. Le conté que pasaba por allí por casualidad y que no había tenido la posibilidad de hacer una reserva. Ya veía que estaba muy lleno y no quería ser una molestia…

Tonde mo nai! -me interrumpió. ¡No seas ridículo! Me empujó al interior, se fue corriendo detrás de la barra y extrajo la botella de Cao Lila que tenía guardada en un estante. Tomó un vaso, se acercó adonde yo estaba y señaló hacia una silla en una mesa situada en un rincón de la sala.

Se sentó conmigo unos momentos, me sirvió una copa y me preguntó si había venido con alguien, pues no siempre voy a Alfie solo. Le dije que estaba solo y sonrió.

Un ga yokatta ne! -dijo. ¡Qué suerte tengo! Ver a Mama me hacía sentir bien. Hacía meses que no había pasado por allí pero ella sabía exactamente dónde estaba mi botella, se sabía todos los trucos.

Mi mesa estaba cerca de un pequeño escenario. La sala estaba oscura pero una lámpara colgada del techo iluminaba un piano y la zona situada a la derecha del mismo. No se disfrutaba de una buena vista de la entrada, pero no se puede tener todo.

– Te he echado de menos, Mama -le dije en japonés mientras me iba relajando-. Dime quién toca esta noche.

Me dio una palmadita en la mano.

– Una joven pianista, Midori Kawamura. Va a ser una estrella, este fin de semana dará un concierto en el Blue Note, pero podrás decir que la viste en Alfie cuando empezaba.

Kawamura es un apellido japonés común y no pensé que fuera una coincidencia curiosa.

– Me parece que he oído hablar de ella, pero no conozco su música. ¿Qué tal es?

– Maravillosa, toca como Thelonius Monk cabreado. Y es muy profesional, no como algunos de los jóvenes que contratamos aquí. Hace tan sólo una semana y media que perdió a su padre, la pobrecilla, pero ha decidido respetar el compromiso de hoy.

Entonces fue cuando el nombre me llamó la atención.

– Qué lástima -dije lentamente-. ¿Qué ocurrió?

– Ataque al corazón el martes por la mañana, en pleno Yamanote. Kawamura-san me dijo que no había sido una gran sorpresa, pues su padre sufría del corazón. Tenemos que estar agradecidos por todos los momentos que se nos conceden, ne? Oh, ahí viene. -Me volvió a dar una palmadita en la mano y se marchó.

Me volví y vi a Midori y su trío caminando con energía, inexpresivos, hacia el escenario. Negué con la cabeza en un intento por asimilar todo aquello. Había ido a Alfie para intentar apartarme de Kawamura y todo lo relacionado con él y resulta que me encontraba con su fantasma. Me entraron ganas de levantarme y largarme, pero habría llamado la atención.

Además, sentía cierta curiosidad, como si volviera a pasar junto a los restos de un accidente de tráfico que yo hubiera provocado, incapaz de apartar la mirada.

Observé el rostro de Midori mientras ocupaba su puesto en el piano. Aparentaba unos treinta y cinco años y tenía el pelo liso, a la altura de los hombros, tan negro que parecía brillar bajo la luz del techo. Llevaba un suéter de manga corta, tan negro como el pelo, y el blanco suave de sus brazos y cuello casi parecía flotar al lado. Intenté verle los ojos pero sólo se los vislumbré fugazmente entre las sombras que proyectaba la lámpara. Vi que los llevaba perfilados con lápiz de ojos, pero aparte de eso no iba maquillada. Lo suficientemente segura de sí misma como para no tomarse la molestia. Tampoco es que lo necesitara. Era atractiva y debía de ser consciente de ello.

Noté tensión entre el público, un tanto inclinado hacia delante. Midori alzó los dedos sobre el teclado y los dejó levitando allí durante unos segundos. Sonó su voz, queda:

– Uno, dos, uno, dos, tres, cuatro -y luego sus manos descendieron y dieron vida a la sala.

Era My Man's Gone, un viejo tema de Bill Evans, no de ella. Me gusta la canción y me agradó su forma de interpretarla. Le confería un vigor que me hacía querer mirar además de escuchar, pero me di cuenta de que yo mismo apartaba la mirada.

Perdí a mi padre justo al cumplir los ocho años. Lo mató un derechista en las manifestaciones callejeras que sacudieron Tokio cuando la administración Kishi ratificó el Pacto de Seguridad Japón-EEUU en 1960. Mi padre siempre había tenido un trato muy frío conmigo cuando estaba vivo y notaba que yo era el motivo de cierta tensión entre él y mi madre. Pero todo eso no lo entendí hasta más tarde. Mientras tanto, lloré como el niño que era durante muchas noches después de su muerte.

Mi madre no me puso las cosas fáciles a partir de entonces, aunque creo que intentó hacerlo lo mejor posible. Había sido abogada del departamento de Estado en el Tokio ocupado bajo el Mando Supremo del Control Aliado de MacArthur, y formó parte del equipo al que MacArthur encargó la redacción de una nueva constitución para guiar al Japón de posguerra hacia el inminente Siglo Americano. Mi padre pertenecía al equipo del Primer Ministro Yoshida, responsable de traducir y negociar el documento con unas condiciones que fueran favorables para Japón.

Su romance, que se hizo público poco después de que la nueva constitución se convirtiera en ley en mayo de 1947, escandalizó a ambos bandos, pues cada uno de ellos estaba convencido de que su representante había realizado concesiones en la cama que nunca se habrían conseguido en la mesa de negociaciones. El futuro de mi madre en el Departamento de Estado se truncó rápidamente y se quedó en Japón en calidad de esposa de mi padre.

Sus padres cortaron los lazos con ella por ese matrimonio intercultural e interracial, que contrajo en contra de la voluntad de ellos. Por lo tanto, mi madre, como reacción a su orfandad de facto, adoptó a Japón y aprendió japonés lo suficientemente bien para hablarlo en casa con mi padre y conmigo. Cuando lo perdió, perdió lo que la unía a la nueva vida que se había construido.

¿Midori había estado muy unida a su padre? Quizá no. Tal vez hubiera habido falta de cooperación, peleas incluso, sobre lo que a él podría haberle parecido una salida profesional frívola. Y si se habían producido peleas, y silencios desagradables, e intentos desesperados por comprenderse mutuamente, ¿habían tenido la oportunidad de reconciliarse? ¿O se había quedado ella con muchas cosas que le habría gustado decirle?

«¿Qué coño te pasa? -pensé-. No tienes nada que ver con ella ni con su padre. Es atractiva, te está afectando. Bueno, pero déjalo.»

Lancé una mirada a la sala y tuve la impresión de que todo el mundo iba en pareja o en grupo.

Quería salir, encontrar un lugar en el que no hubiera recuerdos.

Pero ¿dónde estaba ese lugar?

Así pues, me quedé a escuchar la música. Sentí que las notas zigzagueaban alegremente lejos de mí, pero me centré en ellas y dejé que me alejaran del estado de ánimo que me estaba embargando como una marea negra. Me aferré a la música, con el sabor del Cao Lila en la garganta, la melodía en los oídos, hasta que las manos de Midori parecieron desdibujarse, hasta que su perfil se perdió entre sus cabellos, hasta que las cabezas que veía a mi alrededor en la semipenumbra y el humo de los cigarrillos se mecían y las manos daban golpecitos en mesas y vasos, hasta que sus manos devinieron una mancha todavía más borrosa antes de detenerse, dejando que un instante de silencio perfecto se llenara con un estallido de aplausos.

Al cabo de un momento Midori y su trío se dirigieron a una pequeña mesa que tenían reservada, y la sala se llenó con el murmullo bajo de las conversaciones y las risas apagadas. Mama se sentó con ellos. Era consciente de que no podía largarme sin presentar mis respetos a Mama, pero no quería detenerme en la mesa de Midori. Además, si me marchaba tan pronto parecería raro. Me di cuenta de que tendría que quedarme allí.

«Reconócelo -pensé para mis adentros-. Quieres oír la segunda tanda.» Y era cierto. La música de Midori había aplacado mi irritación, como siempre ocurre con el jazz. No me disgustaba la perspectiva de quedarme a escuchar más. Disfrutaría de la segunda tanda, me marcharía discretamente y recordaría aquella situación como una velada extraña que había acabado bien.

«Está bien. Pero deja de pensar en su padre, ¿vale?»

Por el rabillo del ojo vi a Mama caminando hacia mí. Alcé la mirada y sonreí mientras se sentaba a mi lado.

– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó.

Cogí la botella, que estaba bastante más vacía que cuando llegué, y serví una copa para cada uno.

– Thelonius Monk cabreado, como dijiste. Tienes razón, será una estrella.

Le brillaban los ojos.

– ¿Te gustaría conocerla?

– Te lo agradezco, Mama, pero creo que esta noche me apetece más escuchar que hablar.

– ¿Qué más da? Que ella hable y tú escuchas. A las mujeres les gustan los hombres que escuchan. ¡No abundan!

– No creo que le gustara, Mama.

Ella se inclinó hacia delante.

– Ha preguntado por ti.

«Mierda.»

– ¿Qué le has dicho?

– Que si yo fuera un poco más joven, no le diría nada. -Se tapó la boca con la mano y soltó una risa silenciosa-. Pero como ya soy demasiado vieja, le dije que eras un entusiasta del jazz y un gran fan de su música, y que has venido hoy aquí especialmente por ella.

– Te estoy muy agradecido -afirmé, al tiempo que me daba cuenta de que estaba perdiendo el control de la situación y no estaba muy seguro de cómo recuperarlo.

Se recostó en el asiento y sonrió.

– Vamos, ¿no crees que deberías presentarte? Me ha dicho que quería conocerte.

– Mama, me la estás jugando. Seguro que no ha dicho nada de todo eso.

– ¿Ah, no? Te está esperando… mira. -Se volvió e hizo una seña a Midori, quien la miró y le devolvió el saludo.

– Mama, no me hagas esto -rogué, sabiendo que ya no había escapatoria.

Se inclinó hacia delante de forma abrupta, y su risa desapareció como el sol detrás de una nube.

– No me pongas en un aprieto. Ve a decirle hola.

A la mierda. De todos modos tenía que ir a mear.

Me levanté y me dirigí a la mesa de Midori. Noté que era consciente de que me acercaba, pero no dio muestras de ello hasta que estuve delante de ella. Entonces alzó la mirada del asiento y su mirada me sorprendió. Ilegible, incluso mirándome de hito en hito, pero ni distante ni fría. En cambio parecía irradiar un calor controlado, algo que te tocaba pero que tú no podías tocar.

Supe enseguida que había estado en lo cierto al decirle a Mama que me la estaba jugando. Midori no tenía ni idea de quién era yo.

– Gracias por la música -le dije mientras pensaba en algo más que añadir-. Me ha salvado de algo.

El contrabajista, vestido a la última, de negro de la cabeza a los pies, con las patillas largas y unas gafas rectangulares y europeas, lanzó un bufido audible y me pregunté si había algo entre ellos. Midori me concedió una ligera sonrisa que significaba que ya había escuchado aquello con anterioridad y se limitó a decir:

Domo arigato. -La cortesía de su agradecimiento era una forma de rechazo.

– No -insistí-. Lo digo en serio. Su música es sincera, es el antídoto perfecto para las mentiras.

Por un momento me pregunté qué demonios estaba diciendo.

El contrabajista negó con la cabeza, como si estuviera indignado.

– No tocamos para salvar a la gente. Tocamos porque nos gusta tocar.

Midori le lanzó una mirada indiferente que traslució una ligera decepción y me di cuenta de que aquellos dos seguían unos pasos de baile que conocían bien, pasos que nunca habían conseguido satisfacer al contrabajista.

Que le den por saco.

– Pero el jazz es como el sexo, ¿no? -le dije a él-. Hacen falta dos personas para disfrutarlo.

Vi que abría unos ojos como platos mientras Midori fruncía la boca en lo que podría haber sido una sonrisa contenida.

– Nos alegra salvarle, si resulta que eso es lo que hemos hecho -dijo ella con un tono tan uniforme como un encefalograma plano-. Gracias.

La miré fijamente unos instantes, intentando, sin éxito, interpretar su expresión. Acto seguido, me disculpé. Entré en el servicio de Alfie, que debe de tener la misma superficie que un poste telefónico, donde reflexioné sobre la idea de que había sobrevivido a algunas de las luchas más brutales del Sureste Asiático, a algunos de los peores conflictos del mundo como sicario y que, no obstante, todavía no era capaz de zafarme de las emboscadas de Mama.

Salí del servicio, advertí la sonrisa de satisfacción de Mama y retomé mi asiento. Al cabo de un momento oí que la puerta del club se abría detrás de mí y, con indiferencia, volví la cabeza para ver quién entraba. Miré hacia el frente de inmediato, en menos de un segundo, guiado por años de entrenamiento, el mismo entrenamiento que impedía que se me notara la sorpresa que me acababa de llevar.

Era el desconocido del tren. El que había visto registrando a Kawamura.

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