Se precipitó sobre mí, la navaja cogida solapadamente y arqueándola para arriba; si no hubiera estado lloviendo me habría alcanzado. Pero tuve una oportunidad. Resbaló en la acera mojada y tuvo que detener la puñalada mientras recobraba el equilibrio, y eso me dio tiempo para reaccionar lo suficiente, para esquivarle y prepararme para el siguiente intento.
No tuve tiempo para esperar mucho. Estaba con los pies en guardia, brazos sueltos a los costados, una sensación de hormigueo en las manos, y el pulso trabajando en la sien. Se balanceaba de un lado a otro, sus anchos hombros engañando y haciendo fintas, y entonces vino a por mí. Había estado mirándome los pies y me encontraba preparado. Esquivé a la izquierda, giré, le di una patada en la rótula. Y fallé, pero salté para atrás y me cuadré como un boxeador antes de que pudiera prepararse para otra arremetida.
Empezó a dar vueltas por su izquierda, girando como un profesional acechando a un adversario, y cuando hubo completado otra vuelta y me tuvo de espaldas a la calle, me di cuenta por qué. Quería arrinconarme para que no pudiera escapar.
No tenía que haberse preocupado. Era joven y estaba en buena forma, atlético, un tipo sano. Yo era demasiado viejo y tenía excesivo peso, y durante más años de la cuenta, el único ejercicio que hice fue empinar el codo. Si intentara correr, todo lo que lograría hacer sería darle la espalda como blanco.
Se inclinó hacia adelante y empezó a pasar la navaja de una mano a otra. Eso está bien en el cine, pero un hombre verdaderamente bueno con la navaja, no pierde su tiempo de esa manera. Muy pocas personas son ambidextras. Había empezado con la navaja en la mano derecha, y sabía que iba a estar en la derecha cuando me arremetiera la próxima vez, así que todo lo que conseguía con la actuación de pasarla de mano a mano era darme tiempo y dejarme juzgar su habilidad.
También me dio un poco de esperanza. Si gastaba energía en juegos así, no era tan fantástico con la navaja, y si fuera lo bastante amateur, tenía una oportunidad.
– No tengo mucho dinero encima, pero lo puedes coger -dije.
– No quiero tu dinero, Scudder. Sólo a ti.
No era una voz que hubiera escuchado antes y por supuesto que no era un acento de Nueva York. Me preguntaba dónde lo había encontrado Stacy Prager. Después de haber conocido a Stacy, estaba bastante seguro de que no era su tipo.
– Estás equivocado -dije.
– La equivocación es tuya, tío. Y ya la cometiste.
– Henry Prager se mató ayer.
– ¿De veras? Tendré que mandarle flores. -La navaja de mano a mano, las rodillas tensándose y relajándose-. Te voy a abrir en canal, tío.
– No creo.
Se rió. Podía ver sus ojos ahora con la luz de las farolas, y sabía lo que Billie quería decir. Tenía ojos de asesino, de psicópata.
– Podría ganarte si los dos tuviéramos navajas -le dije.
– Seguro, tío.
– Podría ganarte con un paraguas. -Y lo que realmente deseaba tener era un paraguas o un bastón, cualquier cosa que te dé espacio es mejor defensa contra una navaja que otra navaja. Mejor que cualquier cosa, menos una pistola.
No me habría importado tener una pistola en ese momento tampoco. Cuando dejé el Departamento de Policía, un beneficio inmediato fue que no tenía que llevar pistola en todo momento. Entonces me resultaba muy importante el no llevar una pistola. Aun así, durante meses me encontré desnudo sin una. La había llevado durante quince años, y te acostumbras al peso.
Si hubiera tenido una pistola ahora, habría tenido que usarla. Podía decir esto de él. El que viera una pistola no le haría tirar la navaja. Estaba empeñado en matarme, y nada le iba a impedir intentarlo. ¿Dónde le había encontrado Prager? No era un talento profesional, desde luego. Por supuesto que mucha gente contrata a asesinos amateurs, y a no ser que Prager tuviera algunos contactos con macarras que yo conociera, probablemente no tendría acceso a ninguno de los asesinos profesionales.
A no ser…
Eso casi me sacó otro hilo de pensamiento nuevo por completo, y la única cosa que no podía permitirme era dejar que la mente divagara. Volví a la realidad rápidamente cuando vi sus pies cambiando la forma de arrastrarse, y estuve preparado cuando se me echó encima. Tenía unos movimientos calculados y le tenía controlado; empecé por pegarle una patada justo cuando él empezaba a asestar su golpe, y tuve la suerte de alcanzarle en la muñeca. Perdió el equilibrio, pero no llegó a caerse, y aunque conseguí que soltara la navaja de su mano, no voló lo bastante para que me sirviera de mucho. Recobró su equilibrio y alcanzó la navaja, la cogió antes de que mi pie la apartara. Retrocedió de prisa, casi hasta el borde de la acera, y antes de que pudiera saltarle encima tenía la navaja al costado y tuve que retroceder.
– Ahora estás muerto, tío.
– Hablas mucho. Casi te tuve esta vez.
– Creo que te voy a rajar la barriga, tío. Dejarte morir lentamente.
Cuanto más hablara yo, más iba a tardar él entre ataque y ataque. Y cuando más tardara, más probabilidades habría de que alguien viniera a la fiesta antes de que el invitado de honor acabara en la punta de una navaja. Pasaban taxis de vez en cuando, pero no muchos, y el tiempo había reducido el número de peatones a cero. Habría agradecido la presencia de un coche de policía, pero ya sabes lo que dicen de la poli: nunca están cuando los necesitas.
– ¡Venga, Scudder! Intenta cogerme -dijo.
– Tengo toda la noche.
Frotó el pulgar sobre el filo de la navaja.
– Está afilada -dijo.
– Te creo.
– Sí, te lo voy a probar, tío.
Retrocedió un poco, moviéndose con la misma manera de arrastrar los pies, y supe lo que venía. Iba a arriesgarse en un asalto de frente, eso quería decir que ya no iba a ser cuestión de defenderse con evasivas, porque si no me apuñalaba en la primera arremetida, acabaría tumbándome al suelo y estaríamos luchando allí hasta que sólo uno de los dos se levantara. Controlaba sus pies y evitaba que me engañaran sus hombros y, cuando vino, me hallaba preparado.
Me tiré sobre una rodilla y me doblé por completo después de que él ya se hubiera lanzado y me levanté debajo de él, abrazándole por las piernas y de un golpe me di la vuelta e hice un esfuerzo. Usé las piernas, lanzándolo lo más alto y lejos posible, sabiendo que soltaría la navaja cuando cayera, sabiendo que estaría encima de él a tiempo de alejarla con el pie y darle una patada en la cabeza.
Pero no dejó caer la navaja. Subió alto, pataleando las piernas en el aire, y dio perezosamente la vuelta como un saltador olímpico, pero cuando bajó no había agua en la piscina. Tenía una mano extendida para parar la caída, pero no aterrizó bien. El impacto de su cabeza en el cemento fue como el de un melón que cae desde la ventana de un tercer piso. Estaba bastante seguro de que tendría el cráneo fracturado, y eso puede ser bastante para matarte.
Fui a verle y supe que no importaba que estuviera fracturado o no el cráneo, porque había aterrizado con la parte de atrás de la cabeza mientras caía de frente y ahora estaba en una postura que no puedes conseguir a no ser que tengas el cuello roto. Busqué el pulso sin esperar encontrarlo, y no daba señal. Le di la vuelta y puse el oído al pecho y no oí nada. Todavía tenía la navaja en la mano, pero ahora no le iba a servir de nada.
¡Joder!
Levanté la vista. Era uno de los griegos del barrio que bebía en Spiro y en Antares. Nos saludábamos de vez en cuando. No sabía su nombre.
– Vi lo que pasó -dijo-. El cabrón intentaba matarte.
– Eso es justamente lo que me puedes ayudar a explicar a la policía.
– ¡No, joder! Yo no vi nada, ¿sabes lo que quiero decir?
– No me importa lo que quieras decir. ¿Crees que me será difícil encontrarte si quiero? Vuelve al Spiro, coge el teléfono y marca el 911. Ni siquiera te hace falta una moneda de diez centavos para hacerlo. Diles que quieres denunciar un homicidio en el distrito 18 y dales la dirección.
– No sé.
– No te hace falta saber nada. Todo lo que tienes que hacer es lo que acabo de decirte.
– ¡Joder!, hay una navaja en su mano, cualquiera puede ver que fue en defensa propia. Está muerto, ¿no? Dijiste homicidio y de la manera que está torcido el cuello… No se puede caminar por las jodidas calles ya, toda la jodida ciudad es una jodida jungla.
– Haz la llamada.
– Mira…
– ¡Ignorante hijo de puta!, te daré más problemas de lo que serías capaz de creer. ¿Quieres a la poli volviéndote loco el resto de tu vida? Vete a hacer la llamada.
Se fue.
Me arrodillé al lado del cadáver y lo cacheé rápido, pero minuciosamente. Lo que quería era un nombre, pero no llevaba encima nada que lo identificara. Ninguna cartera, sólo una pinza para el dinero en forma de dólar. Parecía de plata auténtico. Tenía poco más de trescientos dólares. Devolví los billetes de uno y de cinco a la pinza y la puse en su bolsillo. Metí el resto en el mío. Tenía más utilidad para mí que para él.
Entonces me quedé allí de pie, esperando que apareciera la poli y preguntándome si mi amiguito les había llamado. Mientras esperaba, pasaron algunos taxis de vez en cuando a preguntar lo que había pasado y que si podían ayudar. Nadie se había molestado mientras el hombre Marlboro me agitaba la navaja, pero ahora que estaba muerto, todo el mundo quería vivir peligrosamente. Les mandé ir a otra parte, y esperé un poco más, finalmente un coche blanco y negro entró por la calle 57 e ignoró el hecho de que la Novena Avenida fuese dirección prohibida. Pararon la sirena y corrieron hasta donde yo estaba de pie junto al cadáver. Dos hombres vestidos de paisano: no reconocí a ninguno de los dos.
Expliqué brevemente quién era yo y lo que había ocurrido. El hecho de que yo mismo era un ex poli no importó nada. Llegó otro coche mientras estuve hablando con un equipo del laboratorio y luego una ambulancia.
Al equipo del laboratorio le dije:
– Espero que le vayan a tomar las huellas. No después de llevarle al depósito de cadáveres. Cojan las huellas ahora.
No preguntaron quién era yo para dar órdenes. Supongo que dieron por sentado que era un poli y que probablemente tuviera una graduación más alta que las suyas. El tío que llevaba traje de calle y con el que había estado hablando me levantó las cejas.
– ¿Huellas?
Asentí con la cabeza.
– Quiero saber quién es, no llevaba ninguna identificación.
– ¿Se molestó en mirar?
– Me molesté en mirar.
– No lo debe hacer, ¿sabe?
– Sí, lo sé. Pero quería saber quién se tomaba la molestia de matarme.
– Sólo un macarra, ¿no?
Negué con la cabeza.
– Me estuvo siguiendo el otro día. Me estaba esperando esta noche y me llamó por mi nombre. Un macarra corriente no investiga cuidadosamente.
– Pues, le están sacando las huellas, así que veremos lo que encontramos. ¿Por qué le querían matar a usted?
Dejé pasar la pregunta. Dije:
– No sé si es de la zona o no. Estoy seguro de que alguien tendrá una ficha suya, pero puede ser que nunca le hayan cogido en Nueva York.
– Pues miraremos a ver lo que tenemos. No creo que sea novato. ¿Y usted?
– No es probable.
– Lo tendrán en Washington si no tenemos nada nosotros. ¿Quiere venir a la comisaría? A lo mejor hay chicos que conoce de los viejos tiempos.
– Vale -dije-. ¿Sigue haciendo el café Gagliardi?
Su cara se nubló.
– Se murió -dijo-. Hace unos dos años. Un infarto, estaba sentado en su despacho y la palmó.
– Sí, era bueno. Hacía buen café también.