La signorina Elettra no entró en el despacho hasta más de dos horas después. Al verla, Brunetti no pudo resistir el impulso de acercarse a ella, y se levantó, pero el decoro lo retuvo en su sitio.
– Buenos días -la saludó con naturalidad, confiando en que el tono de voz volviera a situarlos en los términos de su relación habitual, la de antes de que a ella se le ocurriera la idea… no, tenía que ser justo, antes de que él le sugiriera la idea de ir a Pellestrina.
– Buenos días, comisario -dijo ella con total normalidad. Él vio que traía papeles en la mano.
– ¿Los Bottin? -preguntó.
Ella levantó las hojas.
– Sí, señor. Pero muy poca cosa -dijo en tono de disculpa-. Aún estoy trabajando en los otros.
– Vamos a ver -dijo él, procurando mantener una voz neutra, y sentándose.
Ella dejó los papeles en la mesa, dio media vuelta y fue hacia la puerta. Brunetti la vio salir. El jersey azul celeste con finas listas verticales acentuaba la esbeltez del talle. Él recordó entonces que, hacía un par de años, cuando le preguntó por sus expectativas para el nuevo milenio, ella le respondió que sus expectativas eran ver cómo le sentaba el azul celeste, color cuyo predominio se anunciaba para la nueva década. Presionada, reconoció que había un par de pequeñas cosas que le gustarían, pero que no valía la pena hablar de ellas porque eran insignificantes, y ahí terminó la conversación. Bien, el azul celeste le sentaba de maravilla, y Brunetti deseó que también las otras pequeñas cosas le hubieran sido otorgadas.
Los Bottin, a juzgar por aquellos datos, eran personas corrientes, copropietarios de la casa de Pellestrina y del Squallus, aunque con cuentas bancarias individuales. Los dos tenían coche, y Marco era, además, único propietario de una casa en Murano, heredada de su madre.
Pero, fuera del terreno puramente económico, Giulio tenía sus particularidades: los carabinieri del Lido lo conocían, porque había sido objeto de varias denuncias, tres de ellas, a consecuencia de riñas de bar y una, de un incidente ocurrido entre dos barcos en la laguna, aunque el otro barco no era el de Scarpa. De todos modos, por lo que a sus relaciones con la policía se refería, Bottin había tenido suerte, porque nunca llegó a ser acusado formalmente, ya fuera por falta de pruebas, ya por resistencia de los testigos a declarar. Marco nunca había sido denunciado a la policía.
Brunetti buscó el informe de lo ocurrido entre los barcos en la laguna, pero no se daban detalles. Descolgó el teléfono, con la intención de llamar a la signorina Elettra para preguntarle quién podría facilitarle la información, pero desistió, con la esperanza de que, si no volvía a hablarle del asunto, quizá ella se olvidara de sus planes.
El número que marcó era el de la oficina de los agentes, para pedir que subiera Bonsuan.
A los pocos minutos, el piloto llamaba a la puerta, entraba y, sin un saludo ni otra muestra de deferencia, se sentaba en el sillón que Brunetti le señalaba. Bonsuan mantenía los pies bien asentados en el suelo y asía con las manos los brazos del sillón, como si, después de tantas horas de navegación, esperase sentir de un momento a otro el flujo de la corriente o de la marea.
– Bonsuan, ¿tiene usted algún amigo pescador? -preguntó Brunetti a modo de preámbulo, mirando el muñón del dedo meñique del piloto, al que faltaban dos falanges, a causa de un accidente náutico olvidado.
Bonsuan no mostró curiosidad.
– Amigos pescadores tengo, sí. Vongolari, no.
La vehemencia de la respuesta sorprendió a Brunetti tanto como la distinción que hacía el piloto.
– ¿Qué tienen de malo los vongolari? -preguntó.
– Que todos son unos figli di puttane.
Similar opinión acerca de los pescadores de almejas se la había oído Brunetti a Vianello, entre otros, pero nunca expresada con tanto encono.
– ¿Por qué?
– Son hienas -respondió Bonsuan-. Buitres. Se lo llevan todo con sus malditos aspiradores de cuchara, arrancan los viveros, destruyen colonias enteras. -Bonsuan se interrumpió, se inclinó hacia adelante y prosiguió-: No piensan en el futuro. Los viveros de almejas nos han alimentado durante siglos y podrían seguir alimentándonos siempre. Pero ellos escarban y escarban como animales salvajes, destrozándolo todo.
Brunetti recordó el almuerzo de Pellestrina.
– Vianello ya se niega a comer almejas.
– Ah, Vianello -dijo Bonsuan despectivamente-. Él no las come por motivos de salud. -En labios de Bonsuan eso sonaba casi como una obscenidad.
Brunetti, sin saber cómo debía reaccionar, preguntó:
– ¿Quiere decir que se pueden comer con tranquilidad?
Bonsuan se encogió de hombros.
– A mi edad, ya se puede comer de todo con tranquilidad. -Reflexionó un momento-. No, supongo que habrá variedades peligrosas. Los muy cerdos las pescan mismamente delante de Porto Marghera, y sabe Dios lo que allí se echa al agua. Yo he visto a esos sinvergüenzas anclados allí de noche, sin luces, faenando a menos de cincuenta metros del letrero que dice que las aguas están contaminadas y está prohibido pescar.
– Pero, ¿quién se las come? -preguntó Brunetti, pensando otra vez en las almejas que había tomado en Pellestrina.
– Nadie que sepa eso -respondió el piloto-. Pero, ¿quién lo sabe? ¿Quién sabe ya de dónde viene lo que se vende en el mercado? Una cesta de almejas es una cesta de almejas. -Bonsuan levantó la mirada a la cara del comisario, sonrió y agregó-: Ni pasaporte ni tarjeta sanitaria.
– ¿Y no hay controles? ¿Nadie las analiza?
Bonsuan sonrió ante semejante prueba de inocencia en una persona de sus años, pero no se dignó contestar.
– No, dígame, Bonsuan -insistió Brunetti-. ¿No hay inspectores de sanidad? -Antes de terminar, Brunetti advirtió lo poco que él sabía del tema. Había pescado en la laguna desde niño, pero no sabía absolutamente nada de pesca.
– Hay inspectores de todas clases, dottore -respondió Bonsuan. Extendió la mano derecha y fue contándolos con los dedos-. Están los inspectores que deberían hacer exámenes aleatorios del pescado que está a la venta en el mercado: ¿es realmente fresco todo lo que se vende como fresco? Están los inspectores que deberían comprobar si hay sustancias peligrosas en el pescado: metales pesados, toxinas o agentes químicos, todas esas cosas que las fábricas vierten a la laguna. Luego están los inspectores del Magistrato alle Acque, que tienen la misión de vigilar que los pescadores pesquen únicamente donde deben. -Cerró la mano formando un puño y agregó-: Éstos, que yo sepa, aunque estoy seguro de que, si buscáramos, encontraríamos muchos más. Pero eso no quiere decir que inspeccionen ni que, si inspeccionan, informen de lo que encuentran.
– ¿Por qué no han de informar?
La sonrisa de Bonsuan era paradigma de la compasión. Pero, en lugar de hablar, se limitó a frotar el pulgar y el índice.
– ¿Y quién les paga? -preguntó Brunetti.
– Use la imaginación, dottore. Quien haga algo que no quiere que se sepa, algo que, si se supiera, le perjudicaría el negocio, quien tenga un barco o un puesto de pescado en Rialto, o una empresa que envía platijas contaminadas al Japón o a cualquier otro país con hambre de pescado.
– ¿Está seguro de lo que dice, Bonsuan?
– ¿Que si estoy seguro de que ocurre esto o si sé los nombres de los que lo hacen?
– Las dos cosas.
Bonsuan miró a su superior con gesto pensativo antes de responder:
– Supongo que, si lo pensara detenidamente, se me ocurrirían los nombres de un par de amigos míos que faenan en la laguna que quizá hayan pagado a alguien para que cerrara los ojos. Y supongo que, si indagara, descubriría los nombres de los que cobraron.
– Pero…
– Pero tengo dos sobrinos pescadores con barco propio. Y dentro de dos años me jubilo.
Cuando Brunetti comprendió que ésa era toda la respuesta que Bonsuan iba a darle, preguntó:
– ¿Y qué quiere decir?
– Quiero decir que mi vida está en la laguna, no aquí, en la questura. Por lo menos, dentro de dos años ya no estará.
A Brunetti le pareció una actitud bastante razonable. De todos modos, probó:
– Pero, si ese pescado está contaminado, ¿no es peligroso que la gente se lo coma?
– ¿Quiere eso decir lo que imagino, comisario?
– ¿Qué?
– ¿Que apela usted a mi responsabilidad cívica para que ayude a eliminar un peligro público? Tengo la impresión de que me está pidiendo que actúe como Greenpeace y le diga quiénes son esas personas, a fin de que usted pueda impedir que hagan algo peligroso para las personas y el entorno.
Aunque en la manera de hablar de Bonsuan no había ni un ápice de sarcasmo, Brunetti no pudo por menos de sentirse ridiculizado por las palabras del piloto.
– Bien, supongo que algo de eso hay -reconoció a desgana.
Bonsuan se revolvió en la silla, irguió el tronco y apoyó las manos en las rodillas, al tiempo que mantenía las plantas de los pies pegadas al suelo, como para resistir el embate repentino de una ola.
– Yo no soy un hombre instruido, comisario -dijo-, y me doy cuenta de que mis ideas al respecto no están muy claras, pero no me parece que eso importe mucho. -Brunetti no hizo comentarios, y el piloto prosiguió-: ¿Se acuerda de cuando se hablaba de cerrar las fábricas de productos químicos por la contaminación que causaban? -Miró a Brunetti, esperando respuesta.
– Sí. -Desde luego que se acordaba. Hacía varios años, los investigadores habían comprobado que de las distintas plantas químicas y petroquímicas del continente se filtraban y vertían a la laguna toda clase de sustancias tóxicas. Incluso se publicó en los periódicos una lista de los trabajadores que habían muerto de cáncer durante los diez últimos años, un número tan alto que excedía ampliamente de la proporción normal. Un juez ordenó el cierre de las plantas, que fueron declaradas un peligro para la salud de los trabajadores, y dejó abierta a debate la cuestión del daño que causaban a los residentes de la zona. Al cabo de veinticuatro horas, hubo una protesta masiva, con amenaza de violencia, de los mismos trabajadores, los hombres que manipulaban, respiraban y se impregnaban de las toxinas que estaban matándolos, para exigir que se mantuvieran abiertas las fábricas. Ellos querían trabajar y aducían que preferían exponerse a enfermar mañana que estar en el paro hoy. Las fábricas permanecieron abiertas, los hombres siguieron trabajando y poco más se dijo o escribió acerca de esa otra marea que entraba en la laguna.
Bonsuan había quedado en silencio, y Brunetti lo azuzó:
– ¿Y qué más?
– Clara tiene un paciente -dijo Bonsuan, refiriéndose a una hija suya, médica, que ejercía en Castello-. Es un hombre que padece una rara forma de cáncer de pulmón. No ha fumado ni un cigarrillo en su vida. Tampoco su mujer fuma. -Señaló al continente con un vago ademán de la mano derecha-. Pero ese hombre ha trabajado allí durante veinte años.
Bonsuan calló y Brunetti preguntó:
– ¿Y bien?
– Pues, aunque Clara tiene estadísticas que dicen que esa forma de cáncer sólo se da en personas que han estado expuestas durante mucho tiempo a una de las sustancias químicas que allí se usan, él sigue negándose a creer que el cáncer se lo haya causado su trabajo. La esposa dice que ha sido la voluntad de Dios y él, que la mala suerte. Clara renunció a seguir hablándole de eso cuando comprendió que a ellos lo mismo les daba lo que fuera que lo estaba matando. Dice que no ha podido hacerles creer que su trabajo haya tenido algo que ver.
Esta vez, Bonsuan no esperó a que Brunetti pidiera aclaración.
– Así que me parece que poco importa que alguien advierta a la gente de que es peligroso comer almejas, o pescado, o gambas. Te dirán que sus padres siempre los comieron y vivieron hasta los noventa, o que no puedes estar siempre preocupándote por todo. O se enfadarán contigo por tratar de quitarles el trabajo. Pero lo único que no vas a conseguir es impedir que la gente haga lo que quiera, tanto si es comer un pescado que reluce en la oscuridad, como sobornar a quien sea, para poder seguir pescándolo y vendiéndolo.
En todos los años que hacía que Brunetti conocía a Bonsuan, no le había oído hablar tanto. Puesto que el piloto había empezado refiriéndose a sus sobrinos y a su próxima jubilación, Brunetti se resistía a creer que su explicación fuera ecuánime.
– Cuando se retire, Bonsuan, ¿piensa trabajar con sus sobrinos?
– Tengo licencia de piloto y no puedo permitirme comprar un taxi -respondió Bonsuan-. Además, no creo que ese trabajo me gustara. Otro hatajo de cerdos codiciosos.
– Y conoce bien la laguna -apuntó Brunetti.
– Y conozco bien la laguna.
Brunetti, resignado, preguntó:
– ¿Hay algo que pueda usted decirme? -El comisario sabía que Bonsuan no era tan duro como aparentaba. Alguna que otra vez, Brunetti le había visto salir de su caparazón, despojarse de su disfraz de lobo de mar que no se deja impresionar por los crímenes de los hombres-. Podría ser una ayuda, ¿comprende? -agregó, procurando que sus palabras sonaran más a sugerencia que a súplica.
Bonsuan se puso en pie. Antes de volverse hacia la puerta, dijo:
– Acabaría antes si le dijera cuáles son los pescadores que cumplen las ordenanzas que los que no las respetan. -Acercando la mano derecha a la frente, en un gesto que Brunetti interpretó como un saludo, terminó-: Esto es demasiado grande para usted, comisario, y demasiado grande para nosotros. -Le deseó buenos días y salió del despacho.
Brunetti no estaba ahora mucho mejor informado que cuando hizo subir al piloto. Comprendía que había pecado de optimista al pretender que el celo profesional o la conciencia cívica prevalecieran sobre la lealtad a la tribu o, lo que era más, a la familia. Concedía que esa facultad de pensar en la tribu o en la familia antes que en uno mismo podía considerarse un paso adelante hacia la civilización, aunque era un paso muy pequeño, desde luego. Como siempre que se ponía a generalizar sobre la conducta humana, lo que solía ocurrir cuando necesitaba una justificación para criticar el comportamiento de una persona conocida, Brunetti acababa preguntándose si, en iguales circunstancias, él actuaría de otro modo. Habitualmente, la conclusión era que no, y eso ponía fin a sus elucubraciones y lo dejaba sintiéndose ligeramente incómodo con su yo más íntegro. Al fin y al cabo, eran pocas las pruebas de que las instituciones públicas o el Gobierno se preocuparan ni lo más mínimo por el bien común.
Repasando su breve conversación con Bonsuan, Brunetti recordó que, efectivamente, ya hacía años que leía noticias de hechos violentos ocurridos en aquellas aguas: barcos que embarrancaban o chocaban, hombres que caían o eran arrojados al agua y que luego eran pescados, o ahogados, disparos que partían de embarcaciones que nadie había visto, hechos por hombres cuya identidad nunca llegaba a descubrirse. No obstante, en general, la laguna se percibía como una presencia benigna por las gentes que vivían rodeadas por sus aguas, a las que muchos debían vida y fortuna.
Su curiosidad creciente le hizo abandonar la supersticiosa idea de que con su actitud podía influir de algún modo en la decisión de la signorina Elettra, y la llamó por teléfono para pedirle que buscara en los archivos de Il Gazzettino de los tres últimos años todas las noticias relacionadas con la laguna, los pescadores y los vongolari, concretamente, incidentes violentos entre los pescadores y entre éstos y la policía. Sabía que había leído más de un artículo que hablaba de ello, pero como los partes de los hechos violentos ocurridos en el agua solían pasarse a la policía portuaria o a los carabinieri, no les había prestado atención.
Brunetti, que había nacido a orillas de la laguna, aún la idealizaba y la consideraba un entorno apacible. Se preguntaba si así verían las gentes de la India a la madre Ganges, fuente de toda vida, dispensadora de alimento y guardiana de la paz. Recientemente, había leído en una de las revistas inglesas de Paola un artículo sobre la contaminación del Ganges, muchos de cuyos tramos estaban irremisiblemente envenenados, de modo que causarían la enfermedad y hasta la muerte de quienes bebieran sus aguas o se bañaran en ellas, mientras un Gobierno letárgico no pasaba de hacer gestos puramente simbólicos y pronunciar frases huecas. Pero, antes de poder empezar a consolarse con una supuesta superioridad europea, recordó la negativa de Vianello a comer moluscos y la revelación de Bonsuan acerca de los turbios manejos que hacían posible su extracción del fondo de la laguna.
Brunetti sacó la guía telefónica del cajón de abajo de la mesa. Sintiéndose bastante estúpido, lo abrió por la «P» y pasó las hojas rápidamente hasta encontrar «Policía». Los subepígrafes de San Polo, Ferrocarriles y Fronteras no parecían muy prometedoras. Tampoco la Policía Postal ni la de Autopistas serían de gran ayuda. Cerró la guía, marcó el número de la centralita de la planta baja y preguntó al operador a quién se pasaban las llamadas sobre incidentes en la laguna. El agente de servicio le explicó que dependía del tipo de incidente: los accidentes se pasaban a la Capitaneria di Porto mientras que de los delitos se ocupaban los carabinieri o bien -y aquí la voz del telefonista se hizo un poco tensa- ellos mismos.
– Comprendo -dijo Brunetti-. Pero ¿quién va a investigar?
– Depende, señor -dijo el agente, con una voz que era todo un compendio de discreción-. Si no tenemos lancha disponible, avisamos a los carabinieri y van ellos.
Brunetti sabía perfectamente por qué los buzos de los carabinieri no estaban disponibles para examinar los restos del Squallus, por lo que se limitó a tomar nota mentalmente, reservándose cualquier comentario.
– Y durante los últimos años… -empezó a decir Brunetti, pero se interrumpió y rectificó-. No, déjelo. Esperaré a la signorina Elettra.
En el momento de colgar, le pareció oír la voz del agente, adelgazada por la distancia, que decía: «Somos varios los que la esperamos», pero no estaba seguro.
Al igual que todos los italianos, Brunetti había crecido oyendo chistes de carabinieri. ¿Por qué siempre van a investigar dos carabinieri? Porque uno lee y el otro escribe. Él sabía que los norteamericanos contaban esa clase de chistes sobre los polacos, y los ingleses, sobre los irlandeses. Durante su carrera, Brunetti había visto muchas cosas que abonaban esa muestra de sabiduría popular, pero hasta hacía pocos años no habían empezado a ocurrir cosas que habían debilitado su convicción de que, por estúpidos y cortos que pudieran ser, los carabinieri eran honrados a carta cabal.
En su desánimo, Brunetti se sentía incapaz de buscar una actividad constructiva, y atrajo hacia sí un fajo de papeles e informes sin leer que empezó a recorrer rápidamente con la mirada, buscando el lugar en el que debía poner la inicial antes de pasarlos al siguiente lector. Cuando los niños eran pequeños, alguien le dijo que la escuela estaba obligada a guardar todos los ejercicios de los alumnos durante diez años. Había olvidado dónde había oído aquello, pero recordaba que entonces imaginó un archivo enorme, tan grande como toda la ciudad, repleto de papeles oficiales. Los historiadores romanos que tanto amaba él describían la península italiana cubierta de espesos, y hasta impenetrables, bosques de robles, hayas y castaños. Bosques ya desaparecidos, desde luego, talados para la agricultura y para la construcción de navíos. Y también, pensaba él con amargura, para papel que, si alguien no lo remediaba, un día volvería a cubrir toda la península. También él habría hecho su aportación a tan colosal archivo, pensó mientras estampaba sus iniciales en otra hoja y la dejaba a un lado. Miró el reloj y, no queriendo que pareciera que atosigaba a la signorina Elettra, renunció a reclamarle la información solicitada y decidió irse a casa a almorzar.