26

Brunetti se levantó y, por primera vez en su vida, oyó el disparo de aviso que le hacían desde el territorio de la vejez. Así pues, sería eso: la cadera dolorida, los músculos de los muslos que tardan en responder, el suelo que parece hundirse bajo tus pies y la sensación de que, sencillamente, todo empieza ya a pesarte demasiado. Echó a andar hacia la playa, en la dirección de la voz. Tropezó con una planta rastrera y dio un brinco cuando un pájaro aleteó casi debajo de sus pies, seguramente, para ahuyentar de su nido al intruso.

El ave protegía a sus crías. Todos los padres protegen a sus hijos, ¿quién protegería ahora a las hijas de Bonsuan, aunque ya no fueran niñas? Brunetti oyó un ruido que llegaba de la dirección opuesta y se volvió, esperando ver a Vianello, pero era la signorina Elettra. O, por lo menos, una mujer desastrada que se parecía a la signorina Elettra. Había perdido una manga de la chaqueta y por un desgarro del pantalón se le veía la pantorrilla. Tenía un pie descalzo y una herida en la planta. Pero lo más curioso era el pelo, que en el lado derecho de la cabeza tenía cortado casi a ras de la oreja, y le formaba mechoncitos hirsutos como los que asoman de las orejas de las crías de jaguar.

– ¿Está bien? -preguntó él.

Ella levantó una mano hacia Brunetti.

– Venga, por favor. Búsquelo.

Sin esperar respuesta, dio media vuelta y retrocedió por donde debía de haber venido. Él observó que cojeaba del pie izquierdo, el descalzo.

Signore -oyó gritar a Vianello a su espalda.

Brunetti se volvió y lo vio, vestido con pantalón vaquero y un grueso jersey. Colgado del brazo traía otro jersey. Detrás venía otro hombre, con un rifle de caza en una mano: seguramente, el Massimo que Vianello había dicho que lo traería tan pronto.

– Al lado del fuerte, en el suelo, hay un hombre. Vigílelo -gritó Brunetti al hombre del rifle, hizo una seña a Vianello y se fue tras la signorina Elettra.

La playa estaba sembrada de desechos de todas clases, los cientos de cosas que cada tormenta saca del fondo de la laguna y que quedan esparcidas, pudriéndose a la intemperie, hasta que la marea o la tormenta siguiente las devuelve al vertedero submarino. Trozos de salvavidas, infinidad de botellas de plástico, algunas, con el tapón bien roscado, grandes trozos de redes de pescar, zapatos, y cubiertos de plástico para un regimiento. Cada vez que Brunetti veía un trozo de madera, la astilla de un remo o de una rama, apartaba la mirada, y buscaba las botellas y los vasos de plástico.

Cuando llegaron a su lado, ella se había arrodillado en la arena, al borde del agua. Encallado en el bajío había un barco de pesca, con el costado izquierdo hundido, en medio de una negra mancha de fuel que iba expandiéndose.

Al oírlos acercarse, ella levantó la cabeza.

– No sé qué ha pasado, pero ha desaparecido.

Vianello se acercó a ella, le puso el jersey sobre los hombros y le ofreció la mano para ayudarla a levantarse. Ella hizo como si no lo viera, movió los hombros y dejó resbalar el jersey a la arena.

Vianello se puso en cuclillas a su lado, recogió, solícito, el jersey y volvió a arroparla con él, atándole las mangas bajo la barbilla.

– Venga con nosotros -dijo, se levantó y la ayudó a ponerse de pie a su lado.

El sargento fue a decir algo, pero se contuvo al oír un ruido que llegaba de la dirección de Pellestrina. Los tres volvieron la cabeza al mismo tiempo en dirección al zumbido estridente que anunciaba la llegada de los carabinieri.

Elettra empezó a tiritar.

La lancha se acercaba describiendo una curva cerrada. El piloto paró el motor y dejó derivar la embarcación hasta pocos metros de la orilla. En la proa, tres agentes con chalecos antibalas apuntaban con sus metralletas a las tres personas de la playa. Cuando el hombre que estaba al timón, al reconocer a Vianello, les ordenó bajar las armas, pareció que les costaba obedecer.

– Dos de ustedes, vengan a ayudarla -gritó Brunetti, indiferente a la circunstancia de que su rango no le daba autoridad sobre aquellos hombres-. Llévenla al hospital. -Los tres agentes miraron al piloto, esperando instrucciones. Él movió la cabeza de arriba abajo. No había embarcadero, y tendrían que saltar al agua. Mientras los hombres dudaban, la signorina Elettra miró a Brunetti y dijo:

– No puedo irme sin él.

Antes de que Brunetti respondiera, Vianello la tomó en brazos para llevarla a la lancha. Brunetti vio que ella protestaba, pero tanto sus palabras como la respuesta de Vianello quedaron ahogadas por el chapoteo de los pies del sargento en el agua. Cuando Vianello llegó a la lancha, uno de los carabinieri se arrodilló junto al costado, extendió los brazos e izó a bordo a la signorina Elettra.

El hombre la sentó con la espalda erguida, y Brunetti vio que Vianello se inclinaba hacia la lancha y que le ceñía el jersey a los hombros. El motor volvió a roncar y la lancha se puso en movimiento. Vianello desde el agua y Brunetti desde la playa la vieron alejarse, pero la signorina Elettra no miró atrás.

Vianello volvió a la arena y, en silencio, los dos hombres fueron hacia donde estaban Massimo y el prisionero. Encontraron al amigo de Vianello sentado en la piedra en la que Brunetti los había esperado, con el rifle atravesado sobre las rodillas. El prisionero les gritó:

– ¡Soltadme! -Era una orden. Ellos hicieron como si no le hubieran oído.

– Bonsuan está ahí abajo -dijo Brunetti señalando la puerta de la escalera que descendía. Era más difícil ver el interior ahora que la luz de la tarde se apagaba.

– Massimo -dijo Vianello a su amigo-. Dame la linterna. -De uno de los muchos bolsillos de su cazadora, Massimo sacó una linterna negra que tendió a Vianello.

– Espere aquí -dijo Brunetti al hombre del rifle. Él y Vianello bajaron la escalera siguiendo el haz luminoso de la linterna. Mientras bajaba, Brunetti suplicaba a algo en lo que no creía que hiciera que encontraran a Bonsuan vivo; herido y aturdido, pero vivo. Hacía mucho tiempo que Brunetti había abandonado la costumbre de su infancia de tratar de hacer un pacto con quienquiera que controlara esas cosas, por lo que se limitó a suplicar sin ofrecer nada a cambio.

Pero Bonsuan ya no estaba vivo, ni volvería a estar aturdido nunca más. Su última impresión de este mundo fue aquella explosión de dolor que sintió en el pecho al volverse hacia Brunetti en la escalera, para decir en son de broma que se alegraba de conservar la cabeza, aunque le doliera y admirarse de la fuerza de la tormenta.

Vianello enfocó con la linterna la cara de su amigo, sólo un momento, y dejó caer el brazo a lo largo del cuerpo. La luz iluminó sus zapatos, el suelo sucio y el hombro izquierdo de Bonsuan, del que asomaba aquella astilla incongruente.

Al cabo de un minuto, Vianello fue hacia la escalera, evitando iluminar de nuevo la cara de Bonsuan. Arriba, vieron que el amigo de Vianello no se había movido, ni tampoco el rifle, ni el hombre atado como un cerdo.

– Por favor -suplicó el hombre, ya sin asomo de amenaza en la voz-. Por favor.

Vianello sacó una navaja del bolsillo de atrás de su pantalón vaquero, la abrió y se arrodilló al lado del hombre. Brunetti, maquinalmente, se preguntó si iría a cortarle las ligaduras o el cuello, y descubrió que le era indiferente. Se quedó observando mientras la mano que sostenía el cuchillo desaparecía de su vista, oculta por el cuerpo de Vianello. El prisionero se estremeció y enderezó las piernas.

El hombre se quedó quieto un momento, jadeando del dolor que le causaba el movimiento. Miraba a Vianello con los ojos entornados. El sargento cerró la navaja con la palma de la mano derecha y echó el brazo hacia atrás, para guardarla en el bolsillo. El prisionero eligió ese momento para atacarlo. Dobló las rodillas hacia el pecho, gimiendo al tensar los músculos y golpeó a Vianello con los pies alcanzándolo en la cadera y haciéndolo caer de lado.

El hombre volvió a doblar las rodillas, para repetir el golpe, pero antes de que completara el movimiento, Massimo se levantó y se acercó a él sosteniendo el rifle por el cañón. El hombre, al sentir la presencia que se cernía sobre él, relajó las piernas, apartándolas de Vianello que en aquel momento se levantaba.

– Está bien, está bien. Ya he parado -dijo Spadini, y sonrió. Massimo, con indiferencia, levantó el rifle y con la culata le golpeó en la nariz. Brunetti oyó cómo el hueso se partía con un crujido líquido, como de cucaracha aplastada.

Spadini, con las manos atadas a la espalda, aulló y rodó por el suelo, para escapar del hombre del rifle. Massimo frotó la culata contra una mata de hierba, de un lado y de otro, media docena de veces, hasta que le pareció que ya estaba lo bastante limpia. Sin hacer caso de los sollozos del hombre que sangraba por la destrozada nariz manchando la arena, Massimo volvió a sentarse en la piedra, al lado de la pared. Dijo a Brunetti.

– Yo salía a pescar con Bonsuan.

No volvieron a hablar hasta que de Pellestrina llegó un todoterreno de los carabinieri, cruzando la playa a gran velocidad, indiferente a los estragos que hacía en las dunas y entre las aves que no conseguían escapar de sus ruedas.

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