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Las palabras del estanquero resonaban en los oídos de Brunetti mientras el comisario iba hacia el restaurante. Se preguntaba si un día también Vianello claudicaría o si, por el contrario, el sargento resultaría ser uno de esos seres excepcionales que poseen la fortaleza necesaria para prescindir de lo que desean. El propio Brunetti no se consideraba dotado de una fuerza de voluntad muy robusta, y sabía que a veces se las ingeniaba para no tener que tomar la decisión de obrar en contra de sus deseos.

Hacía dos años, cuando por fin Paola consiguió convencerlo para que se hiciera una revisión médica completa, Brunetti dijo al médico que podía saltarse las pruebas del colesterol y la diabetes, dando a entender que se las habían hecho recientemente. La verdad era que no quería saber los resultados, para no tener que tomar medidas si eran malos. Cada vez que pensaba en esa argucia y en las consecuencias que podía tener para su familia, se decía que nunca se había encontrado mejor y que no había que preocuparse.

Y hacía tres años, cuando se arrestó a un albanés bajo la sospecha de haber maltratado a las dos prostitutas de once años que lo mantenían, Brunetti no hizo nada para impedir que se encargara el interrogatorio a un detective que tenía una hija de la misma edad y a un compañero cuya hija de quince años había sido agredida por otro albanés. Tampoco preguntó qué había ocurrido durante el interrogatorio, para que el sospechoso confesara tan pronto.

Brunetti no pudo seguir haciendo examen de conciencia porque llegó al restaurante. Desde detrás del mostrador, donde hacía café para varios hombres que estaban en el bar, el dueño saludó su llegada moviendo la cabeza de arriba abajo.

– Su agente está dentro -dijo. Los clientes del mostrador se volvieron hacia Brunetti, que sintió la misma mirada intensa que le habían lanzado los dos hombres en la tienda. Sin darse por enterado, fue a la puerta, apartó las tiras de plástico de la cortina y entró en el comedor.

Vianello estaba sentado a la misma mesa, con una botella de agua mineral y una jarra de medio litro de vino blanco delante. Cuando Brunetti apartó la silla situada frente al sargento, éste se inclinó y sirvió agua y vino en las copas.

Brunetti bebió el agua, sorprendido por la sed que tenía y preguntándose si sería una reacción tardía al miedo -reconocía que era miedo- que había sentido al dar la espalda a aquellos dos hombres. Miró a Vianello y preguntó:

– ¿Qué hay?

– Lorenzo Scarpa, el camarero, no ha vuelto a trabajar desde el día en que estuvimos aquí nosotros. Dice el dueño que llamó para decir que tenía que ir a cuidar a un amigo, pero no dijo dónde vive el amigo ni cuánto tardará en volver. -Como Brunetti no preguntaba, Vianello prosiguió-: He ido a su casa, el dueño me ha dado la dirección, pero los vecinos no recuerdan haberlo visto desde hace días y dicen que no saben dónde está.

– ¿Y Sandro, el hermano?

– Por extraño que parezca, ése sigue aquí. O, por lo menos, seguía. Hoy ha salido con su barco antes de amanecer pero aún no ha vuelto.

– ¿Qué significará eso?

– Puede significar cualquier cosa -dijo Vianello-. Que los peces no se están quietos y vas tras ellos o que ha tenido una avería. El dueño piensa que habrá encontrado un buen banco. -Vianello tomó un sorbo de vino y prosiguió-: La signora Bottin murió de cáncer hace cinco años. Después de su muerte, sus parientes no han tenido más tratos con Giulio ni con Marco.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti.

– Por la casa de Murano. Impugnaron el testamento, pero como la casa la había heredado ella de sus padres y Bottin accedió a que su hijo fuera su único propietario, nada pudieron conseguir.

– ¿Y desde entonces?

– Al parecer no ha habido contacto.

– ¿Cómo lo ha sabido?

– Me lo ha dicho el dueño del bar. Le habrá parecido que por lo menos eso podía contarme, que era inofensivo.

Brunetti se preguntó qué nueva disputa habría ahora sobre la herencia, pero pasó a otra cuestión:

– ¿Qué hay de ese Giacomini de que nos habló el camarero?

Vianello sacó la libreta y la abrió con un golpe de pulgar:

– Paolo Giacomini, otro pescador. El dueño del bar dice que vive en Malamocco, pero por algún motivo amarra aquí el barco. Es un camorrista, le gusta buscar pelea.

– ¿Y qué dicen de la que hubo entre Scarpa y Bottin?

– Nadie ha querido hablar de eso, sólo que tuvieron un choque hará cosa de un año. Sus barcos colisionaron o se acercaron demasiado y los aparejos se enredaron. Lo cierto es que desde entonces estaban enemistados.

– Podríamos preguntar a la policía de Chioggia -sugirió Brunetti.

– Probablemente, sería lo mejor, si el incidente ocurrió allí -convino Vianello-. Quizá ellos puedan decirnos algo, si se presentó la denuncia. Pero tengo la impresión de que esta gente resuelve las cosas a su manera. Y todos han hecho voto de silencio por lo que a Bottin se refiere. Nadie recuerda nada y nadie tiene para él una mala palabra.

– De todos modos, la signora Follini dice que lo que ocurrió tuvo que ser por causa del padre, no del hijo.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Vianello.

– Primero, almorzar -respondió Brunetti-. Después, ir a ver si encontramos a ese Giacomini.

El almuerzo transcurrió apaciblemente, en parte, porque Brunetti se abstuvo de hacer comentarios sobre la elección de Vianello y, en parte, porque renunció a pedir almejas, aunque comió una enorme fuente de coda di rospo pescado aquella misma mañana, según le aseguró el dueño. Éste no había encontrado sustituto para Lorenzo Scarpa y tenía que servir él mismo las mesas, por lo que los platos tardaron en llegar. Contribuyó a la demora un grupo de japoneses que entraron en el momento en que Brunetti y Vianello hacían su encargo.

El guía sentó a los turistas a dos mesas largas situadas junto a las paredes, donde ellos parecieron quedarse esperando el almuerzo muy contentos, porque se hacían risueñas reverencias unos a otros, al guía, a Brunetti, a Vianello y al dueño. Su conducta era tan exquisitamente cortés y discreta que a Brunetti le asombraba que pudiera haber en el mundo alguien que hablara mal de aquella nación. Cuando él y Vianello terminaron, pagaron la cuenta, también en efectivo y sin factura, y se pusieron en pie. Automáticamente, Brunetti hizo una reverencia a los japoneses, esperó a que Vianello lo imitara y a que los japoneses correspondieran y, seguido de su sargento, salió al bar, donde ambos tomaron un café pero rehusaron la grappa.

Mientras comían, la temperatura había seguido subiendo, y ahora se solazaban al calor del mediodía que les devolvía aquella sensación de juvenil despreocupación que habían experimentado por la mañana, al salir de Venecia. Volvieron a la lancha, en la que no encontraron a Bonsuan pero vieron un racimo de peces en el agua, colgado de un candelero del costado.

A ninguno de los dos le desagradó tener que esperar, y se sentaron tranquilamente en un banco de madera orientado hacia Venecia, aunque lo único que se veía era el agua de la laguna, las embarcaciones que se movían sobre ella y un cielo, alto, infinito.

– ¿Adónde cree que habrá ido? -preguntó Brunetti.

– ¿Bonsuan o Scarpa?

– Bonsuan.

– Estará en algún bar, averiguando más cosas en cinco minutos que nosotros en dos días.

– No me sorprendería -dijo Brunetti quitándose la chaqueta y levantando la cara al sol. Vianello no lo imitó porque llevaba uniforme.

Al cabo de unos diez minutos, despertó a Brunetti de su letargo la voz de Vianello que decía:

– Ahí viene.

Brunetti abrió los ojos y vio acercarse a Bonsuan, con el pantalón oscuro del uniforme pero en mangas de camisa y con un manchón negro en un hombro. Cuando el piloto llegó, Brunetti se retiró hacia la izquierda, dejándole sitio en el banco entre ellos dos.

– ¿Qué hay?

– Decidí tener una avería en el motor -respondió el piloto.

– ¿Decidiste? -preguntó Vianello.

– Para poder pedir ayuda.

– ¿Qué has hecho?

– He serrado con una lima un cable del distribuidor, lo he dejado colgando y he probado de poner en marcha el motor. Como no arrancaba, he vuelto a destaparlo y, al ver la avería, he ido al pueblo a buscar un trozo de cable.

– ¿Y?

– Pues he encontrado a un individuo al que conocía del ejército, de cuando hice el servicio militar. Su hijo amarra el barco aquí y él le repara los motores. Ha venido conmigo, ha visto el cable, ha ido a su taller, ha vuelto con el cable y me ha ayudado a cambiarlo.

– ¿Se ha dado cuenta de lo que habías hecho? -preguntó Vianello.

– Probablemente. Yo hubiera preferido encontrar a alguien que no supiera mucho de motores, o sea, no tanto como yo. Fidele seguramente lo habrá notado. Pero no importa. Me lo he llevado al bar para darle las gracias y él no ha tenido inconveniente en hablarme de ellos.

– ¿De los Bottin?

– Sí.

– ¿Qué ha dicho?

Brunetti encontraba interesante la forma en que Bonsuan se distanciaba de la información que había obtenido. Era lo que quería Brunetti y lo que quería Vianello. Probablemente, no era sino su manera de mantener la lealtad hacia los otros pescadores, familia en la que él entraría pronto.

– El padre era todo lo que se pueda uno imaginar -explicó al fin.

– ¿Quién te lo ha dicho? -preguntó Vianello.

– ¿Qué hacía? -preguntó Brunetti al mismo tiempo.

Bonsuan respondió a ambos encogiéndose de hombros y dijo:

– Nadie me ha dicho nada con exactitud, pero estaba claro que a nadie le caía bien. Normalmente, disimulan, sobre todo, hablando con un forastero como yo. Pero con Bottin, no. Algo debió de hacer, ésa es la impresión que me da, aunque no sé qué exactamente. Es como si ya no lo considerasen uno de ellos.

– ¿No será por su forma de tratar a su mujer? -preguntó Brunetti.

– No -respondió Bonsuan con un brusco movimiento de la cabeza-. Ella no cuenta, era de Murano -agregó, descartando con esas palabras, a un mismo tiempo, la suposición de Brunetti y la entidad de la mujer.

Se hizo un silencio largo. Tres cormoranes volaron por su lado haciendo sisear el aire y, con un chapoteo, se posaron a cierta distancia de la orilla. Estuvieron nadando de un lado al otro, se reunieron como para deliberar acerca de la situación de los peces y, suavemente, casi sin turbar la superficie, se sumergieron sin dejar ni el menor rastro de su presencia. Brunetti, curioso, automáticamente contuvo el aliento al verlos desaparecer bajo el agua, pero tuvo que soltar el aire y hacer tres largas aspiraciones antes de que el primer cormorán emergiera, como un corcho, seguido rápidamente por los otros dos.

– Vamos a Malamocco -dijo el comisario poniéndose en pie.

El motor arrancó al instante. Vianello soltó la amarra y Bonsuan dejó atrás el muelle. El piloto inició un ancho viraje, para poner rumbo a Malamocco, manteniendo la estrecha península a su derecha. Cuando se acercaban al canal que sale al Adriático, Brunetti se inclinó y tocó el hombro de Bonsuan. El piloto se volvió y Brunetti señaló hacia la izquierda, a una humareda que se elevaba a lo lejos.

– ¿Qué es aquello? -preguntó.

Protegiéndose los ojos con la mano izquierda, Bonsuan siguió con la mirada el gesto de Brunetti y dijo:

– Marghera.

Al no ver allí nada digno de interés, Bonsuan volvió su atención hacia las aguas que tenían delante. De pronto, puso el motor en punto muerto y, rápidamente, dio marcha atrás, con lo que la lancha se detuvo. Brunetti, que estaba tratando de distinguir el origen del humo, se volvió al sentir el brusco cambio de ritmo del motor.

Maria Vergine -exclamó al ver surgir a su derecha un barco enorme, terriblemente alto y terriblemente amenazador-. ¿Qué es eso? -preguntó a Bonsuan. A pesar de estar a varios centenares de metros, tuvo que levantar la cabeza para mirarlo, y sólo veía el costado del casco, la línea de carga y el lado izquierdo de la cristalera del puente de mando, tan alto y tan distante como la torre de una iglesia.

– Un petrolero -dijo Bonsuan, como hubiera podido decir «un violador» o «un incendiario».

Como el motor de la lancha estaba mudo, se sintieron envueltos por el rugido que partía del petrolero. El universo se hizo ruido, una fuerza que los asaltaba con la misma furia que la onda expansiva de una explosión. Involuntariamente, los tres hombres se taparon los oídos con las manos hasta que el petrolero se alejó por el Canale dei Petroli, hacia las fábricas del continente. Entonces los alcanzaron las olas de su estela, y tuvieron que agarrarse a la borda para no perder el equilibrio. La lancha subía, bajaba, y cabeceaba, y ellos danzaban en cubierta como idiotas.

Asiendo con fuerza la barandilla, Brunetti se inclinó hacia adelante y aspiró profundamente. Su mirada se posó en el agua y vio en la superficie unas motas negras, pequeñas, como botones. Eran pocas, y no estaba seguro de que no estuvieran allí antes de que pasara el barco.

Bonsuan puso en marcha el motor. En silencio, siguieron viaje hacia Malamocco.

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