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Vianello había visto las astillas de hueso que asomaban de la herida de la cabeza del padre, que estaba limpia de sangre, pero en el cuerpo del hijo, a primera vista, no había descubierto señales de violencia. Asintió a la observación del buzo, sacó el telefonino, llamó a la questura y pidió por su superior inmediato, el comisario Guido Brunetti. Mientras esperaba, observó cómo los buzos volvían a su barco. Por fin Brunetti contestó y el sargento dijo:

– Estoy en Pellestrina, comisario. Parece que a uno lo han matado. -Y, para no dejar lugar a duda, puesto que los dos habían muerto en un supuesto accidente, recalcó-: Asesinado.

– ¿Cómo? -preguntó Brunetti.

– Al viejo lo han golpeado en la cabeza. El golpe habrá sido muy fuerte, a juzgar por la herida. El otro, el hijo, no sé.

– ¿Está seguro de su identidad? -preguntó el comisario.

Vianello esperaba la pregunta.

– No, señor. Es decir, nadie ha hecho una identificación formal, pero el hombre que ha avisado a los carabinieri ha dicho que eran los dueños de la barca, Giulio Bottin y su hijo, y suponemos que son ellos.

– Procure confirmarlo.

– Sí, señor. ¿Algo más?

– Lo de siempre. Pregunte por ahí, a ver qué tiene que decir la gente sobre ellos. -Antes de que Vianello pudiera preguntar, Brunetti agregó-: Haga como si se tratara de un simple accidente. Y avise a los buzos. Que no digan nada.

– ¿Cuánto tiempo cree que podremos mantener esa impresión? -preguntó Vianello mirando a la cubierta del otro barco, en el que los buzos ya se habían quitado sus trajes de inmersión y estaban poniéndose el uniforme.

– Unos diez minutos, calculo -dijo Brunetti con un ligero resoplido que, en otras circunstancias, hubiera podido ser humorístico.

– Los enviaré de vuelta al Lido -dijo Vianello-. A ver si así por lo menos lo retrasamos un poco. -Adelantándose al comentario de Brunetti, el sargento preguntó-: ¿Qué quiere hacer, comisario?

– Quiero retrasar todo lo posible que se sepa que los han matado. Pregunte, pero con discreción. Ahora voy para allá. Si hay barco disponible, llegaré antes de una hora.

Vianello sintió alivio.

– Está bien, comisario. ¿Quiere que Bonsuan los lleve al hospital?

– Sí, en cuanto los hayan identificado. Llamaré al hospital para avisarlos. -Como no había nada más que decir ni que ordenar, Brunetti repitió que llegaría lo antes posible y colgó.

El comisario miró el reloj y vio que eran más de las once: sin duda, su superior, el vicequestore Giuseppe Patta, ya habría llegado. Sin entretenerse en llamar por teléfono, bajó directamente al pequeño antedespacho por el que se accedía al espacioso despacho del vicequestore.

La signorina Elettra Zorzi, secretaria de Patta, estaba en su sitio, con un libro abierto ante sí. Sorprendió a Brunetti encontrarla leyendo un libro en el despacho, acostumbrado como estaba a verla con revistas y periódicos. Como ella tenía la barbilla apoyada en las palmas de las manos y los dedos sobre los oídos, hasta que levantó la cabeza al notar su presencia, no vio Brunetti que se había cortado el pelo. Lo llevaba más corto de lo habitual y, si los rasgos de la cara y el rojo de los labios no hubieran pregonado feminidad, el estilo hubiera resultado muy austero, casi masculino.

A Brunetti no se le ocurría ningún comentario sobre el nuevo peinado y como, al igual que el resto de los habitantes de aquella ciudad en la que hacía más de tres meses que no caía ni una gota, ya estaba cansado de preguntar cuándo llovería, dijo, señalando el libro con la barbilla:

– ¿Es algo más serio de lo habitual?

– Veblen -contestó ella-. Teoría de las clases ociosas. -Lo halagó que ella no creyera necesario preguntar si lo conocía.

– ¿No es un poco árido?

Ella asintió.

– Antes, aquí, no podía concentrarme en lecturas serias, había demasiadas interrupciones. -Frunció los labios y sus ojos recorrieron la oficina en un arco que abarcó el teléfono, el ordenador y la puerta del despacho de Patta-. Pero ahora las cosas han mejorado bastante y puedo aprovechar el tiempo.

– Me alegro -dijo Brunetti, Y, mirando el libro, agregó-: Su opinión sobre el césped me fascinó.

– Sí, y sobre el deporte -sonrió ella.

Él no pudo evitar la pregunta:

– ¿Y qué piensa leer después?

– Aún no lo he decidido. -En su cara floreció una sonrisa-. Quizá pida consejo al vicequestore.

– A propósito, venía a hablar con él. ¿Está?

– Aún no ha llegado. Llamó hace una hora para avisar de que está en una reunión y seguramente no vendrá hasta después del almuerzo.

– Ah -dijo Brunetti, sorprendido, más que por el aviso en sí, porque Patta se hubiera dignado llamar para darlo-. Cuando llegue, haga el favor de decirle que he ido a Pellestrina.

– ¿Para reunirse con Vianello? -preguntó ella con su instantánea omnisciencia habitual.

Él asintió.

– Al parecer, uno de los hombres que estaban en la barca ha sido asesinado. -Él no dio más detalles, preguntándose si ella ya estaría al corriente.

– Pellestrina, ¿eh? -dijo entonces la signorina Elettra en el tono del enterado.

– Sí. Un lugar conflictivo, ¿verdad?

– Chioggia es peor. -Ella tuvo un estremecimiento que no denotaba remilgo ni afectación.

Chioggia, ciudad del continente que las guías turísticas no se cansaban de llamar «fiel hija de Venecia», hizo honor a la definición durante la época de esplendor de la Serenissima; pero ahora alimentaba una hostilidad violenta y persistente hacia la «madre», porque los pescadores de una y otra ciudad se disputaban unas capturas que eran cada vez más escasas, a consecuencia de las disposiciones del Magistrato alle Acque, que estaba cerrando a la pesca extensas zonas de la laguna.

Pensaba Brunetti, como hubiera pensado cualquier veneciano en su lugar, que aquellas muertes podían deberse a esa rivalidad. Ya había habido peleas, incluso disparos, se habían robado e incendiado barcos, y hasta habían muerto hombres en colisiones en el agua. De todos modos, era la primera vez que se asesinaba a sangre fría.

Una brutta razza -dijo la signorina Elettra con el desdén que las personas cuya familia ha sido veneciana desde las Cruzadas reservan para los no venecianos, cualquiera que sea su origen.

Brunetti, optando por la prudencia y la discreción, se abstuvo de mostrar su aprobación y la dejó con Veblen y sus análisis de los problemas y de las ineludibles corrupciones de la riqueza. En la oficina de los agentes, Brunetti encontró únicamente a un piloto, Rocca, al que dijo que necesitaba que lo llevara a Pellestrina. La cara del piloto se iluminó al oírlo: era una travesía larga y hacía un día espléndido, con viento fresquito del oeste.

Brunetti se quedó en cubierta durante todo el viaje, viendo desfilar las islas: Santa Maria della Grazia, San Clemente, Santo Spirito, la pequeña Poveglia, hasta que, a su izquierda, aparecieron los edificios de Malamocco. Aunque de joven Brunetti solía pasear por la laguna, no había llegado a dominar por completo el arte de la navegación ni tenía grabado en la memoria el mapa de las rutas más directas entre los distintos puertos. Sabía que Pellestrina se encontraba delante de ellos, en el centro de aquella estrecha lengua de tierra, y sabía que la lancha tenía que mantenerse entre las hileras de postes inclinados, pero le avergonzaba tener que reconocer que, si se hubieran desviado hacia la extensión de agua que tenía a la derecha, a él le hubiera resultado difícil regresar a Venecia.

Rocca, con su joven cara radiante por el placer de estar al aire libre y en acción en un día tan espléndido, gritó por encima del hombro a su superior:

– ¿Adónde, señor?

– Al puerto. Allí están Vianello y Bonsuan. Ya deberíamos verlos.

A su izquierda había árboles, entre los que se veía circular algún que otro coche. Enfrente, Brunetti empezó a divisar el contorno de unos barcos alineados de cara a un muelle protegido por una pared de cemento. Recorrió con la mirada las anchas popas sin ver la lancha de la policía. Llegaron a un hueco en la hilera de barcos, por el que, a pocos metros de la orilla, vio a Vianello, de pie al sol, con una mano levantada a modo de visera.

Brunetti agitó una mano y Vianello empezó a andar hacia la derecha, indicándoles por señas que lo siguieran hacia el extremo de la línea de embarcaciones. Cuando al fin llegaron al espacio libre, Rocca hizo la maniobra de aproximación a la riva y Brunetti saltó de la lancha. Sus pies reaccionaron con momentánea sorpresa al posarse en tierra firme.

– ¿Bonsuan ha regresado a Venecia? -preguntó Brunetti.

– Un vecino ha subido a bordo y los ha identificado. Son los que pensábamos: Giulio Bottin y su hijo Marco. He dicho a Bonsuan que los llevara al hospital. -Vianello señaló con la barbilla a Rocca, que estaba muy atareado amarrando la lancha-. He pensado que yo podría regresar con usted, comisario.

– ¿Qué más ha averiguado?

– He hablado con dos o tres personas. Todos dicen lo mismo. La explosión del depósito de combustible los despertó a eso de las tres. Cuando llegaron al muelle, la barca ardía por los cuatro costados y, antes de que pudieran hacer algo, se había hundido.

Vianello empezó a andar hacia la hilera de casas bajas que formaban el pueblo de Pellestrina y Brunetti acomodó su paso al del sargento.

– Luego, las tonterías de siempre -prosiguió Vianello-. Nadie se molestó en llamar a los carabinieri. Cada uno pensaba que ya los habría llamado otro. Por eso no los han avisado hasta esta mañana. -Vianello se paró de repente, mirando las casas como si no pudiera creer que estuvieran habitadas por seres humanos-. Increíble: dos hombres mueren en una explosión, y nadie nos avisa, nadie avisa a nadie. -Siguió andando-. Por fin han venido los carabinieri, que nos han llamado a nosotros y nos han pasado el caso, diciendo que estaba en nuestra jurisdicción. -Agitó la mano hacia adelante, indicando el hueco entre los barcos-. Los buzos los han subido.

– ¿Dice que el padre tenía una herida en la cabeza?

– Sí. Terrible. El cráneo hundido.

– ¿Y el hijo?

– Arma blanca -dijo Vianello-. En el abdomen. Yo diría que murió desangrado. -Y, antes de que Brunetti pudiera preguntar, dijo-: Abierto de abajo arriba. Cuando lo han subido, la camisa le tapaba la herida, lo hemos visto al moverlo. -Vianello volvió a pararse y se quedó mirando las aguas tranquilas de la laguna-. Debió de desangrarse en cuestión de minutos. -Entonces, recordando cuál era su cometido, añadió-: Aunque eso lo dirá la autopsia, supongo.

– ¿Con quién ha hablado?

Vianello se golpeó el bolsillo de la chaqueta, donde guardaba la libreta.

– Aquí tengo los nombres: vecinos, la mayoría. Patrones de barcas que pescaban con ellos, mejor dicho, que salían con ellos, porque no me parece que esa gente crea que la pesca sea algo que hay que compartir.

– ¿Eso le han dicho?

Vianello rechazó la idea con un gesto.

– No; por lo menos, no directamente. Pero me parece que hablaban como si quisieran dar a entender que los une un sentimiento de lealtad porque, siendo todos pescadores, tienen que mostrarse solidarios, cuando en realidad quitarían de en medio al que tratara de pescar donde pescan ellos o donde creen que tienen derecho a pescar.

– ¿Quitarían de en medio? -preguntó Brunetti.

– Es un decir. No sé muy bien cómo funcionan aquí las cosas, pero tengo la impresión de que hay muchos pescadores y queda muy poca pesca. Y la mayoría ya son viejos para aprender otra cosa.

Brunetti esperó por si Vianello tenía algo que añadir y, al comprender que había terminado, dijo:

– Por aquí, a la derecha, había un restaurante.

Vianello asintió.

– Es donde antes he tomado un café, mientras hablaba con uno.

– Si me hago pasar por turista no se lo tragarán, ¿verdad? -preguntó Brunetti.

Vianello sonrió ante el absurdo.

– Todo el pueblo lo ha visto llegar en la lancha, comisario. Y venir conmigo hasta aquí. Mi compañía lo compromete, si me permite la expresión.

– Entonces podemos almorzar juntos tranquilamente -propuso Brunetti.

Vianello abrió la marcha camino del pueblo.

Al llegar a las primeras casas, se paró delante de las grandes ventanas y la puerta de madera de un restaurante. Empujó la puerta, la sostuvo mientras entraba Brunetti y cerró.

Detrás de un mostrador de zinc, un hombre que llevaba un largo delantal frotaba una copa ancha con un trapo lo bastante grande como para servir de mantel de una mesita. El hombre movió la cabeza de arriba abajo saludando a Vianello y, al cabo de un momento, a Brunetti.

– ¿Se puede almorzar aquí? -preguntó Vianello.

El hombre ladeó la cabeza para indicar un pasillo que partía del bar. Luego volvió a mirar la copa y reanudó su cuidadosa labor.

A un lado del bar había una puerta como Brunetti no veía desde hacía décadas. Era una puerta estrecha, cubierta por una cortina de tiras de plástico verdes y blancas, de poco más de un centímetro cada una, con nervaduras a cada lado. Al apartar las tiras con la mano derecha, Brunetti oyó aquel ligero castañeteo que recordaba de su juventud. Hubo un tiempo en el que en todos los bares y trattorie había cortinas de ésas, pero desde hacía un par de décadas habían desaparecido. Él ya no recordaba dónde las había visto por última vez. Sostuvo las tiras que todavía crepitaban para que pasara Vianello y, al soltarlas, escuchó el chasquido con el que recuperaban su posición vertical.

Lo sorprendió el tamaño del comedor, en el que había treinta mesas por lo menos. Las ventanas, situadas muy arriba, dejaban entrar mucha luz. Cubrían las paredes redes de pesca en las que estaban prendidas veneras, algas y lo que parecían cadáveres petrificados de peces, cangrejos y langostas. A lo largo de una de las paredes laterales del comedor discurría un aparador bajo. Al fondo, una puerta vidriera, ahora cerrada, conducía a un aparcamiento cubierto de grava.

Al ver que sólo había una mesa ocupada, Brunetti miró el reloj y vio con sorpresa que no era más que la una y media. Con razón se decía que el aire del mar abre el apetito.

Avanzaron por el comedor, apartaron las sillas de una mesa situada en el centro de la primera hilera y se sentaron frente a frente. A la izquierda de las vinagreras había un jarrito de flores silvestres frescas y, a su lado, un cesto de mimbre con media docena de bolsitas de grissini. Brunetti abrió una y mordió el bastoncito de pan.

Se abrieron las tiras de plástico y un joven con chaqueta y pantalón negros entró en el comedor andando de espaldas. Cuando se volvió, Brunetti vio que traía en cada mano un plato de lo que parecía antipasto di pesce. El camarero saludó a los recién llegados con un movimiento de la cabeza y fue a la mesa del rincón, donde depositó los platos delante de un hombre y una mujer de unos sesenta años.

El camarero se acercó entonces a su mesa. Brunetti y Vianello ya habían comprendido que ése era uno de los sitios en los que no tienes que molestarte en pedir la carta, por lo menos, a principios de temporada, de modo que Brunetti sonrió y dijo lo que se acostumbra la primera vez que va uno a un restaurante:

– Me han dicho que aquí se come muy bien. -Puso buen cuidado en hablar en veneciano.

– Espero que así sea -sonrió el camarero, sin mostrar sorpresa por la presencia de un policía de uniforme.

– ¿Qué recomienda hoy? -preguntó Brunetti.

– El antipasto di mare está bien. O, si lo prefieren, también hay sepia o sardinas.

– ¿Algo más? -preguntó Vianello.

– Esta mañana aún hemos encontrado espárragos en el mercado, y tenemos ensalada de espárragos con gambas.

Brunetti hizo una señal afirmativa. Vianello dijo que él no tomaría antipasto, y el' camarero pasó a los primi piatti.

Spaghetti alle vongole, spaghetti alle cozze y penne all'Amatriciana -recitó el camarero, y enmudeció.

– ¿Eso es todo? -no pudo por menos de preguntar Vianello.

El camarero agitó una mano en el aire.

– Esta noche tenemos una cena de aniversario de boda de cincuenta cubiertos y por eso hay tan pocos platos en el menú.

Brunetti pidió vongole y Vianello all'Amatriciana.

Para plato fuerte, sólo se podía elegir entre pavo asado y fritura de pescado. Vianello optó por el pavo y Brunetti, por la fritura. Encargaron medio litro de vino blanco y un litro de agua mineral. El camarero les llevó un cesto de bussolai, las gruesas rosquillas ovaladas predilectas de Brunetti.

Cuando el hombre se fue, Brunetti tomó una, la partió por la mitad y mordió. Siempre le sorprendía que los bussolai se mantuvieran tan crujientes en aquel clima. El camarero les puso el vino y el agua en la mesa y fue rápidamente a retirar los platos de la pareja.

– Venimos a Pellestrina, y usted no come pescado -dijo Brunetti dando tono de afirmación a lo que en realidad era pregunta.

Vianello sirvió vino en las copas y tomó un sorbo.

– Muy bueno -dijo-. Es como el que mi tío traía de Istria en su barco.

– ¿No toma pescado? -preguntó Brunetti, porfiando.

– Ya no -dijo Vianello-. A no ser que tenga la seguridad de que es del Atlántico.

La locura tiene síntomas diversos, eso lo sabía Brunetti, y también que conviene detectarlos en la fase inicial.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Como usted sabe, comisario, me he unido a Greenpeace -dijo Vianello por toda respuesta.

– ¿Y Greenpeace no le deja comer pescado? -preguntó Brunetti, tratando de bromear.

Vianello fue a decir algo, desistió, tomó otro sorbo de vino y dijo:

– No es eso, comisario.

Callaron durante un buen rato. El camarero llevó a Brunetti su antipasto, una pequeña pirámide de colitas de gamba sobre un lecho de rodajas de espárragos crudos. Brunetti tomó un bocado: estaban rociados con vinagre balsámico. La combinación de dulce, ácido, dulce y salado era exquisita. Desentendiéndose momentáneamente de Vianello, Brunetti saboreaba la ensalada despacio, deleitándose con el contraste de aromas y texturas.

Apoyó el tenedor en el borde del plato y tomó un sorbo de vino.

– ¿Teme estropearme la comida si me revela las toxinas que impregnan las gambas? -preguntó sonriendo.

– Peor están las almejas -dijo Vianello sonriendo a su vez, pero resistiéndose a dar más explicaciones.

Antes de que Brunetti pudiera pedir al sargento la lista de los venenos que acechaban en las gambas y las almejas, el camarero se llevó el plato y volvió rápidamente con las dos fuentes de pasta.

El resto de la comida transcurrió en amigable charla acerca de los conocidos de ambos que solían pescar en aguas de Pellestrina y de un famoso futbolista de Chioggia al que ninguno de los dos había visto jugar. Cuando llegaron los segundos platos, Vianello no pudo por menos de lanzar una mirada recelosa al de Brunetti, pese a haber dejado pasar la ocasión de extenderse en comentarios acerca de las almejas. Brunetti, por su parte, por el aprecio que le merecía su sargento, se abstuvo de revelarle el texto de un artículo que había leído el mes anterior sobre los sistemas de alimentación utilizados en las granjas de cría de pavos, y de enumerar las enfermedades transmisibles a los humanos, a las que tales aves son propensas.

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