Las palabras del muchacho no sorprendieron a los que estaban en el muelle. Un forastero hubiera podido reaccionar de forma diferente a la revelación de que había dos hombres muertos bajo las aguas que tenían a sus pies, pero la gente de Pellestrina conocía a Giulio Bottin desde hacía cincuenta y tres años; muchos habían conocido a su padre y alguno, hasta a su abuelo. Todos los hombres de la familia Bottin tenían el genio bronco, forjado o, por lo menos, endurecido, por la fiereza del mar. A nadie había de sorprender que Giulio fuera objeto de un acto violento.
Algunos habían observado que Marco era diferente, quizá porque él era el primer Bottin que había ido a la escuela varios años seguidos y había aprendido de los libros algo más que a deletrear unas palabras y garabatear una firma. Quizá, también, por la influencia de su madre, una mujer discreta y afable, muerta hacía ahora cinco años. Ella era de Murano y se había casado con Giulio hacía veinte años, decían unos, porque había tenido relaciones con su primo Maurizio y él la había dejado para marcharse a Argentina, y según otros, porque su padre, que era jugador, debía mucho dinero a Giulio y le había dado a su hija en matrimonio para saldar la deuda. Las razones de la boda nunca llegaron a saberse, o quizá no había nada que saber. Pero para todos los habitantes del pueblo era evidente la falta de amor y hasta de tolerancia entre marido y mujer, por lo que quizá las habladurías no fueran sino fruto del afán por hallar una explicación para aquella frialdad.
Bianca podía no querer a su marido pero adoraba a su hijo, y la gente, siempre dispuesta a hablar, decía que ésta era la razón de la actitud de Giulio hacia su hijo: dura, severa y rígida, aunque también acorde con la tradición de los Bottin. Al llegar a este punto, la gente solía alzar las manos y decir que aquellos dos nunca debieron casarse, y entonces no faltaba quien dijera que, en tal caso, Marco no hubiera nacido y había que ver lo feliz que había hecho a Bianca, y que no tenías más que mirar al chico a la cara para darte cuenta de lo bueno que era.
Ya nadie podría decir eso de él hablando en presente, porque Marco estaba muerto en el fondo del puerto, entre los restos carbonizados de la barca de su padre.
Poco a poco, crecía la luz y menguaba la multitud, a medida que la gente volvía a casa. Muy pronto, la mayoría había desaparecido, pero al poco los hombres volvieron a salir y cruzaron la plaza en dirección a sus barcos. Bottin y su hijo habían muerto, pero eso no era razón para perder un día de pesca. Por si no era ya bastante corta la temporada, con todas aquellas disposiciones que controlaban lo que podías hacer, y dónde, y cuándo.
Al cabo de media hora, el único barco que quedaba en el muelle era el que estaba a la izquierda del hundido Squallus: había sido tal la fuerza de la explosión que había arrancado un amarre de metal proyectándolo hacia el costado del Anna Maria y perforándolo a un metro por encima de la línea de flotación. El patrón, Ottavio Rusponi, que al principio pensó en arriesgarse a seguir a los otros barcos a los viveros de almejas, desistió, tras mirar las nubes y comprobar la dirección del viento alzando la mano izquierda: con aquel levante, sería peligroso aventurarse.
No fue sino a eso de las ocho de la mañana, al llamar Rusponi a su agente de seguros para dar el parte de los daños que había sufrido su barco, cuando se empezó a hablar de avisar a la policía, y fue el agente, no Rusponi, el que hizo la llamada. Después, las personas a las que se pidió cuentas por esa omisión, dirían que pensaron que ya habría llamado otro. Muchos verían en esa desidia la prueba de la poca estima en que el resto de los vecinos de Pellestrina tenían a la familia Bottin.
Los carabinieri, que vinieron en lancha desde el puesto del Lido, tardaron en llegar. Evidentemente, no se les habían dado detalles del caso, ni explicado dónde estaban los cadáveres, porque venían de uniforme y no traían equipo para bajar a los restos del barco. Se planteó entonces un debate jurídico además de jurisdiccional, ya que nadie estaba seguro de cuál era el brazo de la ley que debía actuar en un caso de muerte en circunstancias sospechosas, que había tenido lugar en el agua. Finalmente, se decidió avisar a la policía de la ciudad para que se hiciera cargo de la investigación, asistida por submarinistas del cuerpo de Vigili del Fuoco. Contribuyó a esa decisión, en buena medida, la circunstancia de que aquel día los dos carabinieri que hacían tareas de buceo estaban ocupados en la ilegal recogida submarina de fragmentos de cerámicas, en un vertedero recién descubierto detrás de Murano, al que durante el siglo xvi se arrojaban las piezas defectuosas o mal cocidas. El paso de los siglos había convertido los desechos en reliquias, mediante un proceso alquímico que convertía lo rechazable en valioso. El yacimiento había sido descubierto hacía dos meses y se había dado parte al Sovrintendente ai I Beni Culturali, que lo había agregado a la lista de lugares de valor arqueológico en los que estaba prohibido hacer inmersión. Por la noche, el lugar tenía vigilancia, al igual que otras zonas de la laguna en las que las aguas cubrían preciados vestigios del pasado. Pero a veces también durante el día se veía anclada en la zona alguna embarcación con el distintivo de un organismo oficial. ¿Y a quién podía sorprender la presencia de laboriosos buzos que, según todos los indicios, estaban allí en el cumplimiento de su deber?
Los carabinieri regresaron al Lido en su embarcación y, al cabo de más de una hora, una lancha de la policía se aproximaba a la flota pesquera de Pellestrina, ya en el puerto, con todos sus patrones en casa.
El piloto de la lancha aminoró la marcha al acercarse a un barco del Departamento de Bomberos que cabeceaba fondeado frente al único espacio libre del muelle. El piloto dio marcha atrás un momento para detener la lancha. El sargento Lorenzo Vianello se acercó al costado de la embarcación a mirar el agua que había en el hueco del muelle, pero el reverbero del sol le impidió ver algo más que los mástiles que asomaban.
– ¿Es ése? -gritó a los dos submarinistas que estaban en la embarcación del Departamento de Bomberos, enfundados en sus trajes negros.
Uno de los buzos gritó algo que Vianello no consiguió entender, y reanudó la operación de calzarse la aleta del pie izquierdo.
Danilo Bonsuan, el piloto de la policía, salió de la pequeña cabina de mando situada en la parte delantera de la lancha y lanzó una mirada a la barca hundida. Haciendo pantalla con la mano para protegerse los ojos del reflejo del sol en el agua, miró hacia el lugar que señalaba Vianello.
– Eso debe de ser -dijo-. El que nos llamó dijo que se incendió y se hundió. -Miró las embarcaciones que estaban a uno y otro lado del espacio vacío y vio los desperfectos y el tizne que las llamas habían dejado en sus costados y cubiertas.
Los dos buzos se ajustaron las gafas y tensaron los arneses que les sujetaban las botellas de oxígeno a la espalda. Mordieron las boquillas, hicieron varias inspiraciones de prueba y se acercaron al costado del barco. El sargento Vianello y su compañero, menos corpulento que él, seguían escudriñando el fondo.
Señalando a los buzos, Vianello preguntó a Bonsuan:
– ¿Tú te meterías en esa agua?
El piloto se encogió de hombros.
– No creas que está tan mal. Además, van bien protegidos -dijo señalando a los buzos del traje negro con la barbilla.
El primer buzo pasó los pies por encima del costado del barco, y de cara afuera, bajó al agua, asentando cuidadosamente los talones en cada barrote de la escalerilla. Su compañero lo siguió inmediatamente.
– ¿No saltaban de espaldas? -preguntó Vianello.
– Eso es sólo en las películas de Jacques Cousteau -dijo Bonsuan, entrando en la cabina. Volvió a salir al cabo de un momento, con un cigarrillo en el hueco de la mano-. ¿Qué han dicho? -preguntó al sargento.
– Esta mañana se ha recibido una llamada de los carabinieri del Lido… -empezó a contar Vianello.
– Hijos de puta -apostilló Bonsuan.
– Han dicho que había dos cadáveres en un barco hundido -prosiguió Vianello como si no lo hubiera oído-. Que enviáramos buzos a echar un vistazo.
– ¿Nada más? -preguntó Bonsuan.
Vianello se encogió de hombros, como preguntando si cabía esperar mucho más de los carabinieri.
Observaron en silencio las burbujas que estallaban en la superficie, delante de la lancha. La marea tiraba de la embarcación hacia atrás. Bonsuan la dejó derivar unos minutos, luego entró en la cabina, puso en marcha el motor y volvió a situarse frente al hueco abierto en la hilera de barcos. Paró el motor y salió otra vez a cubierta. Se agachó, recogió un cabo y lo lanzó con soltura hacia el barco de los bomberos enlazando al primer intento un candelero, al que amarró la lancha. Abajo percibían movimiento, pero vagamente, apenas unas sombras indistintas. Bonsuan terminó el cigarrillo y lanzó la colilla por encima de la borda, despreocupándose, como todos los venecianos, de lo que iba a parar al agua. Los dos hombres vieron cómo el filtro bailaba entre las burbujas antes de alejarse.
Al cabo de unos cinco minutos, los buzos emergieron y se subieron las gafas a la frente. Graziano, el de más edad, gritó a los hombres que estaban en la lancha de la policía:
– Son dos.
– ¿Qué habrá pasado? -preguntó Vianello.
Graziano movió la cabeza.
– Ni idea. Se ahogarían cuando se hundió el barco.
– Eran pescadores -dijo Bonsuan con incredulidad-. No se dejarían atrapar al hundirse el barco.
La tarea de Graziano consistía en hacer inmersiones, no especulaciones acerca de lo que encontraba en el fondo, por lo que no dijo más. En vista de que también Bonsuan callaba, el otro submarinista preguntó:
– ¿Queréis que los subamos?
Vianello y Bonsuan se miraron. No tenían ni idea de lo que había podido hacer que aquellos hombres se hundieran con su barco, y no querían tomar una decisión que podía ocasionar la destrucción de pruebas.
Finalmente, Graziano dijo:
– Ya hay cangrejos.
– Está bien, sacadlos -dijo Vianello.
Graziano y su compañero se ajustaron las gafas y las boquillas y, como una pareja de patos, hicieron bascular el cuerpo y desaparecieron. El piloto bajó a la cabina del pasaje de la lancha, levantó la tapa de una de las banquetas de los costados y sacó un complicado aparejo de cuerdas de cuyo extremo colgaba un arnés de lona. Subió a cubierta y se reunió con Vianello. Pasó la cuerda por encima de la borda y la dejó colgar hasta el agua.
Al cabo de un minuto, Graziano y su compañero salieron a la superficie. Entre los dos oscilaba el cuerpo de un tercer hombre. Con movimientos precisos que denotaban una práctica que impresionó a Vianello, los buzos pasaron los brazos del muerto por el arnés que sostenía Bonsuan. Uno de ellos se sumergió para pasar una cuerda entre las piernas del hombre, que ató a un gancho de la parte delantera del arnés.
A una señal del buzo, Bonsuan y Vianello empezaron a izar al hombre, asombrándose de cómo pesaba. A Vianello se le ocurrió que de ahí podía venir la expresión de «peso muerto», pero rápidamente ahuyentó la idea, un poco avergonzado. Poco a poco, el cuerpo emergió del agua, y los dos hombres se asomaron para sujetarlo e impedir que chocara contra la borda. No lo consiguieron del todo, pero al fin lo subieron a bordo y quedó tendido en la cubierta, con los ojos abiertos como si mirara al cielo.
Antes de que pudieran observar más detalles, oyeron un chapoteo. Rápidamente, desengancharon el arnés y volvieron a lanzarlo. Al subir el segundo cuerpo, extremaron las precauciones y consiguieron impedir que chocara contra el costado del barco, y lo depositaron al lado del otro.
Había dos cangrejos enganchados en el cabello del primer cadáver, pero Vianello era incapaz de hacer algo más que mirarlos, horrorizado, y Bonsuan se agachó, los arrancó y los arrojó al agua con naturalidad.
Los buzos subieron por la escalerilla a la lancha de la policía y, una vez en la cubierta, se desprendieron de las botellas de oxígeno que dejaron en el suelo cuidadosamente y se quitaron las gafas y las negras capuchas de caucho.
Los cuatro hombres contemplaban los cuerpos que yacían a sus pies en la cubierta de la lancha de la policía. Vianello bajó a la cabina y subió con dos mantas. Se puso una debajo del brazo, hizo una seña a Bonsuan y sacudió la otra. El piloto tomó las puntas libres de la manta y entre los dos cubrieron el cuerpo del hombre mayor. Vianello desdobló la segunda manta y la operación se repitió con el hijo.
Entonces, cubiertos y ocultos a la vista los dos cadáveres, el compañero de Graziano, el más joven de los vivos que estaban en la lancha, dijo:
– Eso que tiene en la cara no se lo ha hecho un cangrejo.