10

A la mañana siguiente, poco después de las nueve, Brunetti y Vianello salieron para Pellestrina. Aunque los dos sabían que los llevaba allí la investigación de dos brutales asesinatos, una vez más, el esplendor del día alegraba el ánimo y daba al viaje un aire aventurero de excursión de colegio. Lejos de las paredes de un despacho y de un Patta que llamara exigiendo resultados inmediatos, liberados de la obligación de estar en un sitio determinado a una hora fija, se sentían de tan buen humor que ni el gesto adusto de Bonsuan que, al timón, despotricaba de la contracorriente que dificultaba su avance, los afectaba. La mañana no defraudaba sus expectativas. Los árboles del Giardini tenían hojas nuevas que, movidas por un repentino soplo de brisa, relucían con reflejos trémulos al captar con el envés el reverbero del sol en el agua.

Cuando se acercaban a la isla de San Servolo, Bonsuan se abrió hacia la derecha en una amplia curva, por delante de Santa Maria della Grazia y San Clemente. Ni siquiera el recuerdo de que, durante siglos, esas islas se habían utilizado para aislar a los enfermos de cuerpo y espíritu del resto de la población de Venecia, enfrió el ánimo de Brunetti.

Vianello lo sorprendió con su comentario:

– Muy pronto, no se podrá ni ir a buscar moras.

Confuso, pensando que el viento de la marcha había podido hacerle oír mal, Brunetti se inclinó hacia el sargento.

– ¿Cómo?

– Ahí -dijo Vianello señalando a una isla mayor que se veía a la derecha, a lo lejos-. Sacca Sèssola. De niños íbamos a buscar moras. La isla estaba abandonada, y crecían por todas partes. Podíamos recoger varios kilos en un día y nos atracábamos hasta ponernos malos. -Vianello levantó la mano para protegerse los ojos del sol-. Dicen que la han vendido en subasta a no sé qué universidad o empresa, y que van a construir un centro de congresos o algo por el estilo. -Brunetti pudo oír el suspiro-. Adiós moras.

– Pero así vendrán más turistas, ¿no? -dijo Brunetti, aludiendo a la divinidad que adoraban los que mandaban en la ciudad.

– Yo prefiero las moras.

Callaron hasta que, a su derecha, apareció el solitario campanile de Poveglia. Entonces Vianello preguntó:

– ¿Cómo enfocamos esto, comisario?

– Me parece que habría que tratar de averiguar más cosas acerca de lo que dijo el camarero, sobre su hermano y las posibles consecuencias de aquella discusión. Vea si encuentra al hermano y qué le dice. Yo volveré a hablar con la signora Follini.

– Es usted valiente, comisario -dijo Vianello, impasible.

– Mi mujer me ha prometido llamar a la policía si a la hora de la cena no he vuelto a casa.

– Dudo que ni nosotros pudiéramos servir de algo frente a la signora Follini.

– Temo que tenga usted razón, sargento. De todos modos, uno ha de cumplir con su deber.

– Como John Wayne.

– Exacto. Después de hablar con ella, probaré en el otro bar. Me parece que hay uno en la calle del restaurante, al otro lado.

Vianello asintió. Él también lo había visto, pero aquel día estaba cerrado.

– ¿Y el almuerzo? -preguntó.

– En el mismo sitio -dijo Brunetti-. Usted, nada de almejas ni de pescado, por supuesto. Debe de ser un gran sacrificio.

– Créame, comisario, no cuesta nada.

– Pues es lo que hemos comido desde niños -dijo Brunetti, sorprendiéndose a sí mismo por insistir-. Tiene que costar dejarlo.

– Como ya le dije -empezó a decir Vianello volviéndose a mirarlo y sujetándose la gorra con una mano contra una brusca ráfaga de viento-, ciertas cosas que he leído me han decidido a no comer nada de eso.

– Tiene que echarlo de menos a la fuerza -insistió Brunetti.

– Claro que lo echo de menos. Soy humano. Todo el que deja de fumar echa de menos el tabaco. Pero estoy seguro de que eso me mataría, de verdad. -Antes de que Brunetti pudiera cuestionar sus palabras o tomarlas a broma, el sargento prosiguió-: No un plato, ni cincuenta, desde luego. Pero esos animales están cargados de sustancias químicas y metales pesados. Sólo Dios sabe cómo pueden estar vivos. Sencillamente, la sola idea de comerlos me repugna.

– Entonces, ¿por qué los echa de menos?

– Porque soy veneciano y, como usted dice, los he comido desde niño. Pero entonces no estaban envenenados. Me gustaban, me encantaban los spaghetti que hacía mi madre con salsa de almejas, y la sopa de pescado. Pero ahora que sé lo que contienen, no puedo. -Consciente de que aún no había satisfecho la curiosidad de Brunetti, dijo-: Quizá sea algo parecido a lo que sienten los indios acerca de comer carne de vaca. -Se quedó pensativo y rectificó-: No; ellos no la han comido nunca, no es que hayan renunciado a ella. -Siguió reflexionando y, finalmente, desestimó el símil-. No sabría explicarle lo que es eso. Supongo que podría comerlos si me apetecieran. Es sólo que no me apetecen.

Brunetti fue a responder, pero Vianello se adelantó a preguntar:

– ¿Por qué le sorprende tanto? No reaccionaría así si alguien dejara de fumar, ¿verdad?

Brunetti meditó.

– Seguramente, no. -Se echó a reír-. Será que, tratándose de comida, es diferente, y me cuesta trabajo creer que una persona renuncie a algo tan bueno como las almejas, a pesar de las consecuencias.

Eso pareció zanjar la cuestión, al menos por el momento. Bonsuan aceleró y el ruido del motor impidió la conversación. De vez en cuando, pasaban junto a alguna barca fondeada en la laguna, en la que había un hombre con una caña en la mano, al parecer, más entregado a la contemplación que al propósito de capturar algún pez. Al oír acercarse la lancha a toda velocidad, levantaban la mirada, pero cuando veían que era la policía volvían a fijar la atención en el agua.

Pronto -demasiado pronto, para Brunetti- avistaron el largo muelle de Pellestrina. Un pequeño hueco señalaba el lugar en el que seguía hundido el Squallus, cuyos mástiles asomaban con el mismo ángulo inverosímil. Bonsuan los llevó hasta el extremo del muelle, puso el motor al ralentí, dejó que la lancha se deslizara hasta que estuvieron a menos de un metro de la riva, dio marcha atrás durante unos segundos y paró el motor. La lancha derivó en silencio hasta el muelle. Vianello rodeó un amarradero de metal con el cabo y tiró de la lancha con facilidad para situarla. Con pericia y rapidez, anudó el cabo y dejó caer el extremo en la cubierta.

Bonsuan se asomó desde la cabina de mando para decir:

– Los esperaré.

– No hace falta, Bonsuan -dijo Brunetti-. No sé cuándo terminaremos. Podemos ir en el autobús hasta el Lido y allí tomar el barco.

– Los esperaré -repitió Bonsuan, como si Brunetti no hubiera dicho nada o como si él no hubiera oído a su superior.

Como las funciones de Bonsuan eran estrictamente las de piloto, Brunetti no podía pedirle que se mezclara con los vecinos de Pellestrina para tratar de obtener información acerca del asesinato de los Bottin. Tampoco quería ordenarle que regresara a la questura, a pesar de que allí podían necesitar la lancha. Optó por una vía intermedia y preguntó:

– ¿Qué va a hacer durante todo el día?

Bonsuan dio media vuelta y levantó la tapa del pañol que tenía a su derecha. Se inclinó y sacó tres cañas de pescar y un cubo pequeño, cubierto por un plástico.

– Estaré ahí delante -dijo señalando el agua que tenían a la derecha-. Miró de frente a Brunetti y dijo-: Si le parece bien, después de pescar, podría ir al bar a tomar un café.

– Buena idea -dijo Brunetti, subiendo al muelle.

Él y Vianello se encaminaron hacia la piña de casas del pequeño pueblo. Brunetti miró el reloj.

– Son más de las once. Nos encontraremos en el restaurante.

Cuando llegaron a lo que pasaba por ser el centro de Pellestrina, Brunetti torció a la izquierda, en dirección a la tienda de la signora Follini, mientras Vianello seguía adelante, camino del restaurante, para preguntar al camarero dónde podía encontrar a su hermano.

La signora Follini estaba detrás del mostrador, hablando con una anciana. Al entrar él, la dueña de la tienda inició una amplia sonrisa, pero enseguida Brunetti vio cómo la presencia de la otra mujer le hacía moderar su afabilidad reduciéndola a la atención formal que dispensaría a un desconocido que no tuviera derecho a esperar nada más que pura cortesía.

Buon giorno -dijo Brunetti.

La signora Follini, que hoy llevaba un vestido color naranja con anchas franjas de encaje en el escote y la cintura, le devolvió el saludo e inmediatamente centró la atención en la mujer, que miraba a Brunetti con unos ojos grises, empañados por la edad, pero inquisitivos. Si tenía dientes, hoy no se había molestado en ponérselos. Era baja, apenas le llegaba a la barbilla a la signora Follini e iba vestida toda de negro. Al mirarla, Brunetti pensó que sería más apropiado decir «enfundada», porque era difícil distinguir a primera vista una prenda de otra: falda larga, hasta media pierna, chaqueta de lana, abrochada hasta el cuello y una toquilla de ganchillo que le cubría los hombros y la cabeza, cuyas puntas le llegaban casi a la cintura.

Su indumentaria proclamaba su viudez con tanta claridad como un cartel que hubiera llevado en la mano o una letra gigante prendida en el pecho. El sur estaba lleno de mujeres como aquélla, vestidas de negro, destinadas a pasar el resto de su vida como sombras, sometidas a unas normas de conducta tan rigurosas como las que rigen para las campesinas de Bengala o de Perú. Pero eso no era el sur, eso era Venecia, donde las viudas llevaban colores vivos, iban al baile cuando querían y con quien querían y volvían a casarse, si lo deseaban.

Él, bajo el peso de aquella mirada, dijo:

– Buenos días, signora.

La mujer se desentendió de él y se volvió hacia la signora Follini.

– También, un paquete de velas y medio kilo de harina -le pareció a Brunetti que decía, pero su dialecto era tan cerrado que no estaba seguro. A menos de veinte kilómetros de su casa, y casi no entendía a la gente.

Brunetti fue hacia el fondo de la tienda y se puso a examinar el género de los estantes. Tomó una lata de tomates Cirio, miró por curiosidad la fecha de caducidad estampada en la base y vio que era de dos años atrás. Dejó cuidadosamente la lata dentro de su círculo de polvo y se acercó a los jabones.

Miró al mostrador, pero la viuda seguía allí. Oyó que decía algo a la signora Follini, pero en una voz muy baja como para distinguir sus palabras, aunque no estaba seguro de si, dichas en voz más alta, las hubiera entendido. Una fina película de polvo cubría la irregular pila de cajas de detergente. Una tenía una esquina roída y un montoncito de minúsculas bolas blancas y azules había caído al estante.

El reloj dijo a Brunetti que llevaba más de cinco minutos en la tienda. La signora Follini no había agregado nada a las velas y la harina que había dejado en el mostrador delante de la vieja, pero las dos mujeres seguían hablando.

Brunetti fue más al fondo de la tienda y miró una hilera de frascos de pepinillos y aceitunas que tenía a la altura del pecho. Un frasco de algo que parecían champiñones le llamó la atención por un pequeño óvalo de moho blanco que había escapado por debajo de la tapa y descendía por el vidrio. A su lado había una lata pequeña sin etiqueta. Parecía extrañamente perdida e inútil y, al mismo tiempo, un tanto amenazadora.

Brunetti oyó la campanilla y se volvió hacia el mostrador. La anciana se había ido y con ella habían desaparecido las velas y la harina. Fue hacia la parte anterior de la tienda y dijo otra vez:

Buon giorno.

La mujer correspondió con una sonrisa, pero era una sonrisa fría; quizá la vieja se había llevado todo el calor o quizá había dejado tras de sí una fría advertencia de cómo debe comportarse con los extraños una mujer que no tiene marido visible.

– ¿Cómo está, signora?

– Muy bien, gracias -respondió ella con cierta ceremonia-. ¿En qué puedo servirle? -En la anterior visita del comisario, la pregunta hubiera tenido un aire insinuante y provocativo. Pero esta vez su tono indicaba claramente que el ofrecimiento no iba más allá de los garbanzos, la sal o la lata de anchoas.

Brunetti le dedicó la más cordial de sus sonrisas.

– He vuelto para hablar con usted, signora -respondió, con la esperanza de que eso la hiciera reaccionar. En vista de que no era así, prosiguió-: Quería preguntarle si ha recordado algo más acerca de los Bottin, algo que pudiera sernos de utilidad.

La cara de la mujer permaneció inexpresiva.

– La otra vez que hablamos, dijo usted conocer bien, por lo menos, al hijo, y he pensado que quizá haya recordado algo que pudiera ser importante.

Ella movió la cabeza negativamente, todavía sin hablar.

– Supongo que a estas horas todo el mundo sabrá que fueron asesinados -dijo él, y esperó.

– Sí, ya lo sé -dijo ella al fin.

– Pero lo que la gente ignora es que fueron unos asesinatos brutales, especialmente el de Marco.

Ella asintió, bien fuera para indicar que ya estaba enterada, bien para dar a entender que también eso lo sabía la gente de Pellestrina.

– Por lo tanto, necesitamos averiguar sobre ellos todo lo posible, a fin de empezar a formarnos una idea de quién ha podido hacer esto. -Como ella no respondiera, preguntó-: ¿Comprende, signora?

Ella lo miró a los ojos. Sus labios permanecían fijos en la sonrisa que le habían dado los cirujanos, pero Brunetti vio la tristeza de sus ojos.

– Nadie podía querer mal a Marco. Era un buen chico.

Aquí se interrumpió y volvió la cara hacia el fondo de la tienda.

– ¿Y el padre? -preguntó Brunetti.

– No puedo decirle nada -respondió la mujer con voz tensa-. Nada.

Brunetti percibió el nerviosismo de su acento.

– Le prometo total discreción, signora.

La inmovilidad de las facciones de la mujer hacía impenetrable su expresión, pero a él le pareció que su actitud se relajaba.

– No podían haber querido matar a Marco.

– ¿No podían? ¿Quiénes?

Volvió el nerviosismo.

– Quienquiera que haya sido.

– ¿Qué clase de persona era Giulio? -preguntó Brunetti.

La barbilla de la mujer, esculpida a golpe de bisturí, se movió de derecha a izquierda negando mayor información.

– Pero signora… -dijo Brunetti, pero lo interrumpió el sonido de la campanilla. Vio que la mujer volvía rápidamente los ojos hacia la puerta y se apartaba del mostrador.

– Como le decía, signore, para fósforos debe ir al estanco. Yo no tengo.

– Perdón, signora, pero como he visto que vendía velas a esa señora, pensé que también tendría -dijo él con absoluta naturalidad, sin prestar atención a los pasos que sonaban a su espalda.

Brunetti dio media vuelta y fue hacia la puerta. Como es costumbre en los pueblos pequeños, saludó con una inclinación de la cabeza a los dos hombres que acababan de entrar y, sin mostrar interés alguno, captó hasta el último detalle de su aspecto. Cuando el comisario llegaba a la puerta, los hombres se situaron uno a cada lado, con un movimiento que despertó en él una vaga sensación de amenaza, a pesar de que ellos no parecían dedicarle gran atención.

La campanilla repicó brevemente al abrirse la puerta. Al salir a la luz del sol, Brunetti sintió en la espalda un ligero escalofrío, en respuesta al leve chasquido que hizo la puerta al cerrarse con suavidad.

Torció a la derecha, mientras se grababa en la memoria las caras y figuras de los dos individuos. Aunque no conocía a ninguno de los dos, sabía la clase de hombres que eran. Por su aspecto, podían ser parientes: los dos tenían la cara colorada, las facciones toscas y el cuerpo fornido. Pero ese aspecto también podían habérselo dado años de duro trabajo en el mar. El más joven tenía la cara alargada y el pelo negro, que llevaba peinado hacia atrás con una especie de gomina. El de más edad se peinaba del mismo modo pero tenía menos pelo y parecía que se lo habían pintado en el cráneo, aunque sobre el cuello de la camisa aún le colgaban unos ricitos grasientos. Los dos vestían pantalón vaquero muy gastado y calzaban las gruesas botas que usan los hombres que hacen trabajos pesados.

Los hombres habían mirado a Brunetti con unos ojos rodeados de esa maraña de arruguitas que se forman al cabo de años de vivir al sol, y con la clase de atención que el depredador tiene para la presa: fija, vigilante, pronta a traducirse en acción. Esa agresividad contenida había disparado las alarmas en el cuerpo de Brunetti, a pesar de que la signora hubiera sido testigo de la agresión, y de que, probablemente, aquellos hombres sabían que era policía.

Brunetti bajó por la estrecha calle y entró en el estanco. Estaba tan oscuro y mugriento como la tienda de la signora Follini, otro lugar en el que había venido a anidar el fracaso.

El hombre que estaba detrás del mostrador levantó la mirada de la revista que leía y contempló a Brunetti a través de unos gruesos lentes:

– ¿Sí? -preguntó.

– Fósforos, por favor -dijo Brunetti, manteniendo el pretexto de la signora Follini.

El hombre abrió un cajón del mostrador.

– ¿Caja o carterita?

– Caja -dijo Brunetti buscando monedas en el bolsillo.

El hombre puso una caja de fósforos delante de Brunetti y le pidió doscientas liras. Cuando el comisario puso las monedas en el mostrador, el hombre preguntó:

– ¿Cigarrillos?

– No -dijo Brunetti-. Estoy tratando de dejarlo. Pero me gusta llevar cerillas, por si no puedo resistir y pido uno por ahí.

El hombre sonrió.

– Hay mucha gente que trata de dejarlo -dijo-. En el fondo, la mayoría no quiere, pero piensan que será bueno para ellos y prueban.

– ¿Y lo consiguen?

– ¡Bah! -exclamó el hombre despectivamente-. Aguantan una semana, dos, un mes, pero antes o después vienen otra vez a comprar cigarrillos.

– Eso no dice mucho en favor de la fuerza de voluntad de la gente, ¿verdad? -dijo Brunetti.

El hombre recogió las monedas y las dejó caer, una a una, en el cajón.

– La gente hace siempre lo que quiere hacer, aunque sepa que es malo para ellos. Nada los detiene, ni el miedo, ni la ley, ni las promesas. -Al ver la expresión de Brunetti, agregó-: Después de pasarte la vida vendiendo cigarrillos, eso es lo que sacas en limpio. Cuando de verdad quieren algo, nada los detiene.

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