A la mañana siguiente, Brunetti salió de casa antes de que Paola se despertara, rehuyendo así contestar preguntas acerca de la marcha de la investigación. Como la signorina Elettra no había contestado su llamada ni le había llamado el día antes a la questura, él tenía la esperanza de que le hubiera hecho caso y regresado de Pellestrina, y que ahora la encontraría sentada a su mesa, con uno de sus vestidos de primavera, contenta de estar de regreso y más que contenta de volver a verlo.
Pero ya es sabido que los deseos rara vez se traducen en realidades, y ella no se hallaba en su sitio. El ordenador estaba inactivo y la pantalla, apagada, y Brunetti apresuró el paso hacia su propio despacho, antes de que aquella imagen pudiera despertar en él algún presentimiento.
Al pasar por la oficina de los agentes, vio a Vianello en su mesa, con una pistola desmontada ante sí. Las piezas metálicas estaban diseminadas sobre una hoja de la Gazetta dello Sport, cuyo papel rosado era tan incongruente con la muda amenaza del arma como un bailarín de ballet con un puño americano.
– ¿Qué ha pasado?
El sargento levantó la mirada y sonrió.
– Es de Alvise, señor. La ha desmontado para limpiarla y luego no se acordaba de cómo se monta.
– ¿Dónde está él? -preguntó Brunetti mirando en derredor.
– Ha salido a tomar un café.
– ¿Y la ha dejado aquí?
– Sí, señor.
– ¿Y usted qué hace?
– He pensado en montarla por él y dejársela en la mesa.
Brunetti asintió.
– Sí, será lo mejor.
Desentendiéndose de la pistola, Vianello dijo:
– Me ha llamado el coronel.
– ¿Y?
– Dice que no puede hablar.
– ¿Y eso significa…?
– Probablemente, que no han querido decirle nada.
– ¿Por qué?
Vianello buscó la mejor forma de decirlo y finalmente dijo:
– Era coronel y estaba acostumbrado a que todos le obedecieran. Y, si no han querido decirle por qué se fue Targhetta, debe de molestarle reconocerlo, y dice que no está autorizado a revelar la información. -Hizo una pausa y agregó-: Es su manera de salvar la faz. Así parece que es decisión suya.
– ¿Está seguro?
– No, señor. Pero es la explicación más plausible. -Otra pausa-. Además, me debe varios favores. Estoy seguro de que, si pudiera, me lo diría.
Brunetti se quedó pensativo y entonces, al comprender que Vianello había tenido más tiempo que él para reflexionar, preguntó:
– ¿Usted qué opina?
– Debieron de pillar a Targhetta en algún trapicheo, pero no pudieron probarlo o no quisieron exponerse a las consecuencias de arrestarlo o expedientarlo. Así que lo dejaron marchar tranquilamente.
– ¿Y lo anotaron en el expediente?
– Aja -convino Vianello, volviendo su atención a la pistola. Rápidamente, con dedos expertos, fue montando las piezas. A los pocos segundos, la pistola había recobrado su aspecto frío y letal.
Apartando el arma a un lado, el sargento dijo:
– Me gustaría que estuviera aquí.
– ¿Quién?
– La signorina Elettra.
No sabía exactamente por qué, Brunetti agradeció que su sargento no se refiriera a ella con familiaridad.
– Sí; sería una gran ayuda -dijo. Se sentía atorado. De pronto, se daba cuenta de lo mucho que, durante los últimos años, había llegado a depender de ella-. ¿Hay alguien más?
– Desde que ha llamado el coronel, no pienso en otra cosa -dijo Vianello-. Sólo se me ocurre una persona que pueda ayudarnos.
– ¿Quién?
– No le va a gustar, comisario.
Brunetti comprendió que esto sólo podía significar una cosa, es decir, una persona.
– Ya sabe que preferiría no tener tratos con Galardi -dijo. Stefano Galardi dueño y presidente de una empresa de software, había ido a la escuela con Vianello, pero hacía ya mucho tiempo que, en su vertiginoso ascenso a las grandes alturas del cibercapital, había dejado atrás todos sus recuerdos de Castello, donde se había criado en una casa sin calefacción ni agua caliente. Galardi había escalado las cumbres de la sociedad y de las finanzas y tenía acceso, más aún, era recibido con honores en todas las mesas de la ciudad, salvo en la de Guido Brunetti donde, seis años antes, estando más que bebido, se había más que insinuado a Paola, hasta que un más que sobrio e indignado marido le dijo que se fuera.
Como Galardi estaba convencido de que, hacía más de veinte años, después de una fiesta del Redentore bastante movida, Vianello le había salvado de morir ahogado, antes de la llegada a la questura de la signorina Elettra, se prestaba a proporcionar ciertos datos informáticos. Una de las mayores alegrías que había deparado a Brunetti el talento de la signorina Elettra era la de haberle librado de la necesidad de pedir favores a Galardi.
Los dos callaron hasta que, al fin, Brunetti suspiró:
– De acuerdo. Llámelo. -Salió de la oficina, porque no quería estar presente cuando Vianello hiciera la llamada.
Su curiosidad quedó satisfecha dos horas después cuando Vianello entró en su despacho y, sin ser invitado, se sentó frente a su superior.
– Hasta ahora no ha conseguido entrar -dijo.
– ¿Y qué ha encontrado?
– Lo que me figuraba. Lo pillaron manipulando ciertas pruebas de un caso y lo echaron.
– ¿Qué pruebas? ¿Y qué caso?
Vianello empezó por la primera pregunta.
– Lo único que ha podido darme es el significado del código. -Al observar el desconcierto de Brunetti, dijo-: ¿Recuerda la serie de números y letras que había al pie del informe?
– Sí.
– Ha encontrado la clave. -Vianello siguió hablando, sin obligar a Brunetti a preguntar-. Me ha dicho que lo usan en los casos en los que un funcionario de la Finanza pasa por alto pruebas, o las oculta o trata de influir en el resultado de una investigación.
– ¿Por qué procedimiento?
– Por el mismo que usamos nosotros -respondió un cínico Vianello-. Mirando para otro lado cuando el dueño de la tienda de comestibles no da la ricevuta fiscale. No recordando cómo ha empezado una pelea entre un agente de policía y un civil. Esas cosas.
Haciendo caso omiso del segundo ejemplo de Vianello, Brunetti preguntó:
– En este caso, ¿qué hizo él? Concretamente.
– Eso no ha podido descubrirlo. No está en el archivo. -Vianello dio tiempo a Brunetti para que digiriera el significado de esto y agregó-: Pero el caso era el de Spadini. El nombre no figura, pero el número de referencia de uno de los casos que llevaba Targhetta en aquel entonces coincide con el que se indica para Spadini.
Brunetti reflexionó. La vida le había enseñado a desconfiar de las coincidencias, como le había enseñado también a considerar coincidencia cualquier conjunción de hechos o personas aparentemente fortuita y, por consiguiente, desconfiar también de ella.
– ¿Pucetti? -preguntó.
Vianello movió la cabeza negativamente.
– Ya le he preguntado, comisario, pero no sabe absolutamente nada de Targhetta. Sólo lo ha visto varias veces en el bar.
– ¿Con Elettra?
– Eso no me lo ha dicho, comisario.
Brunetti no advirtió lo evasiva que era la respuesta de Vianello. Estaba pensando en varias posibilidades de actuación, entre ellas, la de ir personalmente a Pellestrina. Al fin preguntó:
– ¿Le parece que Bonsuan podría sacarle algo a su amigo si lo llama?
– La única forma de averiguarlo es preguntar a Bonsuan -sonrió Vianello-. Hoy no tiene servicio. Podría llamarlo a su casa.
Así se hizo, y Bonsuan accedió a hablar con su amigo. Les llamó al cabo de diez minutos, para decir que su amigo no estaba y que no volvería hasta la noche.
Eso dejó a Brunetti y Vianello sin otra cosa que hacer más que cavilar y preocuparse. El sargento, que prefería preocuparse por su cuenta, bajó a su oficina.
Brunetti pensaba en todos los favores que debía y que le debían como en una baraja mugrienta por el uso. Tú me dices esto y yo te digo esto otro; tú me das eso y yo te lo pago con esto. Tú me das una carta de recomendación para mi primo y yo me encargo de que tu solicitud de un amarradero para tu barco sea atendida esta semana. Sentado a su escritorio, con la mirada en el vacío, mentalmente, sacó la baraja y empezó a pasar las cartas. De vez en cuando, separaba una y seguía pasando, contemplaba otra, dudaba, la ponía con las demás y seguía. Luego volvía a la primera carta y la miraba fijamente, tratando de recordar cuándo había sido la última vez que la había sacado. No la sacó él sino Paola, que dedicó varios días a preparar a la hija de aquel hombre para los exámenes finales de literatura en la universidad. La chica aprobó con nota. Sin duda, Brunetti podía sentirse más que justificado al jugar aquella carta.
Hacía diez años, el padre de la chica, Aurelio Costantini, había sido dado de baja discretamente del servicio en la Guardia di Finanza, después de haber sido absuelto de los cargos de asociación con la Mafia. Los cargos estaban fundados, pero las pruebas resultaron insuficientes, por lo que se dio el retiro al general, con toda la pensión, en recompensa por sus muchos años de servicio diligente, a dos bandos.
Brunetti lo llamó a su casa y le expuso la situación. Con prudencia y sencillez, señaló que el asunto no tenía nada que ver con la Mafia. El general, recordando quizá que su hija optaba a un puesto docente en Ca'Foscari, no hubiera podido mostrarse más deseoso de ayudar, y dijo a Brunetti que lo llamaría antes del almuerzo.
Hombre de palabra, el general llamó bastante antes de mediodía. Dijo que iba a ver a un amigo que aún trabajaba en la Finanza y que, si Brunetti quería reunirse con él dentro de una hora para tomar una copa, le daría una copia del dossier completo de Targhetta.
Brunetti marcó el número de su casa y, congratulándose de poder hablar al contestador, dejó el mensaje de que no iría a almorzar pero que por la tarde volvería a la hora de siempre. El general era un hombre distinguido, con el pelo blanco y el porte erguido de un oficial de caballería, que se comía las erres al hablar, con ese acento común a las clases altas y a los que aspiran a entrar en ellas. El general tomó un prosecco, mientras Brunetti, al ver el tamaño de la carpeta que el general puso en el mostrador entre los dos, consumió rápidamente dos emparedados a modo de almuerzo. Al igual que venían haciendo el resto de los venecianos durante los tres últimos meses, los dos hombres hablaron del tiempo e hicieron votos por una pronta llegada de la lluvia que limpiara los establos de Augias en que se habían convertido las calles más estrechas.
Mientras volvía a la questura, Brunetti pensaba en lo incoherente de su actitud respecto a los dos hombres que le habían proporcionado las pruebas que ahora llevaba debajo del brazo. Galardi no había hecho nada más que lo que suelen hacer los borrachos, y Brunetti no quería ni dirigirle la palabra, mientras que el general Costantini era un individuo venal que había vendido secretos de Estado a la Mafia, y Brunetti se dejaba ver con él en público, le sonreía, le pedía favores y ni se le ocurría interrogarle acerca de la relación que aún pudiera tener con la Guardia di Finanza.
Cuando llegó a su despacho y abrió la carpeta, esos jesuíticos pensamientos se borraron de su mente, que se centró en el examen del expediente personal de Carlo Targhetta. A los treinta y dos años, Targhetta llevaba diez de servicio en la Finanza cuando «renunció voluntariamente», según se leía en el dossier. Veneciano de nacimiento, prestó servicio en Catania, Bari y Génova antes de ser destinado a Venecia hacía tres años, uno antes de su renuncia. El expediente contenía los elogios de todos sus superiores, por su «sentido del deber» y «firme lealtad».
Por lo que Brunetti pudo deducir de los eufemismos del dossier, en el momento de su dimisión, Targhetta estaba encargado de recibir las llamadas anónimas que denunciaban casos de evasión de impuestos y, a raíz de una de esas llamadas, había incurrido en un error que la Finanza calificaba de falta, en tanto que Targhetta insistía en que había sido simple omisión. La Guardia di Finanza ofreció a Targhetta la oportunidad de renunciar, a cambio de dejar en suspenso el fallo, ofrecimiento que él aceptó, y fue dado de baja, aunque sin derecho a pensión.
Se incluía una cinta de audio, marcada con la fecha que, supuso Brunetti, era la del día en que se produjo la llamada que dio lugar a los hechos. Grapados a la carpeta por la parte interior había varios papeles fechados el mismo día. Brunetti bajó con la cinta a una de las cabinas en las que se grababan los interrogatorios. Introdujo la cinta, pulsó «Play» y abrió la carpeta.
La primera llamada, transcrita en la primera página, era larga. Una mujer decía que quería denunciar a su marido, carnicero, por no declarar todos sus ingresos. Su acento era puro Giudecca, y su manera de hablar del marido sugería décadas de resentimiento. Cualquier duda que pudiera haber acerca de sus motivos se desvaneció cuando la mujer perdió los estribos y se puso a gritar que así aprenderían él y «quella puttana di Lucia Mazotti». Algunas de sus más floridas expresiones habían sido sustituidas en la transcripción por una discreta línea de asteriscos.
Las dos llamadas siguientes eran de ancianas que decían que el vendedor de periódicos no les había dado ricevute fiscali, a lo que Targhetta, con gran paciencia, y así tuvo que reconocerlo Brunetti, respondió que los vendedores de periódicos no estaban obligados a facilitar recibo. Targhetta no omitió dar a ambas mujeres las gracias por cumplir con su deber cívico, aunque en su voz había una nota de hastío, o eso pareció a Brunetti.
– Guardia di Finanza -oyó decir Brunetti a la voz, ya familiar, de Targhetta.
– ¿Es ése el número al que hay que llamar? -preguntó una voz de hombre en cerrado veneciano.
Brunetti había observado, en las llamadas anteriores, que Targhetta siempre contestaba en italiano y, si el comunicante hablaba en veneciano, utilizaba el dialecto, para hacerles sentirse más cómodos. Así lo hizo ahora al preguntar:
– ¿Cuál es el motivo de su llamada?
– Una persona que no paga impuestos.
– Sí, señor; es este número.
– Bien. Pues tome nota de su nombre.
– Dígame -instó Targhetta, esperando la respuesta.
– Spadini, Vittorio Spadini, de Burano.
Hubo una pausa más larga, y Targhetta dijo, ahora sin asomo de acento veneciano, en un tono mucho más oficial:
– ¿Podría darme más detalles?
– Ese hijo de puta de Spadini pesca millones cada día-dijo el hombre con voz tensa de encono o furor-. Y no paga ni una lira de impuestos. Todo, negro. Todo lo que gana es negro, no lo declara.
En las otras llamadas, Targhetta pedía más información acerca de la persona denunciada: dónde vivía, qué clase de empresa tenía. Pero esta vez preguntó:
– ¿Me da su nombre, por favor?
Algo que no había hecho nunca.
– Oiga, ¿ésta no es una línea anónima? -preguntó el hombre, receloso.
– En general, sí, señor, pero en un caso como éste… Ha dicho usted millones, ¿no? Preferimos saber quién hace la denuncia.
– Pues mi nombre no pienso dárselo -dijo el hombre ásperamente-. Pero tomen buena nota del nombre de ese sinvergüenza. No tienen más que ir a la lonja de pescado de Chioggia a la hora en que él descarga, verán lo que trae y verán quién lo compra.
– Lo siento, pero no podemos hacer eso, a menos que nos dé usted su nombre.
– ¿Y a usted qué le importa mi nombre, gilipollas? Es Spadini al que tienen que perseguir. -Con estas palabras, el hombre colgó bruscamente.
Hubo un corto silencio y Brunetti oyó decir a Targhetta:
– Guardia di Finanza.
Brunetti paró el magnetófono y miró la transcripción. Allí, pulcramente mecanografiadas en forma de diálogo de teatro, estaban todas las llamadas. Los nombres asignados a los personajes eran: finanziere Targhetta y Cittadino.
Brunetti pasó las hojas que quedaban y vio que había otras tres llamadas. Volvió a conectar el magnetófono y las escuchó todas, hasta el final de la transcripción y de la cinta.
El comisario volvió a leer la última hoja y le dio la vuelta, esperando encontrar la cara interior de la carpeta en blanco. Pero encontró varios impresos, sujetos con un clip. En cada uno había, en la parte superior, casillas para la fecha, hora, nombre del denunciado y, al pie, para la contraseña del funcionario que había recibido la llamada. Las contó: había seis. Leyó los nombres del carnicero, los dos vendedores de periódicos y los de los acusados en las tres últimas llamadas, pero no figuraba la nota correspondiente a la llamada relacionada con Spadini. Siete llamadas en la cinta y siete llamadas en la transcripción, pero sólo seis llamadas en los formularios, cada uno de ellos, con las iniciales «CT» estampadas al pie.
Brunetti pulsó «Rewind» y, parando y arrancando, buscó el principio de la llamada que no figuraba en los formularios. La escuchó hasta el final, prestando atención a la voz del comunicante. Su madre hubiera identificado el acento al momento; si era de la isla principal, probablemente, hasta hubiera podido decir de qué sestiere procedía aquel hombre. Lo más que podía suponer Brunetti era que correspondía a una de las islas, quizá a Pellestrina. Volvió a escuchar la conversación y percibió la sorpresa de Targhetta al oír el nombre de Spadini. No había podido disimularla, y entonces había empezado a disuadir al denunciante: no había otra palabra para describir el tono que revelaba la cinta. Cuanto más intentaba el hombre dar información más insistía Targhetta en pedirle su nombre, petición que no podía menos que desmotivar a cualquier testigo, especialmente, si tenía que habérselas con la Guardia di Finanza.
Brunetti reconoció el acierto de la Guardia di Finanza en grabar las llamadas. Así se vigilaba a los vigilantes. Targhetta, ignorante de que se estaba grabando la llamada, pensaría que, si omitía llenar el formulario, no habría constancia de la denuncia. Si se habían cotejado los formularios con la lista de llamadas, suponiendo que éste fuera el procedimiento de control, habría dicho que se había extraviado el impreso. Evidentemente, no le habían creído, ¿o cómo explicar si no su brusca separación del servicio, después de diez años?
Pero, alguien que había trabajado una década para la Finanza, ¿podía ser tan estúpido como para no darse cuenta de que se grababan las llamadas? Brunetti sabía por experiencia que el hecho de que se graben las llamadas no supone necesariamente que se escuchen. Quizá Targhetta, confiando en la desidia burocrática, esperaba que su omisión pasara inadvertida. O quizá, a juzgar por el sonido de su voz, estaba tan sorprendido que respondió instintivamente y trató de silenciar al denunciante sin pensar en las consecuencias.
Sólo quedaba una pieza del puzzle por colocar o, pensó Brunetti sacando la hoja de papel en la que había trazado líneas entre los nombres de las personas involucradas, sólo una línea por dibujar: la que enlazaba a Targhetta con Spadini. Y era fácil: hacía mucho tiempo que la geometría le había enseñado que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos. Pero eso no le permitía ver la relación; para eso tendría que derribar el muro de silencio de los pellestrinotti.