9

Brunetti encontró a Paola sentada a la mesa de la cocina, con la cabeza inclinada sobre un ejemplar de Panorama o Espresso, los dos semanarios a los que estaba suscrita. Paola tenía la costumbre de guardar las revistas durante seis meses por lo menos antes de leerlas; decía que era el tiempo necesario para situar las cosas en perspectiva, dejar que la pop star que hacía furor muriera de sobredosis y cayera en un merecido olvido, que Gina Lollobrigida iniciara y abandonara otra carrera y que se hiciera borrón y cuenta nueva de todos los planes y debates de riforma política.

Brunetti vio en las páginas de la revista la foto de dos hombres con chaqueta blanca de chef y el gorro rojo de Papá Noel y, a su izquierda, una mesa adornada con brezo y velas rojas que indicaban que, en sus lecturas, Paola había llegado ya al final del año anterior.

– Ah, magnífico -dijo él inclinándose para darle un beso en la coronilla-. ¿Hoy tenemos pavo para almorzar? -Como ella no respondiera, agregó-: Hace mucho calor para pavo, ¿verdad? Pero lo que sea huele a gloria.

Ella lo miró sonriendo:

– Si por lo menos fuera pavo lo que éstos proponen para la cena de Navidad -dijo golpeando la página con un índice furioso-. Es inconcebible.

Como la lectura de aquellas revistas provocaba habitualmente ese tipo de reacciones en su esposa, Brunetti concentró su atención en sacar de la nevera una botella de Pinot Grigio y, del armario situado encima, dos copas que llenó hasta la mitad. Acercó una a Paola al tiempo que hacía un sonido interrogativo con la garganta.

Ella decidió tomarlo por una señal de auténtico interés y respondió:

– Dicen que hemos de abandonar las ideas nuevas en materia culinaria y resucitar las tradiciones de nuestros padres y abuelos. -Brunetti, que estaba saturado de nouvelle cuisine, se sentía plenamente de acuerdo, pero, como sabía que Paola tenía ideas más audaces y disentía de él en este tema, se reservó la opinión-. Mira lo que proponen para empezar una cena de Navidad al estilo de nuestros abuelos. -Levantó la revista y la agitó nerviosamente, como para meterla en vereda-. «Hígado de pavo con tartaletas de pera al Taurasi», que vete tú a saber qué es o quién, y «pifia al aroma de limoncello». -Levantó la cara hacia Brunetti, que tuvo el sano reflejo de mover la cabeza con un gesto que él esperaba que fuera de condena. Reconfortada, ella prosiguió-: Y escucha esto: «Sartú» otro que tal, «arroz con rodajas de berenjena, huevos y albondiguillas di annechia con salsa de tomates de San Marsano». -Indignada por ese exceso que colmaba toda medida, arrojó la revista sobre la mesa, donde se cerró, ofreciendo a Brunetti la visión de un exuberante busto femenino distintivo de portada obligatorio de ambas publicaciones-. ¿Dónde se han creído que vivían nuestros abuelos? ¿En la corte de Luis XIV? -preguntó.

Brunetti, que sabía que por lo menos uno de los bisabuelos de Paola había servido en la corte del primer rey de Italia, nuevamente optó por el silencio.

Apartando aún más la revista, ella preguntó:

– ¿Por qué les resulta tan difícil recordar lo pobre que era Italia? Tampoco hace tanto.

Eso parecía más que una pregunta meramente retórica, y Brunetti respondió:

– Supongo que la gente prefiere recordar tiempos felices, es decir, tiempos más felices y, si no pueden recordarlos, procuran hacer que lo parezcan.

– Eso lo hacen los viejos -convino Paola-. Por ejemplo, en Rialto, si escuchas a las viejas, no oyes más que lo bien que se vivía antes, mucho mejor que ahora, y con menos.

– O será, quizá, que la mayoría de los periodistas son jóvenes y no tienen esos recuerdos.

Ella asintió.

– Además, nos falta el sentido de la memoria histórica, por lo menos, a escala de país. La semana pasada, estuve hojeando el libro de Historia de Chiara, y me asusté. En los capítulos del siglo xx, se habla de la Segunda Guerra Mundial muy por encima. Mussolini hace un papelito de comparsa en los años veinte, antes de ser pervertido por los malvados alemanes, pero aquello acaba pronto y Roma vuelve a ser libre: aunque no sin que nuestros valientes soldados lucharan como leones y murieran como héroes.

– En el colegio no nos contaban nada de aquello, por lo menos, que yo recuerde -dijo Brunetti sirviéndose otra media copa de vino.

– Es que, cuando nosotros íbamos al colegio -dijo Paola después de tomar un sorbo de su copa-, estaba en el poder la derecha, que no iba a fomentar un análisis ecuánime del fascismo. Por lo mismo que, cuando formó alianza con la izquierda, tampoco era conveniente hablar del comunismo. -Otro sorbo-. Y como durante la guerra cambiamos de bando, tenían que ser muy cautos al repartir los papeles del malo y el bueno.

– ¿Quiénes tenían que ser cautos? -preguntó Brunetti.

– Los que escriben los libros de Historia. Mejor dicho, los políticos que deciden quiénes escriben los libros de Historia, por lo menos, los que se usan en los colegios.

– ¿Y la noción de la simple verdad histórica? -preguntó Brunetti.

– Tú, Guido, que pasas la mayor parte del tiempo leyendo Historia, deberías saber que esa noción no existe.

Él no tuvo más que recordar la diferencia entre las versiones católica y protestante de la historia del papado para dar la razón a su mujer. Pero aquello era la religión, una materia en la que te parece que lo normal es que todos mientan, y eso era memoria viva: las personas que habían tomado parte en aquellos hechos aún vivían; los padres de la mayoría de sus amigos habían luchado en la guerra.

– Quizá en la propia experiencia sea más difícil distinguir la verdad -propuso él y, al ver que ella lo miraba desconcertada, aclaró-: Cuando relatas los actos de unas personas que vivieron hace cientos de años, puedes ser imparcial o, por lo menos, tienes la posibilidad de serlo.

– ¿Te refieres a cómo la Iglesia relata la Inquisición? -preguntó ella.

Él se dio por vencido con una sonrisa y preguntó:

– Si no es pavo, ¿qué es?

Ella, magnánima en la victoria, dijo:

– He pensado que podríamos comer los platos de nuestros antepasados.

– ¿Concretamente?

– Esos involtini que tanto te gustan, con prosciutto y corazones de alcachofa.

– Dudo mucho que un antepasado mío comiera eso -confesó él.

– También hay polenta. Para darle un toque de verismo histórico.

Los chicos almorzaron en casa, pero estaban insólitamente apagados, inmersos como se hallaban, en esas últimas semanas de escuela, en los preparativos de los exámenes de fin de curso. Raffi, que esperaba ir a la universidad al año siguiente, se había convertido durante los últimos meses en una especie de fantasma, que sólo salía de su habitación para comer o para pedir a su madre que le ayudara a salvar algún escollo de una traducción de griego. El noviazgo con Sara Paganuzzi subsistía, al parecer, a base de conversaciones telefónicas nocturnas y esporádicos encuentros en campo San Bartolo antes del almuerzo. Chiara que, a cada mes que pasaba, iba entrando en posesión de su herencia de la belleza materna, vivía absorta en los misterios de las matemáticas y la navegación por los astros, ignorante del poder que un día le daría su hermosura.

Después del almuerzo, Paola se llevó el café a la terraza, instando a su marido a seguirla. El sol de primera hora de la tarde calentaba tanto que, antes de salir, Brunetti se quitó la corbata, primera e inequívoca señal de que el verano estaba cerca.

Se quedaron en plácido silencio. De una terraza de la izquierda, llegaban voces; de vez en cuando una de las sábanas tendidas en una ventana del piso de abajo, restallaba por un viento fresco que, por desgracia, no traía promesa de lluvia.

– Seguramente, tendré que ir bastante a Pellestrina -dijo Brunetti.

– ¿Cuándo?

– Esta misma semana. Quizá a partir de mañana.

– ¿Para tenerla vigilada? -preguntó Paola, sin insistir en sus objeciones a la decisión de la signorina Elettra.

– En parte, aunque no sé cuándo piensa ir.

– ¿Y para algo más?

– Para hablar con la gente, ver lo que dicen.

– ¿Querrán hablar contigo, sabiendo que eres policía?

– No pueden negarse a hablar conmigo. Otra cosa es que digan la verdad, o que insistan en que no recuerdan nada de los Bottin. Es la táctica habitual.

– Entonces, ¿por qué molestarse en hablar con ellos?

– Por lo que callen y por lo que mientan. -Brunetti cerró los ojos, y se recostó en el respaldo del sillón, dejando que el sol le diera de lleno en la cara por primera vez aquel año. Al cabo de un rato, dijo-: Yo diría que eso me convierte en algo así como uno de esos historiadores de que hablábamos antes, y me obliga a hacer lo mismo que ellos. -Se quedó esperando a que Paola le pidiera aclaración y, en vista de que ella no decía nada, la miró para ver si se había dormido. Pero no dormía sino que lo miraba atentamente, esperando a que continuara.

– Hay que escuchar las explicaciones de unos y otros, tratar de comprobarlas y actuar teniendo en cuenta a quién beneficia cada versión.

– ¿Y, todo eso, sin perder de vista que mienten?

– Que, probablemente, mienten -asintió él.

– ¿Y después?

– Después tendré que averiguar lo que han contado a la signorina Elettra.

– ¿Y después? -insistió ella.

– No tengo ni idea.

– ¿Y vendrás a dormir a casa?

– Seguramente. ¿Por qué?

Ella lo miró largamente, sorprendida por su pregunta.

– Porque, si al fin me decido a fugarme con el cartero, me gustaría saber que queda alguien en casa que dé de comer a los chicos.


A media tarde, la signorina Elettra llamó a Brunetti y le dijo que el vicequestore Patta quería verlo. Brunetti rara vez recibía esa llamada con placer, pero estaba tan aburrido de leer y contraseñar informes que hasta esa escapatoria fue bien recibida. Rápidamente, bajó al despacho de la signorina Elettra.

Ella lo saludó con una sonrisa.

– Quiere comunicarle quién estará al mando durante su ausencia.

– Espero no ser yo -dijo Brunetti. Ello complicaría sus planes de ir a Pellestrina.

– No; ya ha hablado con Marotta -dijo ella, aludiendo a un comisario de Turín que había sido destinado a la questura de Venecia hacía unos meses.

– ¿Debería ofenderme? -preguntó Brunetti. Marotta era mucho más joven y no era veneciano, por lo que el nombramiento no podía ser más que un insulto calculado.

– Probablemente. Por lo menos, eso es lo que a él le gustaría.

– Entonces haré cuanto pueda por darme por ofendido -dijo Brunetti-. No quiero defraudarlo ahora que se va de vacaciones.

– No se va de vacaciones, comisario -dijo ella en tono de reproche-. Es una conferencia sobre nuevos métodos para la prevención del delito -especificó, sin mencionar los detalles de la invitación.

– En Londres -agregó Brunetti.

– En Londres -confirmó ella.

– En inglés.

Yes.

– Lengua que el vicequestore habla con tanto desparpajo como el finlandés.

– Un poco mejor que el finlandés. Sabe decir: «Bond Street», «Oxford Street» y «the Dorchester».

– Y «the Ritz» -dijo Brunetti-. No lo olvide.

– ¿Ha hablado de eso con él? -preguntó ella.

– ¿De qué, de la conferencia o de su inglés?

– De la conferencia y de quién debía asistir.

– Hubiera sido perder el tiempo. Hace semanas me dijo que iría él y, antes de que yo pudiera mencionar la cuestión del idioma, me dijo que su mujer se había ofrecido a acompañarlo en calidad de intérprete.

– Yo no sabía eso -dijo la signorina Elettra con evidente sorpresa y, según le pareció a Brunetti, irritación-. ¿Su mujer habla inglés?

– Tanto como él -dijo Brunetti dando media vuelta para llamar con los nudillos a la puerta de Patta.

El vicequestore, como siempre que hacía una mala pasada a Brunetti -a quien estaba dirigida la invitación-, hacía el papel del ofendido. A fin de crear el ambiente apropiado, permaneció sentado a su mesa, situándose a un nivel inferior.

– ¿Dónde ha estado estos últimos días? -preguntó nada más ver a Brunetti, quien, reconoció la técnica del ataque preventivo. El propio Patta, con un traje gris que Brunetti no le conocía, parecía haber pasado los últimos días preparándose para el viaje a Londres: el pelo gris, recién cortado, y la tez, con el saludable tinte veraniego que imprimen las lámparas bronceadoras bien dosificadas. Como de costumbre, Brunetti se asombró de lo perfecto que resultaba Patta para el puesto de alto funcionario de la policía, o alto funcionario de cualquier sitio.

– Nos llamaron de Pellestrina, señor. Dos hombres fueron asesinados en su barco. -Brunetti procuraba no demostrar interés-. La llamada era para nosotros, por lo que no tuve más remedio que ir a echar un vistazo.

– No está dentro de nuestra jurisdicción -dijo Patta, a pesar de que los dos sabían que no era verdad.

– También llamaron a los carabinieri -dijo Brunetti con una sonrisita que pretendía expresar a un mismo tiempo alivio y conformidad con la objeción de Patta-. Por lo que es probable que el caso les sea asignado a ellos.

Algo en la manera de hablar de Brunetti hizo recelar a Patta, como recela un perro al oír un tono insólito en una voz conocida.

– ¿Parece un caso sencillo?

– Ni idea, señor. Suelen ser crímenes pasionales o cuestiones de dinero.

– Así pues, será fácil de resolver. Quizá podamos hacernos cargo.

– Oh, no me cabe duda de que será un caso fácil. En realidad, ya nos han dado el nombre de un hombre que tuvo una pelea con una de las víctimas.

– ¿Y? -inquirió Patta, vivamente interesado en el caso, ahora que parecía que no habría dificultades. La rápida solución de un caso de asesinato sería un éxito para la questura de Venecia. Brunetti ya veía a su superior redactando el titular: Asesinato resuelto por la pronta intervención del vicequestore.

– Verá, señor, si usted va a estar fuera la próxima semana, he pensado que quizá sea preferible que se encarguen los carabinieri. -Brunetti calló, dando ocasión a Patta, de hablarle de la cadena de mando que regiría en su ausencia.

– ¿Y que se lleven ellos el mérito? -preguntó Patta sin ocultar la indignación ni hacer referencia alguna a la semana siguiente-. Si es tan fácil como usted dice -prosiguió, alzando una mano para cortar la protesta de Brunetti-, debemos investigarlo nosotros. Los carabinieri harán una chapuza.

– Pero, señor -objetó Brunetti débilmente-, no creo que dispongamos de efectivos para enviarlos allí. -Uno de los personajes favoritos de Brunetti siempre había sido Yago, cuya astucia admiraba y con frecuencia había tratado de emular. Abrazando, por así decir, la imagen de Yago, Brunetti prosiguió-: Quizá Marotta podría encargarse del caso. Sería conveniente enviar a alguien que no pudiera tener relación alguna con aquella gente. Él es de Turín, ¿verdad? -Patta asintió y Brunetti prosiguió-: Bien, entonces no hay posibilidad de que conozca o esté relacionado con alguien de Pellestrina.

Patta no resistió más.

– Brunetti, por Dios, use la cabeza. Si enviamos a un torinese, nadie le dirá ni media palabra. Tiene que ser alguien de aquí. -Como si acabara de ocurrírsele, Patta agregó-: Además, Marotta ocupará mi puesto en mi ausencia, y no podrá andar de un lado a otro de la laguna, interrogando a gente que no hablan más que el dialecto. -El desdén de Patta no hubiera sido más patente, si aquella gente hubiera creído que la Tierra era plana, además del centro del Universo.

Sin parar mientes en la observación de Patta, pero pensando que quizá iba demasiado lejos, Brunetti preguntó:

– Entonces, ¿quién, señor?

– A veces, comisario, parece increíblemente ciego. -Patta lo dijo con tanta condescendencia que Brunetti no pudo por menos de admirar el autodominio de su superior por no haber dicho «estúpido»-. Usted es veneciano y ya ha estado allí.

Haciendo gala de un autodominio no menos portentoso, Brunetti se abstuvo de alzar ambas manos para mostrar su sobresalto y asombro. Era un aspaviento que había visto en las películas mudas de los años veinte y que siempre pensó que le gustaría hacer. Pero se limitó a decir, con voz grave:

– No estoy muy seguro, señor. -Había observado que, para convencer a Patta, era más eficaz una ligera resistencia que una conformidad inmediata.

– Pues yo lo estoy. Es un caso fácil, y nos vendrá bien un poco de buena publicidad, especialmente después de que esos estúpidos de la magistratura hayan dejado salir de la cárcel a todos los mafiosos. -Los periódicos no hablaban de otra cosa desde hacía varios días. Quince jefes de la Mafia, condenados a cadena perpetua, habían sido excarcelados a causa de una pequeña irregularidad descubierta en el proceso de apelación. Uno de ellos, según repetían los periódicos, había confesado el asesinato de cincuenta y nueve personas. Y ahora estaban todos en la calle. Brunetti recordó las palabras de la signorina Elettra: «Libres como el aire.»

– No me parece que haya relación entre los dos casos -objetó Brunetti.

– Naturalmente que la hay -dijo Patta levantando la voz airadamente-. La mala publicidad repercute en todos nosotros.

Brunetti se preguntaba si eso era todo lo que el caso suponía para Patta: mala publicidad. ¿Se ponía en libertad a aquellos monstruos para que pudieran devorar a sus enemigos y lo único que veía Patta era mala publicidad?

Antes de que la decencia más elemental pudiera inducir a Brunetti a protestar, Patta prosiguió:

– Quiero que vaya usted y lo resuelva. Si ya tiene un nombre, vea lo que puede averiguar sobre esa persona. Y procure que se haga pronto. -Patta abrió una carpeta, sacó la Mont Blanc del bolsillo del pecho y se puso a leer. La prudencia impidió a Brunetti poner objeciones a las perentorias órdenes de Patta y a la rudeza de su despedida. Había conseguido lo que venía a buscar: el caso era suyo. Pero no era la primera vez que salía del despacho de Patta sintiéndose denigrado por la facilidad con que había manipulado al otro, poniéndose el gorro de cascabeles del bufón para conseguir lo que consideraba suyo por derecho. El nombramiento provisional de Marotta apenas se había mencionado, lo que significaba que Patta se había quedado sin la oportunidad de regodearse con lo que él podía considerar una victoria. Pero, por lo menos, Brunetti se había ahorrado la necesidad de fingirse ofendido por la decisión. El mando era lo último que él deseaba, pero ésa era una información que prefería no revelar a su superior, ni de palabra ni de obra. Brunetti era incapaz por naturaleza de adorar a la perversa diosa del Éxito. Él tenía aspiraciones más modestas. Ponía sus miras más cerca, le interesaba el aquí y ahora, lo concreto. Dejaba para otros los objetivos y deseos más ambiciosos. Él se conformaba con una familia bien avenida, una vida decente y un trabajo hecho con dignidad. Le parecía que eso era lo menos que podía pedir a la vida, y ésas eran sus ilusiones.

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