24

Si Bonsuan y Brunetti hubieran llegado a Pellestrina un poco antes, al pasar por el muelle de San Pietro in Volta, hubieran visto a una radiante signorina Elettra, con su pantalón de lino azul marino, de pie en la cubierta de un gran barco de pesca, esperando con impaciencia hacerse a la mar, mientras Carlo y el hombre al que ella siempre había oído llamar zio Vittorio esperaban a que se llenaran los depósitos de fuel. Ella había reparado, en la medida en que era capaz de reparar en algo que no fuera Carlo cuando estaba con él, en un frente de nubes bajas que se alzaba detrás de la silueta apenas visible de la lejana ciudad. Pero, al volverse hacia las aguas del Adriático, ocultas tras las casas bajas de Pellestrina y el muro del rompeolas que las protegía, sólo vio unas nubes esponjosas y cándidas, y un cielo de un azul puro que acrecentó su ya robusto optimismo. Cuando Vittorio apartó la barca del poste de carburante, situado justo encima de San Vito, la lancha de la policía ya se encontraba amarrada al muelle de Pellestrina y, cuando el barco de pesca pasó junto a la lancha, rumbo al sur, Brunetti estaba en el bar, tomando el primer sorbo de vino.

Sería exagerar decir que la signorina Elettra tenía miedo de zio Vittorio, pero tampoco se sentía cómoda en su presencia. Su reacción se hallaba en un término medio, pero como era tío de Carlo, generalmente, ella conseguía olvidar el recelo que le inspiraba. Zio Vittorio siempre se había mostrado amistoso, contento de verla en casa de Carlo y en su mesa. Quizá lo que mejor describiría sus sentimientos sería decir que, al hablar con Vittorio, siempre le parecía que él se recreaba secretamente pensando en qué otro sitio de la casa de Carlo había estado ella.

Zio Vittorio no era alto, apenas más que ella, y tenía la misma complexión musculosa que su sobrino. Como había pasado la mayor parte de la vida en el mar, su cara había adquirido un color caoba, y sus ojos grises que, según se decía, eran idénticos a los de su hermana, la madre de Carlo, parecían aún más claros por el contraste. El pelo, más bien escaso, lo llevaba bastante largo, cubriéndole la nuca y peinado hacia atrás, pegado al cráneo con una gomina que olía a canela y a virutas de metal. Su dentadura era perfecta, y una noche, después de cenar, se puso a cascar nueces con los dientes y sonrió cuando ella no pudo disimular la impresión.

Aquel hombre debía de tener unos sesenta años, edad que, a los ojos de Elettra, automáticamente lo situaba en un ámbito donde no existían géneros y cualquier manifestación de interés por el sexo resultaba embarazosa, o algo peor. No obstante, hasta la más inocente de sus observaciones, parecía tener una connotación alusiva al sexo y a la actividad sexual, como si fuera incapaz de concebir un universo en el que hombres y mujeres pudieran relacionarse de otro modo. Y, bajo aquel delicioso estremecimiento que aún sentía ella al pensar en Carlo, latía esta pequeña repulsión, aunque casi siempre conseguía acallarla, especialmente, en un día como aquél, en el que el cielo del este presentaba tan buenos augurios.

La pesada embarcación salió al canal y puso rumbo al sur, por delante de Pellestrina, hacia la estrecha embocadura de Porto di Chioggia, por donde saldrían a mar abierto. No tenían intención de pescar: el tío había dicho a Carlo que quería probar un motor reajustado que acababa de instalar. Al principio, sonaba perfectamente pero, cuando habían llegado a la altura de Ottagono de Caroman, Vittorio les gritó que algo andaba mal. Segundos después, Carlo y Elettra notaron un cambio brusco del ritmo del motor, que empezó a jadear, mientras el barco se movía espasmódicamente, como de mala gana, en lugar de llevar una marcha regular.

Carlo fue hacia adelante.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

Su tío desconectó el interruptor de arranque, conectó y volvió a desconectar. Durante el momentáneo silencio, respondió:

– El conducto del combustible, que estará sucio. -Volvió a accionar el interruptor de encendido y ahora el motor arrancó y mantuvo su habitual vibración regular.

– Me parece que suena bien -dijo Carlo.

– Hmmm -masculló el tío, que parecía escuchar a Carlo pero en realidad estaba pendiente del sonido del motor. Apoyó la palma de la mano izquierda en el panel de control y empujó la palanca del acelerador con la derecha. Creció el ruido, pero, bruscamente, el motor emitió un eructo dispéptico, seguido de una tos asmática y enmudeció.

Carlo, aunque había aprendido la mayor parte de las faenas de la pesca, no era un auténtico pescador, como tampoco era un buen mecánico, según había tenido ocasión de comprobar con mortificación. En un caso como el presente, se remitía a la pericia y experiencia de su tío, limitándose a esperar órdenes. Poco a poco, el barco se detuvo.

Vittorio dijo a Carlo que se quedara donde estaba y que pusiera el motor en marcha cuando él le avisara, luego se fue al centro de la cubierta de popa y desapareció por la trampilla del cuarto de máquinas. A los pocos minutos, gritó a Carlo que pusiera el motor en marcha. Se oyó un chasquido seco pero el motor no arrancó, y Carlo desconectó y esperó. Pasaron varios minutos. La signorina Elettra se acercó a la puerta a preguntar qué ocurría, y él le sonrió y dijo que todo iba bien y con un ademán la invitó a ir a popa, fuera del paso.

Vittorio volvió a gritar y esta vez el motor se puso en marcha al primer intento y respondió a todas las órdenes del acelerador. Vittorio se izó por la trampilla y volvió a la cabina diciendo:

– Lo que me figuraba, el tubo de alimentación. No he tenido más que… -Lo interrumpió el sonido de su telefonino. Al sacar el aparato, indicó a Carlo con una seña que saliera de la cabina.

Carlo salió andando hacia atrás, cuidando de que las puertas no se cerraran de golpe, y fue hacia la popa, donde vio a Elettra de pie con las manos apoyadas en la barandilla y la cara levantada hacia el sol. El motor seguía roncando con fuerza y ahogó el ruido de sus pasos, pero cuando él le puso una mano a cada lado de la cintura, Elettra no dio señal alguna de sorpresa sino que echó el cuerpo hacia atrás, buscando el de él. Carlo se inclinó, le dio un beso en la coronilla y hundió la cara en la explosión de rizos de su pelo. Se quedó con los ojos cerrados, meciéndose con ella acompasadamente. Entonces oyó un rugido bronco que no procedía del motor y abrió los ojos. A su izquierda, las torres de la ciudad que aquella mañana se veían a lo lejos, habían desaparecido, engullidas por unos nubarrones bajos que ya habían envuelto Pellestrina y venían hacia el barco.

Oh, Dio -dijo él y, al percibir el horror que había en su voz, ella abrió los ojos y vio una cortina oscura que venía ondeando. Impulsivamente, él volvió a abrazarla con fuerza. Miró a la cabina y vio que su tío seguía hablando por teléfono, con los ojos fijos en ellos dos y en la tormenta que se acercaba impetuosamente por detrás de ellos.

Vittorio dijo unas palabras más, cerró el móvil y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Empujó la puerta con brusquedad y llamó a gritos a Carlo.

Éste soltó a Elettra y fue hacia su tío, y entonces sintió que la popa del barco se elevaba, como si una mano gigantesca la levantara del agua, empujando hacia adelante. Miró atrás y vio que Elettra se asía con fuerza a la barandilla.

Tiró de la puerta.

– ¿Qué hay?

En lugar de responder, el tío lo agarró con las dos manos por el cuello de la chaqueta haciéndole bajar la cara para acercarla a la suya.

– Ya te advertí que ella nos traería disgustos. -Le tiraba de la chaqueta furiosamente, una vez y otra, y cuando su sobrino trató de desasirse, lo atrajo con más fuerza-. Su jefe está ahora en el bar. Saben lo de Bottin y saben lo del teléfono.

Desconcertado, Carlo preguntó:

– ¿Quién lo sabe? ¿La Finanza? Lo han sabido siempre. ¿Por qué te crees que me echaron?

– La Finanza no, imbécil -gritó Vittorio, alzando la voz sobre la embestida del viento que impulsaba el barco hacia adelante-. La policía, su jefe, el comisario ese; tiene la cinta. La ha puesto en el bar y el borracho de Pavanello ha dicho que el que hablaba contigo era Bottin. -Soltó a Carlo y lo empujó con un fuerte revés gritándole-: Tendrían que ser idiotas para no comprender que los maté yo.

Después de revelar a su familia por qué lo había cesado la Finanza, Carlo había temido, y medio adivinado, que su tío se hubiera vengado. No obstante, la brutal confesión de Vittorio lo horrorizó.

– ¡Calla! ¡No quiero saberlo! -La puerta de la cabina se abría y cerraba a su espalda y él sentía la lluvia en los hombros.

Vittorio señaló la popa.

– ¿Qué le has dicho?

– Nada -gritó Carlo.

El viento y los golpes de la puerta ahogaban las palabras de Vittorio, pero la ira que las propulsaba alarmó a Carlo.

– Tú sabías dónde trabajaba, la estúpida de su prima lo había dicho a todo el mundo. Te advertí que no te acercaras a ella, y no me escuchaste. ¿Qué vas a hacer ahora?

El viento aullaba y hacía de pensamientos y recuerdos un remolino que arrastraba mar adentro, dejando a Carlo con la sola imagen de Elettra. Dio media vuelta, trabajosamente, fue hasta la popa y abrazó a una Elettra que tiritaba, mientras se abría el cielo y una cortina de lluvia caía sobre ellos.

Él se tambaleó y se agarró a la barandilla con una mano. Sin pensar ni darse cuenta de lo que hacía, la estrechó con más fuerza con el brazo izquierdo y tiró de ella hasta la puerta de la cabina, que abrió con el hombro, y juntos se precipitaron al interior, para ser lanzados hacia la izquierda cuando una ola golpeó la embarcación por la derecha.

Otra ola proyectó a Elettra contra Vittorio, que se limitó a apartarla con el codo mientras asía fuertemente el timón con las dos manos. Carlo miraba a través del cristal, en el que las escobillas oscilaban inútilmente bajo aquel diluvio. En la oscuridad que los envolvía, de nada servían los tres faros, y él no veía nada más que la lluvia y la amenaza de las olas, blancas de espuma.

El ruido retumbaba por todas partes. Bruscamente, el viento subió de tono, ahogando todo lo demás. Carlo notó que se le erizaba el vello de la nuca y sintió el calambre del miedo antes ya de darse cuenta de que el súbito aumento del bramido del viento en sus oídos se debía al silencio del motor.

Veía, pero no podía oír, a Vittorio, que oprimía el interruptor de arranque con el pulgar y apoyaba la palma de la otra mano en el cuadro, para palpar la vibración del motor. Oprimía y soltaba, oprimía y soltaba, y sólo una vez notó Carlo una leve palpitación rítmica bajo los pies. Pero fue momentánea, y se apagó casi antes de que él pudiera acabar de darse cuenta. Seguía mirando aquel grueso pulgar que accionaba y accionaba el interruptor, hasta que sus pies sintieron que el motor volvía a funcionar, con una trepidación sincopada.

Vittorio retiró la mano del interruptor y volvió a empuñar la rueda del timón. Se alzó sobre las puntas de los pies, buscando el equilibrio y, con todo el peso del cuerpo, trató de hacer girar el timón hacia la izquierda. De pronto, la rueda se revolvió y casi lo levantó del suelo. Carlo soltó a una aterida Elettra y agarró con las dos manos una de las empuñaduras del timón, sumando su fuerza a la de su tío. El barco respondió, y él sintió bascular el peso de su cuerpo cuando la embarcación obedeció y viró pesadamente hacia la izquierda.

Carlo no tenía idea de dónde estaban ni de qué trataba de hacer su tío. El joven no pensaba en el mapa, en Ca'Roman ni en el Porto di Chioggia, un canal por el que la corriente los llevaría al Adriático y a su furioso oleaje. Asentó bien un pie a cada lado del timón, unió su esfuerzo al de su tío y juntos llevaron el barco un poco más hacia la izquierda. Vittorio apartó la mano del timón y empujó la palanca del acelerador hasta el límite. Carlo notó que el latido del motor se apresuraba, pero su percepción del mundo exterior era tan confusa que no conseguía detectar cambio en los movimientos del barco. Y, casi al instante, sintió que cesaba la vibración del motor y el barco se paró con una brusca sacudida que lo proyectó contra una de las empuñaduras del timón e hizo caer a su tío encima de él. Carlo levantó la mirada a tiempo de ver cómo Elettra, que había sido lanzada contra la pared por el impacto, rebotaba hacia atrás y era arrastrada a cubierta. Hubo un choque colosal, el barco se estremeció y, bruscamente, quedó quieto.

Carlo apartó a su tío y se puso de pie. Sintió un dolor agudo en el costado izquierdo, pero él no pensaba más que en seguir a Elettra. Al caminar, el dolor se acentuó, pero él, sin detenerse, empujó las puertas de la cabina. Fuera, encontró los estampidos del trueno y el bramido de la lluvia y el viento. A la luz de la cabina, vio a Elettra que se ponía de pie. Una ola rompió contra la popa y barrió la cubierta derribando a la mujer y arrastrándola hasta hacerla chocar con las piernas de Carlo. Él se inclinó para ayudarla, pero el dolor lo paralizó, y entonces tuvo miedo por sí mismo y, en consecuencia, también por ella.

Mientras la miraba, sin poder hacer nada, el tiempo se detuvo. Elettra se alzó sobre una rodilla y levantó la cara hacia él. Con la mano izquierda, trató de apartar el pelo que le caía sobre los ojos. Pero, empapado como estaba por la lluvia y el agua de mar, se había hecho una maraña y ella no pudo sino echarlo hacia un lado. Él recordó la vez que había estado contemplándola mientras dormía, con la cara medio cubierta por el pelo, como ahora… y entonces las puertas de la cabina chocaron contra su espalda y Vittorio salió hecho una furia.

Fue todo tan rápido que Carlo no hubiera podido detenerlo aunque no hubiera estado paralizado por el dolor del costado y el miedo a un mayor dolor que sabía que cualquier movimiento había de causar. Vittorio se lanzó sobre Elettra gritando, gritando palabras que nadie podía oír. La agarró del pelo con la mano izquierda arrastrándola hacia un lado sin dejar de gritarle. Su mano derecha se deslizó al interior de la chaqueta y salió empuñando el cuchillo de destripar. Echó el brazo hacia atrás y lo bajó apuntando a la cara o el cuello de la mujer.

Carlo actuó sin pensar. Sujetándose con una mano a la barandilla, levantó el pie, apuntando por puro instinto. La bota golpeó el antebrazo de su tío en el momento en que pasaba por delante de su cara, desviándolo hacia arriba. La hoja del cuchillo desgarró la manga y abrió el otro brazo de Vittorio hasta la muñeca después de sólo rozar la cabeza de Elettra. El viento se llevó el grito del hombre y el cuchillo, que salió despedido de su mano. En su otra mano, quedaron los cabellos de Elettra.

Vittorio abrió los dedos y los cabellos volaron. Sujetándose el brazo contra el estómago, se revolvió hacia su sobrino, como si fuera a golpearlo, pero lo que vio detrás de Carlo le hizo dar media vuelta y correr hacia la proa. Sin vacilar, saltó al agua protegiéndose el brazo como podía. La ola rompió sobre ellos lanzando a Carlo contra la cubierta y, de rebote, contra el costado del barco. Al retirarse, el agua lo arrastró hacia la popa, pero el cuerpo de Elettra le cerraba el paso, y quedaron entrelazados, en la puerta de la cabina, en trágica parodia de pasados abrazos.

Nuevamente, prevaleció el instinto, y Carlo trató de ponerse en pie, pero sólo lo consiguió cuando Elettra se arrodilló a su lado y lo ayudó. Sin hablar, porque el estruendo de la tormenta hacía inútil la voz, él la agarró del brazo y, agarrotado por el dolor, señaló a la proa. Empujándose y tirando el uno del otro, subieron a la punta de la proa. Él la lanzó al agua sin pensarlo ni un instante. A la luz de los faros, la vio hundirse y reaparecer a poca distancia. Entonces saltó y sintió cómo el agua se cerraba sobre su cabeza. Cuando salió a flote, gritó su nombre… y notó que unos dedos lo agarraban del pelo y tiraban de él, que estaba insensible, aturdido, desorientado. Sus brazos flotaban relajados, y entonces descubrió que las piernas no le obedecían, que no tenía fuerzas, que no podía hacer más que dejarse llevar por aquella mano. Sus pies chocaron con algo, y la sensación lo irritó. Él prefería la ingravidez, que le quitaba el dolor del costado; no quería tener que nadar, ni ponerse de pie, si flotar era tan fácil, e indoloro.

Pero la mano tiraba, y él no podía resistírsele. Cuando sus pies tocaron fondo un momento, el dolor lo tomó como la señal de que podía volver al ataque. Le punzaba, mordía, cortaba el costado, haciéndole doblar el cuerpo de tal manera que los pies salieron a flote y la cara se hundió. Y la mano, implacable, volvió a agarrarlo del pelo, arrastrándolo hacia un lado y hacia adelante, obligándolo a dejar la grata seguridad del agua profunda, el alivio de la ingravidez. Se dejó arrastrar un metro y luego otro hasta que, de pronto, no pudo seguir. Y entonces hizo lo que le pareció más sensato, y puso la mano derecha sobre los dedos que seguían tratando de arrastrarlo, les dio unas palmadas y, en su tono de voz más razonable, dijo:

– Gracias, pero ya basta.

Sus palabras se perdieron, ignoradas como el árbol en el bosque deshabitado, y entonces el bucle de una ola enorme lo envolvió.

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