21

Al llegar a casa, Brunetti encontró a su familia sentada a la mesa, frente a unos platos de lasagna casi vacíos. Chiara se levantó para darle un beso, Raffi dijo: «Ciao, papà» y volvió a la pasta y Paola le envió una sonrisa, fue a la cocina de gas, se inclinó, abrió el horno, sacó un plato con un gran rectángulo de lasagna en el centro y lo puso en el sitio de su marido.

Él se fue al cuarto de baño, se lavó las manos y volvió a la cocina, hambriento y contento de estar en casa con ellos.

– Parece que hoy te ha dado el sol en la cara -dijo Paola sirviéndole una copa de cabernet.

Él tomó el primer sorbo.

– ¿Es el que hace ese chico alumno tuyo? -preguntó levantando la copa para mirar el color.

– Sí. ¿Te gusta?

– Sí. ¿Cuánto hemos comprado?

– Dos cajas.

– Bien -dijo él, empezando a comer la pasta.

– Hoy has tomado el sol -repitió Paola.

Brunetti tragó y dijo:

– He estado en Burano.

– Papá, ¿podré ir contigo si vuelves? -interrumpió Chiara.

– Chiara, estoy hablando con tu padre -dijo Paola.

– ¿Por qué no puedo hablar yo al mismo tiempo? -preguntó Chiara, ofendida.

– Espera a que yo termine.

– Hablamos de lo mismo, ¿no? -dijo Chiara eliminando hábilmente todo vestigio de resentimiento de su voz.

Paola miró su plato y, cuidadosamente, dejó el tenedor al lado del resto de lasagna.

– Yo he hecho una pregunta a tu padre -dijo, y no escapó a Brunetti que, al referirse a él, decía «tu padre»: la distancia que marcaba con esa fórmula oral, sospechó él, era indicativa de otra distancia subyacente.

Chiara fue a decir algo, pero Raffi le dio un puntapié por debajo de la mesa que la hizo volver la cara hacia su hermano. Él apretó los labios y la miró entornando los ojos, y ella cerró la boca.

Un silencio se abatió sobre la mesa.

– Sí -dijo Brunetti. Carraspeó y prosiguió-: He ido a Burano a ver a un hombre, pero no lo he encontrado. Quería comer en Da Romano, pero no había mesa. -Terminó su lasagna y miró a Paola-. ¿Hay un poco más? Está deliciosa -agregó.

– ¿Qué hay después, mamma? -preguntó Chiara, a quien el apetito había hecho olvidar la advertencia de Raffi.

– Estofado de buey con pimientos -dijo Paola.

– ¿Y patatas? -preguntó Raffi, con fingido entusiasmo en la voz.

– Sí -dijo Paola poniéndose en pie y empezando a apilar los platos. De lasagna, para decepción de Brunetti, no se podía repetir.

Mientras Paola estaba ocupada en el fogón, Chiara agitó una mano para atraer la atención de Brunetti, ladeó la cabeza, abrió la boca y sacó la lengua, puso los ojos bizcos e hizo oscilar la cabeza hacia uno y otro lado con movimiento de metrónomo, con la lengua colgando.

Desde los fogones donde estaba sirviendo los platos, Paola dijo:

– Si tienes miedo de que el estofado sea de vaca loca, quizá sea mejor que no lo comas.

Al momento, Chiara dejó de mover la cabeza y juntó las manos en actitud piadosa.

– Oh, no, mamma -dijo suavemente-. Tengo hambre y ya sabes que es uno de mis platos favoritos.

– Para ti todos son favoritos -dijo Raffi.

Chiara volvió a sacar la lengua pero ahora sin mover la cabeza.

Paola volvió a la mesa, puso un plato delante de Chiara y otro delante de Raffi. Dio el tercero a Brunetti y se sirvió ella. Luego se sentó.

– ¿Qué habéis hecho hoy en la escuela? -preguntó Brunetti a los dos chicos a la vez, esperando que alguno de ellos contestara. Comía repartiendo su atención entre los trozos de carne, los dados de zanahoria y los aros de cebolla. Raffi hablaba de su profesor de griego. En un inciso, Brunetti miró a Paola y preguntó-: ¿Le has puesto barbera?

Ella asintió y él sonrió, contento de haber acertado.

– Riquísimo -dijo pinchando con el tenedor otro bocado de carne. Raffi terminó sus historias sobre el profesor de griego y Chiara recogió la mesa.

– Platos de postre -dijo su madre.

Paola fue a la encimera y retiró la tapadera de la fuente de porcelana heredada de su tía abuela Ugolina, de Parma. Dentro, como Brunetti casi no se atrevía a esperar, había un pastel de manzana con zumo de limón y naranja, tan emborrachado de Grand Marnier, como para dejarte su sabor en la lengua para siempre.

– Vuestra madre es una santa -dijo Brunetti a los chicos.

– Una santa -repitió Raffi.

– Una santa -convino Chiara, haciendo méritos para una segunda porción.

Después de la cena, Brunetti sacó una botella de calvados, a fin de seguir con el tema de la manzana introducido por el pastel, y salió a la terraza. Dejó la botella y volvió a la cocina en busca de dos copas y, si había suerte, de su mujer. Cuando sugirió a Chiara que fregara los cacharros, la niña no puso objeciones.

– Vamos -dijo a Paola volviendo a la terraza.

Sirvió las dos copas, se sentó, apoyó los pies en la barandilla y miró las nubes que flotaban a lo lejos. Cuando Paola se sentó en el otro sillón, él señaló las nubes con un movimiento de la cabeza.

– ¿Te parece que lloverá?

– Ojalá. Hoy he leído que en las montañas de Belluno hay incendios.

– ¿Provocados? -preguntó él.

– Probablemente. ¿Cómo iban a edificar, si no? -Por una peculiaridad de la ley, las tierras no edificables perdían esa calificación en cuanto los árboles que las poblaban dejaban de existir. Y, para eliminar árboles, ¿qué mejor medio que el fuego?

Ninguno de los dos deseaba seguir con ese tema, y Brunetti preguntó:

– ¿Qué ocurre?

Una de las cosas que a Brunetti le gustaban de Paola era lo que él, pese a las protestas de su mujer, insistía en llamar su mentalidad masculina, que ahora hizo que, lejos de fingir extrañeza, ella dijera:

– Se me hace extraño tu interés por Elettra. Supongo que, si lo pensara mucho más, probablemente, llegaría a hacérseme ofensivo.

Fue Brunetti el que se hizo el inocente.

– ¿Ofensivo?

– Sólo si siguiera pensándolo. Curioso, insólito.

– ¿Por qué? -preguntó él dejando la copa en la mesa y sirviéndose más calvados.

Ella lo miraba fijamente con una cara que era la imagen de la confusión. Pero no repitió la pregunta de él sino que trató de contestarla:

– Porque, desde hace una semana, apenas has pensado en algo que no sea ella, y porque me parece que tu viaje de hoy a Burano tiene algo que ver con ella.

Otras cualidades que él admiraba en Paola eran que no era entrometida ni celosa.

– ¿Tienes celos? -preguntó sin pensar.

Ella abrió la boca y lo miró sin pestañear. Luego, volvió la cara y dijo, dirigiendo su comentario al campanile de San Polo.

– Ahora me pregunta si tengo celos. -En vista de que el campanile no respondía, miró a San Marcos.

El silencio se instaló entre ellos y la tensión de la escena fue cediendo, como si la sola mención de la palabra «celos» hubiera bastado para disiparla.

Sonaron las campanadas de la media, y al fin Brunetti dijo:

– No debes estar celosa, Paola. Yo nada deseo de ella.

– Deseas su seguridad.

– Eso es algo que deseo para ella, no de ella -insistió él.

Entonces su mujer lo miró fijamente, sin asomo de su habitual vehemencia.

– Tú crees realmente que no deseas nada de ella, ¿verdad?

– Por supuesto.

Paola volvió a mirar las nubes, ahora más altas, que se alejaban hacia el continente.

– ¿Qué ocurre? -preguntó él ante su largo silencio.

– En realidad, no ocurre nada. Es sólo que estamos en un terreno en el que se hace evidente la diferencia que existe entre los hombres y las mujeres.

– ¿Qué diferencia?

– La capacidad para engañarnos a nosotros mismos -dijo ella, pero enseguida rectificó-: Mejor dicho, las cosas sobre las que decidimos engañarnos a nosotros mismos.

– ¿Por ejemplo? -preguntó él, esforzándose por ser ecuánime.

– Los hombres se engañan acerca de sus propios actos, mientras que las mujeres prefieren engañarse acerca de lo que hacen otras personas.

– ¿Seguramente, los hombres? -preguntó él.

– Sí.

No hubiera podido ser más categórico un químico que estuviera leyendo la tabla periódica de los elementos.

Él terminó el calvados pero no se sirvió más. Estuvieron en silencio mucho rato, mientras él meditaba.

– Da la impresión de que los hombres lo tienen más fácil.

– ¿Y cuándo no?


A la mañana siguiente, Brunetti interpretaba el comentario de Paola, de que desde hacía una semana él no había pensado más que en la signorina Elettra, lo cual era cierto, como una señal de que su mujer creía tener motivos para estar celosa. Convencido como estaba de que no era así, su preocupación por la joven persistía, embotando su instinto habitual de recelar de todos los que intervenían en un caso. Por eso no reparaba en ciertas señales ni tiraba de cabos sueltos.

Marotta regresó y se hizo cargo de la questura. Como en Venecia no solía haber asesinatos y él era ambicioso, pidió el expediente de los Bottin y, después de leerlo, anunció su intención de encargarse del caso.

Brunetti, al no encontrar el número del telefonino de la signorina Elettra, estuvo media hora sentado delante del ordenador, tratando de acceder a las listas de TELECOM, hasta que se rindió y pidió a Vianello que le buscara el número. Cuando lo tuvo, dio las gracias al sargento y subió a su despacho, para hacer la llamada. El teléfono sonó ocho veces y entonces una voz le dijo que el teléfono estaba fuera de servicio y, si lo deseaba, podía dejar un mensaje en el buzón de voz. Ya iba a dar su nombre cuando recordó cómo había mirado ella a aquel joven que ahora ya tenía nombre y entonces, llamándola Elettra a secas y tuteándola, le dijo que llamara a Guido al trabajo.

Brunetti llamó después a Vianello y le pidió que volviera al ordenador, ahora, para ver si encontraba algo sobre un tal Carlo Targhetta, quizá residente en Pellestrina. La voz de Vianello era perfectamente neutra al repetir el nombre, lo que dio a entender a Brunetti que el sargento ya había hablado con Pucetti y sabía quién era el hombre.

Brunetti sacó una hoja de papel del cajón y escribió el nombre de Bottin en el centro, el de Follini a la izquierda y el de Spadini al pie. Trazó una línea que unía a Spadini con Follini. A la derecha del de Spadini, escribió el nombre de Sandro Scarpa, el hermano del camarero, de quien se decía que había tenido una pelea con Bottin, y enlazó su nombre con el de Scarpa. Debajo escribió el nombre del camarero desaparecido. Luego se quedó mirando aquellos nombres, como si esperase que empezaran a moverse sobre el papel o que aparecieran otras líneas que establecieran entre ellos conexiones interesantes. No apareció nada. Volvió a tomar el bolígrafo y escribió el nombre de Carlo Targhetta en un discreto rincón, consciente de que lo escribía en letras más pequeñas que las que había utilizado para los otros.

Seguía sin pasar nada. Abrió el cajón del centro, guardó el papel y bajó a ver qué había encontrado Vianello.

El sargento había estado deambulando por los archivos de varias agencias gubernamentales, para averiguar si Carlo Targhetta había hecho el servicio militar y si había tenido algún problema con la policía. Al parecer, todo lo contrario, o eso dijo Vianello cuando Brunetti entró en el despacho de la signorina Elettra, cuyo ordenador estaba usando el sargento.

– Estaba en la Guardia di Finanza -dijo Vianello, sorprendido.

– Y ahora es pescador -terminó Brunetti.

– Probablemente, gana mucho más -comentó Vianello.

Aunque eso parecía indiscutible, no dejaba de ser un cambio de ocupación extraño, y los dos se preguntaban cuál podía ser la causa.

– ¿Cuándo lo dejó? -preguntó Brunetti.

Vianello pulsó varias teclas, miró la pantalla, tecleó un poco más y dijo:

– Hace unos dos años.

Los dos pensaron lo mismo, pero Brunetti fue el primero en mencionar la coincidencia.

– Cuando Spadini perdió el barco.

– Aja -exclamó Vianello, borrando la pantalla-. A ver si descubrimos por qué se fue -dijo, al tiempo que hacía brotar nueva información. Durante varios segundos, fueron desfilando letras y números que aparecían y desaparecían en rápida sucesión, como persiguiéndose. Tras lo que pareció un lapso de tiempo muy largo, Vianello dijo:

– Eso no nos lo dirán, comisario.

Brunetti se inclinó hacia la pantalla y vio muchos números y símbolos incomprensibles y sólo al pie pudo leer: «Sólo uso interno, ver carpeta correspondiente», a lo que seguía una serie de números y letras, probablemente, el archivo en el que se encontraría la razón de la baja de Carlo Targhetta.

Vianello, señalando con el índice la frase del pie, preguntó:

– ¿Le parece que eso puede significar algo?

– Todo significa algo, ¿no? -respondió Brunetti. También él sentía curiosidad-. ¿Usted conoce a alguien? -preguntó entonces. Es la pregunta que inicia el proceso secular por el que se gestionan los asuntos en Venecia: ¿tienes algún amigo, pariente o compañero de clase, que te deba un favor?

– La madrina de Nadia, comisario -dijo Vianello, después de reflexionar un momento-. Su marido era coronel.

– ¿No estarían invitados a la cena de su aniversario? -preguntó Brunetti.

Vianello sonrió al recordar el favor que Brunetti le debía.

– No, señor. Se retiró hace tres años, pero aún debe de tener influencia.

– ¿Y quiere mucho a Nadia?

Vianello dijo, con sonrisa de tiburón.

– Como a una hija, comisario. -Alargó la mano hacia el teléfono-. A ver qué nos encuentra.

Por la brevedad del preámbulo, Brunetti dedujo que Vianello había comunicado directamente con el coronel. Luego le oyó explicar su petición. Cuando Vianello, tras una corta pausa, dijo únicamente: «En junio de hace dos años», Brunetti supuso que el coronel no se había preocupado de preguntar por qué quería aquella información el sargento. Y cuando le oyó decir: «De acuerdo. Te llamaré mañana por la mañana», el comisario volvió a su despacho.

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