Cuando decidió que necesitaba hablar con Targhetta, Brunetti estuvo algún tiempo debatiendo consigo mismo si llamaba o no a Paola para decirle que iba a Pellestrina. No deseaba que ella cuestionara sus motivos, ni él mismo se sentía muy inclinado a analizarlos. Así pues, valía más pedir a Bonsuan que lo llevara y dejarse de disquisiciones.
Prefería no llevar a Vianello, y tampoco se molestó en averiguar por qué. Rebobinó la cinta, la guardó en el bolsillo y pasó por la oficina de los agentes a pedir una grabadora a pilas, por si acaso encontraba en Pellestrina a alguien que estuviera dispuesto a escuchar y, quizá, identificar la voz del hombre que había hecho la llamada.
El día había refrescado y al norte se veían unas nubes oscuras que hacían esperar que por fin llegara la lluvia. Durante la travesía, Brunetti permaneció abajo, en la cabina de pasaje, leyendo el periódico de la víspera y una revista náutica que uno de los pilotos había olvidado. Cuando llegaron a Pellestrina, había descubierto muchas cosas sobre motores de 55 caballos, pero ninguna más sobre Carlo Targhetta ni Vittorio Spadini.
Cuando se acercaban al puerto, subió a reunirse con Bonsuan en el puente.
El piloto, miró a la ciudad, a su espalda, y dijo:
– Esto no me gusta nada.
– ¿El qué? ¿Venir aquí? -preguntó Brunetti.
– No. Cómo pinta el tiempo.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Brunetti, impacientándose con los marineros y sus intuiciones.
– Este aire. Y el viento. Me huele a bora.
El periódico anunciaba bonanza y aumento de las temperaturas. Así lo dijo Brunetti, pero Bonsuan resopló con desdén.
– Se palpa -insistió-. Tendremos bora. No deberíamos estar aquí.
El comisario miró hacia adelante y vio danzar el reflejo del sol en un agua tranquila. Cuando la lancha se aproximaba al muelle, salió a cubierta. El aire estaba inmóvil y, al apagar Bonsuan el motor, ningún ruido turbaba el silencio del día.
Brunetti saltó a tierra y amarró la lancha, sintiéndose muy orgulloso de ser capaz de hacer esa operación. Dejando a Bonsuan que se buscara a otros marineros para hablar del tiempo, se dirigió hacia el pueblo y el restaurante en el que había empezado la investigación.
Cuando él entró, se hizo una pausa en las conversaciones, que se reanudaron con brusca arrancada, al tratar de llenar todos a la vez el silencio creado por la llegada de un comisario de policía. Brunetti fue al mostrador y pidió un vaso de vino blanco. Mientras esperaba, miró en derredor, sin sonreír pero sin dar la impresión de que su presencia tenía un motivo concreto.
Cuando el camarero le sirvió el vino, Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y levantó una mano para retener al hombre.
– ¿Conoce a Carlo Targhetta? -preguntó, decidido a no perder más tiempo en vanos intentos de sorprender a los pellestrinotti.
El camarero ladeó el mentón, en señal de que sopesaba la pregunta, y respondió:
– No, señor, en absoluto.
Antes de que Brunetti pudiera volverse hacia el anciano que estaba a su lado en la barra, el camarero preguntó con voz lo bastante alta como para hacerse oír por todos los presentes:
– ¿Alguno de ustedes conoce a un tal Carlo Targhetta?
La clientela respondió a coro:
– No, en absoluto.
Se reanudaron las conversaciones con aparente normalidad, aunque Brunetti observó rápidos intercambios de sonrisas cómplices.
Brunetti concentró la atención en el vino y alargó la mano hacia Il Gazzettino del día que estaba doblado en la barra. Lo abrió por la primera página y leyó los titulares. Notaba cómo, poco a poco, se apartaba de él la atención de la concurrencia, especialmente, con la entrada de un hombre de cara grande y colorada que anunció que había empezado a llover.
Brunetti abrió el periódico encima del mostrador. Con la mano izquierda, sacó la grabadora del bolsillo y la deslizó debajo del papel. Había rebobinado la cinta hasta el punto en el que el denunciante levantaba la voz para acusar directamente a Spadini. Levantó una punta del diario para mirar la grabadora, subió el volumen al máximo, puso el índice en la tecla «Play» y bajó otra vez el periódico. Sin mover el dedo de la tecla, levantó el vaso y bebió un sorbo, aparentemente abstraído en la lectura.
Salieron tres hombres a ver cómo llovía, y los del bar callaron, esperando su regreso y sus impresiones.
Brunetti oprimió «Play».
– Ese hijo de puta de Spadini pesca millones cada día. Y no paga ni una lira de impuestos. Todo, negro. Todo lo que gana es negro. No lo declara.
Al viejo que estaba a su lado le resbaló de la mano el vaso de vino, y se estrelló en el suelo.
– Maria Santissima! -exclamó-. Es Bottin. No está muerto.
Su voz ahogó parte de la conversación grabada, pero todo el bar oyó decir a Targhetta:
– … tenemos por norma comprobar la identidad del denunciante.
– O Dio -dijo el viejo buscando el apoyo del mostrador con una mano temblorosa-. Es Carlo.
Brunetti deslizó la mano bajo el periódico y oprimió «Stop». El fuerte chasquido hirió el silencio sin alterarlo. El viejo seguía moviendo los labios, pero su invocación, o su protesta, era muda.
Se abrió la puerta y entraron los tres hombres, con los hombros oscurecidos y el pelo mojado. Alegremente, como niños a los que se deja salir de clase antes de tiempo, gritaron:
– ¡Ya llueve! ¡Ya llueve!
Al notar el ambiente enrarecido, se quedaron en suspenso.
– ¿Qué pasa? -preguntó uno a nadie en particular.
Brunetti, con voz perfectamente normal, dijo:
– Me han contado lo de Bottin y Spadini.
El hombre recorrió el bar con la mirada, buscando confirmación, y la encontró en las miradas huidas y las bocas cerradas. Agitó los brazos sacudiéndose unas gotas de agua, se acercó al bar y dijo:
– Una grappa, Piero.
El camarero se la sirvió sin decir nada.
Poco a poco, volvieron a oírse voces, pero en tono contenido. Brunetti llamó al camarero y señaló al anciano de su lado. El camarero sirvió otro vaso de vino al hombre, que lo bebió como si fuese agua y lo dejó en el mostrador con brusquedad. Brunetti asintió y el camarero volvió a llenar el vaso. Volviéndose hacia el viejo, Brunetti preguntó:
– ¿Targhetta?
– Sobrino -dijo el viejo, vaciando el segundo vaso.
– ¿De Spadini?
El hombre miró a Brunetti y presentó el vaso al camarero, que volvió a llenarlo. En lugar de beber, el viejo lo dejó en el mostrador y se quedó mirándolo fijamente. Tenía los ojos húmedos del bebedor habitual, que se levanta con vino y se acuesta con vino.
– ¿Dónde está ahora Targhetta? -preguntó Brunetti, doblando el periódico, como si esto fuera lo que menos le interesaba.
– Pescando, seguramente, con su tío. Los he visto en el muelle hará una media hora. -El hombre frunció los labios en la mueca de reprobación del pescador, y Brunetti esperaba que, al igual que Bonsuan, ahora hablara de la bora, y de que no le gustaba ese aire, pero el viejo dijo-: Seguramente, se han llevado otra vez a la mujer. Trae mala suerte una mujer a bordo.
La mano de Brunetti oprimió el periódico.
– ¿Qué mujer? -se obligó a preguntar con indiferencia.
– Esa que se ha estado tirando. La veneciana.
– Ah -dijo Brunetti, haciendo que su mano soltara el periódico y asiera el vaso de vino. Tomó un sorbo y asintió con gesto de comprensión mirando, primero, al viejo y, después, al camarero. Volvió a mirar el periódico, como si la veneciana y lo que Carlo pudiera hacer con ella le fuera totalmente indiferente y sólo le interesaran los resultados del fútbol de la víspera.
Hubo en las ventanas un estallido de luz, seguido al momento de un trueno tan potente que hizo tintinear las botellas del bar. Se abrió la puerta y entró otro hombre, chorreando. Cuando se paró en el vano de la puerta, todos los sonidos del interior del bar quedaron ahogados por el fragor de la lluvia y el gorgoteo de los desagües. Hubo otro fogonazo y los que estaban en el bar se prepararon para la explosión que había de seguir. Cuando llegó, se prolongó durante largos segundos y, cuando empezaba a apagarse, fue sustituida por el bramido de la bora que venía arrasando por el norte. Hasta en el interior del bar se notó la brusca caída de la temperatura.
– ¿Dónde pueden estar? -preguntó Brunetti al viejo.
El hombre bebió el vino y miró a Brunetti interrogativamente. El comisario asintió al camarero, que volvió a llenar el vaso. Antes de tocarlo, el viejo dijo:
– No hace mucho que han salido. Estarán tratando de escapar de eso. -Señalaba con la barbilla la puerta y, más allá, los relámpagos, el viento y la lluvia que habían convertido el día en un caos.
– ¿Cómo? -preguntó Brunetti, tratando de disimular el temor creciente y procurando imprimir en su voz un tono de simple curiosidad por las veleidades de la laguna y los hábitos de los hombres que pescaban en sus aguas.
El viejo se volvió hacia el hombre que tenía a su derecha, el primero que había entrado desde que había empezado a llover.
– Marco, ¿adónde te parece que puede haber ido Vittorio?
Brunetti advirtió la tensión del silencio con que todos los pescadores esperaban a ver quién sería el primero en seguir al viejo en saltarse la regla hablando a un policía.
El interpelado se quedó mirando el vaso, y un instinto hizo que Brunetti reprimiera el ademán con que iba a pedir al camarero que se lo llenara. Se quedó quieto, aguardando la respuesta.
El llamado Marco miró al viejo. Al fin y al cabo, él era el que había preguntado. Si el policía oía la respuesta, no sería por culpa suya.
– Yo diría que tratará de llegar a Chioggia.
Un hombre que estaba en una mesa del fondo dijo, con voz serena:
– No podrá. Con la bora y con la marea que viene detrás, no podrá llegar. Si se acercara a Porto di Chioggia, sería arrastrado al mar. -Nadie hizo objeciones ni comentarios; no se oía más que el viento y la lluvia, que ahora eran un solo ruido atronador.
Desde otra mesa, dijo una voz:
– Vittorio es un cabrón, pero sabe manejárselas.
Otro, levantándose a medias, señaló la puerta:
– Nadie sabe manejárselas con eso. -A su tono airado replicó inmediatamente otra descarga, que cayó más cerca, seguida de una catarata de trueno.
Cuando el estrépito disminuyó y quedó reducido al solo redoble de la lluvia, un hombre que estaba cerca de la puerta dijo:
– Si la cosa empeora, probará de embarrancar en la Riserva.
Brunetti había pasado mucho tiempo estudiando el mapa con ayuda de Bonsuan, por lo que supuso que el hombre se refería a la Riserva di Ca'Roman, una desnuda protuberancia arenosa que sobresalía del extremo sur del largo y estrecho dedo de Pellestrina.
– ¿Embarrancar? -preguntó.
El hombre empezó a contestar, pero su voz se perdió en el estallido de un trueno ensordecedor que pareció sacudir el edificio. Cuando hubo pasado, el hombre volvió a probar:
– No hay sitio para atracar, pero quizá pueda encallar el barco en la playa.
– ¿Por qué no regresar aquí?
El viejo meneó la cabeza con gesto de desesperanza, ya fuera por la imposibilidad de una hazaña semejante con ese tiempo, ya por la ignorancia de quien podía preguntar tal cosa.
– Si trata de virar en el canal, el viento y la marea pueden hacerle zozobrar. Lo único que puede hacer es probar de llegar a Ca'Roman. Es lo que le ocurrió a Elio Magrini en el 27 -prosiguió, hablando como si él hubiera vivido también aquella tormenta-. Lo volcó como a una tortuga. No pudieron encontrarlo, y lo que quedó de la barca no valía la pena recuperarlo. -Levantó el vaso, quizá a la memoria de Elio Magrini, y lo vació de un trago.
Mientras el hombre hablaba, Brunetti examinaba posibilidades: con aquel viento del noroeste que empujaba a la marea que estaba bajando, la estrecha franja de tierra que iba hasta Ca'Roman estaría batida por las olas o, quizá, sumergida. Él y Bonsuan sólo podrían llegar hasta allí por barco y, si era cierto lo que decía el viejo, eso significaría hacer embarrancar la lancha de la policía.
– ¿Usted cree que la mujer habrá salido con ellos? ¿Con este tiempo?
El resoplido que salió de los prietos labios del hombre expresaba desdén no sólo por la inconsciencia de la signorina Elettra sino por la de todas las mujeres en general. Sin ni una palabra más, el viejo se apartó del bar y fue a sentarse a una mesa.
Brunetti dejó unos miles de liras en el mostrador, guardó la grabadora en el bolsillo y fue hacia la puerta. Poco antes de que llegara, ésta se abrió violentamente, pero no entró nadie, y el viento y la lluvia la lanzaron repetidamente contra la pared. Brunetti salió y se aseguró de cerrar bien tras de sí.
Al momento, quedó completamente mojado. Fue instantáneo, no le dio tiempo de pensar en que iba a mojarse ni en cómo protegerse de la lluvia. Pasó de estar seco a estar chorreando, con los zapatos inundados, como si saliera de un lago. Se dirigió hacia el puerto, en busca de Bonsuan. Al cabo de unos segundos, tuvo que levantar una mano para protegerse los ojos del viento y la lluvia que lo cegaban. Dificultaba su avance el peso del agua que se abatía sobre él, como si le tirara de los zapatos y de la chaqueta.
Cuando dejó atrás el amparo de los edificios que bordeaban la carretera por la parte de la laguna, el viento lo embistió como si quisiera derribarlo. Había oscurecido de repente y, para ir hacia la lancha, Brunetti tuvo que guiarse por la luz débil de la hilera de farolas que recorrían el muelle. Gracias a que caminaba lentamente, no se cayó cuando su pie tropezó con el amarradero metálico al que estaba atada la lancha.
Asiéndose con las dos manos a la parte superior en forma de hongo del amarradero, se inclinó hacia la vaga silueta que supuso que era la lancha y llamó a Bonsuan. Al no recibir respuesta, extendió el brazo buscando el cabo, y cuando lo encontró lo notó flojo, ya que el viento empujaba la lancha contra el costado del muelle. Brunetti subió a bordo y, cegado por la lluvia que le lanzó a la cara una ráfaga de viento, cayó contra la puerta de la cabina de mando.
Bonsuan abrió, asomó la cabeza y tiró de Brunetti. Una vez dentro, Brunetti se dio cuenta de que el estruendo que producía la lluvia al caer en el asfalto y en el agua, ahogaba cualquier otro sonido, y tardó unos instantes en habituarse al relativo silencio de la cabina.
– ¿Puede moverse con esto? -gritó a Bonsuan alzando la voz más de lo necesario.
– ¿Cómo «moverme»? -preguntó el piloto, resistiéndose a comprender lo evidente.
– Hasta Ca'Roman.
– Qué disparate. No podemos salir con esto. -Como para darle la razón, la lluvia azotó con fuerza las ventanas de estribor de la cabina, ahogando voces y pensamientos-. Hay que esperar a que pase para regresar. -El viento arreciaba y Bonsuan tenía que gritar para hacerse oír.
– Yo no hablo de volver.
Bonsuan, temiendo no haber comprendido, preguntó:
– ¿Cómo?
– Elettra está con ellos. En el barco de Spadini. Alguien ha dicho que habían salido a pescar.
Las facciones de Bonsuan se crisparon de asombro o de miedo.
– Los he visto. Por lo menos, he visto un barco de pesca. Ha pasado hace unos veinte minutos. Iban dos hombres y alguien más que se había asomado a un costado y sacaba una cuerda del agua. ¿Cree que era ella?
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo. Era más fácil que hablar.
– Hay que estar loco para salir con este tiempo -dijo Bonsuan.
– Me han dicho que seguramente irán a Ca'Roman y tratarán de encallar.
– Otro disparate -gritó Bonsuan. Y luego-: ¿Quién se lo ha dicho?
– Un pescador.
– ¿De aquí?
– Sí.
Bonsuan cerró los ojos, como si estudiara el mapa de la península y la situación de los canales que la cruzaban. Más abajo, la lengua de tierra quedaba cortada por el Porto di Chioggia, de un kilómetro de ancho, pero lo bastante estrecho aún como para estar expuesto a violentas corrientes con el reflujo, sobre todo, si las empujaba un viento huracanado. Con ese temporal, sería un suicidio tratar de cruzarlo en una embarcación tan ligera como la lancha de la policía. Incluso un barco de pesca tan grande como el que había visto tendría dificultades. Pero antes del Porto estaba el cabo que albergaba un santuario de aves y las ruinas de un pequeño fuerte. De todos modos, quien tratara de encallar allí se exponía a que el oleaje lo arrastrara y lo lanzara a mar abierto por el canal.
Bonsuan abrió los ojos y miró a Brunetti.
– ¿Está seguro?
Ahora era el Bonsuan rudo e irascible el que preguntaba.
– ¿De qué? ¿De si ella va a bordo? No estoy seguro. En el bar un hombre ha dicho que estaba con ellos en el muelle.
– No puede ser otra persona -dijo Bonsuan casi como si hablara consigo mismo. Empujando a Brunetti hacia un lado, abrió la puerta de la cabina. Salió y se quedó un momento con los ojos cerrados y las manos extendidas con las palmas hacia arriba, como un indio que escuchara la voz de sus dioses. Sin abrir los ojos, volvió la cabeza hacia uno y otro lado, buscando algo que Brunetti no podía oír.
El piloto entró en la cabina y ordenó:
– Salga a buscar dos chalecos salvavidas. -Brunetti obedeció inmediatamente y a los pocos momentos había vuelto, no más mojado de lo que ya estaba. Observó cómo Bonsuan se ataba el chaleco y lo imitó.
– Muy bien -dijo Bonsuan-. El viento remitirá y después arreciará y será peor que antes. -Brunetti no se explicaba cómo podía saber eso Bonsuan, pero ni se le ocurrió ponerlo en duda. Con voz potente, Bonsuan prosiguió-: Iremos hasta allí. Si encallamos en el canal, quizá pueda dar marcha atrás, por lo menos, antes de que el viento arrecie. Cuando lleguemos a Ca'Roman, tendrá usted que buscarlos, a ellos o al barco, con el faro. Si han encallado, procuraré situarme a su lado.
– ¿Y si no están? -preguntó Brunetti.
– Veré si puedo dar la vuelta y regresar.
Recordando a Elio Magrini, Brunetti estuvo tentado de preguntar al piloto si no sería muy arriesgado, pero se contuvo y se limitó a pasarse las manos por la cara y el pelo para escurrir el agua que le entraba en los ojos.
Bonsuan puso en marcha el motor, encendió las luces y conectó el limpiaparabrisas, que no parecía surtir efecto, con aquella oscuridad que iba en aumento y aquella lluvia torrencial. Brunetti recordó a tiempo que tenía que salir a soltar el amarre, que enrolló alrededor de un candelero del costado de la lancha. Volvió a entrar en la cabina y se situó detrás de Bonsuan. Para hacer algo, limpiaba con la manga de su empapada chaqueta el vaho de los cristales de la cabina, que enseguida volvían a empañarse.
Bonsuan accionó otro interruptor y un chorro de aire lamió el cristal, eliminando la película de humedad. Lentamente, el piloto apartó la embarcación del muelle. La lancha dio un bandazo hacia la izquierda, como si una mano gigante la hubiera golpeado, y Brunetti se vio lanzado contra la pared de la cabina. Bonsuan apretó el timón haciendo oscilar el peso del cuerpo hacia la derecha, para contrarrestar la fuerza del viento.
Una sucia espuma gris bañó el cristal. La puerta de la cabina se abrió y volvió a cerrarse bruscamente. El viento los empujaba hacia la izquierda. Bonsuan movió otro interruptor y el potente foco de proa hizo un débil intento por taladrar la caótica oscuridad que se cerraba ante ellos. Si en algún momento la luz abría un hueco y podían ver hasta una distancia de varios metros, otra cortina de espuma les tapaba la vista.
Una hoja de la puerta de la cabina se abrió y golpeó a Brunetti en la espalda, pero el chaleco salvavidas amortiguó el impacto y apenas lo notó. Tampoco sentía la temperatura, que seguía bajando mientras la bora rugía sobre ellos. La lancha volvió a dar un salto hacia la izquierda, y Bonsuan volvió a llevarla hacia lo que debía de ser el centro del canal. A su espalda, en la cubierta de popa, sonó un fuerte golpe, y un objeto rompió el cristal de la ventana de estribor y pasó rozando la mano de Brunetti antes de caer a sus pies.
Éste tuvo que acercar la boca al oído de Bonsuan para hacerse oír al preguntar:
– ¿Qué ha sido eso?
– No lo sé. Algo que estaría en el agua.
Brunetti miró el objeto, que no era sino un trozo de madera podrida, del tamaño de una botella. Lo apartó de un puntapié impaciente, pero una ráfaga de viento se lo devolvió inmediatamente. Por el cristal roto entraba la lluvia a raudales, mojando a Bonsuan y haciendo bajar aún más la temperatura de la cabina.
– Oh Dio, oh Dio -Brunetti oyó murmurar a Bonsuan, El piloto hizo girar rápidamente el timón, primero, hacia la izquierda y, después, hacia la derecha, pero no sin que los dos sintieran un golpe sordo en el costado de babor.
Brunetti se quedó inmóvil, atento a si la lancha empezaba a zozobrar. Comprendiendo que Bonsuan no lo sabría mejor que él, se abstuvo de incordiar con la pregunta. Hubo otros dos golpes más leves, pero la lancha siguió avanzando, pese a que el viento parecía aún más fuerte y seguía atacando por la derecha.
Como surgida de la nada, una mole se alzó a su izquierda, y Bonsuan casi se echó sobre el timón, al poner todo el peso del cuerpo en el esfuerzo por hacerlo girar a la derecha. La mole desapareció de su vista, pero detrás de ellos hubo un fuerte crujido, tan fuerte como el del trueno que siguió, y la lancha giró sobre sí misma, pesadamente, como si estuviera tan empapada como la ropa de Brunetti.
Bonsuan movió el timón hacia la izquierda, y hasta Brunetti se dio cuenta de que el barco tardaba en responder.
– ¿Qué ha pasado?
– Hemos chocado. Me parece que era un barco -respondió Bonsuan, haciendo girar el timón. Empujó el acelerador, y Brunetti oyó cómo el motor respondía, pero la lancha no pareció moverse más aprisa.
– ¿Qué va a hacer?
– Tengo que encallar -dijo Bonsuan inclinándose para tratar de ver lo que había delante.
– ¿Dónde?
– En Ca'Roman, espero -dijo Bonsuan-. No creo que lo hayamos dejado atrás.
– ¿Y si ya lo hemos pasado? -preguntó Brunetti.
A modo de respuesta, Bonsuan meneó la cabeza, pero Brunetti no sabía si el gesto era para negar tal posibilidad o para asumir las consecuencias.
Bonsuan volvió a empujar el acelerador y la maniobra aumentó el sonido del motor, pero no tuvo efecto en la velocidad. Una ola se estrelló contra un costado de la proa y barrió la cubierta y la pared de la cabina, entró por la ventana rota y se derramó sobre ellos.
– ¡Mire ahí, ahí, ahí! -gritó Bonsuan. Brunetti se inclinó pero delante de ellos no vio más que una compacta muralla gris. Bonsuan se volvió a mirarlo un segundo-. No salga hasta que hayamos embarrancado. Entonces suba a cubierta. No salte por el costado. Vaya a proa y salte lo más lejos que pueda. Si cae en el agua, vaya hacia adelante y siga andando aun después de que haya salido del agua.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Brunetti, aunque la respuesta no significaría nada para él.
Hubo una sacudida brutal. La embarcación se paró como si hubiera chocado contra un muro, y los dos hombres cayeron al suelo. La lancha se volcó sobre el costado derecho, por la ventana rota entró el agua inundando la cabina. Brunetti se levantó y agarró a Bonsuan, que tenía un largo corte a un lado de la frente y se movía muy despacio, como si ya estuviera bajo el agua. Por la ventana entró otra ola.
Brunetti se inclinó para ayudar al piloto, que ya se levantaba, aunque con gran dificultad, sobre aquel suelo pronunciadamente inclinado.
– Estoy bien -dijo Bonsuan.
Una hoja de la puerta de la cabina colgaba de una bisagra, y Brunetti tuvo que abrirla de un puntapié. Cuando sacaba a Bonsuan, el agua los acometió por todas partes. Recordando las recomendaciones del piloto, Brunetti lo empujaba y tiraba de él hacia la cubierta situada delante de la cabina. Cuando lo hubo sacado, salió él.
Brunetti sostenía y empujaba a Bonsuan con una mano, mientras las olas zarandeaban la maltrecha embarcación haciendo oscilar la cubierta bajo sus pies. Tambaleándose, paso a paso, se acercaron a la proa y al haz de luz del faro que se perdía en la oscuridad. Cuando llegaron a la barandilla, Bonsuan, sin vacilar ni mirar atrás, saltó pesadamente y desapareció en la masa gris.
Una ola hizo caer de rodillas a Brunetti, que se agarró a la base del faro para sujetarse cuando otra ola, más fuerte, lo acometió por la espalda y lo tiró de bruces. Él se puso, primero, de rodillas y, después, de pie y fue hacia la punta de la proa. En el momento en que se daba impulso para saltar, una ola enorme se alzó a su espalda y lo catapultó de cabeza hacia la oscuridad poblada de rugidos.