Brunetti, menos alterado por las pasiones, pero aún dolido por haberse oído llamar Silvia, pensaba en las mentiras que acababa de decir a la signorina Elettra. Él no necesitaba información alguna de la Guardia di Finanza y era cierto que Vianello ya estaba capacitado para sacar del ordenador una considerable cantidad de información. Por cierto que, a propósito de la Finanza, le parecía recordar haber leído u oído algo que, como de costumbre, no debía de ser muy halagüeño.
Se levantó, fue a la ventana y, en campo San Lorenzo, vio los refugios que alguien -quizá, los residentes del geriátrico cercano- había construido para los gatos que rondaban por allí. Se preguntó cuántas generaciones de gatos habrían pasado por el campo desde que él llegó a la questura, hacía más de una década.
El nombre le vino al pensamiento con la ligereza y la agilidad de aquellos felinos: Vittorio Spadini, el supuesto amante de Luisa Follini. La Finanza le había confiscado el barco, ¿cuándo?, ¿hacía dos años? Spadini vivía en Burano, y hoy hacía un hermoso día de primavera, un día perfecto para ir a almorzar a Burano. El comisario dijo al agente de servicio en la entrada que, si alguien preguntaba por él, dijera que había ido al dentista y volvería después del almuerzo.
Brunetti bajó del vaporetto en Mazzorbo y torció a la izquierda. Apetecía el paseo hasta el centro de Burano y un buen almuerzo en Da Romano, donde no comía desde hacía años. Caminaba a buen paso, disfrutando del ejercicio, del sol y del yodo que impregnaba el aire. Había perros que retozaban en la hierba nueva y ancianas que tomaban el sol, agradeciendo la renovada promesa de vida que brindaba la primavera. Un perrazo negro se levantó de junto a su amo, que leía tranquilamente Il Gazzettino y se acercó a Brunetti con un trote pesado. Él se inclinó y le ofreció el dorso de la mano, que el can lamió encantado y, cuando se cansó de su nuevo amigo, regresó y se desplomó al lado de su amo.
Antes ya de que el barco llegase a la parada de Burano, Brunetti había observado una gran animación. Había más gente de lo que podía considerarse normal para un día laborable de finales de primavera. Cuando llegó a los primeros tenderetes que vendían «auténtico encaje de Burano», importado de Indonesia en su mayor parte, sospechaba él, se encontró con una muralla de cuerpos vestidos de colores pastel que le cerraba el paso. Empezó a sortearlos, desconcertado por su aparente ignorancia de que había personas que querían llegar a un punto de destino en lugar de deambular sin rumbo, taponando las calles.
Dejó la piazza y se metió por Via Galuppi, camino de Da Romano. Estaba seguro de poder hacer una reserva para la una. Un cliente solo siempre es bienvenido en un restaurante. En el peor de los casos, tendría que esperar un cuarto de hora, pero en un día como ése sería una delicia sentarse en uno de los bares que bordeaban la calle, a tomar un prosecco y, quizá, leer el periódico.
Todas las mesitas de la terraza del restaurante estaban ocupadas. En muchas mesas para dos personas, había tres. Brunetti entró en el restaurante, pero, antes de que pudiera abrir la boca, un camarero que pasaba presuroso por su lado con una bandeja de antipasto de marisco, gritó al verlo:
– Siamo al completo.
Brunetti estuvo tentado de insistir y tratar de encontrar un sitio, pero después de lanzar una mirada al local, abandonó la idea y se fue. Igualmente llenos estaban otros dos restaurantes, a pesar de que eran poco más de las doce, muy temprano para que una persona civilizada pudiera tener ganas de comer.
Brunetti almorzó de pie en la barra de un bar, tostadas con un jamón grasiento y una loncha de queso que parecía haber pasado media vida en plástico. El prosecco era insípido o, si acaso, amargaba, y hasta el café era malo. Indignado por la comida y por la frustración de sus esperanzas, Brunetti se encaminó hacia un pequeño parque, con intención de sentarse al sol para tratar de disipar el mal humor. Se sentó en el primer banco que encontró y levantó la cara hacia el sol. Al cabo de unos minutos, oyó fuertes ladridos y, al abrir los ojos, vio al perrazo negro de antes en el que ahora reconoció a un terranova.
El perro corría por el césped en dirección a una niñita rubia que estaba al pie de la escalera de un alto tobogán. Al ver acercarse al perro, la niña se agarró a los barrotes y empezó a subir la escalera rápidamente. El amo del perro, con la inútil correa colgando de la mano, llamaba al animal desde el otro lado del parque.
El perro llegó al tobogán sin dejar de ladrar furiosamente. Arriba, la niña daba gritos de terror. De repente, el perro se puso a subir la escalera del tobogán, para asombro de Brunetti que, impotente, lo vio llegar arriba. La niña se dejó caer por la plancha metálica y el perro se lanzó tras ella, con las patas delanteras rígidas.
La pequeña quedó tendida en la arena, y Brunetti se levantó y echó a correr en dirección a ella, mientras su mano buscaba inútilmente la pistola que, una vez más, había olvidado. Apretó el puño y siguió corriendo.
El perro aterrizó a la izquierda de la niña, que abrió los brazos y le rodeó la enorme cabeza. Los ladridos del animal quedaron ahogados por la risa infantil, y al poco cesó el ruido, mientras el animal se dedicaba a lamer la cara de la niña.
Brunetti se paró en seco y estuvo a punto de caer de bruces en la hierba. Miró al dueño del perro, que agitó una mano y empezó a andar en dirección a él. La niña se levantó y corrió a la escalera, seguida con júbilo por el perro. Nuevamente, el animal trepó tras ella y se tiró por el tobogán, y abajo se repitió la escena de los lametones. Sin esperar al dueño del perro, Brunetti dio media vuelta y se alejó hacia campo Vigner, la dirección de Vittorio Spadini que indicaba la guía de teléfonos.
La casa de la derecha de la de Spadini estaba pintada de un rojo vivo y la de la izquierda, de un azul brillante. La casa de Spadini, por el contrario, tenía un color rosa desteñido por años de lluvia y de sol. Brunetti observó, en una ventana, un visillo medio desprendido de la varilla y el ángulo de una persiana podrido. Esas señales de abandono chocaban, ya que los buranesi tenían merecida fama de ser cuidadosos de sus casas.
Brunetti llamó al timbre, esperó y volvió a llamar.
En vista de que nadie contestaba, fue a la casa roja y pulsó el timbre. Abrió una mujer redonda, por lo menos, a primera vista, le pareció redonda. Era bajita, más que Chiara, y debía de pesar más de cien kilos, depositados la mayor parte entre los pechos y las rodillas. Tenía la cabeza redonda, la cara redonda y hasta los ojitos, incrustados en abultadas carnes, eran redondos.
– Buenas tardes, signora. Busco al signor Spadini.
– Pues no es el único -dijo ella, con una risa que hizo tremolar la mayor parte de su cuerpo.
– ¿Cómo dice?
– Lo busca su mujer, lo buscan sus hijos y también lo buscaría mi marido, si creyera que iba a poder recuperar el dinero que le prestó. -Volvió a reír y a tremolar.
Brunetti, desconcertado por la extraña disonancia entre lo que decía la mujer y su manera de decirlo, preguntó:
– ¿Cuándo lo vio usted por última vez?
– Oh, no sé qué día de la semana pasada. -Y entonces, para explicar la vaguedad de su respuesta, agregó-: Siempre hace lo mismo: desaparece y no vuelve a casa hasta que se ha gastado todo el dinero y tiene que volver a trabajar.
– ¿A pescar?
– Naturalmente -dijo ella, pero ahora no se reía sino que su cara expresaba la extrañeza que le producía que ese desconocido que había llamado a su puerta imaginara que un hombre de Burano podía hacer otra cosa para ganarse la vida.
– ¿Y su esposa?
– Trabaja -dijo la mujer y, al ver que Brunetti iba a pedir una aclaración, explicó-: Hace la limpieza en la escuela primaria. -Y como si, de repente, hubiera caído en la cuenta de que ese hombre, que evidentemente no era buranés, a pesar de hablar veneciano, no le había explicado la razón de su curiosidad, preguntó-: ¿Por qué quiere verlo?
Brunetti, con una sonrisa fácil y, así lo esperaba él, compungida, respondió:
– Me parece que estoy en la misma situación que su marido, signora. -Suspiró, meneó la cabeza y abrió las manos en un ademán que expresaba a un tiempo decepción y resignación-. ¿Alguna idea de dónde podría encontrarlo?
Ella volvió a reír, ahora, por lo absurdo de su pretensión.
– No, hasta que él decida volver. Vittorio es como los pájaros del bosque, viene y va a su antojo, y no hay manera de agarrarlo, hagas lo que hagas.
Durante un momento, Brunetti estuvo tentado de darle el número de teléfono de su casa para que lo llamara si Spadini aparecía, pero renunció, le dio las gracias por su ayuda y agregó:
– Espero que su marido tenga más suerte.
Las carnes de la mujer volvieron a tremolar ante tan vana ilusión, lo despidió con una sonrisa y cerró la puerta, y Brunetti se encaminó entre el gentío a la parada del vaporetto de vuelta a Venecia.
Al entrar en la questura, lo sorprendió ver a Pucetti de uniforme en la puerta del Ufficio Straniero, vigilando a las personas que hacían cola para tramitar papeles.
– ¿Qué hace aquí? -preguntó al no menos sorprendido agente.
– Esta mañana he llamado para hablar con usted, señor -dijo Pucetti, desentendiéndose de las personas que estaban detrás de él-. Me han puesto con el teniente Scarpa. Supongo que había dado instrucciones en ese sentido. Me ha ordenado que me presentara inmediatamente, de uniforme, que tenía órdenes expresas del vicequestore. Cuando he tratado de explicarle que estaba en misión especial, me ha dicho que, si no obedecía, podía ser expulsado. -Pucetti sostuvo la mirada de Brunetti con valentía-. He pensado que no podía desobedecer una orden directa, señor. Y he regresado.
– ¿Ya lo ha visto? -preguntó Brunetti, reprimiendo la indignación.
– ¿A Scarpa?
– Sí -respondió Brunetti sin rectificar a Pucetti por haber omitido el título-. ¿Qué ha dicho?
– Me ha preguntado dónde había estado. Le he dicho que tenía instrucciones de no hablar de ello con nadie.
– ¿Le ha preguntado quién le había dado la orden?
– Sí, señor. -La voz de Pucetti era tranquila-. Le he contestado que había sido usted y ha dicho que hablaría con usted.
– ¿Algo más?
– No, señor. No ha dicho más.
Aunque Brunetti pensaba hacer regresar a Pucetti a Venecia, lo enfurecía que Scarpa se hubiera permitido saltarse su autoridad.
– Lo siento, señor -dijo Pucetti, y se volvió hacia un barbudo que increpaba al que estaba detrás de él en la cola. Bastó una mirada de Pucetti para que los dos hombres callaran. El agente miró de nuevo a Brunetti.
– ¿Ha tenido ocasión de hablar con la signorina Elettra? -preguntó el comisario con indiferencia.
– Una o dos veces, cuando le servía el café, pero siempre había alguien delante y teníamos que hacer nuestro papel. Hablábamos del tiempo o de la pesca.
– Ese joven… -dijo Brunetti-, ¿tiene idea de quién es? -No se le ocurrió pensar que daba por descontado que Pucetti deduciría a quién se refería, ni le pareció significativo que Pucetti lo supiera inmediatamente.
– Es sobrino de un pescador.
– ¿Cómo se llama?
– ¿Quién, él o el tío?
– Él. ¿Cómo se llama? -Brunetti advirtió entonces lo perentorio de su tono, y metió una mano en el bolsillo e hizo bascular el peso del cuerpo, adoptando una postura más relajada-. Si es que lo sabe -agregó blandamente.
– Targhetta -respondió Pucetti, sin mostrar extrañeza por el interés de Brunetti-. Carlo.
Brunetti iba a seguir preguntando por el joven y lo que hacía en Pellestrina, cuando notó que se despertaba la curiosidad de Pucetti por su interés en la vida personal de la signorina Elettra.
– Bien, gracias, Pucetti. Puede volver a ponerse en el turno ordinario de servicio -dijo, olvidando que, a falta de la signorina Elettra que supervisara la rotación de los turnos, hacía dos semanas que regía la misma lista.
Una vez en su despacho, Brunetti, acomodándose a la ausencia de la versátil secretaria de Patta, llamó personalmente a la oficina de la Guardia di Finanza, y pidió por el maresciallo Resto.
Le dijeron que el maresciallo había salido un momento y preguntaron si deseaba hablar con otra persona. Su negativa fue instantánea y automática, y cuando colgó el teléfono comprendió el significado de su reacción. Incluso en algo tan normal, una comunicación entre dos agencias del Estado, no quería revelar la razón de su llamada a alguien que, independientemente de su rango o posición, no estuviera avalado por una persona de su plena confianza. Lo triste era no tanto que las personas con las que trataba pudieran estar a sueldo de la mafia o ser sospechosas por alguna otra razón, como el hecho de que la desconfianza fuera un instinto tan fuerte que impedía a priori toda colaboración entre las distintas fuerzas del orden público. Y si el maresciallo Resto gozaba de su confianza era porque merecía la de la signorina Elettra. Esa idea le hizo volver con la imaginación a Pellestrina, al ya identificado joven y a la signorina Elettra. Con estos pensamientos se entretuvo un cuarto de hora, y volvió a llamar a la Finanza.
– Resto -dijo una voz aguda.
– Maresciallo, aquí el comisario Guido Brunetti de la questura. Le llamo para pedirle información.
– ¿Es el jefe de Elettra? -preguntó el hombre, sorprendiendo a Brunetti no con la pregunta sino con la familiaridad con que mencionaba a la joven.
– Sí.
– Bien. Entonces pregunte lo que quiera. -Brunetti esperaba el habitual encomio de las muchas virtudes de la signorina Elettra, pero esperaba en vano.
– Deseo información acerca de un caso que trataron ustedes hace dos años. A un pescador de Burano, Vittorio Spadini, le fue confiscado el barco. -Esperó el comentario del otro hombre, pero éste callaba y Brunetti prosiguió-: Me gustaría saber qué puede usted decirme del caso, o de él.
– ¿Tiene que ver con los asesinatos? -preguntó Resto, sorprendiéndolo.
– ¿Por qué lo pregunta?
Resto rió brevemente.
– Durante los diez últimos días, ha habido en Pellestrina, tres muertes; dos, de pescadores. Y ahora la policía me hace preguntas sobre un pescador. Tendría que ser un carabiniere para no ver la relación.
Lo dijo en son de broma, pero no era broma.
– Dicen que Spadini estaba liado con una de las víctimas -explicó Brunetti.
– ¿Lo ha interrogado?
– No hay ni rastro de él. Una vecina me dijo que estaba fuera.
Resto no respondió enseguida.
– Un momento -dijo al fin-. Sacaré la carpeta. -Se fue y, al cabo de unos instantes, volvió y dijo-: Está abajo en el archivo. Yo lo llamaré. -Y colgó.
De modo que también Resto quería cerciorarse de la identidad de su comunicante. Brunetti sospechaba que el maresciallo tenía la carpeta en su despacho, pero consideraba más prudente llamar a la questura y preguntar por Brunetti.
Cuando, al cabo de un momento, sonó el teléfono, el comisario contestó dando su apellido y, como nada hubiera ganado con una provocación, resistió la tentación de preguntar a Resto si ahora ya estaba seguro de con quién hablaba.
Brunetti oyó ruido de papeles y a Resto que decía:
– Empezamos la investigación hace dos años, en junio. Le intervenimos la cuenta del banco y el teléfono, y también el teléfono y el fax del gestor. Controlamos lo que vendía en el mercado y comprobamos cuánto declaraba.
– ¿Qué más?
– Las comprobaciones habituales.
– ¿Que son…?
– Eso prefiero reservármelo -respondió Resto-. Pero al fin averiguamos que vendía almejas y pescado por valor de mil millones de liras al año y declaraba ingresos de menos de cien millones.
– ¿Y…? -preguntó Brunetti en el silencio que siguió.
– Lo tuvimos vigilado durante varios meses. Y entonces lo atrapamos.
– ¿Como un pez?
– Exactamente. Como un pez, pero se nos cerró como una almeja. Nada. Ni dinero, ni el menor indicio de dónde pueda tenerlo. Si lo tiene.
– ¿Durante cuánto tiempo cree que estuvo ganando eso?
– No lo sé. Quizá cinco años. O más.
– ¿Y no saben dónde lo tiene?
– Quizá se lo haya gastado.
Brunetti, que había visto el estado de la casa de Spadini, lo dudaba, pero no dijo nada. Después de reflexionar, preguntó:
– ¿Qué les puso sobre su pista?
– Uno uno siete.
– ¿Cómo?
– Es el número para las denuncias anónimas.
Hacía años que Brunetti oía hablar de este número, 117, al que los ciudadanos podían llamar para hacer denuncias anónimas de evasión de impuestos. No obstante, no había acabado de creer en su existencia, y pensaba que el 117 era otra leyenda urbana. Pero todo un maresciallo de la Finanza acababa de decirle que era verdad: el número existía y había sido utilizado para promover la investigación de Vittorio Spadini que le había acarreado la pérdida del barco.
– ¿Se lleva algún registro de esas llamadas?
– Lo siento, comisario, pero no puedo hablar de eso con usted -dijo Resto, sin que en su voz se notara ni pesar ni reticencia.
– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Se presentaron cargos criminales contra él?
– No. Se optó por una sanción.
– ¿De cuánto?
– Quinientos millones de liras -dijo Resto-. Es decir, finalmente. Al principio era más alta, pero fue reducida.
– ¿Por qué?
– Repasamos su activo, y no tenía más que el barco y dos pequeñas cuentas bancarias.
– Pero ustedes sabían que estaba ganando quinientos millones al año.
– Teníamos motivos para creerlo así, en efecto. Pero, a falta de otro capital, tuvimos que fijar un importe menor.
– ¿Que correspondía…?
– Al barco y el saldo de las dos cuentas.
– ¿La casa no?
– La casa es de la esposa. Ella la aportó al matrimonio, y no podíamos tocarla.
– ¿Tiene idea de adonde puede haber ido a parar el dinero?
– No. Pero hay rumores de que es jugador.
– Y perdedor -observó Brunetti.
– Todo el que juega pierde.
Brunetti recibió la salida con la carcajada que merecía y preguntó:
– ¿Y desde entonces?
– Nada -respondió Resto-. No hemos vuelto a saber de él, por lo que nada más puedo decirle.
– ¿Usted lo vio personalmente? -preguntó Brunetti.
– Sí.
– ¿Y qué le pareció?
– Un hombre muy desagradable -respondió Resto sin vacilar-. Y no por lo que hubiera hecho. Todo el mundo defrauda. Eso no es una sorpresa para nosotros. Pero en su manera de resistirse a nosotros había un furor como pocas veces he visto. Y no creo que tuviera que ver con el dinero que debía desembolsar, aunque quizá me equivoque.
– ¿Si no era por el dinero, por qué?
– Por el hecho de haber perdido. De haber sido derrotado. Nunca he visto a nadie tan furioso por haber sido atrapado, a pesar de que hubiera sido imposible no pillarlo, con lo estúpido que había sido. -Sonaba como si lo que Resto reprochaba a Spadini fuera su imprudencia y no su fraude.
– ¿Diría usted que es un tipo violento? -preguntó Brunetti.
– ¿Quiere decir capaz de asesinar?
– Sí.
– No lo sé. Supongo que la mayoría de la gente lo es, aunque no se da cuenta hasta que se encuentra en las mejores circunstancias. O quizá deba decir en las peores -rectificó rápidamente-. Quizá sí. O quizá no. -Como Brunetti no decía nada, Resto agregó-: Siento no poder contestar a eso, pero es que no lo sé.
– No importa -dijo Brunetti-. Gracias por su información.
– Me gustaría saber cómo termina eso, ¿me lo dirá? -preguntó Resto, sorprendiendo a Brunetti con la petición.
– No hay inconveniente. ¿Por qué?
– Oh, simple curiosidad -dijo Resto, ocultando algo, aunque Brunetti no sabía qué. Después de un intercambio de frases cordiales, los dos hombres se despidieron.