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La visita fue infructuosa. En la dirección que les había dado el dueño del restaurante no había ni rastro de Giacomini. Como ya era tarde para continuar hasta Chioggia, Brunetti decidió ponerse en contacto con aquella policía por teléfono, y dijo a Bonsuan que los llevara de regreso a la questura.

Quizá fue el petrolero, o quizá, las negras manchas que flotaban en el agua, pero algo los había puesto de mal humor, y durante el resto de la travesía hablaron poco. Los rayos del sol, ya un poco oblicuos, hacían refulgir la miríada de joyas que exhibe la ciudad, sobre todo, a los ojos de los que llegan por mar, que siempre fue la manera de llegar a Venecia. El sol de media tarde aún calentaba, y Vianello dijo que había olvidado ponerse la crema protectora. Brunetti no se dio por enterado.

Cuando se acercaban a la questura, Brunetti vio que aquella tarde estaba de guardia Pucetti y entonces tuvo la idea. Cuando desembarcaron, el joven agente saludó. El comisario dijo a Vianello que preguntara por teléfono a la policía de Chioggia si tenían detalles del incidente ocurrido entre Scarpa y Bottin, agregando que estaría esperándolo en su despacho, pero que antes quería hablar con Pucetti.

– Pucetti -le dijo-, ¿hasta cuándo tiene guardia?

– Toda la semana, señor. La próxima me toca patrulla de noche.

– ¿Le interesa un servicio especial?

Al joven se le iluminó la cara.

– Oh, sí, señor.

Brunetti le agradeció que no se quejara del servicio de guardia: estar todo el día de pie en la entrada, sin hacer nada más que abrir la puerta o sofocar el ocasional altercado que estallaba entre los que formaban largas colas delante de las distintas oficinas.

– Bien, cambiaré los turnos -dijo Brunetti, y fue a alejarse. Pero no había dado más que dos pasos cuando retrocedió.

– ¿Nunca ha trabajado de camarero?

– Sí, señor -respondió el agente-. Mi cuñado tiene una pizzeria en Castello y a veces, los fines de semana, voy a ayudarle. -Pucetti se ganó otro punto por no preguntar.

– Está bien. Luego hablaremos.

Brunetti fue al despacho de la signorina Elettra, a la que encontró arreglando un ramo de forsythia en un jarrón Venini azul.

– ¿Es suyo? -preguntó el comisario señalando el jarrón.

– No, señor; pertenece a la questura. El que usaba antes nos lo robaron la semana pasada, y he tenido que buscar otro.

– ¿Que lo robaron? ¿De la questura?

– Sí, señor. Un ordenanza lo dejó en los lavabos después de limpiarlo, y desapareció.

– ¿De la questura?

– Tendré más cuidado con éste -dijo ella, rectificando la posición de una rama arqueada. Brunetti tenía un amigo que trabajaba en Venini y sabía que un jarrón como aquél valía por lo menos tres millones de liras.

– ¿Cómo adquirió la questura ese jarrón? -preguntó Brunetti, eligiendo cuidadosamente las palabras.

– Mobiliario y ajuar de oficina -respondió ella. Introdujo la última rama y se hizo a un lado, para permitirle trasladar el jarrón. Con una mano lánguida, señaló un punto del alféizar, y Brunetti puso el jarrón exactamente donde ella le indicaba.

– ¿Le parece Pucetti lo bastante listo? -preguntó el comisario.

– ¿Ese muchachito tan simpático, con bigote? -dijo ella. Por el tono, parecía ajena a la circunstancia de que Pucetti tendría sólo cinco años menos que ella-. ¿El que tiene la novia rusa? -agregó.

– Sí. ¿Le parece lo bastante listo?

– ¿Bastante listo para qué?

– Para ir a Pellestrina.

– ¿Para qué?

– Para trabajar en un restaurante y protegerla a usted.

– ¿Puedo preguntarle cómo piensa organizarlo?

– El camarero que nos dio la primera información sobre Bottin ha desaparecido. Llamó al dueño con la excusa de que tenía que ir a cuidar a un amigo enfermo, y desde entonces no ha dado señales de vida. Así que necesitan un camarero.

– ¿Y qué dice Pucetti?

– No se lo he preguntado. Antes quería hablar con usted.

– Muy amable, comisario.

– Él tendría que protegerla, y he querido asegurarme de que usted lo consideraba capaz.

Ella lo pensó un momento.

– Sí -dijo-. Me parece una buena elección. -Su mirada fue de las forsythias a Brunetti-. ¿Quiere que me encargue de planificarle el servicio?

– Sí -respondió Brunetti, pero no pudo resistir la tentación de preguntar-: ¿Cómo lo hará?

– Le asignaré una tarea especial. Me parece que la llamaré «Servicios Auxiliares».

– ¿Qué significa?

– Puede significar lo que yo quiera.

– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Y qué dirá Marotta? ¿No estará él al mando la semana próxima? ¿No depende de él asignar los servicios?

– Ah, Marotta -suspiró ella sin disimular el desdén-. Viene a trabajar sin corbata.

«Aquí acaban las posibilidades de ascenso permanente de Marotta en la questura de Venecia», pensó Brunetti.

– Ya que ha venido, comisario -dijo ella abriendo un cajón y sacando varios papeles-, podría llevarse esto. Es todo lo que he podido encontrar sobre esa gente. Y el informe de las autopsias.

Brunetti tomó los papeles y subió a su despacho. El informe de las autopsias, practicadas por un forense del hospital, al que Brunetti no conocía, indicaba que Giulio Bottin había muerto a consecuencia de cualquiera de los tres golpes recibidos en la frente y el cráneo. La forma de las lesiones indicaba que se había utilizado un objeto cilíndrico, quizá un tubo o una barra de metal. Su hijo había muerto desangrado. La hoja del cuchillo había penetrado profundamente y seccionado la aorta abdominal. La ausencia de agua en los pulmones y la circunstancia de que Giulio Bottin debía de haber tardado algún tiempo en morir hacían descartar la hipótesis de que hubieran sido asesinados poco antes del hundimiento de la barca.

Brunetti acababa de leer el informe cuando Vianello llamó a la puerta y entró.

– He hablado con Chioggia, comisario -dijo el sargento sin tomar asiento-. No tienen absolutamente ningún detalle.

Brunetti dejó a un lado los papeles.

– Como usted dice, no parecen ser la clase de gente que confía en que la policía les resuelva los problemas.

Brunetti casi esperaba que Vianello le preguntara si alguien confiaba ya en eso, pero el sargento no hizo comentarios. Brunetti aprovechó la oportunidad para hablarle de su plan de enviar a Pucetti a Pellestrina.

– ¿Y las referencias? -preguntó Vianello.

– Dice Pucetti que ha trabajado en la pizzeria de su cuñado. El cuñado podría llamar al restaurante, decir que se ha enterado de que necesitan un camarero y recomendar a Pucetti. Todo queda en familia.

– ¿Y si alguien lo reconoce? -preguntó Vianello, poniendo voz a los temores del propio Brunetti.

– No parece probable, ¿verdad? -dijo Brunetti, consciente de que ya empezaba a hablar como la signorina Elettra.

Vianello, advirtiendo la resistencia de Brunetti a seguir hablando del tema, no hizo objeciones, se excusó sin solicitar nuevas órdenes y bajó a su oficina.

Brunetti volvió a los papeles que le había dado la signorina Elettra. Si el Alessandro Scarpa que era objeto de la curiosidad de Brunetti tenía treinta y tantos años -característica que lo distinguía del otro Alessandro Scarpia que residía en Pellestrina y tenía ochenta y siete-, había sido arrestado tres años antes por amenazar a un hombre con una navaja. Al día siguiente, el otro hombre retiró la acusación, por lo que en los archivos de la policía no había nada contra Scarpa, aunque el maresciallo de los carabinieri del Lido hacía constar que Scarpa causaba problemas cuando bebía.

No se había hallado información sobre alguien apellidado Giacomini.

Acerca de la signora Follini sí se había averiguado algo. Follini no era su apellido de casada, ya que sus relaciones con los hombres nunca habían sido bendecidas por el clero. Su nombre de pila era Luisa y había nacido en Pellestrina hacía cincuenta y dos años.

Luisa Follini había tenido su primer contacto con la policía a los diecinueve años, cuando fue arrestada por prostitución. Como no tenía antecedentes, fue amonestada y puesta en libertad, pero durante el año siguiente fue detenida por lo menos otras tres veces. A continuación había un largo intervalo, que indicaba o bien que la mujer había hecho algún trato con la policía local o bien que se había ausentado de la zona. No reaparecía en Pellestrina hasta hacía doce años, cuando, bajo las todavía severas leyes sobre la droga, fue arrestada por posesión, uso y tentativa de venta de heroína, además de prostitución.

Afortunadamente para ella, fue admitida en un centro de rehabilitación próximo a Bolonia, donde pasó tres años, transcurridos los cuales regresó a Pellestrina curada de su adicción y retirada de su profesión. Entre tanto, sus padres habían muerto y ella se hizo cargo de la tienda que tenían en el pueblo, donde había vivido hasta la actualidad.

Ahora, al leer el informe, Brunetti recordó que la mujer llevaba vestidos de manga larga, y se preguntó de dónde habría sacado el dinero para la cirugía plástica y cuándo se habría operado. ¿Y quién habría pagado las operaciones? La tiendecita no daba para tanto, ni tampoco la prostitución esporádica, ni la venta de heroína en un lugar tan pequeño como Pellestrina.

Brunetti recordó las dos veces que había hablado con la mujer. La primera, ella estuvo coqueta y se lamentó con afectado pesar de los inconvenientes de vivir en un lugar como Pellestrina. Con un pasado como el suyo, a la fuerza habría tenido que sufrirlos, se dijo él. Pero la signora Follini no daba señal alguna de la crispada energía del drogadicto. Tampoco el nerviosismo que el comisario observó en ella en su segunda visita parecía debido a las drogas; era el nerviosismo del miedo, y había culminado con la entrada de aquellos dos hombres.

Brunetti no sabía hasta qué hora ella tendría abierta la tienda. Sacó la guía de teléfonos y buscó Pellestrina. Allí figuraba Follini, Luisa. Marcó el número. A la tercera señal, ella contestó con su apellido.

Signora, aquí el comisario Brunetti. Antes hablé con usted… -Se oyó un suave chasquido cuando la mujer colgó el teléfono.

Brunetti guardó la guía en el cajón, puso la carpeta a la izquierda de la mesa y bajó a hablar con Pucetti.

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