18

Pese a ser domingo, Brunetti no veía por qué razón él y Vianello no habían de ir a Pellestrina, en busca de algo que pudiera contribuir a explicar la muerte de la signora Follini. Bonsuan se mostró más que dispuesto a llevarlos, insistiendo en que las noticias del periódico lo aburrían y, como no era un gran aficionado al fútbol, prefería no perder el tiempo leyendo el avance de los partidos del día.

Mientras estaban en la cubierta de la lancha en la parada de los Giardini, esperando la llegada de Vianello, el comisario, volviendo sobre el comentario de Bonsuan, le preguntó:

– Si no es aficionado al fútbol, ¿qué deportes le gustan?

– ¿A mí? -preguntó Bonsuan, utilizando la táctica dilatoria del testigo ante una pregunta incómoda, que Brunetti conocía bien desde hacía mucho tiempo.

– Sí.

– ¿Se refiere a practicar o a mirar? -preguntó Bonsuan evasivamente.

Ya más curioso por la reticencia de Bonsuan que por la respuesta en sí, Brunetti dijo:

– A las dos cosas.

– Practicar, a mi edad, ya no practico ningún deporte -dijo el piloto en un tono que indicaba que aquí se acababa la información.

– ¿Y mirar? -preguntó Brunetti.

Bonsuan buscaba ansiosamente con los ojos alguna señal de Vianello en el largo viale arbolado que venía de corso Garibaldi. Brunetti observaba a los transeúntes.

– Verá, comisario, no es que yo entienda mucho de eso ni que me tome muchas molestias para seguirlo, pero me gusta ver por televisión los concursos de perros de pastor. A veces los dan desde Escocia, ¿sabe? -En vista de que Brunetti no decía nada, agregó-: Y Nueva Zelanda.

– No encontrará mucho de eso en Il Gazzettino, desde luego -concedió Brunetti.

– No -respondió el piloto, y entonces, mirando hacia el arco del fondo del viale, dijo-: Ahí viene Vianello -con audible alivio en la voz.

El sargento, de uniforme, saludó alzando una mano al acercarse y saltó a bordo. Bonsuan apartó la lancha de la riva y la dirigió hacia el canal, ahora ya familiar, que conducía a Pellestrina, a la que esperaban encontrar entregada a la apacible observancia del Día del Señor.


El hecho de que la religión sea cosa del pasado y ya no sea un factor determinante del comportamiento del pueblo italiano, no ha influido en su hábito de acudir a la iglesia, especialmente, en los pueblos pequeños. En realidad, podría establecerse una especie de ecuación algebraica entre el tamaño de una parroquia y la proporción de los vecinos que van a misa. Son esos grandes paganos de romanos y milaneses los que no acuden al templo y, arropados en el anonimato de los millones de conciudadanos, se esconden de los ojos y las lenguas del chismorreo vecinal. Los pellestrinotti, por el contrario, son asiduos asistentes a misa, lo que les permite mantenerse al corriente de la vida y milagros de sus convecinos sin aparente indiscreción, ya que todo lo que ocurre, especialmente todo aquello que puede poner en tela de juicio la virtud o la honradez de las personas, es objeto de comentario el domingo por la mañana, en la escalera de la iglesia.

Allí estaban Brunetti y Vianello, esperándolos, y esperando acontecimientos, poco antes de las doce, cuando iba a terminar la misa de once y por última vez se invitaba a los feligreses a «ir en paz».

De pie en la escalera de la iglesia, Brunetti sentía, una vez más, aquella desazón que siempre le había producido la religión, aunque no fue consciente de ella hasta que Paola se la hizo notar. Paola había tenido lo que él consideraba la suerte de recibir una educación libre de religión. Sus padres no se molestaban en asistir a los oficios religiosos, por lo menos, los considerados preceptivos. Desde luego, su posición social les exigía asistir a ceremonias tales como la investidura de obispos y cardenales y a la misma coronación del papa actual; pero ésos eran ritos que no tenían que ver con la fe sino con el poder que, por cierto, según Paola, era el verdadero objetivo de la Iglesia.

Estando exenta de fe, como lo estaba del hábito de la práctica religiosa, Paola no sentía hostilidad hacia la religión y contemplaba las peculiares formas en las que la gente optaba por observar sus preceptos desde una perspectiva antropológica. Brunetti, por el contrario, que había sido educado por una madre religiosa, a pesar de haber dejado de creer antes de llegar a la adolescencia, conservaba el recuerdo de la fe, aunque de una fe desengañada. Sabía que su actitud hacia la religión era la de un adversario, incluso de un antagonista. Y, por más que trataba de resistirse a este sentimiento, no podía librarse de él, ni de la sensación de culpa que le causaba. Como Paola no se cansaba de recordarle: «Preferiría ser pagano y haber mamado un credo caduco…»

Todas esas cosas pasaban por la cabeza a Brunetti mientras, en la escalera de la iglesia, esperaba a ver quién salía y qué nueva información le daba. Sonó un órgano, la pureza de cuyos acordes hablaba más en favor del sistema de sonido de la iglesia que del talento del organista. Las puertas se abrieron, y la música creció y se derramó por la escalera, seguida de los primeros feligreses. Al verlos, Brunetti observó, y no por primera vez, la expresión de inquietud con que la gente salía de la iglesia.

Si hubieran sido un hato de animales, un rebaño de corderos que entra en un cercado, no hubiera podido ser más evidente su repentina percepción de una presencia extraña, ni más patente la convulsión de inquietud que recorría el grupo de delante atrás, a medida que cada nuevo individuo descubría la amenaza en potencia que aguardaba en la escalera. Brunetti pensó que, si Vianello no hubiera ido de uniforme, muchos de ellos hubieran fingido que no los veían. Aun así, algunos se hacían los distraídos, a pesar de que la gorra blanca del sargento era tan llamativa como la aureola de cualquiera de los santos que habían dejado en la iglesia.

Brunetti, sin aparentarlo, estudiaba la cara de la gente. En un principio, creyó que lo que percibía era el resultado de un esfuerzo colectivo por componer una expresión de inocencia e ignorancia combinadas; pero después comprendió que debía de ser la consecuencia de unos factores ambientales restrictivos: la mayoría se parecían. Todos los hombres eran bajos y tenían la cabeza redonda y los ojos hundidos. Su complexión musculosa la atribuyó Brunetti al trabajo que hacían, que también debía de ser la causa de que todos ellos, hasta los más jóvenes, tuvieran la cara curtida y surcada de pliegues profundos. Las mujeres mostraban mayor diversidad de fisonomías, aunque la figura de las que pasaban de los treinta mostraba una tendencia generalizada a la dilatación.

Esa mañana nadie se paró en la escalera de la iglesia a conversar con los vecinos sino que toda la feligresía se encaminó a casa como si tuviera una tarea urgente. Decir que huyeron sería exagerar. Más exacto sería decir que se fueron aprisa y nerviosos.

Cuando se alejaban los últimos, Brunetti se volvió hacia Vianello, con intención de intentar aliviar su sensación de frustración preguntando si debían atribuir su fracaso al uniforme del sargento. Pero, antes de empezar a hablar, vio salir a la signorina Elettra del bar que estaba a la izquierda de la iglesia. Mejor dicho, la vio salir y, casi al momento, retroceder hasta desaparecer en parte.

Después reapareció, más despacio y, cuando ella se apartaba de la puerta, Brunetti vio la causa de la demora: la asía de la mano un hombre joven que se había parado en el vano de la puerta a decir algo a los que estaban dentro. Fuera lo que fuese lo que dijo, provocó más de una carcajada, y la signorina Elettra le tiró del brazo arrancándolo de la puerta.

El joven se acercó a ella y, con la naturalidad nacida de una larga familiaridad, le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí. No había ni asomo de coquetería en la forma en que ella respondió, rodeándole la cintura con el brazo izquierdo y acomodando el paso al de él, en dirección a los policías a los que aún no habían visto. El hombre, que era bastante más alto que ella, inclinó la cabeza para decirle algo, y Elettra alzó la cara y respondió con una sonrisa que Brunetti no le conocía. El hombre le dio un beso en el pelo, lo que los obligó a aflojar el paso. Al erguir la cabeza, él vio a Brunetti y a Vianello en la escalera de la iglesia y se paró bruscamente.

La signorina Elettra, sorprendida, siguió la dirección de su mirada. La exclamación que brotó de sus labios quedó ahogada por las campanadas del reloj de la iglesia. Mucho antes de que acabaran de dar las doce, ya se había repuesto de la sorpresa y concentrado la atención, momentáneamente distraída por la inesperada presencia de un policía en la escalera de la iglesia, en la importante cuestión de decidir con su nuevo amigo dónde almorzar.


Al cabo de una hora de tratar de interrogar a los habitantes de Pellestrina, Brunetti comprendió que cualquier intento sería inútil hasta que todos hubieran terminado su almuerzo. Por lo tanto, él y Vianello se fueron al restaurante, donde hicieron una comida un tanto apagada, con la que ninguno de los dos disfrutó, a pesar de que los alimentos eran frescos y el vino, excelente. Decidieron que se separarían, con la esperanza de que las simpatías que Vianello había despertado al hablar con la gente en su visita anterior pudieran contrarrestar la inevitable reacción que había de producir el uniforme.

En las dos primeras casas, dijeron a Brunetti que ellos apenas conocían a la signora Follini y un hombre hasta le contó que él llevaba a su mujer en el coche al Lido todas las semanas para hacer la compra, porque en la tienda del pueblo los precios eran muy caros y muchos de los artículos no eran frescos. El hombre mentía tan mal que daba grima, mientras la esposa disimulaba como podía, cambiando de sitio cuatro figuritas de porcelana que tenían un vago parecido con perros salchicha.

En las dos casas siguientes no le abrieron la puerta, no se sabía si por ausencia o por reticencia de sus habitantes. En la tercera, por el contrario, abrieron antes de que acabara de llamar, y Brunetti se encontró frente al sueño dorado del policía: la vecina fisgona. La reconoció a primera vista por los labios prietos, los ojos vivaces y la postura ligeramente encorvada. No le faltaba sino frotarse las manos; pero ese detalle no mermaba la impresión de satisfacción que transmitía su ávida sonrisa: por fin, una persona a la que hacer partícipe del horror y el espanto que le causaban las infamias de toda especie que cometían sus vecinos.

Llevaba un moñito en la nuca del que habían escapado unas greñas engomadas con una pomada grasienta y perfumada. Tenía la cara chupada y el cuerpo macizo, sin cintura visible. Encima de un vestido negro que con años de lavados empezaba a verdear, llevaba un delantal sucio que tiempo atrás pudo ser de flores.

– Buenas tardes, signora -empezó el comisario, pero antes de que pudiera dar su nombre, ella le interrumpió.

– Sé quién es y a qué ha venido. Ya iba siendo hora de que hablara conmigo. -Trataba de manifestar enojo, pero le era imposible reprimir la satisfacción que la visita le producía.

– Lo siento, signora; pero, antes de hablar con usted, quería saber qué tenían que decir los otros.

– Pase, pase -dijo ella, dando media vuelta y guiándolo hacia la parte trasera de la casa. Él la siguió por un pasillo largo y húmedo hasta una cocina en la que entraba la luz por una puerta abierta. No se notaba cambio de temperatura, ni calor que disipara la humedad que la proximidad del mar concentraba en el pasillo. Tampoco había aromas de guisos que disfrazaran el tufo opresivo a moho, lana y a algo selvático y animal que Brunetti no podía identificar.

Ella le señaló una silla junto a la mesa y, sin ofrecerle algo de beber, se sentó frente a él.

Brunetti sacó una libretita del bolsillo lateral de la chaqueta, la abrió y quitó el capuchón a la estilográfica.

– ¿Su nombre, signora? -preguntó, cuidando de hablar en italiano y no en veneciano, al comprender que, cuanto más oficial fuera el tono de la entrevista, mayor sería la satisfacción de la mujer por haber conseguido que al fin las autoridades prestaran atención a las muchas cosas que ella llevaba dentro desde hacía tantos años, y con tanta discreción.

– Boscarini -dijo ella-. Clemenza.

Él escribió en silencio, sin comentarios.

– ¿Cuánto hace que reside aquí, signora Boscarini?

– Toda la vida -respondió ella, hablando también en italiano, con audible dificultad-. Sesenta y tres años.

Experiencias o emociones que él no podía imaginar la habían hecho aparentar diez años más, pero Brunetti se limitó a tomar nota.

– ¿Y su marido, signora? -preguntó Brunetti, seguro de que la mujer se sentiría halagada si él daba por hecho que estaba casada, y tomaría como una ofensa que él le preguntara por su estado civil.

– Murió. Hace treinta y cuatro años. En una tormenta. -Brunetti anotó el hecho, por su relevancia. Levantó la mirada y decidió no preguntar por hijos.

– ¿Ha tenido siempre los mismos vecinos, signora?

– Sí; menos los Rugoletto, que viven tres puertas más abajo -dijo, con un airado movimiento de la barbilla hacia la izquierda-. Vinieron de Burano hace doce años, cuando murió el abuelo de la mujer y les dejó la casa. Ella es sucia -sentenció en tono despectivo y recalcó, para asegurarse de que él comprendía-: Buranesi.

Brunetti gruñó en señal de conformidad y, sin más preámbulos, preguntó:

– ¿Conocía a la signora Follini?

A eso, ella sonrió regodeándose, y rápidamente borró la expresión. Brunetti oyó un leve sonido, la miró y tardó un instante en darse cuenta de que ella estaba relamiéndose, literalmente: se pasaba la lengua por los labios como liberándolos para que al fin pudieran dejar salir la cruda verdad.

– Sí -dijo finalmente-; la conocía a ella y conocía a sus padres. Buenas personas, muy trabajadores. Ella los mató. Los mató a disgustos, tan cierto como si hubiera clavado un puñal en el corazón de la pobre madre.

Brunetti, mirando el cuaderno para esconder la cara, escribía y hacía ruidos con la garganta animándola a continuar.

Ella hizo una pausa, volvió a pasar la lengua por los labios y prosiguió:

– Era una puta y una drogadicta que llevó la enfermedad y la deshonra a su familia. No me extraña que haya muerto, ni que haya muerto así. Lo raro es que haya tardado tanto. -Calló un momento y agregó con una voz almibarada que hizo cerrar los ojos a Brunetti-: Que Dios se apiade de su alma.

Dejando a la divinidad tiempo suficiente para atender la petición, Brunetti preguntó:

– ¿Dice que era una prostituta, signora? ¿Aquí? ¿Lo era todavía?

– Ya era puta de jovencita. La que empieza así se pierde para siempre, le toma gusto. -Su voz tenía certidumbre y repugnancia-. Debía de seguir haciendo lo mismo. Seguro.

Brunetti volvió la hoja, compuso la expresión y levantó la cara con una sonrisa estimulante.

– ¿Conoce usted a alguien que pudiera ser cliente suyo?

Vio que la mujer iba a contestar y, al pensar en las consecuencias de una falsa acusación, cerraba la boca.

– ¿O sospecha de alguien, signora? -Como ella titubeara, el comisario cerró la libreta y puso encima la estilográfica, después de taparla con el capuchón-. A veces, para nosotros es importante tener una visión de conjunto, aun sin pruebas. Es suficiente para situarnos en el buen camino, para saber por dónde podemos empezar a buscar. -La mujer callaba y él prosiguió-: Y son sólo los ciudadanos más honrados y valientes los que pueden ayudarnos, signora, sobre todo en una época en la que la gente tiende a cerrar los ojos ante la inmoralidad y los comportamientos que destruyen la unidad de la familia y corrompen la sociedad. -Estuvo tentado de decir «sagrada unidad», le pareció excesivo y optó por moderar la estupidez. Pero surtió efecto en la signora Boscarini.

– Stefano Silvestri. -El nombre se deslizó entre sus labios como un reptil. Era el del hombre que había dicho que él llevaba a su mujer al Lido una vez a la semana para hacer la compra-. Ése estaba siempre en la tienda, como el perro que husmea a la perra, para ver si ella estaba dispuesta.

Brunetti recibió la información con otro de sus so nidos de aceptación, pero no acercó la mano a la libreta. Como animada por esa prueba de discreción, la mujer prosiguió:

– Ella hacía como que no le interesaba, se burlaba de él delante de la gente, pero yo sé lo que hacía. Todos lo sabíamos. Lo provocaba. -Brunetti escuchaba con calma, tratando de recordar si había visto a esa mujer en la escalera de la iglesia y preguntándose lo que ir a misa podía significar para una persona como ella.

– ¿Sabe de otro u otros que pudieran mantener relaciones con ella? -preguntó.

– La gente hablaba -empezó a decir deseosa de informarle-. Otro hombre casado -prosiguió, con sus labios jugosos y entusiastas-. Un pescador. -Él pensó que iba a dar el nombre, pero entonces la vio medir las consecuencias, y dijo tan sólo-: Seguro que había muchos más. -Como Brunetti recibiera en silencio esa calumnia, la mujer dijo-: Ella los provocaba.

– Desde luego -se permitió decir él. Se preguntaba Brunetti qué sería peor, si morir en el mar o pasar treinta y cuatro años al lado de esa mujer. Al advertir que ella no parecía dispuesta a decir más, y suponiendo que lo que le había dado era información y no simple despecho o envidia, él se puso en pie, recogió la libreta y la estilográfica, las guardó en el bolsillo y dijo-: Muchas gracias por su ayuda, signora. Puede estar segura de que todo lo que me ha dicho será tratado con la mayor discreción. Personalmente, me gustaría agregar que pocas veces se encuentra a un testigo dispuesto a darnos esta clase de información. -Era un puyazo pequeño, y ella no pareció acusarlo, pero no dejaba de ser un puyazo, e hizo que él se sintiera mejor. Con todas las fórmulas de cortesía de rigor, Brunetti se despidió, contento de escapar de aquella casa, aquellas palabras y aquella lengua viscosa y reptil.

Según lo convenido, él y Vianello se encontraron a las cinco en el bar. Pidieron café y, cuando el camarero se alejó, después de ponerles delante las tazas, Brunetti preguntó:

– ¿Y bien?

– Había alguien -dijo Vianello-. Un hombre.

Brunetti rompió dos bolsitas de azúcar, las vació en el café, lo removió y lo bebió de un tirón.

– ¿Quién? -preguntó, observando que Vianello seguía tomando el café sin azúcar, costumbre que, según había oído decir a su abuela, «aclaraba la sangre», aunque no estaba seguro de lo que eso significaba.

– Ni idea. Y sólo un hombre ha dicho algo, algo de que la signora Follini siempre se levantaba antes del amanecer, a pesar de que no abría la tienda hasta las ocho. En realidad, no es tanto lo que ha dicho como la forma de decirlo, y la mirada que le ha lanzado su mujer.

Eso era todo lo que había conseguido Vianello, y no parecía mucho. Podría tratarse de Stefano Silvestri, aunque Brunetti no creía que su mujer fuera de las que permiten al marido estar antes del amanecer más que en la cama con ella o en el barco, faenando.

– He visto a la signorina Elettra -dijo Vianello.

Brunetti se obligó a sí mismo a esperar un momento antes de preguntar:

– ¿Dónde?

– Camino de la playa.

Brunetti se abstuvo de preguntar y, al cabo de lo que parecía mucho tiempo, Vianello agregó:

– Iba con ese hombre.

– ¿Sabe quién es él?

Vianello movió negativamente la cabeza.

– Supongo que lo más práctico será pedir a Bonsuan que lo pregunte a su amigo.

A Brunetti no le gustaba la idea; no deseaba hacer algo que llamara la atención hacia la signorina Elettra.

– Sería preferible preguntar a Pucetti.

– Para eso hará falta que vuelva al trabajo -dijo Vianello mirando al fondo del bar, donde el dueño conversaba animadamente con dos hombres.

– ¿Dónde vive?

– En casa de un primo o no sé qué del dueño. Está cerca.

– ¿Podemos ponernos en contacto con él?

– No; no ha traído el telefonino. Dijo que le daba miedo que alguien lo llamara y dejara un mensaje que lo comprometiera.

– Podríamos haberle dado otro aparato del que sus amigos no tuvieran el número -dijo Brunetti con impaciencia.

– Tampoco lo quiso. Dijo que nunca se sabe.

– ¿Qué es lo que nunca se sabe? -inquirió Brunetti.

– No lo aclaró. Imagino que pensaría que alguien de la questura podía decir que le habían dado un móvil para una misión especial, o que alguien podía llamarlo, o que alguien podía escuchar nuestras llamadas.

– ¿No es un poco paranoico todo eso? -preguntó Brunetti, aunque más de una vez él había pensado en la tercera posibilidad.

– A mí me parece que lo más seguro es pensar siempre que alguien está escuchando todo lo que dices.

– Ésa no es forma de vivir -dijo Brunetti con vehemencia, porque así lo creía.

Vianello se encogió de hombros.

– ¿Qué hacemos?

Brunetti, recordando el comentario de Rizzardi sobre el «rollo fuerte» dijo:

– Me gustaría saber con quién andaba. -Notó que Vianello lo miraba y aclaró-: Me refiero a la signora Follini.

– Sigo pensando que lo mejor será pedir a Bonsuan que hable con su amigo. Esta gente no nos dirá nada. Por lo menos, directamente.

– Una mujer me ha contado que la signora Follini todavía tentaba a los hombres del pueblo al pecado -dijo Brunetti, entre sarcástico y asqueado.

– Seguramente, uno de los tentados sería su marido o el vecino de al lado.

– Dos puertas más abajo.

– Da lo mismo.

Brunetti decidió volver a la lancha para pedir a Bonsuan que hablara con su amigo. No fue necesario ir tan lejos, porque al salir del bar se tropezaron con el piloto que precisamente volvía de almorzar en casa de su amigo, y habían pasado parte de la tarde tomando grappa y hablando de sus días en el ejército. Después de revivir la campaña de Albania y de brindar por los tres venecianos que no habían vuelto, empezaron a hablar de su vida actual. Bonsuan había puesto cuidado en dejar bien claro hacia dónde se orientaba su lealtad, declarando la intención de retirarse de la policía lo antes posible.

Mientras los tres policías caminaban lentamente hacia la lancha, Bonsuan explicó que la averiguación había resultado relativamente fácil y, al despedirse, casi vacía la botella de grappa, ya conocía el nombre del amante de Luisa Follini.

– Vittorio Spadini -dijo no sin orgullo-. De Burano. Pescador. Casado, tres hijos, dos chicos, pescadores y una chica, casada con un pescador.

– ¿Y? -dijo Brunetti.

Quizá por efecto de la grappa o quizá por la reciente charla acerca de su retiro, Bonsuan contestó:

– Y, probablemente, eso es más de lo que usted y Vianello conseguirían en una semana. -Sorprendido al oírse a sí mismo hablar así, agregó-: Señor. -Pero el tiempo que transcurrió entre la respuesta y el tratamiento fue largo.

Se hizo un silencio, que rompió el propio Bonsuan al decir:

– Pero él ya no pesca. Perdió el barco hará unos dos años.

Brunetti, recordando al marido de la signora Boscarini, preguntó:

– ¿En un naufragio?

Bonsuan descartó la idea con un enérgico movimiento de la cabeza.

– No. Algo Peor. Impuestos. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar cómo podían los impuestos ser peor que un naufragio, Bonsuan explicó-: La Guardia di Finanza le puso una multa por tres años de fraude en las declaraciones de ingresos. Él estuvo un año litigando, pero al final perdió. Siempre pierdes. Se quedaron con el barco.

– ¿Por qué es eso peor que un naufragio? -preguntó Vianello.

– Si pierdes el barco en un naufragio, cobras del seguro. Pero con esos hijos de puta de la Finanza no hay seguro que valga.

– ¿Cuánto le pedían? -preguntó Brunetti, consciente, una vez más, de lo poco que sabía del mundo de los barcos y de los hombres que se embarcaban.

– Quinientos millones. Era lo que calculaban que había defraudado más la multa. Pero no hay quien tenga tanto dinero en efectivo, y tuvo que vender el barco.

– Pero, ¿tanto pueden valer? -preguntó Brunetti.

Bonsuan lo miró con extrañeza.

– Un barco tan grande como el suyo vale mucho más. Puede llegar a los mil millones.

– Si le pedían quinientos millones por tres años -terció Vianello-, es que probablemente defraudó el doble, o el triple.

– Es posible -convino Bonsuan no sin un punto de orgullo por el ingenio de los hombres de la laguna-. Ezio me ha dicho que Spadini creía que ganaría. El abogado le dijo que apelara, pero seguramente lo hizo para hinchar la minuta. Al fin, Spadini no pudo evitar que le quitaran el barco. Si hubiera pagado la multa con dinero contante y sonante, hubieran empezado a hacer preguntas -dijo el piloto-, porque hubieran sospechado que dinero tenía, escondido en inversiones y cuentas secretas, como tanta de la riqueza de Italia. -Mirando de soslayo a Vianello, el piloto apuntó-: Dicen que el juez era de los verdes.

El sargento lo asaeteó con la mirada, pero no dijo nada.

– Y que tenía antipatía a los vongolari por lo que le están haciendo a la laguna.

A esto, Vianello dijo al fin, con una amenazadora tensión en la voz:

– Danilo, esos casos de evasión de impuestos no son llevados ante el juez. -Sin dar a Bonsuan tiempo de responder, agregó-: Sea verde o no. -Y volviéndose hacia Brunetti pero apuntando a Bonsuan con sus palabras, dijo-: Ahora alguien nos dirá que los verdes lanzan víboras a las montañas desde helicópteros, para preservar la especie. -Y, a Bonsuan, con una voz más áspera de lo que Brunetti podía recordar-: Vamos, Danilo, ¿no vas a decirnos que unos amigos tuyos encontraron en las montañas botellas con víboras muertas o que vieron cómo las tiraban desde helicópteros?

Bonsuan miró al sargento, pero no se dignó contestar, sumiéndose en un silencio en el que estaba implícita su convicción de que era inútil tratar de razonar con fanáticos. Hacía años que Brunetti oía hablar a la gente de aquellos malignos helicópteros misteriosos, pilotados por ecologistas locos, decididos a defender una perversa idea de la «naturaleza», pero nunca se le había ocurrido que alguien pudiera creerlo.

Habían llegado, no sólo a un punto muerto sino también a la lancha. Bonsuan se apartó de los otros dos hombres y se concentró en la operación de soltar las amarras. Vianello, quizá para suavizar el efecto de sus comentarios, fue a popa y empezó a desatar el segundo cabo. Brunetti los dejó hacer, mientras consideraba las sorprendentes sumas que acababan de mencionarse. Cuando Bonsuan hubo enrollado el cabo, Brunetti embarco a su vez y gritó al piloto que subía la escalera de la cabina del timón:

– Mucho pescado habrá que capturar para pagar un barco como ése.

– Almejas -rectificó Bonsuan al momento-. Es lo que da dinero. Nadie se lía a tiros por el pescado. Pero, como te pillen destrozando los viveros para sacar almejas, prepárate.

– ¿Eso hacía él, destrozar los viveros? -preguntó Brunetti.

– Ya le dije que eso lo hacen todos -respondió Bonsuan-. Escarban en cualquier sitio, y cada año hay menos almejas. Así el precio sube. -Miró de Brunetti a Vianello, que escuchaba desde el muelle. El piloto llamó entonces al sargento con un brusco ademán-. Vamos, Lorenzo.

Vianello rodeó uno de los candeleros del costado de la lancha con el cabo que tenía en la mano y saltó a bordo.

– Pero, si ha perdido el barco -dijo Brunetti, fingiendo no darse cuenta del acuerdo de paz y desviando la conversación de lo general a lo particular-, ¿qué hace ahora?

– Dice Fidele que trabaja para uno de sus hijos, patronea uno de sus barcos -dijo Bonsuan, maniobrando en el panel-. Es un barco mucho más pequeño, en el que sólo van dos hombres.

– Debe de ser duro para él haber dejado de ser el dueño -dijo Vianello.

Bonsuan se encogió de hombros.

– Depende de cómo sea el hijo, supongo.

– ¿Y respecto a la signora Follini? -preguntó Brunetti llevando la conversación a su terreno.

– Llevaban unos dos años -dijo Bonsuan-. Desde que él perdió el barco. -Por si no era suficiente explicación, agregó-: Ya no tenía que madrugar. Ahora sólo madruga cuando quiere.

– ¿Y la esposa? -preguntó Vianello.

Bonsuan se encogió de hombros, y en ese gesto con el que el piloto desestimaba la pregunta estaba contenida Italia toda, su historia y su cultura.

– Ella tiene su casa, y él la mantiene. Sus tres hijos ya están casados y son independientes. ¿De qué puede quejarse? -Si algo agregó Bonsuan quedó ahogado por el ruido del motor, que arrancó, obediente a su orden.

Brunetti, que no deseaba polemizar sobre el tema, se alegró de regresar a la ciudad, a su propia casa, a reunirse con sus propios hijos.

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