CAPÍTULO NUEVE

La música de órgano parecía surgir de los mismos árboles, aumentaba en crescendos, se diluía y volvía a rugir, con una combinación barroca de acordes, pausas y floreos que hacía pensar a Lynley que en cualquier momento el fantasma llegaría columpiándose en las grandes arañas de la ópera. Cuando apareció el Bentley, los dos hombres que discutían se separaron, el desconocido gritó una última imprecación violenta a Nigel Parrish antes de irse hacia la parte alta del pueblo.

– Creo que voy a tener una charla con nuestro Nigel -observó Lynley-. No es necesario que venga, Havers. Vaya a descansar un poco.

– Puedo perfectamente…

– Es una orden, sargento.

– Sí, señor – dijo ella, maldiciéndole para sus adentros.

Lynley esperó hasta que Havers entró en la hostería y retrocedió a través del puente hasta la casa pequeña y extraña que se levantaba en el extremo del común y cuya estructura era muy curiosa. La fachada del edificio estaba cubierta por celosías cuajadas de rosas, las cuales, sin ningún obstáculo a su crecimiento, se extendían exuberantes hacia las estrechas ventanas a cada lado de la puerta. Las flores trepaban por la pared, coronaban majestuosamente el dintel y ascendían para aposentarse en el tejado. Formaban un manto de color intenso, rojo como la sangre, y llenaban la atmósfera de un aroma tan denso que llegaba a ser enfermizo. El efecto que producían estaba a un paso de la obscenidad.

Nigel Parrish ya había entrado, y Lynley le siguió, deteniéndose junto a la puerta abierta para examinar el interior. La fuente de la música que seguía envolviéndole era un sistema de audición casi increíble. En cada uno de los cuatro rincones había un amplificador enorme, que creaba un vórtice de sonido en el centro. Aparte de un órgano, un magnetófono, un receptor de radio y un tocadiscos, no había nada en la estancia salvo una alfombra deshilachada y unas sillas viejas.

Parrish apagó el magnetófono, rebobinó la cinta, la extrajo del aparato y la guardó en su estuche. Hizo todo esto con lentitud, haciendo cada movimiento con una precisión por la que Lynley supo que era consciente de su presencia en la puerta.

– Señor Parrish…

El hombre se volvió en redondo, al parecer sorprendido. Una sonrisa apareció en su rostro, pero no pudo ocultar el hecho de que le temblaban las manos. Parrish pareció percatarse de ello al mismo tiempo que Lynley, pues se apresuró a meterlas en los bolsillos de sus pantalones de tweed.

– ¡Hola, inspector! Ha venido a visitarme. Siento que haya presenciado esa desagradable escena con Ezra.

– De modo que ese hombre era Ezra.

– Así es, el rubio y almibarado Ezra. -El esfuerzo que hacía para sonreír resultaba patético-. El querido muchacho creyó que la “licencia artística” le daba permiso para entrar en mi jardín trasero y estudiar los efectos de la luz en el río. ¿Ve usted qué descaro? Aquí estaba yo, afinando mi psique con la música de Bach, cuando miré por la ventana y le vi instalándose con sus trastos. Intolerable, vamos.

– Y ya es un poco tarde para ponerse a pintar -observó Lynley, acercándose a la ventana. Desde allí no se veía el río ni el jardín. Reflexionó en la naturaleza de la mentira de Parrish.

– Bueno, quién sabe lo que piensan esos grandes magos del pincel – dijo Parrish jovialmente-. ¿Acaso Whistler no pintaba el Támesis en plena noche?

– No estoy seguro de que Ezra Farmington pertenezca a la liga de Whistler.

Lynley observó cómo Parrish sacaba un paquete de cigarrillos y procuraba encender uno, operación que dificultaba el temblor de sus dedos. Cruzó la habitación y ofreció al otro la llama de su encendedor.

Los ojos de Parrish se encontraron con los suyos y quedaron ocultos por un velo de humo.

– Gracias -le dijo-. Lamento que haya visto ese estúpido espectáculo. En fin, no le he dado la bienvenida a la Villa Rosa. ¿Una copa? ¿No? Espero que no le importe si yo tomo un trago.

Entró en una habitación contigua y al poco se oyó un tintineo de cristal. Hubo una larga pausa, seguida nuevamente por el sonido de botellas y vasos, y Parrish apareció provisto de un vaso que contenía una respetable cantidad de whisky. Lynley especuló que debía de ser el segundo o tercero.

– ¿Por qué va a beber a la Paloma y el Silbato?

Esta pregunta cogió desprevenido a Parrish.

– Tenga la bondad de sentarse, inspector. Yo necesito hacerlo, y la idea de que usted esté en pie, por encima de mí como Némesis en persona, me atemoriza.

Lynley pensó que esto era una excelente táctica dilatoria, pero un juego en el que podían participar fácilmente dos personas. Se acercó al estéreo y pasó un rato haciendo inventario de las cintas de Parrish, una notable colección de Bach, Chopin, Verdi, Vivaldi y Mozart, así como una adecuada representación de músicos modernistas. Era evidente que Parrish era ecléctico en cuanto a gustos musicales. Cruzó la habitación, se sentó en una de las pesadas sillas tapizadas y se quedó mirando las negras vigas de roble que se extendían en el techo.

– ¿Por qué vive en este pueblo remoto? Es evidente que un hombre con su gusto musical y su talento estaría mucho más cómodo en un entorno más cosmopolita, ¿no es cierto?

Parrish emitió una risa breve y se pasó una mano por el cabello perfectamente peinado.

– Creo que me gusta la otra pregunta. ¿Tengo la opción de responder a una de ellas?

– El Santo Grial está a la vuelta de la esquina, pero usted acude al otro extremo del pueblo, a pesar de que, según dice, ya no está para esos trotes, sólo para beber en la otra taberna, la del Camino de San Chad. ¿Qué atractivo tiene ese establecimiento?

– Absolutamente ninguno -respondió Parrish, al tiempo que jugueteaba con los botones de un puño de su camisa-. Podría decirle que está Hannah, pero dudo que me creyera. La verdad es que prefiero la atmósfera de La Paloma. Eso de emborracharse delante mismo de la iglesia parece un tanto blasfemo, ¿no lo cree así?

– ¿Evita a alguien en el Santo Grial? -inquirió Lynley.

– ¿Evitar…? -La mirada de Nigel pasó de Lynley a la ventana.

Una rosa totalmente abierta besaba el vidrio con unos labios enormes. Los pétalos habían empezado a curvarse, mientras que el estigma, el pistilo y los filamentos estaban ennegrecidos. Sería preciso arrancarla, pero tardaría en morir.

– En absoluto. ¿A quién iba a evitar? ¿Quizás al padre Hart? ¿O al querido y difunto William? Este y el cura solían empinar el codo ahí una o dos veces por semana.

– No les tenía mucha simpatía a los Teys, ¿verdad?

– No, es cierto. Los beatos nunca me han sido simpáticos. No sé cómo Olivia aguantaba a aquel hombre.

– Quizás quería un padre para Bridie.

– Quizás. Bien sabe Dios que a la niña le haría falta cierta influencia paterna, y hasta el viejo y áspero William probablemente era mejor que nada. Liv no sabe qué hacer con ella. -Extendió las piernas y movió los pies a un lado y otro, como si examinara el lustre de sus zapatos-. Yo cuidaría de ella, pero, si he de serle franco, los niños no me gustan gran cosa y los “patos” en absoluto.

– Pero, en cualquier caso, tiene una estrecha relación con Olivia.

La expresión de Parrish no reveló nada.

– Fui compañero de escuela de su marido, Paul. ¡Qué hombre era aquél! ¡Divertidísimo!

– Murió hace cuatro años, ¿no?

Parrish asintió.

– A causa de la corea de Huntington. Al final, ni siquiera reconocía a su mujer. Fue horrible. Verle morir así cambió las vidas de cuantos le rodeaban. – Parpadeó varias veces y su atención se centró en el cigarrillo y luego en sus uñas, las cuales estaban bien cuidadas. El hombre sonrió de nuevo. La sonrisa era su arma defensiva, su manera de negar cualquier emoción que pudiera surgir a través de la superficie de su indiferencia-. Supongo que ahora me preguntará dónde estaba yo la noche fatal. Me encantaría poder darle una coartada, inspector. Que estaba en la cama con la puta del pueblo sería estupenda. Pero no sabía que aquella noche nuestro querido William tendría un encuentro con un hacha, por lo que me quedé en casa, tocando el órgano, completamente solo. ¿No es suficiente para quedar libre de toda sospecha? Quizás podría decir que quienquiera que me oyera estará en condiciones de atestiguar lo que digo.

– ¿Como hoy, tal vez?

Parrish ignoró esta pregunta y apuró su vaso.

– Cuando terminé, me fui a la cama. De nuevo, por desgracia, completamente solo.

– ¿Desde cuándo vive en Keldale, señor Parrish?

– Ah, volvamos a la idea inicial, ¿no es así? Déjeme ver. Desde hace cerca de siete años.

– ¿Y antes?

– Vivía en York, inspector. Enseñaba música en la escuela. Si va a investigar mi pasado en busca de detalles sabrosos, le diré que no, no me despidieron. Me marché por propia voluntad, porque quería vivir en el campo y disfrutar de cierta paz. -Su voz se elevó algo al pronunciar la última palabra.

Lynley se puso de pie.

– Entonces le dejaré en paz. Buenas noches.


Cuando el inspector salía de la casa, la música empezó a sonar de nuevo, esta vez menos estridente, pero no antes de que la nota discordante de un vaso roto contra alguna superficie de piedra le dijera la manera en que Nigel Parrish celebraba su marcha.

– Espero que no le moleste, pero le he reservado una mesa para cenar en Keldale Hall -le dijo Stepha Odell, la cual ladeó la cabeza y miró a Lynley pensativamente.- Sí, creo que hice lo apropiado. Esta noche parece necesitar una buena cena.

– ¿Acaso me estoy quedando en los huesos por momentos?

Ella cerró un libro de registro y lo colocó en un estante detrás del mostrador.

– En absoluto. La comida es excelente, desde luego, pero no es por eso por lo que le he reservado mesa ahí. Ese sitio es una de nuestras principales diversiones. Lo dirigen los excéntricos de la localidad.

– No les falta nada, ¿eh?

Ella rió.

– Tenemos todos los placeres que proporciona la vida, inspector. ¿Tomará una copa o está todavía de servicio?

– No diría que no a una jarra de cerveza de Odell.

– Estupendo. -Stepha le precedió al salón y se dispuso a servir la cerveza-. La familia Burton-Thomas dirige Keldale Hall. Nadie sabe con certeza cuál es su relación, y a la señora Burton-Thomas le gusta mantener la incertidumbre. Juraría que tiene media docena de hijos que, según ella, la llaman “tía”, por no mencionar a sus sobrinos verdaderos, que trabajan ahí como camareras, sirvientes y cocineros.

– Eso parece tener un sabor muy del siglo XIX -observó Lynley.

Stepha deslizó su cerveza sobre la barra pulimentada y se sirvió una jarra más pequeña.

– No, no son gente anticuada. Espere a conocerlos y verá. Los conocerá a todos, pues la señora Burton-Thomas siempre cena con sus comensales. Cuando telefoneé para hacer la reserva, se entusiasmó con la idea de que un miembro de Scotland Yard cene a su mesa.

Sin duda envenenará a alguien para ver cómo trabaja usted. Pero no hay mucho donde escoger. Dice que en estos momentos sólo aloja a dos parejas: un dentista americano y dos tortolitos, como ella dice.

– Parece exactamente la clase de velada que necesito -dijo Lynley. Se acercó a la ventana, con el vaso en la mano, y miró el sendero serpenteante que era el Camino de la Abadía de Keldale. No podía ver gran cosa, pues se curvaba a la derecha y desaparecía bajo el arco protector de los árboles.


Stepha se reunió con él. Permanecieron unos instantes en silencio.

– Espero que haya visto a Roberta -le dijo por fin.

El se volvió, creyendo que la mujer estaría mirándole, pero no la hacía, sino que miraba fijamente la jarrita de cerveza que sujetaba y la que hizo girar lentamente en la palma de la mano, como si toda su concentración estuviera puesta en el equilibrio del recipiente y la necesidad absoluta de no derramar ni una gota.

– ¿Cómo lo ha sabido?

– De niña era muy alta, la recuerdo bien. Casi tan alta como Gillian. Era una muchacha corpulenta. -Con una mano mojada por la humedad del vaso, se apartó algunas hebras de cabello de la frente. Sus dedos dejaron una tenue raya en la piel, que se frotó con impaciencia-. Ocurrió muy lentamente, inspector. Primero sólo estaba llenita… se le notaba una tendencia a la obesidad, pero eso era todo. Luego… se puso como usted la ha visto hoy. -El estremecimiento que recorrió su cuerpo fue revelador y, como si se hubiera dado cuenta de lo que implicaba su reacción, añadió-: Es un defecto terrible, ¿verdad? Siento una aversión exagerada hacia la fealdad. Ciertamente, no me gusta ese rasgo de mi carácter.

– Pero no me ha respondido.

– ¿Ah, no? ¿Qué me ha preguntado?

– Cómo ha sabido que he visto a Roberta.

Un ligero rubor cubrió las mejillas de Stepha. Se movió inquieta y pareció tan incómoda que Lynley lamentó haberla presionado.

– No importa -le dijo.

– Es sólo que… ha cambiado usted un poco desde esta mañana. Está más agobiado y tiene arrugas en las comisuras de la boca. -El rubor se intensificó-No las tenía antes.

– Ya veo.

– Por eso me pareció que la había visto.

– Pero lo supo sin necesidad de preguntar.

– Sí, supongo que sí. Y me pregunté cómo puede soportar la fealdad de las vidas de otras personas, tal como lo hace.

– Vengo haciéndolo desde hace años y uno se acostumbra a todo, Stepha.

El hombretón estrangulado mientras estaba sentado ante su mesa, la sucia muchacha muerta y con la aguja clavada en el brazo, la salvaje mutilación del cadáver de un joven. ¿De veras llegaba uno a acostumbrarse al lado sombrío del ser humano?

Ella le miró entonces con una franqueza sorprendente.

– Pero sin duda es como contemplar un infierno.

– Sí, un poco.

– ¿Y no ha deseado escapar de todo eso? ¿Salir corriendo en la otra dirección? ¿Nunca? ¿Ni una sola vez?

– Uno no puede pasarse la vida huyendo.

Ella desvió la vista y volvió a mirar a través de la ventana.

– Yo sí puedo -murmuró.


Barbara oyó los golpes y apagó el tercer cigarrillo. Miró a su alrededor presa del pánico, abrió la ventana y corrió al lavabo para tirar la colilla a la taza. Los golpes arreciaron y la voz de Lynley la llamó por su nombre.

La sargento fue a abrir. El titubeo y miró por encima de su hombro con curiosidad antes de hablar.

– Hola, Havers, traigo noticias. Parece ser que la señora Odell quiere que tomemos una cena más sustanciosa, y nos ha reservado una mesa en Keldale Hall. -Consultó su reloj-. Iremos dentro de una hora.

– ¿Qué? -exclamó ella, alarmada-. Me temo que no puedo… no creo que…

Lynley enarcó una ceja.

– Por favor, Havers, no me venga ahora con las mismas monsergas de Helen, que no tiene nada que ponerse, etcétera.

– ¡Pero es cierto! -protestó ella-. Vaya usted solo. Yo comeré algo en la Paloma y el Silbato.

– En vista de su reacción ante la comida que nos sirvieron ahí ayer, ¿cree que es sensato repetir la experiencia?

Era un golpe bajo, y ella le maldijo en silencio.

– No me gusta el pollo, nunca lo como.

– Magnífico. Tengo entendido que el cocinero del Hall es todo un gourmet. Dudo que haya ningún bicho con plumas, a menos, claro, que Hannah sea la camarera.

– Pero es que no puedo…

– Es una orden, Havers. Dentro de una hora.

Tras estas palabras, el inspector giró sobre sus talones y se marchó. Barbara volvió a maldecirle en su interior y cerró la puerta con la brusquedad suficiente para mostrar su disconformidad. Buena velada le aguardaba: cubertería de plata, copas de cristal tallado y camareros que se llevan cuchillos y tenedores antes de que una haya descubierto qué hacer con ellos. El pollo con guisantes de la Paloma y el Silbato parecía una bendición comparado con aquel engorro.

Abrió el armario ropero y examinó su contenido. ¿Qué podría llevar para mezclarse adecuadamente con la sociedad elegante? ¿La falda de tweed marrón y el pulóver a juego? ¿Los pantalones de drill y las botas? ¿Quizás el traje azul, a fin de que Lynley recordara a Helen con su impecable guardarropía, su cabello bien cortado, la manicura perfecta de sus manos y su voz lírica?

Sacó un vestido camisero de lana blanca y lo arrojó sobre la cama deshecha. La verdad es que, bien mirado, incluso resultaba divertido. ¿Creería la gente que salían juntos? ¿Apolo llevando a cenar a Medusa? ¿Cómo encajaría él las miradas y las burlas?

Una hora después, ni un segundo más ni menos, Lynley volvió a llamar a la puerta. Ella se miró en el espejo y sintió que se le revolvía el estómago. El vestido le sentaba muy mal, parecía un barril con piernas cubierto con una tela blanca. Abrió la puerta y le miró furiosa. Él iba impecablemente vestido.

– ¿Siempre lleva trajes con usted? -le preguntó, incrédula.

– Lo mismo que los muchachos exploradores -respondió él sonriente.- ¿Nos vamos?

La acompañó con galantería por la escalera y le abrió la portezuela del coche, todo ello con la naturalidad de un caballero de nacimiento. Como un piloto automático, se dijo Barbara irónicamente. ¿Por qué no se ponía su atuendo de terrateniente y se olvidaba de Scotland Yard?

Como si le hubiera leído la mente, el inspector se volvió hacia ella antes de poner el coche en marcha.

– Havers, me gustaría dejar el caso de lado durante el resto de la velada.

¿De qué diablos hablarían si el asesinato de Teys iba a ser tabú?

– De acuerdo -replicó ella bruscamente.

Lynley asintió y puso el motor en marcha.

– Me encanta esta parte de Inglaterra -le dijo mientras tomaba la carretera de la abadía-. ¿No le había dicho que soy un yorkista descarado?

– ¿Un yorkista?

– En estos parajes tuvo lugar la Guerra de las Rosas. La casa del sheriff Hutton no está lejos de aquí y la de Middleham a tiro de piedra, como suele decirse.

– No lo sabía.

Y ahora le largaba una lección de historia, porque todo lo que sabía ella de la Guerra de las Rosas era que había existido un conflicto con ese nombre.

– Ya sé que uno está obligado a tener una mala idea de los York, ya que, al fin y al cabo, eliminaron a Enrique VI. -Tamborileó con los dedos sobre el volante, pensativo-. Pero, a mi modo de ver, eso fue un acto de justicia. Pomfret y el asesinato de Ricardo II a manos de su propio sobrino. Matando a Enrique parece que se cerró el círculo del crimen.

Ella trenzó el vestido de lana blanco entre los dedos y suspiró, derrotada.

– Verá, señor, esto no se me da bien y… bueno, estaría mucho mejor en la Paloma y el Silbato. Si tuviera la bondad…

Lynley frenó repentinamente al borde de la carretera.

– Por favor, Barbara. -Ella sabía que la estaba mirando, pero mantenía los ojos fijos en la oscuridad y contaba las mariposas nocturnas que revoloteaban bajo la luz de los faros-. ¿Por qué no se comporta por una sola noche tal como es? Sea usted misma, por Dios.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó ella en un tono que le pareció demasiado suspicaz.

– Significa que puede dejar de actuar, o, por lo menos, deseo que lo haga.

– ¿Actuar?

– Simplemente sea usted misma.

– ¿Cómo se atreve…?

– ¿Por qué finge que no fuma?

– ¿Y usted por qué finge ser un esnob de la clase rica? -replicó ella, y en el acto pensó que se había excedido.

Se hizo una pausa de silencio. Luego él echó atrás la cabeza y se rió.

– Tocado. ¿Por qué no hacemos una tregua durante el resto de la velada y por la mañana seguimos desdeñándonos mutuamente?

Ella le miró furibunda y entonces, a su pesar, sonrió. Sabía que aquel hombre la estaba manipulando, pero no le importaba.

– De acuerdo -dijo a regañadientes, pero observó que ninguno de los dos había respondido a la pregunta del otro.

Al llegar a Keldale Hall les recibió una mujer que hizo perder a Barbara los temores por su atuendo que Lynley no había podido disipar. Vestía una falda de color indefinido, horadada por las polillas, una blusa de gitana decorada con estrellas y un chal con lentejuelas echado sobre los hombros, como una manta india. Tenía el pelo gris recogido con dos cintas elásticas, una a cada lado del cuello, y para completar el conjunto se había puesto en la cabeza una peineta española de carey.

– ¿Son de Scotland Yard? -preguntó, mirando a Lynley con ojo crítico-. Dios mío, no los vestían así cuando yo era joven. -Soltó una risotada-. ¡Pasen! Hoy somos pocos, pero me han librado de asesinar a alguien.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Lynley, haciendo que Barbara pasara delante.

– Tengo aquí una pareja de americanos a los que me encantaría matar. Pero dejemos eso. Ya lo comprenderán en seguida. Estamos reunidos ahí dentro. -Les precedió a través del enorme vestíbulo, en el que flotaban diversos olores procedentes de la cocina cercana-. No les he dicho que ustedes son de Scotland Yard -les confió sin bajar el tono de voz, al tiempo que se ajustaba el chal de lentejuelas-. Cuando conozcan a los Watson, sabrán por qué. -Cruzaron el comedor, donde la luz de las velas arrojaba sombras sobre las paredes. Había una mesa enorme, con un mantel blanco y puesta con vajilla de porcelana y cubiertos de plata-. Los otros son una pareja de recién casados, de Londres. Me gustan. No se manosean en público como suelen hacer tantas parejas. Son muy tranquilos y muy amables. Supongo que no les gusta llamar la atención porque el hombre está lisiado. Pero la esposa es una criatura adorable.

Barbara se dio cuenta de que Lynley retenía el aliento. Los pasos detrás de ella se hicieron más lentos y luego se detuvieron por completo.

– ¿Quiénes son? -preguntó con voz ronca.

– Se llama Allcourt-Saint James -dijo la mujer mientras abría la puerta.- ¡Tenemos compañía! -anunció.


Barbara se dio cuenta de la calidad fotográfica de la escena. El fuego ardía en la chimenea, siseando al tiempo que las llamas devoraban el carbón. A su alrededor había unos cómodos sillones. En el extremo de la sala, tocada por las sombras, Deborah Saint James estaba inclinada sobre el piano, hojeando con expresión complacida en un álbum familiar. Alzó la vista, sonriente, y los hombres se pusieron en pie. Los presentes quedaron inmovilizados y silenciosos.

– Dios mío -susurró Lynley, y su tono reflejaba plegaria, maldición y resignación.

Al oírle, Barbara le miró y comprendió de repente. Era ridículo que no lo hubiera visto antes. Lynley estaba enamorado de la mujer del otro.

– ¡Encantado de conocerles! Qué virguería de traje que lleva, amigo -dijo Hank Watson, tendiendo la mano a Lynley, una mano algo húmeda de sudor, por lo que era como estrechar a un pez cálido y crudo-. Soy dentista -explicó-. He venido a la convención de la ADA en Londres. Los impuestos nos comen vivos. Esta es Jojo, mi esposa.

Una vez efectuadas las presentaciones, la señora Burton-Thomas tomó de nuevo la palabra.

– Tengo por norma tomar cava antes de la cena, y si es posible, también antes del desayuno. ¡Trae el vino, Danny! -gritó en dirección a la puerta, y poco después entró una muchacha en la sala, con un cubo de hielo, cava y copas.

– ¿A qué se dedica, amigo? -preguntó Hank a Lynley mientras les llenaba las copas-. Pensé que Simon, aquí presente, era algo así como profesor universitario, y me entró el telele cuando dijo que se dedicaba a la cosa forense.

– La sargento Havers y yo trabajamos en Scotland Yard -respondió Lynley.

– ¡Arrea! ¿Has oído eso, cariño? -Miró a Lynley con renovado interés-. ¿Han venido por el misterio del bebé?

– ¿Qué misterio?

– Es un caso que ya tiene tres años de antigüedad y supongo que a estas alturas las pistas son bastante escasas. -Hank guiñó un ojo a Danny, la cual estaba colocando la botella de cava en el cubo de hielo-. El bebé muerto en la abadía, ya sabe.

Lynley no sabía nada ni quería saberlo. No podría haber respondido aunque su vida dependiera de ello. Se sentía incómodo, sin saber adónde mirar ni qué decir. Sólo era consciente de la presencia de Deborah.

– Hemos venido por el misterio de la decapitación -dijo entonces Havers en tono cortés, mucho más de lo habitual en ella.

– ¿De-ca-pi-ta-ción? -gruñó Hank-. ¡En esta región del país no ganas para sustos! ¿No es cierto, Jojo?

– Desde luego -dijo su esposa, asintiendo solemnemente. Acarició el largo collar de perlas que llevaba y miró esperanzada a los silenciosos esposos Saint James.

– Venga, dele a la maldita -dijo Hank, que se había inclinado hacia delante en su sillón, acercándose más a los Saint James.

– ¿Cómo ha dicho?

– Que suelte la lengua y nos cuente la verdad, la auténtica verdad de lo ocurrido. -Dio una palmada al brazo del sillón en el que Lynley estaba sentado-. ¿Quién lo hizo, amigo?


Era demasiado. Aquel lamentable hombrecillo con el rostro casi congestionado por la excitación era intolerable. Llevaba un traje de poliéster de color azafrán, una camisa estampada a juego, y del cuello le colgaba una pesada cadena de oro con un medallón que oscilaba sobre el vello hirsuto del pecho. En un dedo brillaba un diamante del tamaño de una nuez, y sus dientes blancos lo parecían todavía más a causa del intenso bronceado de su piel. Movía las aletas de su nariz bulbosa, revelando la negrura de las fosas nasales.

– No estamos seguros del todo -replicó Lynley seriamente-, pero usted encaja en la descripción.

Hank fijó en él sus ojos saltones.

– ¿Que encajo en la descripción? -gruñó. Entonces miró a Lynley más de cerca y sonrió-. ¡Caramba con ustedes, los británicos! ¡No acabo de cogerle el truco a su sentido del humor! Pero voy mejorando, ¿no es cierto Simon?

Finalmente Lynley miró a su amigo y vio que sonreía divertido.

– Sin duda alguna -respondió Saint James.


Cuando regresaban a la hostería por la oscura carretera, Barbara observó furtivamente a Lynley. Hasta aquella noche, le había parecido impensable que semejante hombre tuviera un fracaso amoroso. Sin embargo, allí mismo, en las afueras del pueblo, se hallaba la prueba innegable: Deborah.

Recordó el momento de silencio embarazoso, durante el que los tres se miraron entre sí antes de que ella se adelantara, con el rostro sonriente y la mano tendida.

– ¡Tommy! -exclamó la señora Saint James-. ¿Qué estás haciendo en Keldale?

Él no supo qué responder. Barbara se dio cuenta e intervino.

– Una investigación -replicó.

Entonces aquel fastidioso tipejo americano se puso en medio -en realidad, la suya fue una intervención oportuna- y los tres volvieron a respirar con normalidad.

Con todo, Saint James permaneció donde estaba, al lado de la chimenea, saludando cortésmente a su amigo pero sin hacer ningún otro movimiento, aparte de seguir con la mirada a su esposa. Si le preocupaba la inesperada llegada de Lynley, si sentía celos ante los palpables sentimientos de aquel hombre, su rostro no reveló nada.

Deborah era, de los dos, la más obviamente turbada. Se había ruborizado y entrelazaba y separaba repetidas veces las manos sobre el regazo. Sus ojos se movían incansables entre los dos hombres, y no ocultó el alivio que experimentaba cuando Lynley sugirió que se marcharan a la primera oportunidad después de la cena.

Ahora estacionaba el Bentley delante de la hostería. Tras cerrar el contacto, se recostó en el asiento y se frotó los ojos.

– Tengo la sensación de que podría dormir durante todo un año. ¿Cómo cree que la señora Burton-Thomas va a librarse de ese dentista inaguantable?

– ¿Arsénico, quizás?

El rió.

– Tendrá que hacer algo. Hablaba como si quedarse ahí otro mes fuese la ilusión de su vida. ¡Qué pelmazo!

– No es agradable tropezarse con un tipo así durante la luna de miel – admitió ella, y se preguntó si él seguiría el hilo de la conversación y le diría algo sobre Saint James y Deborah, sobre la extraña coincidencia de su encuentro en aquel lugar remoto. Incluso se preguntó si le revelaría cómo había llegado a ocupar el peor lado posible de aquel inusitado triángulo amoroso.

Pero en vez de replicar, él bajó del coche y cerró la portezuela. Barbara le observó sutilmente mientras se le aproximaba. Su calma era absoluta, tenía un dominio de sí mismo total. Si había algún cambio en él, quizás era el retorno de su máscara de afectación.

Se abrió la puerta de la hostería y el rectángulo de luz enmarcó a Stepha Odell.

– Me pareció oír su coche -le dijo-. Tiene una visita, inspector.


Deborah contempló su imagen reflejada en el espejo. El no había dicho una sola palabra desde que entraron en el dormitorio, y se había limitado a acercarse al fuego y sentarse en el sillón, con una copa de coñac en la mano. Ella le contempló, sin saber qué decirle, temerosa de franquear el muro de su repentino aislamiento. “No sigas por ese camino, Simon -quería gritarle-. No te alejes de mí, no vuelvas a esa oscuridad”. Pero ¿cómo podía decírselo y arriesgarse a que su marido le echase en cara sus sentimientos hacia Tommy?

Abrió el grifo del lavabo y contempló melancólica el fluir del agua. ¿En qué pensaba él, a solas en la habitación? ¿Se sentía acosado por Tommy? ¿Se preguntaba acaso si ella cerraba los ojos cuando hacía el amor con él para poder así pensar en él? Nunca le había preguntado nada, ni una sola vez la había interrogado. Simplemente aceptaba lo que ella decía, lo que le daba. Así pues, ¿qué podía ella decirle o darle ahora, con su pasado y con Tommy interpuestos entre los dos?

Se humedeció la cara varias veces, se secó, cerró el grifo y se obligó a regresar al dormitorio. El corazón le dio un vuelco al ver que él se había acostado. El pesado tensor yacía en el suelo, cerca de la silla, y las muletas estaban apoyadas en la pared, al lado de la cama. La habitación estaba a oscuras, pero a la débil luz de los rescoldos que aún ardían en la chimenea, vio que él estaba despierto, sentado en la cama y apoyado en las almohadas, contemplando el resplandor de las ascuas.

Deborah fue hacia él y se sentó en el borde de la cama.

– Estoy confusa -le dijo.

El buscó su mano a tientas.

– Lo sé. He intentado encontrar la manera de ayudarte, pero no sé que hacer.

– Le herí, Simon. No me lo propuse, pero ocurrió de todos modos y no puedo olvidarlo. Cuando le veo, me siento responsable de su dolor y quiero hacerlo desaparecer. Yo… quizás entonces me sentiría mejor, menos culpable.

El le tocó la mejilla y recorrió el perfil de su mandíbula.

– Si fuera tan fácil, amor mío… No puedes disipar su dolor, no está en tu mano ayudarle. Tiene que hacerlo solo, pero es muy duro, porque te quiere. Y eso no lo cambia el hecho de que lleves una alianza matrimonial, Deborah.

– Simon…

Él no la dejó terminar.

– Lo que me molesta es ver el efecto que ejerce sobre ti. Veo que te sientes culpable y deseo librarte de ese sentimiento, pero no sé cómo. Ojalá lo supiera. No me gusta verte tan desdichada.

Ella le escrutó el rostro, hallando consuelo y paz en los surcos y los ángulos, un rostro trabajado por el sufrimiento, sin belleza, un catálogo de aflicciones padecidas, superadas y vueltas a padecer. Se sintió henchida de amor hacia él, y la súbita intensidad de la emoción puso un nudo en su garganta.

– ¿De veras te preocupabas por mi mientras estabas aquí sentado, a oscuras? Qué propio de ti, Simon.

– ¿Por qué dices eso? ¿Qué crees que hacía?

– Atormentarte con… cosas del pasado.

– Ven aquí. -La tomó en sus brazos y apoyó la mejilla en su cabeza-. No voy a mentirte, Deborah. No resulta fácil para mí, sabiendo que Tommy fue tu amante. Si hubiera sido cualquier otro, podría haberle atribuido toda clase de defectos para convencerme de que no era digno de ti. Pero ése no es el caso, ¿no es cierto? El es un buen hombre, te merece, y nadie lo sabe mejor que yo.

– Y eso te obsesiona. Es lo que creía.

– No, no me obsesiona en absoluto. -Sus dedos se deslizaron por el cabello para acariciarle la garganta y quitarle de los hombros la camisa de dormir-. Al principio sí, lo admito. Pero, sinceramente, ya la primera vez que hicimos el amor me di cuenta de que nunca tendría que pensar de nuevo en tu relación con Tommy, si no deseaba hacerlo. Y ahora -ella supo que sonreía, aunque no podía verlo- cada vez que te miro sólo pienso en ti y no existe más que el presente, no pienso en el pasado, deseo desnudarte, respirar la fragancia de tu piel, besarte en la boca, los pechos y los muslos. Lo cierto es que la confusión se está convirtiendo en uno de los problemas más serios para mí.

– Lo mismo me sucede a mí.

– Entonces, amor mío -le susurró-, quizás deberíamos concentrar todas nuestras energías en la búsqueda de una solución. -La mano de Deborah se deslizó bajo las ropas de cama, y él retuvo el aliento al notar su contacto-. Este es un buen principio -admitió en voz baja, y la besó en los labios.

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