CAPÍTULO CINCO

Lynley dejó el periódico y miró a Barbara Havers. No tenía necesidad de hacerlo a hurtadillas, pues la sargento estaba inclinada sobre la mesita de plástico extendida entre los dos, examinando el informe del asesinato de Keldale. Pensó breve y vagamente en las profundidades en que se hundía el sistema ferroviario británico, con su pintoresco programa actual, destinado a soportar un desgaste máximo con un mantenimiento mínimo, pero en seguida volvió a centrar su atención en la mujer sentada ante él.

Estaba informado acerca de Havers, como todo el mundo. El primer período de aquella mujer en el Departamento de Investigación Criminal había sido un rotundo fracaso, y se había enemistado rápidamente con MacPherson, Stewart y Hale, tres de los inspectores de mejor carácter y con los que era fácil llevarse bien. MacPherson, sobre todo, con su buen humor montañés y su paternalismo, podría haber sido un mentor extraordinario para una persona como Havers. Aquel hombre era casi un osito de peluche. ¿Quién no había podido trabajar con éxito a su lado? Sólo Havers.

Lynley recordaba el día en que Webberly decidió que volviera a vestir el uniforme. Naturalmente, todos sabían de antemano que llegaría aquel momento. Se vio venir durante meses. Pero, cuando llegó, nadie estaba preparado para la reacción de la mujer.

– Si estuviera licenciada por Eton, no me rebajaría así -gritó en el despacho de Webberly con una voz quebrada y lo bastante alta para que la oyeran en toda la planta-. Si tuviera una cuenta corriente, un título nobiliario y la voluntad de joder a todo bicho viviente, mujer, hombre, niño o animal, ¡sería perfectamente apta para su maldito departamento!

A la mención de Eton, tres cabezas se volvieron en dirección a Lynley. Cuando Havers puso fin a su diatriba, un silencio horrorizado indicó a aquél que todas las personas en su campo visual le estaban mirando. De pie ante un fichero, examinaba el expediente de aquel gusano de Harry Nelson, y de pronto notó que los dedos se le agarrotaban. Desde luego, no tenía verdadera necesidad de consultar el expediente, no era aquél el momento oportuno, y no podía permanecer allí de pie indefinidamente; tenía que regresar a su mesa.

Se obligó a hacerlo, al tiempo que decía en tono jovial:

– Dios mío, yo siempre trazo la raya antes de llegar a los animales.

Su observación provocó unas risas nerviosas e incómodas. Entonces Havers salió del despacho de Webberly dando un portazo y avanzó enfurecida por el corredor. La ira contorsionaba sus labios y tenía las mejillas cubiertas de lágrimas que se enjugaba bruscamente con la manga de la chaqueta. Lynley notó que toda la fuerza de su odio se derramaba sobre él. Sus miradas se encontraron y los labios de la sargento trazaron una mueca de desprecio. Era como si hubiera contraído una enfermedad incurable.

Un instante después, MacPherson se acercó a su mesa, sobre la que depositó el expediente de Harry Nelson, al tiempo que le decía en tono cordial: “Excelente reacción, muchacho”. Sin embargo, las manos de Lynley habían tardado diez minutos en serenarse, al cabo de los cuales pudo telefonear a Helen.

– ¿Almorzamos juntos, cariño?

– Claro que sí, Tommy. Simon me ha hecho pasar toda la mañana mirando las muestras de pelo más horribles que te puedas imaginar. ¿Sabías que el cuero cabelludo se desprende cuando le tiras del pelo a alguien?… Pero eso no me ha quitado las ganas de comer. ¿Vamos a Connaught?


Bendita Helen. ¡Qué magnífico asidero había sido para él durante el último año! Lynley se concentró de nuevo en Havers, la cual le recordaba a una tortuga, sobre todo aquella mañana, cuando Helen entró en el comedor. La pobre mujer se había quedado paralizada, pronunció unas pocas palabras y se metió en su concha. ¡Qué conducta tan extraña! ¡Como si tuviera algo que temer de Helen! Se palpó los bolsillos, en busca del tabaco y el encendedor.

Este movimiento hizo que la sargento Havers alzara la vista, pero en seguida volvió a centrarse en su informe, con el rostro impasible. Lynley pensó que aquella mujer no fumaba ni bebía y sonrió irónicamente. “Bueno, sargento -dijo para sus adentros-, tendrá que acostumbrarse. No soy hombre dispuesto a renunciar a mis vicios. Por lo menos en el último año.”

Nunca había podido comprender la notable antipatía que le mostraba la sargento. Mediaba entre ellos la diferencia de clase, algo completamente ridículo, que jamás le había creado un gran problema con nadie. Era como si las pomposas palabras “octavo conde de Asherton” resonaran cada vez que pasaba por su lado, cosa que había evitado escrupulosamente desde que la sargento volvió a vestir el uniforme.

Exhaló un suspiro. Ahora trabajaban juntos. ¿En qué había pensado exactamente Webberly al establecer aquella grotesca alianza entre ellos? El inspector jefe era, con creces, el hombre más inteligente que había pasado por el Yard, por lo que aquella relación quijotesca no podía ser impremeditada. Miró a través de la ventanilla cubierta de gotas de lluvia. “Ahora, si pudiera determinar quién de los dos es Sancho Panza, nos llevaríamos estupendamente”.

Esta idea le hizo reír. La sargento Havers alzó la vista y le miró con curiosidad, pero no dijo nada. Entonces Lynley sonrió.

– Estaba buscando molinos de viento -le dijo.


Mientras tomaban el insípido café del tren en vasitos de papel, la sargento Havers sacó a relucir la cuestión del hacha.

– No tiene ninguna huella -observó.

– Parece raro, ¿verdad? -Lynley dio un respingo al notar el sabor del brebaje y dejó el vasito a un lado-. Matas a tu perro, matas a tu padre, y te quedas ahí sentado esperando que llegue la policía, pero limpias el mango del hacha para que no haya ninguna huella. No tiene sentido.

– ¿Por qué cree que ella mató al perro, inspector?

– Para silenciarlo.

– Supongo que sí -convino ella a regañadientes.

Lynley vio que quería decir algo más.

– ¿Usted qué cree?

– Yo… nada. Probablemente tiene usted razón, señor.

– Pero usted tiene otra idea. ¿Cuál es? – Havers le miraba con cautela -. ¿Sargento? -le acució él.

Ella se aclaró la garganta.

– Pensaba que, en realidad, la muchacha no tenía necesidad de silenciarlo… quiero decir que era su perro. ¿Por qué iba a ladrarle? Quizás me equivoque, pero parece que ladraría a un intruso y que éste querría silenciarlo.

Lynley contempló sus uñas bien cuidadas.

– El curioso incidente del perro por la noche -murmuró-. Ladraría a una muchacha conocida si ésta atacara a su padre.

– Pero… estaba pensando, señor… -Con un movimiento nervioso se colocó el pelo detrás de las orejas, gesto que la hizo menos atractiva que de ordinario-¿No parece como si hubieran matado al perro primero? -Buscó entre los papeles que había devuelto a la carpeta y sacó una de las fotografías-. El cuerpo de Teys ha caído sobre el perro.

Lynley examinó la foto.

– Sí, claro, pero ella podría haberlo arreglado así.

Sorprendida, Havers abrió mucho sus ojos pequeños y vivaces.

– No creo que pudiera hacer eso, señor. De ningún modo.

– ¿Por qué no?

– Teys medía metro noventa y tres. -Buscó torpemente otra hoja del informe-. Pesaba… aquí está, ciento dos kilos. No puedo imaginar a esa Roberta moviendo ciento dos kilos de peso muerto sólo para amañar la escena del crimen, sobre todo si tenía la intención de confesar en seguida. No me parece posible. Además, el cuerpo no tenía cabeza, por lo que parece evidente que las paredes estarían salpicadas de sangre si lo hubiera movido, pero no había ninguna mancha de sangre.

– Un tanto a su favor, sargento -dijo Lynley, al tiempo que sacaba del bolsillo las gafas de lectura-. Creo que estoy de acuerdo. A ver, déjeme echar un vistazo a eso. -Ella le entregó todo el expediente-. La muerte se produjo entre las diez y las doce de la noche -dijo como si hablara consigo mismo-. Había cenado pollo con guisantes. ¿Ocurre algo, sargento?

– Nada, señor. Alguien andaba sobre mi tumba.

Una expresión encantadora.

– Ah -dijo Lynley, y siguió leyendo-: Barbitúricos en la sangre. -Alzó la vista, con el ceño fruncido, y se quedó mirando a la sargento por encima de las gafas-. Resulta difícil creer que un hombre así necesitase píldoras para dormir. Trabaja duramente en una granja, respirando el aire puro de los valles, cena en abundancia y luego se queda amodorrado junto al fuego. Una bendición bucólica. ¿Para qué necesitaría somníferos?

– Parece como si acabara de tomarlos.

– Evidentemente. Es difícil creer que fue al granero como un sonámbulo.

Su tono paralizó a Havers, la cual se retiró de inmediato en su caparazón.

– Yo sólo quería decir…

– Discúlpeme -se apresuró a decir Lynley-. Estaba bromeando, cosa que hago en ocasiones, porque alivia la tensión. Tendrá que acostumbrarse.

– Desde luego, señor -replicó ella con una cortesía intencionada, irritante.

Cuando caminaban por el puente peatonal, hacia la salida, les abordó un hombre muy alto y delgado, de aspecto anémico, sin duda víctima de numerosos trastornos estomacales que le amargaban la vida. Mientras se aproximaba a ellos, se introdujo una tableta en la boca y empezó a masticarla briosamente.

– Hola, inspector jefe Nies -le saludó Lynley en tono afable-. ¿Ha venido a nuestro encuentro desde Richmond? Es un largo trayecto.

– Cien kilómetros, nada menos, así que vayamos directamente al asunto, inspector -dijo Nies con brusquedad. Se había detenido ante ellos, cerrándoles el paso a la escalera que conducía a los andenes de salida y el exterior de la estación-. No le quiero aquí. Este es el condenado juego de Kerridge y yo no tengo nada que ver con él. Si desea algo, lo obtendrá de Newby Wiske, no de Richmond. ¿Está claro? No quiero verle ni saber nada de usted. Si ha venido aquí con la idea de llevar a cabo una venganza personal, inspector, métasela en el culo ahora mismo. ¿Entendido? No tengo tiempo para malgastarlo en lechuguinos ansiosos de venganza.

Hubo un momento de silencio. Barbara miraba el rostro dispéptico de Nies y se preguntaba si alguien habría hablado jamás de un modo tan pintoresco a lord Asherton en su finca de Cornualles.

– Sargento Havers -dijo Lynley suavemente-, creo que no conoce al inspector jefe Nies, de la policía de Richmond.

Barbara nunca había visto a un hombre reducido tan rápidamente a un estado de perplejidad, vencido con una impecable exhibición de buenos modales.

– Encantada de conocerle, señor -cumplimentó ella.

– Váyase al infierno, Lynley -gruñó Nies-. Espero que no se cruce en mi camino.

Dicho esto, giró sobre sus talones y se abrió paso entre la muchedumbre hacia la salida.

– Muy bien dicho, sargento -dijo Lynley, sin la menor alteración en su voz.

Buscó con la mirada entre el enjambre humano que pululaba en la estación. Era casi mediodía, y al ajetreo habitual de la estación de York se añadía el de la hora del almuerzo, que muchos aprovechaban para adquirir billetes, discutir los precios de los coches de alquiler con los agentes de la estación o reunirse con sus seres queridos cuya llegada en el tren debía compaginarse con los horarios de un mundo laboral. Lynley encontró a la persona que buscaba.

– Ah, allí está Denton -dijo, y alzó la mano para saludar a un hombre joven que se dirigía hacia ellos.

Denton acababa de salir de la cafetería, donde había dejado su comida a medias. Masticaba, tragaba y se limpiaba la boca con una servilleta de papel mientras avanzaba esquivando a la gente. Se las arregló también para peinarse la espesa cabellera negra, arreglarse la corbata y echar un rápido vistazo a sus zapatos, todo ello antes de llegar a su lado.

– ¿Ha tenido un buen viaje, señor? -preguntó a Lynley al tiempo que le ofrecía un juego de llaves-. El coche está afuera.

Sonrió afablemente, pero Barbara observó que evitaba los ojos de Lynley.

El inspector miró a su asistente con expresión crítica.

– ¿Y Caroline?

Los ojos grandes y grises de Denton se agrandaron todavía más.

– ¿Caroline, milord? -dijo con tono de inocencia. Su rostro de querubín pareció volverse más angélico, si era posible tal cosa, y dirigió una mirada nerviosa en la dirección por la que acababa de venir.

– No te hagas el tonto. Tenemos que poner en claro ciertas cosas antes de que puedas irte de vacaciones. A propósito, te presento a la sargento Havers.

Denton tragó saliva y saludó a Barbara con una inclinación de cabeza.

– Es un placer, sargento -le dijo, y miró nuevamente a Lynley-. ¿Milord?

– Deja de ser tan ceremonioso. En casa no lo haces, y cuando me tratas así en público se me pone la piel de gallina

Impaciente, Lynley cambió de mano su maletín negro.

– Disculpe. -Denton suspiró y abandonó su pose-. Caroline está en la cafetería. He conseguido una casita en la bahía de Robin Hood.

– Qué romántico eres -observó Lynley secamente-. Ahórrame los detalles, ¿quieres? Dile que telefonee a lady Helen y le confirme que no vas a Gretna Green. ¿Lo harás, Denton?

El joven sonrió.

– Lo haré en un abrir y cerrar de ojos.

– Gracias. -Lynley se sacó la cartera del bolsillo y extrajo una tarjeta de crédito que ofreció al joven-. No te hagas ilusiones -le advirtió-. Sólo quiero que pagues el coche con esto, ¿entendido?

– Desde luego -replicó Denton con firmeza.

El joven policía miró por encima del hombro hacia la cafetería, de donde había salido una muchacha bonita que le observaba. Su vestido y su peinado eran tan elegantes como los de su patrona. Barbara pensó con acrimonia que era un doble de lady Helen. Probablemente aquella elegancia era un requisito de su trabajo. La única diferencia verdadera entre Caroline y su señora era la ligera falta de confianza en sí misma de la joven, evidenciada por la forma en que sujetaba su bolso: cerraba ambas manos sobre las asas, como si fuese un arma defensiva.

– Entonces, ¿puedo irme? -preguntó Denton.

– Sí, vete -respondió Lynley, y añadió mientras el joven desandaba sus pasos-: Ten cuidado, ¿de acuerdo?

– No tema, milord, no tema -se apresuró a replicar el asistente.


Lynley le vio desaparecer entre la muchedumbre, con la joven del brazo. Se volvió hacia Barbara.

– Creo que está será la última interrupción -le dijo-. Pongámonos en marcha.

Dicho esto, la precedió hasta la calle de la Estación, donde les aguardaba un turismo Bentley, plateado y reluciente.


– Lo sé todo -dijo Hank Watson en tono confidencial desde la mesa vecina-. Conozco la verdad, comprobada y certificada -Convencido de que los demás presentes en el comedor le prestaban atención, explicó-: Me refiero a ese bebé de la abadía. Esta mañana Angelina nos contó la verdad a Jojo y a mí.

Saint James miró a su esposa.

– ¿Más café, Deborah? -le preguntó cortésmente. Como ella no pareció darse por aludida, le sirvió otra traza y prestó de nuevo atención a la otra pareja.

Hank y Jojo no habían necesitado mucho tiempo para intimar con los otros dos únicos huéspedes de Keldale Hank. La señora Burton-Thomas se había encargado de ello, haciendo que se sentaran en mesas vecinas en el inmenso comedor, sin molestarse en hacer las presentaciones, pues sabía muy bien que no sería necesario. Las bellas molduras de la sala con paredes forradas de madera noble, los muebles de estilo Sheraton y las sillas de la época de Guillermo y María dejaron de tener interés para la pareja norteamericana en cuanto Saint James y Deborah entraron en la sala.

– Hank, cariño, tal vez no les interese lo de ese bebé -sugirió Jojo, acariciando su cadena de oro, de la que pendía una multitud de diminutas alhajas, entre las que destacaba un símbolo de Mercedes Benz, una cucharilla y una minúscula torre Eiffel.

– ¡Claro que les interesa! -replicó el hombre-. A ver, Jojo, pregúntaselo.

La mujer le dirigió una mirada de disculpa a la otra pareja.

– Hank está entusiasmado con Inglaterra -explicó-. Le encanta de veras.

– Espléndido país -asintió Hank-. Si pudiera tomar las tostadas calientes, sería perfecto. ¿Por qué diablos toman las tostadas frías?

– Siempre he creído que se debe a una deficiencia cultural -respondió Saint James.

Hank soltó una risotada que parecía un rebuzno, exhibiendo una hilera de dientes muy blancos.

– ¡Deficiencia cultural! ¡Qué bueno! ¿Has oído eso, Jojo? ¡Deficiencia cultural! -Hank siempre repetía cualquier observación que le hacía reír, y así parecía apropiársela de algún modo-. Volviendo a la abadía…

No era hombre al que se pudiera desviar fácilmente de su propósito.

– Hank… -musitó su esposa. Tenía un aire conejil, era exoftálmica, con la nariz un poco respingona, que contraía y flexionaba continuamente, como si no estuviera acostumbrada del todo al aire que respiraba.

– Tranquila, mujer -le instó él-. La gente de aquí es… la sal de la tierra.

– Creo que tomaré otra taza de café, Simon -le dijo Deborah.

Mientras su marido la atendía, sus miradas se encontraron.

– ¿Leche, cariño?

– Sí, por favor.

– ¡Leche caliente con el café! -observó Hank, aprovechando la ocasión para demostrar su considerable flexibilidad verbal-. Ésta es otra cosa a la que no acabo de acostumbrarme. ¡Vaya! ¡Aquí tenemos a Angelina!

La muchacha, cuyo parecido físico con Danny evidenciaba que era otro miembro del curioso clan Burton-Thomas, entró en el comedor con una gran bandeja y una expresión de profunda concentración. No era tan bonita como Danny; rolliza, pelirroja, el rostro curtido y las manos ásperas, daba la impresión de que se encontraba más a gusto en una granja que en la mansión de su excéntrica familia.

Dio los buenos días a los presentes, evitando mirarles, y distribuyó el desayuno con movimientos nerviosos, sin dejar de mordisquearse el labio inferior.

– Tímida criatura -observó Hank en voz alta, mientras mojaba un trozo de pan en el huevo frito-. Pero anoche nos puso en antecedentes. Han oído contar lo de ese bebé, ¿verdad?

Deborah y Saint James intercambiaron una mirada para decidir quién de los dos recogería la pelota de la conversación. Le tocó a Deborah.

– Sí, desde luego -replicó ella-. Un lloriqueo procedente de la abadía. Danny nos informó anoche, en cuanto llegamos.

– ¡Ja, ja! Claro que lo hizo -dijo Hank, y para explicarse, añadió-: Buena pieza está hecha esta monada. Le gusta llamar la atención, ¿saben?

– Hank…-musitó su esposa sin levantar la vista de las gachas. Tenía el pelo muy corto, rubio rojizo, y revelaba los extremos de las orejas, intensamente enrojecidos.

– Estos amigos no son tontos, Jojo -replicó Hank-. Conocen el paño. -Les señaló con el tenedor, cuyas púas estaban hundidas en un trozo de salchicha-. Tienen que perdonarla -les dijo-. Sin duda creen que, por vivir en Laguna Beach, es una persona de mucho mundo, ¿no es cierto? ¿Conocen Laguna Beach, en California? -Sin aguardar respuesta continuó -: Es el mejor sitio del mundo para vivir, mejorando lo presente, claro. Jojo y yo vivimos allí desde… ¿Cuánto tiempo hace, encanto? ¿Veintidós años? ¡Y todavía se sonroja cuando ve a un par de maricas metiéndose mano! De veras, Jojo, le digo, es inútil acalorarse e irritarse por culpa de maricones. -Bajó el tono de voz para añadir-: En Laguna Beach los tenemos a espuertas.

Saint James no se atrevió a mirar a Deborah.

– ¿Tantos hay?

– ¿Homosexuales? ¡Lo que yo le diga, hombre! ¡Los hay a millones en Laguna! ¡A todos les gustaría vivir allí! Bueno, en cuanto a la abadía… -Hank hizo una pausa para tomar ruidosamente un sorbo de café-. Parece ser que Danny y su novio se citaban habitualmente en la abadía. Ya sabe a qué me refiero, para pelar un poco la pava. Y la noche en cuestión, hace de ello tres años, decidieron que era hora de consagrar su relación. ¿Me siguen?

– Por supuesto -dijo Saint James, evitando mirar a los ojos de Deborah.

– Danny, la picarona, lo cuenta con mucha gracia. Al fin y al cabo, conservar la virginidad hasta la noche de bodas es algo demasiado importante como para tomarlo a la ligera, ¿no creen? Sobre todo en una zona rural como ésta. Y si la pequeña Danny hubiera dejado que el chico se saliera con la suya… En fin, una vez hecho, no se puede volver atrás, ¿verdad? -Esperó la respuesta de Saint James.

– Supongo que no.

Hank asintió juiciosamente.

– Así pues, como dice su hermana Angelina…

– ¿Estaba allí? -preguntó Saint James, incrédulo.

Hank soltó una carcajada y golpeó la mesa con la cuchara.

– ¡Es usted un tipo gracioso! -exclamó, y se dirigió a Deborah-. ¿Siempre es así?

– Siempre -replicó ella.

– ¡Magnífico! Bueno, volviendo a la abadía… Allí estaba el muchacho con Danny. -Hank representó la escena en el aire, con el tenedor y el cuchillo-. El arma estaba cargada y el dedo puesto en el gatillo, ¡cuando de repente se oye ese lloriqueo de bebé que les deja helados! ¿Se imaginan? ¿Eh? ¿Pueden imaginarse eso?

– Ya lo creo -dijo Saint James.

– Pues bien, esos dos oyen el lloriqueo del bebé y creen que es la voz del mismo Dios. Salen de la abadía tan de prisa como si les persiguiera el diablo. Y así termina la cosa.

– ¿Quiere decir el lloro del bebé? Oh, Simon, esperaba oírlo esta noche, o quizás incluso por la tarde. Mantener a raya al mal resultó mucho más gratificante de lo que había esperado.

“Descarada”, decía la mirada de su marido.

– No me refiero al lloro del bebé -replicó Hank-, sino a lo que ustedes ya saben entre Danny y el chico en cuestión. Por cierto, Jojo, ¿quién diablos era?

– Tenía un nombre raro. Ezra no se qué.

Hank asintió.

– Bueno, en resumidas cuentas, Danny regresa transfigurada al Hall. Quiere confesar sus pecados e ir directamente al cielo, así que llama al sacerdote del pueblo. ¡Es la hora de los exorcismos!

– ¿Para la abadía, el pueblo o Danny? – quiso saber Saint James.

– ¡Para todos ellos, amigo mío! El cura llega corriendo y rocía a la chica con agua bendita, va a la abadía y… -Se interrumpió con una expresión risueña, complacida: era un cuentista consumado cuyo público bebía ávido sus palabras.

– ¿Más café, Deborah?

– No, gracias.

– ¿Ustedes qué creen? -preguntó Hank.

Saint James se quedó pensativo. Notó que su mujer le tocaba la pierna con el pie.

– ¿Qué?

– Había un bebé auténtico, un recién nacido todavía con el cordón umbilical. Tenía que haber nacido pocas horas antes, y cuando el cura llegó allí, ya estaba muerto, más tieso que una estaca. Parece ser que murió por la exposición a la intemperie.

– ¡Qué horror! -exclamó Deborah, que había palidecido-. ¡Qué cosa tan horrible!

Hank asintió con un gesto solemne.

– Dice usted que es horrible, ¡pues piense en el pobre Ezra! ¡Apuesto a que no pudo hacer lo que ya sabe en un par de años!

– ¿De quién era el bebé?

Hank se encogió de hombros y dirigió su atención al desayuno, que ya se había enfriado. Estaba claro que sólo le habían interesado los aspectos más picantes del relato.

– Nadie lo sabe -respondió Jojo-. Lo enterraron en el cementerio del pueblo, y pusieron en la lápida un curioso epitafio. Ahora no lo recuerdo, tendrán que ir a verlo.

– Están recién casados, Jojo -intervino Hank, haciendo un guiño a Saint James-. Apuesto a que tienen más cosas para entretenerse que deambular entre tumbas.


Era evidente que a Lynley le gustaban los rusos. Había empezado con Rachmaninoff, pasó a Rimsky-Korsakov y ahora el coche avanzaba al ritmo de los cañonazos de la Obertura 1812.

– Eso es. ¿Se ha dado cuenta? -le preguntó cuando finalizó la pieza-. Uno de los cimbalistas se ha retrasado un poco, pero es todo lo que he de objetar a esta grabación de 1812.

El inspector cerró el radiocasette y Barbara reparó en que no usaba ninguna joya, ni un anillo de sello, ni una alianza escolar, ni un reloj de oro que brillara cuando le dieran los rayos del sol. Por alguna razón, este hecho le molestaba tanto como le habría molestado una deslumbrante exhibición de riqueza.

– Lo siento, pero no me he dado cuenta. No entiendo mucho de música.

¿Acaso esperaba en serio que ella, con su educación elemental, pudiera conversar con él sobre música clásica?

– Tampoco yo entiendo gran cosa -admitió Lynley sinceramente-, pero escucho mucha música. Me temo que soy uno de esos zoquetes que dicen: “No sé una palabra, pero sé que me gustan.”

Ella le miró sorprendida. Aquel hombre era licenciado en historia, había estudiado en Oxford. ¿Cómo podía aplicarse a sí mismo el adjetivo “zoquete”? A menos, claro, que quisiera tranquilizarla con una dosis generosa del encanto y la buena crianza que le caracterizaban, cosa que era capaz de hacer muy bien. No le costaba ningún esfuerzo, le resultaba tan sencillo como respirar.

– Supongo que me aficioné durante la última parte de la enfermedad de mi padre -siguió diciendo. Hizo una pausa, extrajo la cinta y el silencio en el coche se hizo tan audible como lo había sido la música, pero mucho más desconcertante. Transcurrió algún tiempo antes de que él hablara de nuevo, y cuando lo hizo fue para recoger el hilo de su pensamiento inicial-. Se fue consumiendo lentamente entre intensos dolores -le explicó, y se aclaró la garganta-. Mi madre no quiso que fuera a un hospital. Incluso hacia el final, cuando habría sido mucho más cómodo para ella, no quiso ni oír hablar del asunto. Permanecía a su lado hora tras hora, día y noche, y le vio morir poco a poco. Creo que la música fue lo que los mantuvo cuerdos a los dos durante aquellas últimas semanas. -Mientras hablaba, mantenía la vista fija en la carretera-. Ella le cogía la mano y escuchaban a Tchaikovski. Al final, él ni siquiera podía hablar, y siempre me ha gustado pensar que la música lo hacía por él.

De repente era imperioso detener el rumbo que estaba tomando la conversación. Barbara aferró los bordes rígidos del mapa de carreteras doblado y buscó otro tema.

– Conoce a ese cazurro de Nies, ¿verdad?

Era una pregunta fuera de lugar, un intento demasiado evidente de hacer una agresión. Barbara le dirigió una mirada cautelosa.

Lynley entrecerró los ojos, pero, por lo demás, no reaccionó en seguida a la pregunta. Se limitó a separar una mano del volante. Por un momento Barbara tuvo la ridícula idea de que se proponía silenciarla, pero él no hizo más que coger otra cinta al azar e introducirla en el estéreo. Sin embargo, no lo puso en marcha. Ella se entregó a la contemplación del paisaje, mortificada.

– Me sorprende que no esté enterada -le dijo finalmente.

– ¿Enterada de qué?

Él la miró entonces. Parecía buscar en su semblante señales de insolencia o sarcasmo, o quizás la necesidad de herirle. Aparentemente satisfecho con lo que vio, volvió a fijar su atención en la carretera.

– Hace unos cinco años, mi cuñado, Edward Davenport, fue asesinado en su casa, al norte de Richmond, y al inspector jefe Nies le pareció oportuno detenerme. No fue una experiencia demasiado penosa, y sólo duró unos pocos días, pero fue suficiente para mí. -La miró de nuevo, con una sonrisa humilde-. ¿No ha oído esa historia, sargento? Es lo bastante desagradable para que sirva de comidilla en los cócteles.

– Yo… no… no he oído nada de eso. Y, además, no voy a cócteles. -Se volvió hacia la ventanilla-. Creo que el desvío está cerca, a unos cinco kilómetros.

Estaba profundamente conmovida. No sabía por qué, no quería pensar en ello, y se obligó a contemplar el paisaje, negándose a seguir conversando con su acompañante. La concentración en el exterior se hizo imperativa, y mientras se entregaba a ella, el campo empezó a seducirla, pues estaba tan acostumbrada al ritmo frenético de Londres y la fealdad y la pobreza de su barrio en Ealing que las bellezas de Yorkshire la emocionaban.

El campo tenía múltiples tonalidades verdes, desde las parcelas cultivadas, que parecían un edredón de retales, hasta la desolación de los páramos. La carretera atravesaba cañadas cubiertas de vegetación cuyos árboles protegían aldeas inmaculadas y luego zigzagueaba hasta salir de nuevo a la llanura donde el viento del mar del Norte soplaba con furia sobre el brezo y la retama. Allí, los únicos seres vivientes eran las ovejas, que vagaban libres, sin los antiguos muros de piedra que limitaban los movimientos de sus congéneres en los valles.

Había contradicciones por doquier. En las zonas cultivadas, la vida bullía en cada grieta y seto. Las plantas de perejil, colleja y arveja amenazaban con cubrir la carretera cada vez más estrecha, mientras que las digitales reinaban con majestuosa elegancia y sus flores acampanadas se movían siguiendo los impulsos de la brisa. Era un lugar donde el tráfico quedaba interrumpido mientras los perros conducían expertamente un rebaño de gordas ovejas al pasto, cuesta abajo y luego a lo largo de cuatro kilómetros de carretera, hasta llegar al centro de una aldea, dirigidos tan sólo por el silbato del pastor que les seguía y cuyo sino, como el de los animales, dependía de la habilidad de los perros. El paisaje cambiaba de súbito y flores, aldeas, robles, olmos y castaños magníficos, todo aquel espectáculo espléndido, se desvanecía en la vastedad de los páramos.

Las nubes eran como estallidos en el cielo cerúleo y bajo, que parecía descender sobre la tierra áspera, indómita. Tierra y aire: no había nada más, salvo la tranquila presencia de las ovejas, robustos habitantes de aquellos parajes solitarios.

– Es hermoso, ¿verdad? -dijo Lynley al cabo de unos minutos-. A pesar de todo cuanto me ha sucedido aquí, sigo amando Yorkshire. Creo que es la soledad de este lugar, la desolación absoluta.

Una vez más, Barbara se resistió a la confidencia, al mensaje implícito de que quien estaba a su lado era un hombre sensible y comprensivo.

– Es muy bonito, señor. Creo que nunca he visto nada mejor. Nuestro desvío no debe estar lejos.

La carretera que conducía a Keldale zigzagueaba continuamente y les internaba más y más en el valle. Poco antes de tomar el desvío, penetraron en el bosque. Los árboles se arqueaban sobre la carretera y los helechos crecían frondosos a ambos lados. Llegaron al pueblo por el mismo camino que Cromwell había seguido y lo encontraron tal como él lo encontró: desierto.

El tañido de las campanas de Santa Catalina les reveló de inmediato por qué no había señales de vida en el pueblo. Cuando cesó, las puertas de la iglesia se abrieron y la reducida congregación salió del edificio.

– Por fin -dijo Lynley, que estaba apoyado en la carrocería del Bentley, observando pensativo el pueblo.

Había estacionado el coche delante de Keldale Lodge, una pequeña y bien cuidada hostería con los muros cubiertos de hiedra, desde donde se tenía una visión general en todas direcciones. Tras un primer examen, el inspector llegó a la conclusión de que no podía existir un lugar en la tierra donde un asesinato pareciera más inverosímil.

La parte alta de la población estaba orientada al norte: una calle estrecha, flanqueada por edificios de piedra gris con tejados y madera en blanco, que reunía todos los requisitos para una cómoda vida aldeana, una minúscula oficina de correos, una colmado indescriptible, una tienda que anunciaba tortas Lyons en un cartel amarillo oxidado y que parecía vender de todo, desde lubricante de motor hasta talco para bebés, una capilla wesleyana empotrada con deliciosa incongruencia entre el salón de té Sarah y la peluquería Sinji. Las aceras sólo estaban ligeramente elevadas sobre la calzada, y la lluvia matutina había formado charcos ante las puertas, pero ahora el cielo estaba despejado y el aire era tan fresco que Lynley podía saborear su pureza.

Hacia el oeste, la calle del obispo Furthing conducía a los campos cercados por muros de piedras, que eran una característica de la región. En el extremo se levantaba una casa rodeada de árboles, con un jardín cercado a un lado, del que surgían a intervalos regulares los ladridos excitados de unos cachorros, como si alguien estuviera jugando con ellos. Nadie hubiera dicho que aquel edificio era una comisaría, a no ser por el letrero con la palabra POLICIA en letras azules sobre fondo blanco que sobresalía de una ventana. El hogar del arcángel Gabriel, se dijo Lynley, reprimiendo una sonrisa.

Al sur, dos caminos partían de un terreno cubierto de maleza, uno que iba a la abadía de Keldale y el camino de la iglesia, que pasaba por un puente giboso tendido sobre el lento río Kel. Aquel camino conducía al templo de Santa Catalina, levantado en una pequeña elevación, el cual también estaba rodeado por un muro de piedra bajo, en el que destacaba la lápida conmemorativa de los caídos en la primera guerra mundial, sombrío elemento común de todos los pueblos de la nación.

Por el oeste pasaba la carretera por la que ellos habían llegado a aquel rincón paradisíaco de Yorkshire. Antes no había transitado nadie por ella, pero ahora una mujer encorvada subía la cuesta, con un pañuelo sobre la chaqueta negra. Calzada con pesados y toscos zapatos y unos calcetines de un azul deslumbrante que le llegaban a los tobillos, sujetaba una bolsa de mallas vacía. Era un domingo por la tarde y todas las tiendas estaban cerradas, por lo que no debía ir a comprar nada; además, se encaminaba en la dirección opuesta, saliendo del pueblo, hacia los páramos. Quizás era una campesina que había llevado algún encargo al pueblo. Este se hallaba rodeado de bosque, un prado en cuesta y una sensación de seguridad y paz absolutas. Cuando cesó el tañido de las campanas de Santa Catalina, los pájaros empezaron a trinar desde lo alto de los tejados y los árboles.

En algún lugar habían encendido fuego, y el humo de leña, su ligera fragancia, era como un susurro en el aire. Resultaba difícil creer que sólo tres semanas antes, a un par de kilómetros de la población, un hombre había sido decapitado a manos de su única hija.

– ¿Inspector Lynley? Espero no haberle hecho esperar demasiado tiempo. Siempre cierro durante el servicio religioso, porque no hay nadie más para vigilar. Soy Stepha Odell, la dueña de la hostería.

Al oír la voz de la mujer, Lynley abandonó la inspección del pueblo, pero cuando vio a su interlocutora, la frase cortés que se proponía decirle se extinguió en sus labios.

Una mujer alta, esbelta, de unos cuarenta años, estaba ante él. Llevaba un vestido verde, que debía de ponerse para ir a la iglesia, bien cortado, con el cuello blanco. Todas las demás prendas eran negras: zapatos, cinturón, bolso y sombrero. El cabello era rojo cobrizo y le caía sobre los hombros. Era realmente llamativa.

Lynley recuperó la voz.

– Sí, soy Thomas Lynley -dijo sintiéndose como un idiota-. Le presento a la sargento Havers.

– Entren, por favor -les invitó Stepha Odell en un tono cálido y amable-. Tengo preparadas sus habitaciones. En esta época del año, la hostería está muy tranquila.

Los viejos y anchos muros y los suelos de piedra, cubiertos por una desvaída alfombra Axminster, producían una atmósfera de frescura. La mujer les condujo a una pequeña sala de recepción, moviéndose con brío y una elegancia en absoluto afectada, y sacó un enorme libro de registro para que firmaran.

– Les habrán dicho que sólo sirvo el desayuno, ¿verdad? -preguntó muy seria, como si satisfacer el apetito fuera lo que más importaba a Lynley en aquel momento. Él se preguntó si parecía tan desesperado.

– Nos las arreglaremos, señora Odell -replicó.

“Delicada jugada, muchacho -se dijo-. Transparente como el cristal.”

Havers permaneció silenciosa a su lado, con el rostro inexpresivo.

– Señorita -corrigió su anfitriona-, y llámeme Stepha, por favor. Pueden comer en la Paloma y el Silbato, que está en el camino de San Chad, o en El Santo Grial. Y si desean algo especial, pueden ir a Keldale Hall.

– ¿El Santo Grial?

Ella sonrió.

– Es la taberna del pueblo, enfrente de Santa Catalina.

– Desde luego, el nombre debe propiciar a los dioses abstemios.

– Por lo menos propicia al padre Hart, pero el buen hombre se toma allí una o dos jarras de vez en cuando. ¿Les enseño sus habitaciones?

Sin aguardar respuesta, les condujo arriba, exhibiendo unos bonitos tobillos y unas piernas no menos hermosas, que a Lynley no le pasaron inadvertidas.

– Nos alegra tenerle en el pueblo, inspector -le dijo cuando abrió la puerta de la primera habitación, mientras indicaba con la mano la habitación contigua, con el tácito mensaje de que decidieran cual iba a ocupar cada uno.

– Eso es una ayuda. Me satisface saberlo.

– No tenemos nada contra Gabriel, ¿sabe?, pero aquí no es muy popular desde que se llevaron a Roberta al manicomio.

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