CAPÍTULO TRECE

De alguna manera había logrado llegar indemne al final de la mañana. El terrible enfrentamiento con Lynley, seguido de los horrores encontrados en el dormitorio de Roberta le habían servido para disipar su enojo y su desdicha, que había sustituido por una sorda indiferencia. Sabía que de todos modos el inspector haría que la despidieran, y se lo tenía bien merecido. Pero antes le demostraría que podía ser una buena agente. Para lograrlo, tenía que pasar por una última entrevista, una última oportunidad de demostrar su valía.

Lynley contempló la colección de objetos esparcidos sobre una de las mesas del salón: el álbum que contenía las fotos familiares mutiladas, una novela muy manoseada, la fotografía que estaba sobre el escritorio de Roberta, la otra foto de una de las dos hermanas y una serie de seis páginas de periódico amarillentas, todas ellas dobladas de modo que tuvieran el mismo tamaño, cuarenta y tres por cincuenta y cinco centímetros.

El inspector guardaba silencio. Con ademán distraído, se sacó la pitillera del bolsillo, encendió un cigarrillo y se sentó en el sofá.

– ¿Qué es todo esto, sargento? -le preguntó.

– Creo que éstos son los hechos sobre Gillian -respondió ella, en un tono cuidadosamente modulado, pero con un ligero temblor que a él no le pasó inadvertido. Se aclaró la garganta para ocultarlo.

– Me temo que va a tener que ilustrarme -le dijo-. ¿Un cigarrillo?

Ella anhelaba tener entre los dedos el cilindro de tabaco, estaba ansiosa de inhalar el humo, pero sabía que si encendía uno revelaría el temblor de sus manos.

– No, gracias -replicó. Aspiró hondo, sin apartar los ojos del semblante reservado de Lynley, y le preguntó-: ¿Cómo forra ese sirviente suyo, Denton, los cajones de su escritorio?

– Supongo que con alguna clase de papel. Nunca me he fijado en eso.

– Pero no lo haría con papel de periódico, ¿verdad? -Estaba sentada delante de él, con los puños apretados sobre el regazo, y sentía el dolor de las uñas que se clavaban en las palmas-. No sirve, porque las letras impresas dejarían huella en la ropa.

– Cierto.

– Me sentí intrigada cuando usted dijo que los cajones de Roberta estaban forrados con papel de periódico, y recordé lo que dijo Stepha, que Roberta iba todos los días a buscar el Guardian.

– Hasta que murió Paul Odell. Entonces dejó de hacerlo.

Barbara se colocó el cabello detrás de las orejas. Carecía de importancia, o por lo menos quería convencerse de ello, que él no la creyera, que se riera de las conclusiones a que había llegado después de pasar tres horas en aquella horrible habitación.

– No creo que el hecho de que no siguiera yendo a buscar el Guardian tuviera nada que ver con Paul Odell. No, el motivo fue Gillian.

Lynley miró los periódicos y vio lo mismo que había llamado la atención de Barbara: Roberta había forrado sus cajones con las páginas de anuncios por palabras. Además, aunque había seis páginas de periódico sobre la mesa, eran duplicados de sólo dos páginas del Guardian, como si algo memorable hubiera aparecido en un solo número y Roberta hubiera pedido a alguien más su ejemplar para conservar aquellas páginas como recuerdo.

– La columna de anuncios personales -murmuró Lynley-. Dios mío, Havers, Gillian le envió un mensaje.

Barbara cogió una de las hojas y deslizó un dedo por la columna.

– “R. Mira el anuncio. G” -leyó-. Creo que éste es el mensaje.

– ¿Qué anuncio?

Barbara tomó entonces la segunda página.

– Creo que lo tenemos aquí.

Lynley lo leyó. Fechado casi cuatro años antes, era un pequeño anuncio cuadrado que anunciaba una reunión en Harrogate, a cargo de una organización llamada Casa del Testamento. Estaban relacionados los miembros del grupo, pero entre ellos no figuraba Gillian Teys. Lynley alzó la vista con expresión inquisitiva.

– No caigo, sargento.

Ella enarcó las cejas, sorprendida.

– ¿Es que no conoce la Casa del Testamento? No importa, siempre olvido que hace años que no viste usted el uniforme. La Casa del Testamento es una organización dirigida por un sacerdote anglicano, en la plaza Fitzroy. Ese hombre enseñaba en la universidad, pero parece ser que un día uno de sus alumnos le preguntó por qué no ponía en práctica lo que predicaba (alimentar al hambriento y vestir al desnudo) y decidió que ésa era una buena manera de orientar su vida, así que fundó la Casa del Testamento.

– ¿Y qué hace?

– Es una organización que recoge a jóvenes que han escapado de casa. Prostitutas adolescentes, chaperos, drogadictos de todas las razas y cualquier persona menor de veintiún años que vaya sin rumbo por Trafalgar o Piccadilly o cualquier estación, y se arriesga a ser presa de un macarra o una puta. Todos los policías uniformados le conocen. Siempre le llevamos chicos descarriados.

– Debe de ser este reverendo George Clarence, ¿verdad?

– Sí, prepara esas reuniones a fin de obtener dinero para la organización.

– ¿Y cree usted que este grupo recogió a Gillian Teys en Londres?

– Sí, en efecto.

– ¿Por qué?

Le había costado mucho encontrar el anuncio y mucho más descifrar su significado, y ahora todo, pero sobre todo su carrera, dependía de que Lynley estuviera dispuesto a creerla.

– Por este nombre. -Señaló el tercer nombre que figuraba en el anuncio.

– ¿Nell Graham?

– Sí.

– No entiendo nada.

– Creo que Nell Graham era el mensaje que Roberta esperaba. Durante años examinó fielmente el periódico todos los días, en espera de saber qué le había sucedido a su hermana. Nell Graham se lo dijo. Significaba que Gillian había sobrevivido.

– ¿Por qué Nell Graham? -preguntó Lynley, y echó un vistazo a los otros nombres-. ¿Por qué no Terence Hanover, Caroline Paulson o Margaret Crist?

Havers cogió la manoseada novela que estaba sobre la mesa.

– Porque ninguno de esos es un personaje de las hermanas Brönte, inspector. -Dio unos golpecitos en la cubierta del libro-. El inquilino de Wildfell Hall trata de Helen Huntington, una mujer que viola el código social de su época y abandona a su marido alcohólico para iniciar una nueva vida. Entonces se enamora de un hombre que no sabe nada de su pasado, que sólo conoce el nombre que ella misma se ha dado: Helen Graham, Nell Graham, inspector.

Aguardó angustiada su respuesta, y cuando por fin llegó, nada podría haberla sorprendido más, ni podría haberla desarmado con mayor facilidad.

– Bravo, Barbara -le dijo en voz baja, con los ojos brillantes y una sonrisa en los labios-. Dígame -le dijo ansioso de conocer más-. ¿Cómo llegó a formar parte de ese grupo? ¿Cuál es su teoría?

El alivio fue tan considerable que Barbara empezó a temblar de la cabeza a los pies. Aspiró hondo para evitar que se le quebrara la voz.

– Verá, supongo que Gillian tenía bastante dinero para ir a Londres, pero se le acabó pronto. Es posible que la recogieran en la calle o en una estación.

– Pero ¿por qué no la devolvieron a su padre?

– Porque la Casa del Testamento no funciona así. Alientan a los chicos para que vuelvan a casa o por lo menos telefoneen a sus padres y les hagan saber que están bien, pero no obligan a nadie. Si prefieren quedarse en la organización, sólo tienen que obedecer las reglas. No les hacen preguntas.

– Pero Gillian se marchó de casa a los dieciséis años. Si es esta Nell Graham, tendría veintitrés cuando formó parte de ese grupo en Harrogate. ¿Es juicioso pensar que se quedó en la Casa del Testamento todos esos años?

– Si no tenía a nadie más, es perfectamente juicioso. Si quería una familia, ese grupo era lo más apropiado. En cualquier caso, sólo hay una manera de estar seguros…

– Hablar con ella -concluyó Lynley, y se levantó-. Recoja sus cosas. Nos iremos dentro de diez minutos. -Buscó entre los papeles del expediente y sacó la fotografía de Russell Mowrey y su familia-. Dele esto a Webberly cuando llegue a Londres -le dijo mientras garabateaba un mensaje en el dorso.

– ¿Cuando llegue a Londres? -El corazón le dio un vuelco. Entonces, la despedía, como le había prometido tras su enfrentamiento en la granja. Después de todo, no podía esperar otra cosa.

Lynley alzó la vista. Estaba muy serio.

– Usted la ha encontrado, sargento, y puede traerla a Keldale. Creo que Gillian es la única manera que tenemos de llegar a Roberta, ¿no le parece?

– Yo… pero… -Se interrumpió, temerosa de creer en lo que significaban las palabras del inspector-. ¿No quiere telefonear a Webberly? ¿Que vaya alguien… o usted mismo?

Él la interrumpió agitando una mano.

– Confío en su buen juicio, sargento. Tráigala aquí lo antes posible.

Ella desenlazó las manos, consciente de la oleada de alivio que recorría su cuerpo.

– Sí, señor -susurró.


Lynley tamborileó sobre el volante y contempló la casa en lo alto de la suave elevación cubierta de césped. Había conducido como un loco para lograr que Havers tomara el tren de las tres con destino a Londres, y ahora estaba ante el hogar de los Mowrey, pensando en la mejor manera de abordar a la mujer. Al fin y al cabo, ¿no era la verdad mejor que el silencio? ¿Acaso él no había aprendido eso por lo menos?

Ella le recibió en la puerta. La mirada cautelosa que le dirigió por encima del hombro le indicó que esta vez la visita no era tan bien acogida como la anterior.

– Mis hijos acaban de regresar de la escuela -le explicó mientras entraban, y cerró la puerta a sus espaldas. Se quitó la rebeca: su cuerpo era esbelto como el de una niña-. ¿Ha tenido alguna noticia de Russell?

Lynley se recordó que no podía haber esperado que le preguntara por su hija. Aquella mujer se había despedido del pasado, había efectuado un corte quirúrgico, separándose de él limpiamente.

– Tiene que ponerse en contacto con la policía, señora Mowrey.

Ella palideció.

– Él no ha podido hacer eso. No lo ha hecho.

– Debe telefonear a la policía.

– No puedo, no, no puedo -susurró impetuosamente.

– No está con sus parientes de Londres, ¿verdad? -Ella meneó la cabeza brevemente, una sola vez, y mantuvo el rostro apartado-. ¿Su familia ha tenido alguna noticia de él? -De nuevo la misma respuesta-. Entonces, ¿no es mejor averiguar dónde está? -Como ella no replicó, el inspector la cogió del brazo y la llevó hacia el sendero-. Dígame, ¿por qué tenía William todas esas llaves?

– ¿Qué llaves?

– Había una caja llena de llaves en un estante del armario, pero no hay ninguna otra llave en el resto de la casa. ¿Sabe por qué?

Ella inclinó la cabeza y se llevó una mano a la frente.

– Las llaves… Me había olvidado… Fue… fue por la rabieta de Gillian.

– ¿Cuándo?

– Ella tendría siete años, casi ocho. Lo recuerdo porque yo estaba embarazada de Roberta. Fue una de esas situaciones que surgen de improviso y no guardan ninguna proporción, esas que luego, cuando el niño es mayor, hacen reír a la familia. Recuerdo que, durante la cena, William dijo: “Gilly, esta noche leeremos la Biblia”. Yo estaba allí sentada, probablemente soñando despierta, y esperaba que ella dijera que sí, como siempre. Pero ella no quiso leer la Biblia aquella noche y William se empeñó en que sí. La niña se puso histérica, se fue corriendo a su cuarto y cerró la puerta.

– ¿Y qué pasó entonces?

– Era la primera vez que Gilly desobedecía a su padre, y el pobre William se quedó aturdido, sin saber qué actitud tomar.

– ¿Qué hizo usted?

– Nada que pudiera ayudar mucho. Recuerdo que fui a la habitación de Gilly, pero ella no me dejó entrar. Se limitó a gritar que ya no leería la Biblia y que nadie la obligaría a hacerlo. Luego arrojó objetos contra la puerta. Yo… bajé y me reuní con William. -Miró a Lynley con una expresión en la que se combinaban la perplejidad y la admiración-. Verá, William nunca la regañaba, no tenía carácter para eso, pero más tarde cogió las llaves de todas las puertas. Dijo que si aquella noche se hubiera incendiado la casa, él no habría podido rescatar a Gilly porque ésta había cerrado la puerta con llave, y nunca se lo habría perdonado.

– ¿Volvieron a leer la Biblia después de eso?

Ella meneó la cabeza.

– A partir de entonces, nunca le pidió a Gilly que leyera la Biblia.

– ¿La leía con usted?

– No, lo hacía solo.

Mientras hablaban, una niña se había acercado a la puerta, con una rebanada de pan en la mano y una delgada línea de mermelada sobre el labio superior. Era menuda, como su madre, pero con el cabello oscuro y la expresión inteligente del padre. Les miró con curiosidad.

– ¿Qué ocurre, mamá? -preguntó con voz dulce y clara-. ¿Se trata de papá?

– No, cariño -se apresuró a responder Tessa-. En seguida estoy contigo. -Se volvió hacia Lynley.

– ¿Conocía mucho a Richard Gibson? -le preguntó.

– ¿Al sobrino de William? No le conocí muy a fondo. Era un chico silencioso, pero muy agradable, con un gran sentido del humor. Gilly le adoraba. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque William le dejó la granja a él, no a Roberta.

Ella frunció el ceño.

– ¿Por qué no se la dejó a Gilly?

– Gillian se escapó de casa a los dieciséis años, señora Mowrey, y nadie ha vuelto a tener noticias de ella.

Tessa reaccionó como si hubiera recibido un golpe inesperado. Ahogó un grito y se quedó mirando a Lynley fijamente.

– No -dijo con incredulidad.

– Richard también estuvo ausente durante cierto tiempo -prosiguió Lynley-. Se fue a los marjales. Es posible que Gillian le siguiera allí y luego fuese a Londres.

– Pero ¿por qué? ¿Qué sucedió? ¿Qué podría haber ocurrido?

Lynley reflexionó en lo que le diría.

– Tengo la impresión de que tenía cierta relación con Richard.

– ¿Y William lo descubrió? En ese caso, le habría descuartizado.

– Suponga que lo descubrió y Richard sabía cuál iba a ser su reacción. ¿No habría bastado eso para que Richard se marchara del pueblo?

– Supongo que sí, pero eso no explica por qué William le dejó la granja a él y no a Roberta, ¿no cree?

– Parece ser que hizo un trato con Gibson. Roberta seguiría viviendo allí con Richard y su familia, pero la tierra sería para los Gibson.

– Pero Roberta se casaría algún día. No me parece justo. William habría tenido que dejar la granja a sus familiares más directos, para que pasara a sus nietos, si no a los hijos de Gillian, entonces a los de Roberta.

Mientras la mujer hablaba, Lynley comprendió el enorme abismo que había abierto su ausencia durante diecinueve años. No sabía nada de Roberta, ignoraba que la muchacha había acaparado comida y que se encontraba en estado catatónico. Roberta era sólo un nombre para ella, un nombre que se casaría, tendría hijos y envejecería. No tenía realidad, no existía.

– ¿No pensó nunca en ellas? -le preguntó. Ella bajó la vista, concentrando toda su atención en sus zapatos de ante. Como no respondía, él insistió-: ¿No se preguntó nunca cómo eran, señora Mowrey? ¿No imaginó qué aspecto tenían o cómo habían crecido?

Ella lo negó con un brusco movimiento de cabeza, y cuando respondió por fin, con una voz tan controlada que sólo podía ser el resultado de un esfuerzo enorme para dominar la emoción, lo hizo con la vista fija en la catedral, que se alzaba a lo lejos.

– No pude permitírmelo, inspector. Sabía que estaban bien atendidas, que no les faltaba de nada, y por eso las dejé morir. Tenía que hacerlo si quería sobrevivir. ¿Puede comprenderme?

Unos días antes, él le habría dicho sinceramente que no. Pero ahora era distinto.

– Sí, la comprendo. -Se despidió de ella con una inclinación de cabeza y se dirigió al coche.

– Inspector… -El se volvió, con la mano en la manija de la portezuela-. Sabe dónde está Russell, ¿verdad?

Ella leyó la respuesta en su rostro, pero escuchó ansiosa la mentira.

– No -respondió Lynley.


Ezra Farmington vivía frente a La Paloma y el Silbato, en la casa municipal adosada a la de Marsha Fitzalan. Al igual que la de ésta, el jardín delantero estaba cuidado, pero con menos detalle, como si el hombre hubiera empezado con las mejores intenciones, pero pronto se hubiera cansado. Los arbustos necesitaban una poda, las malas hierbas asaltaban los macizos de flores, era preciso arrancar las plantas anuales muertas, y había una extensión de césped lo bastante crecido para que pudiera servir como forraje.

Farmington no se mostró en absoluto complacido de su visita.

Cuando abrió la puerta, respondiendo a la llamada de Lynley, se colocó de manera que le impedía el paso. Por encima de su hombro, el inspector vio que el pintor había estado trabajando de firme, pues había docenas de acuarelas esparcidas sobre el sofá de la sala de estar y por el suelo. Algunas estaban rotas en pedazos, otras convertidas en bolas apretadas y las había abandonado a su destino bajo las pisadas. Sin embargo, era un azaroso y considerable esfuerzo artístico, porque el autor estaba bastante bebido.

– ¿En qué puedo servirle, inspector? -preguntó Farmington con deliberada cortesía.

– ¿Me permite entrar?

El hombre se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? -Se hizo a un lado y le invitó a pasar con un gesto desganado-. Perdone por el desorden. Estaba haciendo limpieza.

Lynley avanzó pisando varias pinturas.

– ¿Está haciendo la poda de cuatro años de trabajo? -le preguntó suavemente.

No se había equivocado. Lo supo por el súbito ensanchamiento de las aletas de la nariz y el movimiento de los labios de Farmington.

– ¿Qué quiere decir con eso?

Estaba al borde de hablar farfullando y, tal vez dándose cuenta, trató visiblemente de dominarse.

– ¿A qué hora tuvo lugar la discusión entre usted y William Teys? -preguntó Lynley, ignorando la pregunta que le había hecho el pintor.

– ¿A qué hora? -Ezra se encogió de hombros-. No tengo ni idea. ¿Le apetece un trago, inspector? -Sonreía y tenía la mirada vidriosa. Cruzó la habitación para servirse un vaso de ginebra-. ¿No? ¿No le importa que yo…? Gracias. -Tomó un trago, tosió y se echó a reír, limpiándose la boca con la muñeca, con tal violencia que fue como si se hubiera golpeado-. Maldita sea, ni siquiera puedo encajar unos sorbos.

– Usted bajaba desde el páramo del Alto Keel. No es un paseo para darlo en la oscuridad, ¿verdad?

– Claro que no.

– ¿Y oyó música procedente de la granja?

– ¡Eso es! -Alzó el vaso, como si brindara-. Toda una orquesta, inspector. Creí estar en medio de un desfile.

– ¿Sólo vio a Teys? ¿A nadie más?

– ¿Contamos al querido Nigel que llevaba el perro a casa?

– Aparte de Nigel.

– Pues no. -Apuró el vaso-. Roberta, esa pobre gorda, debía de estar dentro cambiando los discos. No valía para mucho más… excepto para blandir un hacha y enviar a su papá al otro barrio. -Los ojos le centellearon al decir esto y se echó a reír-. ¡Como Lizzie Borden! -añadió y rió más todavía.

Lynley se preguntó por qué aquel hombre se empeñaba en ser repugnante, por qué se esforzaba tanto por mostrar un lado de su carácter tan desagradable que llegaba a ser intolerable. Sin duda el odio y la ira constituían la base de su actitud, y un desprecio tan virulento que era como una tercera persona en la estancia. Con toda evidencia, Farmington era un hombre de talento, pero estaba dispuesto a destruir la única fuerza creativa que daba sentido a su vida.

Mientras, incapaz de seguir resistiendo la bebida, se encaminaba tambaleándose al lavabo, Lynley miró las pinturas esparcidas por el suelo y vio la fuente de su desesperación en los estudios que el artista no había sido capaz de destruir.

Habían sido hechos desde todos los ángulos posibles, al carbón, a lápiz, al pastel y a la acuarela. Expresaban movimiento, pasión y deseo, y atestiguaban la angustia que embarga el alma del artista. Todos eran de Stepha Odell.

Cuando Lynley oyó las pisadas del hombre, desvió la vista de las pinturas, miró a Farmington y por primera vez vio su imagen refleja, su otro yo, el hombre en que podría llegar a convertirse.


Desde la estación de King Cross, Barbara tomó la línea del norte hasta la calle Warren. La plaza Fitzroy estaba a pocos minutos a pie desde allí, y dedicó ese tiempo a pensar en un plan de ataque. Era evidente que Gillian Teys estaba metida hasta el cuello en aquella situación, pero iba a ser muy difícil demostrarlo. Si había sido lo bastante lista para desaparecer durante once años, desde luego lo sería también para tener una coartada a toda prueba para la noche de autos. A Barbara le pareció que el mejor enfoque, si realmente Gillian era Nell Graham y si podía localizarla gracias a la escasa información de que disponían, sería no darle elección, detenerla si fuera necesario, a fin de llevarla de nuevo a Keldale aquella noche. Pensó en todo lo que les habían dicho acerca de Gillian, su conducta de delincuente, su licencia sexual y su habilidad para ocultar ambos rasgos bajo un exterior de refinamiento angélico. Solamente había una manera de tratar con una persona tan lista: ser dura, agresiva, absolutamente implacable.

La plaza Fitzroy, una parte de Camden Town pulcramente renovada, no era el lugar más adecuado para instalar un asilo de adolescentes descarriados. Veinte años antes, cuando la plaza era un rectángulo que ostentaba las marcas de la guerra, con sus edificios combados, el suelo mugriento y las ventanas sin cristales, lo que uno esperaría encontrar allí era un hogar para los marginados de Londres. Pero ahora, cuando toda la plaza había sido remodelada, sus edificios eran nuevos, el césped del centro había sido cuidadosamente vallado para impedir que lo estropearan los vagabundos, cuando todas las casas estaban recién pintadas y cada puerta bruñida centelleaba a la luz del crepúsculo, era difícil creer que los olvidados y rechazados de la sociedad, asustados y dolidos, seguían viviendo allí.

La Casa del Testamento estaba en el número 11, y era un edificio alto y estrecho, con la fachada cubierta por un andamiaje. Un gran cubo de basura rebosante de yeso, latas de pintura vacías, cajas de cartón y trapos desechados evidenciaba que la Casa del Testamento se había unido al renacimiento arquitectónico de sus vecinos. La puerta estaba abierta, a pesar del fresco del atardecer, y de su interior surgía un sonido de música, no el estrepitoso rock and roll que podría haberse esperado en un lugar lleno de adolescentes, sino las notas delicadas de una guitarra clásica, así como un silencio de fondo que indicaba la presencia de un público atento. Sin embargo, Barbara supuso que los encargados de la cocina no participaban en el recital, pues llegaba a la calle el aroma de salsa de tomate y especie, indicación segura de la cena.

Barbara subió los dos escalones y entró en el edificio. El largo pasillo estaba cubierto por una larga alfombra roja, tan desgastada en algunos lugares que las tablas del suelo se veían a su través. En las paredes no había ningún adorno, salvo tableros de anuncios en los que estaban adheridos informes sobre empleos, mensajes recibidos y anuncios. Un horario de clases de la cercana universidad en la calle Gowen ocupaba el lugar más prominente, señalado alentadoramente con flechas de cartón. Había anuncios de clínicas ubicadas en el barrio, programas de desintoxicación para drogadictos y oficinas de planificación familiar, y un número de teléfono para disuadir a posibles suicidas estaba repetido en varias hojas clavadas en la parte inferior del tablón. Barbara observó que habían arrancado la mayor parte de aquellas hojas.

– Hola -le dijo una voz amable-. ¿Necesita ayuda?

Al volverse, Barbara se encontró con una mujer rechoncha, de edad mediana, apoyada en el mostrador de recepción, que se subía unas gafas de montura de carey a lo alto de la cabeza. Su sonrisa se desvaneció cuando Barbara le mostró sus credenciales. En el piso de arriba continuaba la música.

– ¿Hay algún problema? -preguntó la mujer-. Supongo que desea ver al señor Clarence.

– No -replicó Barbara-, quizás no sea necesario. Estoy buscando a una joven llamada Gillian Teys, pero creemos que puede usar el nombre de Nell Graham.

Le alargó la fotografía, gesto innecesario, pues en cuanto pronunció el nombre la expresión de la dama se había alterado. De todos modos, miró la fotografía con ademán de cooperación.

– En efecto, ésta es Nell.

A pesar de haber estado tan segura, Barbara tuvo una sensación de triunfo.

– ¿Quiere decirme dónde está? Es muy importante que la encuentre lo antes posible.

– No se ha metido en algún lío, ¿verdad?

– Es importante que la encuentre -repitió Barbara.

– Oh, sí, claro. Supongo que no puede decírmelo. Es sólo que… -La mujer se acarició el mentón con nerviosismo-. Llamaré a Jonah -dijo impulsivamente-. Esto es asunto suyo.

Antes de que Barbara pudiera replicar, la mujer subió corriendo la escalera. Al cabo de un momento la música de guitarra cesó bruscamente y la sustituyó una algarabía de voces que protestaban seguidas de risas. Se oyó entonces un ruido de pisadas y una voz masculina respondió a la voz apagada de la recepcionista.

Cuando apareció en la escalera, Barbara vio que era el músico, pues llevaba una guitarra colgada del hombro. Era demasiado joven para ser el reverendo George Clarence, pero llevaba atuendo clerical y su notable parecido con el fundador de la Casa del Testamento indicó a Barbara que aquel debía de ser su hijo. Tenía las mismas facciones cinceladas, la misma frente ancha, idéntica mirada rápida y perceptiva que asimilaba y evaluaba en un instante. Incluso el cabello era el mismo, con raya a la izquierda y un mechón ingobernable que ningún peine podía dominar. No era corpulento, probablemente no llegaba a medir metro setenta y cinco y era de constitución ligera. Pero algo en su actitud indicaba la existencia de fuerza interior y confianza en sí mismo.

El joven avanzó por el pasillo con la mano tendida.

– Soy Jonah Clarence -le dijo, estrechándole con firmeza la mano-. Dice mi madre que busca a Nell.

La señora Clarence se había quitado las gafas de la cabeza y mordisqueaba distraídamente la montura mientras escuchaba su conversación. Los surcos del ceño se hicieron más profundos y les miró expectante.

– Esta es Gillian Teys -dijo Barbara, mostrando al joven la fotografía-. Hace tres semanas que asesinaron a su padre en Yorkshire, y tendrá que venir conmigo para responder a algunas preguntas.

Estas palabras no produjeron en Clarence una reacción visible, aunque parecía no poder desviar la mirada del rostro de Barbara. Pero se obligó a hacerlo y mirar la foto. Entonces sus ojos se encontraron con los de su madre.

– Es Nell.

– Jonah, querido… -murmuró ella, en un tono conmovido.

Clarence devolvió la foto a Barbara pero se dirigió a su madre.

– Algún día tenía que ocurrir, ¿no es cierto? -le dijo sin poder ocultar la emoción.

– Cariño, ¿quieres que…?

– No, de todos modos iba a irme. -Miró a Barbara-. Le llevaré adonde está Nell. Es mi mujer.


Lynley contempló la pintura de la abadía de Keldale y se preguntó por qué había estado tan ciego a su mensaje. La belleza de la obra estaba en su pura simplicidad, su detallismo, su negativa a distorsionar o disfrazar su romanticismo la ruina que se desmoronaba, de convertirla en cualquier cosa excepto lo que era: un vestigio de una época desaparecida, devorada por el porvenir.

Los muros esqueléticos se arqueaban contra un cielo desolado, como esforzándose por ascender y liberarse del fin inevitable que les aguardaba en el suelo. Luchaban contra la flora, los helechos que crecían testarudos en las grietas, las flores silvestres que florecían al borde de los muros del transepto, la hierba que crecía espesa y se mezclaba con el perejil silvestre en las mismas piedras donde los monjes se habían arrodillado en otro tiempo para orar.

Había escalones que no conducían a ninguna parte, escaleras curvas que en otro tiempo conducían a los devotos desde el claustro al locutorio, de la sala al patio, ahora cubiertos de musgo, sometidos a cambios que no los hacían innobles, sino que se limitaban a moldearlos, dándoles distinta forma y objetivo.

Las ventanas habían desaparecido. Donde en el pasado los vitrales habían cercado orgullosos el presbiterio y el coro, la nave y el transepto, no quedaba nada excepto grandes agujeros que miraban sin ver el un paisaje que proclamaba, con todo derecho, que sólo él podía ganar la batalla contra el tiempo.

¿Cómo definir realmente los restos de la abadía de Keldale? ¿Era la ruina esquilmada de un pasado glorioso o una promesa de lo que podría ser el futuro? ¿No era, en definitiva, todo eso?

Salió de su ensoñación al oír el ruido de un coche que se detenía ante la hostería, de portezuelas que se abrían y el murmullo de voces, de pasos desiguales que se aproximaban. Se dio cuenta de que la oscuridad empezaba a envolver el salón y encendió una de las lámparas en el mismo momento en que Saint James entraba en la estancia. Estaba sola, como Lynley había esperado.

Se miraron mutuamente, separados por la inofensiva extensión de la alfombra, del abismo creado y mantenido por la culpa de un hombre y el dolor del otro. Ambos reconocían el peso de esos aspectos de sus vidas y, como para escapar de ellos, Lynley se colocó detrás de la barra y sirvió dos copas de coñac. Cruzó la habitación y ofreció una a su amigo.

– ¿Está ella afuera? -le preguntó.

– Ha ido a la iglesia. Conociendo a Deborah como la conozco, ha ido a echar un último vistazo al cementerio. Mañana nos vamos.

Lynley sonrió.

– Has sido más fuerte que yo. Hank me habría hecho huir al cabo de cinco minutos. ¿Os vais a los lagos?

– No. Pasaremos un día en York y luego regresaremos a Londres. El lunes tengo que testimoniar ante el tribunal, y antes necesito algún tiempo para completar un análisis de fibras.

– Lástima que sólo hayan tenido tan pocos días.

– Tenemos el resto de nuestras vidas. Deborah lo comprende.

Lynley asintió y su mirada pasó de Saint James a las ventanas en las que se veían reflejados, dos hombres tan distintos entre sí, que compartían un pasado afligido y que, si él lo decidía, podían compartir un magnífico futuro. Todo estaba incluido en la definición. Apuró su copa.

– Gracias por la ayuda que me has prestado, Saint James -dijo finalmente, tendiéndole la mano-. Tú y Deborah son unos amigos estupendos.


Viajaron hasta Islington en el viejo Morris de Jonah Clarence. No fue un trayecto muy largo, y el hombre guardó silencio, aferrado al volante. Los nudillos blancos reflejaban su tensión.

Vivían en una pequeña calle llamada Keystone Crescent, que daba a Caledonian Road. Tenía dos estacionamientos de comidas para llevar de las que surgían los olores multiculturales de los panecillos con huevos fritos, el falafel y el pescado con patatas fritas, mientras que en el otro extremo, que daba a Pentonville Road, había una carnicería. La zona oscilaba entre industrial y residencial. Fábricas textiles, casas de alquiler de automóviles y empresas de herramientas cedían el paso a calles que parecían esforzarse por ser elegantes.

Keystone Crescent formaba una semiluna con dos hileras de casas, una cóncava y otra convexa. Todas tenían la misma valla de hierro forjado, y donde en otro tiempo habían florecido minúsculos jardines, un pavimento de cemento proporcionaba más espacio para el aparcamiento.

Los edificios eran de ladrillo tiznado, con dos pisos, el superior coronado con una ventana de gablete y la línea del tejado adornada con un magro festón. Cada edificio tenía su propio sótano, y mientras algunas casas habían sido remozadas recientemente para secundar los esfuerzos del vecindario por alcanzar cierto grado de distinción, la casa ante la que Johan Clarence aparcó su coche estaba en mal estado, y si antaño estuvo encalada y decorada con maderamen verde, ahora estaba sucia y dos cubos de basura sin tapa montaban guardia ante la entrada.

– Por aquí -dijo él, con voz apagada.

Abrió la puerta de la verja y descendieron unos estrechos y empinados escalones hasta la puerta de un sótano. Al contrario que el resto del edificio, que estaba muy abandonado, la puerta era maciza, recién pintada, con un reluciente picaporte de latón en el centro. Jonah la abrió e hizo un ademán a Barbara para que entrara.

La sargento vio en seguida que habían puesto gran cuidado en la decoración del pequeño hogar, como si sus ocupantes quisieran introducir una cuña muy firme entre la fealdad exterior del edificio y la armonía encantadora de aquel interior. Las paredes estaban recién pintadas de un blanco cremoso, alfombras de vivos colores cubrían el suelo, las ventanas, que albergaban unas plantas espléndidas, estaban cubiertas por cortinas blancas; libros, álbumes fotográficos, un modesto sistema estereofónico, una colección de discos y tres piezas de peltre antiguo ocupaban una larga estantería que cubría una pared. Los muebles eran escasos, pero cada uno había sido claramente seleccionado por la calidad de su hechura y su belleza.

Jonah Clarence dejó cuidadosamente su guitarra sobre una mesilla y entró en el dormitorio.

– ¿Nell? -llamó.

– Me estoy cambiando, cariño, en seguida salgo -replicó alegremente una voz femenina.

Entonces miró a Barbara, y esta vio que estaba pálido y turbado.

– Quisiera entrar…

– No -dijo Barbara-. Espere aquí. Por favor, señor Clarence -añadió al ver su determinación de reunirse con la mujer.

El joven tomó asiento, moviéndose penosamente; como si hubiera envejecido años durante los veinticinco minutos transcurridos desde que habían trabado conocimiento. Miraba fijamente la puerta, detrás de la cual un brioso movimiento acompañaba el alegre tarareo de “Adelante soldados cristianos”. Se oía ruido de cajones abiertos y cerrados, el crujido de la puerta de un armario. El tarareo se detuvo y unos pasos se aproximaron. La canción finalizó, se abrió la puerta y Gillian Teys regresó de entre los muertos.

Físicamente era como su madre, pero llevaba el cabello rubio muy corto, casi como el de un chico, lo cual le daba el aspecto de una niña, efecto realzado por su manera de vestir: una falda plisada a cuadros, un pullover azul oscuro, zapatos negros y calcetines hasta las rodillas. Bien podría estar de regreso de la escuela.

– Hola cari… -Se quedó inmóvil al ver a Barbara-. ¿Qué ocurre, Johan?

Su respiración pareció detenerse y palpó a sus espaldas, en busca del pomo de la puerta.

Barbara se adelantó.

– Soy de Scotland Yard, señora Clarence -le dijo resueltamente-. Desearía hacerle algunas preguntas.

– ¿Preguntas? -Se llevó la mano a la garganta y sus ojos azules se oscurecieron-. ¿Qué preguntas?

– Sobre Gillian Teys -replicó su marido, quien no se había movido de su silla.

– ¿Quién? -preguntó ella en voz baja.

– Gillian Teys -repitió él en tono neutro-, a cuyo padre asesinaron hace tres semanas en Yorkshire.

Ella retrocedió rígida y se apoyó en la puerta.

– No.

– Nell…

– ¡No! -exclamó en voz más alta. Barbara se adelantó otro paso-. ¡Apártese de mí! ¡No sé de qué me habla! ¡No conozco a ninguna Gillian Teys!

– Deme la foto -dijo Jonah a Barbara, poniéndose en pie. Ella se la dio. El joven se acercó a su mujer y la cogió del brazo-. Esta es Gillian Teys – le dijo, pero ella desvió el rostro.

– ¡No la conozco, no la conozco! -dijo aterrorizada.

– Mírala, cariño.

Suavemente, él le volvió la cabeza hacia la foto.

– ¡No! -gritó, y de un tirón se libró de la mano de su marido y entró en la otra habitación; se oyó otro portazo y el sonido de un pestillo.

“Maravilloso”, se dijo Barbara. Pasó junto al joven y se acercó a la puerta del baño, tras la que no se oía nada. Manipuló el pomo, diciéndose que debía ser dura y agresiva.

– Salga de ahí, señora Clarence. -No obtuvo respuesta-. Tiene que escucharme. Han acusado de este asesinato a su hermana Roberta, y ahora está en el sanatorio mental de Barnstingham. Desde hace tres semanas no ha pronunciado palabra, salvo afirmar que ha matado a su padre… le decapitó, señora Clarence. -Volvió a manipular el pomo-. Le cortó la cabeza, señora Clarence. ¿Me ha oído?

Se oyó un gemido ahogado detrás de la puerta, el sonido de un animal herido, aterrado, al que siguió un grito angustiado.

– ¡Lo dejé para ti, Bobby! ¡Oh, Dios mío! ¿Lo perdiste?

Entonces abrió al máximo todos los grifos del baño.

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