CAPÍTULO TRES

Un solo y horrendo detalle era la característica más notable de las fotografías que examinaban los tres policías reunidos ante la mesa redonda en una sala de Scotland Yard: el cadáver estaba decapitado.

La nerviosa mirada del padre Hart iba de un rostro a otro, y sus dedos acariciaban el pequeño rosario de plata que llevaba en el bolsillo y que bendijo Pío XII en 1952. No fue durante una audiencia particular, desde luego. Un simple sacerdote como él no podía esperar tal cosa. Pero, ciertamente, aquella santa y temblorosa mano que hacía la señal de la cruz sobre dos millares de reverentes peregrinos había impartido su bendición al padre Hart, el cual, con los ojos cerrados y la mano levantada, sostuvo el rosario por encima de su cabeza, como si así la bendición pontificia pudiera ser más potente.

Se adentraba en el grupo de los misterios del dolor cuando habló el hombre alto y rubio.

– Qué golpe ha recibido -murmuró, y estas palabras estimularon al sacerdote.

¿Quién era aquel hombre? ¿Un policía? El padre Hart no podía comprender por qué vestía con tanta elegancia, pero ahora, al oír sus palabras, le miró esperanzadamente.

– Ah, Shakespeare. Sí, en cierto modo se trata de lo mismo.

El hombretón que fumaba un cigarro hediondo le dirigió una mirada inexpresiva. El padre Hart se aclaró la garganta y les observó mientras ellos seguían observando detenidamente las fotografías.

Llevaba con ellos casi un cuarto de hora, y hasta entonces apenas habían intercambiado alguna palabra. El hombre más viejo había encendido un cigarro, la mujer se había mordido los labios en dos ocasiones, reservándose algo que deseaba decir, y nada más había ocurrido hasta la cita de aquel verso de Shakespeare.

Los dedos de la mujer tamborileaban sobre la mesa. Ella sí que tenía aspecto de policía: su uniforme era inequívoco. Sus ojos eran pequeños e inquietos, su boca tenía un rictus sombrío y, en conjunto, parecía una persona totalmente desagradable. No le sería útil, no era lo que él y Roberta necesitaban. ¿Qué debería decirle?

Los policías seguían pasándose las horrendas fotografías. El padre Hart no necesitaba verlas, pues sabía perfectamente lo que representaban. Él había estado primero en aquel lugar, y la escena estaba grabada para siempre en su mente. William Teys, aquel hombre de casi dos metros de estatura, en una horrible postura casi fetal, el brazo derecho extendido como si hubiera querido aferrar algo, el brazo izquierdo doblado bajo el abdomen, las rodillas a la altura del pecho, y en el lugar que debería ocupar la cabeza… sencillamente nada. Como el mismo Cloten, pero sin ninguna Imogen que despertara horrorizada a su lado. Sólo Roberta, y aquellas palabras terribles. “Lo he hecho yo, y no lo lamento”.

La cabeza había rodado hasta un montón de heno húmedo en un rincón del establo. Y cuando él la vio… ¡Oh, Dios, los ojuelos furtivos de una rata de granero brillaban en la cavidad, con un brillo muy tenue, desde luego, pero el hocico gris estaba empapado de sangre y las patas diminutas escarbaban! “Padre nuestro, que estás en los cielos… Padre nuestro, que estás en los cielos… ¡Oh, hay más, hay más, y en este momento no puedo recordarlo!”

– Padre Hart. -El rubio vestido con chaqué se había quitado sus gafas de lectura y se había sacado una pitillera del bolsillo-. ¿Fuma usted?

– Yo…sí, gracias.

El sacerdote cogió un pitillo con un movimiento rápido, para que los demás no vieran que le temblaba la mano. El rubio ofreció la pitillera a la mujer, la cual hizo un gesto enérgico de rechazo. El hombre sacó entonces un encendedor de plata y lo encendió. Todo esto requirió unos momentos, tiempo suficiente para permitirle al sacerdote reunir sus pensamientos fragmentados.

El rubio se arrellanó en su silla y contempló la larga hilera de fotografías clavadas en una de las paredes.

– Dígame, padre Hart, ¿por qué fue a la granja aquel día? -le preguntó en tono bajo, mientras miraba las fotografías una tras otra.

El sacerdote entrecerró sus ojos miopes para contemplar las mismas imágenes, preguntándose esperanzado si serían fotos de sospechosos. ¿Quizás Scotland Yard ya había decidido perseguir a aquella bestia maligna? Pero no podía decirlo, no estaba seguro, ni siquiera desde una distancia tan corta, de si aquellas fotos eran de personas.

– Era domingo – replicó, como si esas dos palabras fuesen una explicación suficiente.

Al oír esto, el rubio volvió la cabeza. Sorprendentemente, sus ojos eran de un color castaño encantador.

– ¿Acaso tenía usted la costumbre de ir los domingos a la granja de Teys? ¿Para comer o algo por el estilo?

– Oh, yo… perdone, creí que el informe, ¿sabe?…

Así no arreglaría nada. El padre Hart aspiró ansiosamente el humo del cigarrillo y se miró los dedos, que estaban manchados de nicotina hasta los nudillos. No era de extrañar que le hubieran ofrecido tabaco. Lamentó haber olvidado sus propios cigarrillos, pensó que debería haber comprado un paquete en King’s Cross. Pero tantas cosas ocupaban su cabeza cuando salió de la estación… Dio otras dos enérgicas caladas al pitillo.

– Padre Hart -dijo el hombre de más edad, que con toda evidencia era el jefe del rubio. Todos se habían presentado, pero en seguida había olvidado sus nombres. Sólo recordaba el de la mujer: Havers, y era sargento, según sus distintivos. Pero de los otros dos se había olvidado por completo. Miró sus rostros serios sintiéndose presa de un pánico creciente.

– Disculpe. ¿Decía usted…?

– ¿Iba usted a la granja de Teys cada domingo?

El padre Hart hizo un esfuerzo decidido para pensar clara, cronológica y sistemáticamente por una vez. Sus dedos buscaron el rosario en el bolsillo. La cruz le tocó el pulgar y pudo notar el cuerpo diminuto clavado y agónico. “Oh, señor, morir de esa manera…”

– No -se apresuró a responder-. William es… era nuestro chantre. Tenía una voz maravillosa de bajo profundo. Podía hacer que la iglesia vibrara con su sonido y… -Aspiró entrecortadamente, haciendo un esfuerzo para no volver a irse por las ramas-. Aquella mañana no fue a misa, ni tampoco Roberta, y yo estaba preocupado. Los Teys nunca se saltan una misa. Así que fui a la granja.

El hombre del puro le escudriñó a través de la acre humareda.

– ¿Se preocupa tanto por sus parroquianos? Si es así, debe de tenerlos bien disciplinados.

El padre Hart había fumado todo el cigarrillo hasta el filtro, y no podía hacer más que aplastarlo en el cenicero. El rubio hizo lo mismo, aunque ni siquiera había fumado la mitad de su pitillo. Sacó la pitillera y ofreció otro. De nuevo apareció el encendedor de plata; el tabaco prendió y produjo el humo que secaba la garganta del viejo sacerdote, le aplacaba los nervios, le entumecía los pulmones.

– Verá, lo hice sobre todo porque Olivia estaba preocupada.

El hombre echó un vistazo al informe.

– ¿Olivia Odell?

El padre Hart asintió ansiosamente.

– Sí, ella y William Teys acababan de prometerse. Aquella tarde se iba a hacer el anuncio, durante una pequeña fiesta. Le llamó varias veces después de la misa pero no obtuvo respuesta. Entonces fue a verme.

– ¿Por qué no fue ella en persona a ver qué ocurría?

– Quería ir, desde luego, pero tenía que ocuparse de Bridie y el pato. Se había perdido… en fin, la crisis familiar corriente, y ella no estaba para nada hasta que lo encontrara.

Los tres funcionarios intercambiaron miradas cautelosas. El sacerdote se ruborizó. ¡Qué absurdo parecía todo aquello!

– Miren -siguió diciendo-, Bridie es la hijita de Olivia y tiene un pato especial. Bueno, no exactamente especial…

¿Cómo podía explicar a aquellas personas todos los entresijos de la vida en su aldea?

Entonces el rubio le habló amablemente.

– De modo que mientras Olivia y Bridie buscaban el pato, usted fue a la granja.

– Eso es, exactamente. -El padre Hart sonrió con gratitud-. Muchas gracias.

– Díganos lo que sucedió cuando llegó allí.

– Primero fui a la casa. No estaba cerrada, y recuerdo que eso me pareció extraño, porque William siempre cerraba a cal y canto por la noche. Era una especie de manía, e insistía en que yo hiciera lo mismo en la iglesia. Los miércoles, cuando el coro ensayaba, nunca se marchaba hasta que todos los demás se habían ido y yo había atrancado bien las puertas. Era su manera de ser.

– En ese caso imagino que se sobresaltó un poco al ver la puerta de la casa abierta.

– Al principio, no. Al fin y al cabo sólo era la una de la tarde. Pero cuando nadie respondió a mis llamadas. -Les miró con aire de pedir perdón-. Me temo que entré sin más.

– ¿Había dentro algo extraño?

– Nada en absoluto. Todo estaba perfectamente limpio, como siempre. Sin embargo, había…

Desvió la mirada hacia la ventana. ¿Cómo podría explicarlo?

– ¿Sí?

– Las velas estaban apagadas.

– ¿Es que no tenían luz eléctrica?

El padre Hart les miró con la mayor seriedad.

– Eran cirios votivos y siempre estaban encendidos. Siempre. Las veinticuatro horas del día.

– ¿Para algún santuario?

– Sí, eso es exactamente, un santuario -se apresuró a decir, y añadió-: Cuando vi eso, supe de inmediato que algo iba mal. Ni William ni Roberta habrían permitido que los cirios se apagaran. Entonces crucé la casa y me dirigí al establo.

– ¿Y allí…?

¿Era realmente necesario hablar de aquello? La escalofriante tranquilidad de aquel lugar le anunció en seguida la tragedia. Afuera, en el pasto cercano, los balidos de las ovejas y el piar de los pájaros hablaban de cordura y paz, pero el silencio absoluto del establo era el núcleo de su locura. Incluso desde la puerta, el olor empalagoso de la sangre encharcada había llegado a sus fosas nasales, mezclado con los olores del estiércol, el grano y el heno en putrefacción, y aquel olor había tirado de él como unas manos seductoras e inevitables.


Roberta estaba sentada en un cubo puesto de revés, en una de las casillas. Era una muchacha fornida, como su padre, acostumbrada a las duras faenas de una granja. Permanecía inmóvil y no miraba la monstruosidad decapitada que yacía a sus pies, sino a la pared de enfrente y las grietas de su rugosa superficie.

“¿Roberta? -le dije con voz ronca, sintiendo que las náuseas pasaban del estómago a la garganta y sus tripas se aflojaban.”

La muchacha no le respondió y siguió inmóvil. Ni siquiera parecía respirar. El sacerdote veía sus anchas espaldas, las piernas robustas, el hacha a un lado. Y entonces, por encima del hombro, vio claramente el cadáver por primera vez.

“Lo he hecho yo, y no lo siento -fue lo único que dijo la muchacha.”

El padre Hart cerró los ojos con fuerza, porque el recuerdo de aquella escena le descomponía.

– Fui a la casa en seguida y llamé a Gabriel.


Por un momento Lynley creyó que el sacerdote se refería al mismísimo arcángel, pues el curioso hombrecillo que trataba penosamente de contar su historia daba la impresión de estar un poco en contacto con el más allá.

– ¿Gabriel? -preguntó Webberly con incredulidad.

Lynley se dio cuenta de que al inspector se le estaba agotando la paciencia. Revisó el informe en busca de alguna indicación del nombre y no tardó en encontrarla.

– Gabriel Langston, alguacil de la aldea -leyó-. ¿Debo entender, padre, que el alguacil Langston telefoneó en seguida a la policía de Richmond?

El sacerdote asintió. Miró con cautela la pitillera de Lynley y éste la abrió y ofreció otra ronda. Havers lo rechazó y el sacerdote estaba a punto de hacer lo mismo hasta que Lynley cogió uno. Tenía la garganta irritada, pero sabía que nunca llegarían al final del relato a menos que el sacerdote recibiera la cantidad de nicotina suficiente, y parecía necesitar un compañero de vicio. Tragó saliva, pensando en lo bien que le vendría un whisky, encendió el nuevo pitillo y lo dejó en el cenicero hasta que se consumió por completo.

– Llegó la policía de Richmond. Todo fue muy rápido… Se llevaron a Roberta.

– Bueno, ¿qué otra cosa iban a hacer? Ella misma confesó su crimen.

Havers, que había dicho estas últimas palabras, se levantó y fue hasta la ventana. El tono de su voz informaba claramente a los otros que, en su opinión, estaban perdiendo el tiempo con aquel viejo estúpido, y que en aquellos momentos deberían estar viajando a toda velocidad hacia el norte.

Webberly le ordenó con un gesto que volviera a sentarse.

– Mucha gente confiesa haber cometido crímenes -replicó el inspector-. Hasta ahora he tenido veinticinco confesiones de asesinatos cometidos por el Destripador.

– Sólo quería señalar…

– Podemos hablar de ello más tarde.

– Roberta no mató a su padre -dijo el sacerdote, como si los otros dos no hubieran hablado-. Es imposible.

– Pero hay crímenes de familia -dijo suavemente Lynley.

– No con bigotes por el medio.

Se hizo un silencio largo e insoportable, durante el que ninguno miró a los demás. Bruscamente, Webberly echó su silla atrás.

– Dios mío -musitó-. Lo siento mucho, pero… -Se dirigió a un armario en el extremo de la sala y sacó tres botellas-. ¿Whisky, jerez o coñac? -preguntó a los otros.

Lynley dirigió a Baco una plegaria silenciosa de agradecimiento.

– Whisky -respondió.

– ¿Havers?

– No tomaré nada -dijo severamente la sargento-. Estoy de servicio.

– Sí, claro. ¿Y usted, padre?

– Oh, un jerez me vendría muy…

– Jerez entonces.

Webberly tomó un traguito de whisky antes de servirse otra vez y regresar a la mesa.

Todos miraron sus vasos en actitud meditativa, como si cada uno esperase que otro hiciera la pregunta. Finalmente lo hizo Lynley, cuya garganta había suavizado ahora el fragante whisky de malta.

– Dígame… ¿A qué bigotes se refiere?

El padre Hart miró los papeles extendidos sobre la mesa.

– ¿Es que no está en el informe? -preguntó quejumbrosamente.- ¿No habla del perro?

– Sí, aquí se menciona al perro.

– Pues ése es Bigotes -explicó el sacerdote, y la cordura quedó restablecida.

Hubo un suspiro de alivio colectivo.

– Estaba muerto en el establo, junto a Teys -observó Lynley.

– Así es. ¿Se dan cuenta? Por eso sabemos que Roberta es inocente. Aparte de que quería a su padre, tenemos que considerar a Bigotes. Ella jamás le habría hecho daño al perro. -El padre Hart buscó afanosamente las palabras que pudieran explicar esta afirmación tajante-. Era un perro de granja y formaba parte de la familia desde que Roberta tenía cinco años. Estaba jubilado, desde luego, y un poco ciego, pero uno no despacha a esa clase de perros. Todo el mundo en la aldea conocía a Bigotes. Era un poco la mascota de todos nosotros. Por las tardes iba a casa de Nigel Parrish, en el campo, y se tendía al sol mientras Nigel tocaba el órgano (es el organista de nuestra iglesia, ¿saben?). A veces iba a pasar el rato con Olivia.

– Se llevaba bien con el perro, ¿verdad? -preguntó Webberly, perfectamente serio.

– ¡Ya lo creo! -exclamó sonriente el padre Hart-. Bigotes se llevaba bien con todos nosotros. Y seguía a Roberta a todas partes. Por esta razón, como pueden comprender, cuando llevaron detenida a Roberta, pensé que tenía que hacer algo. Y aquí estoy.

– Sí, en efecto, aquí está usted -concluyó Webberly-. Nos ha sido usted muy útil, padre. Creo que el inspector Lynley y la sargento Havers tienen toda la información que necesitan por el momento. -Se puso en pie y abrió la puerta del despacho-. ¿Harriman?

Cesó el tecleo, como de alfabeto Morse, del ordenador. Las patas de una silla chirriaron contra el suelo, y la secretaria de Webberly entró en la estancia.

Dorothea Harriman se parecía un poco a la princesa de Gales, cosa que ella recalcaba hasta un grado desconcertante, tiñéndose el pelo moldeado con el color aproximado de la luz del sol sobre el trigo maduro y negándose a ponerse gafas en presencia de cualquiera presumiblemente capaz de comentar la forma spenceriana de su nariz y su barbilla. Estaba deseosa de ascender, de progresar lo máximo posible en su carrera. Era lo bastante inteligente para hacer un buen trabajo y probablemente conseguiría promocionarse, sobre todo si lograba renunciar a su molesta manera de vestir, a la que todo el mundo se refería como “parodia de la princesa”. Aquel día llevaba una especie de vestido de baile rosa, cuya falda había acortado para el uso cotidiano. Era horrible.

– A sus órdenes, inspector jefe -dijo la secretaria, que, a pesar de las amenazas e imprecaciones, insistía en llamar a todos los funcionarios del Yard por el nombre completo de su cargo.

Webberly se volvió hacia el sacerdote.

– ¿Se quedará usted en Londres o regresará a Yorkshire?

– Volveré en el último tren. Como no podía estar presente esta tarde para oír las confesiones, prometí que las oiría hasta las once de la noche.

– Naturalmente -asintió Webberly-. Pida un taxi para el padre Hart -le dijo a Harriman.

– Oh, pero no tengo bastante…

Webberly le interrumpió alzando una mano.

– Corre de cuenta del Yard, padre.

El Yard. El sacerdote masculló estas palabras, complacido porque implicaban hermandad y aceptación. Siguió entonces a la secretaria del inspector jefe hasta la salida.

– ¿Qué toma usted cuando bebe, sargento Havers? -preguntó Webberly cuando el sacerdote ya se había ido.

– Agua tónica, señor -replicó ella.

– Muy bien -musitó el inspector, y abrió la puerta de nuevo-. Harriman -vociferó-. Traiga una botella de Schweppes para la sargento Havers. No diga que no tiene la menor idea de dónde conseguirla. Encuéntrela.

Cerró la puerta, se acercó al armario y sacó la botella de whisky.

Lynley se frotó la frente y se apretó con fuerza las sienes.

– Qué dolor de cabeza -murmuró-. ¿Alguno de ustedes tiene una aspirina?

– Yo tengo -se apresuró a decir Havers, y hurgó en su bolso hasta dar con un tubo pequeño, que hizo rodar sobre la mesa en dirección a Lynley-. Tome todas las que quiera, inspector.

Webberly los miraba a los dos, pensativo, preguntándose una vez más si la asociación de dos personalidades tan dispares podría tener alguna posibilidad de éxito. Havers era como un erizo, y formaba una bola protectora erizada de púas a la menor provocación. Pero por debajo de aquel exterior punzante había una mente penetrante, indagadora. Lo que estaba por ver era si Thomas Lynley tenía la combinación apropiada de paciencia y simpatía para que aquella mente se impusiera a la personalidad pendenciera que había impedido a Havers tener éxito en su asociación con cualquier otra persona.

– Siento haberte hecho abandonar la boda, Lynley, pero no tenía otra alternativa. Esta es la segunda reyerta que tienen Nies y Kerridge en el norte. La primera fue un desastre: Nies tuvo razón desde el principio y se produjo una crisis. Pensé -pasó un dedo por el borde de su vaso y eligió las palabras con cuidado- que tu presencia podría recordarle a Nies que a veces puede equivocarse

Webberly escrutó al hombre más joven, esperando alguna reacción -una tensión de los músculos, un movimiento de cabeza, un parpadeo-, pero nada en su actitud reveló lo que sentía. No era ningún secreto entre sus superiores en el Yare que el único encuentro de Lynley con Nies casi cinco años atrás, en Richmond, había terminado con su propio arresto. Y por prematuro y, en última instancia, falso que hubiera sido el arresto, era la única mancha negra en una hoja de servicios por lo demás admirable, algo que no podría olvidar durante el resto de su vida.

– Está bien, señor -replicó Lynley-. Lo comprendo.

Unos golpecitos en la puerta anunciaron que la señorita Harriman había podido encontrar el agua tónica, que colocó con expresión triunfante en la mesa, ante la sargento Havers. Entonces consultó su reloj. Eran casi las seis.

– Como ésta no es una jornada laboral programada normalmente, inspector jefe… -empezó a decir.

– Sí, sí, puede irse a casa -replicó Webberly, agitando una mano.

– No, no se trata de eso -dijo Harriman suavemente-, pero creo que en el artículo sesenta y cinco A relativo al tiempo compensatorio…

– Tómese libre el lunes y le parto un brazo, Harriman -dijo Webberly con la misma suavidad-. No cuando estamos metidos de lleno en ese caso del Destripador.

– No pensaba hacer tal cosa, señor. Sólo quería saber si podría anotarlo en el registro. El artículo sesenta y cinco A indica que…

– Anótelo donde le parezca, Harriman.

Ella esbozó una sonrisa de comprensión.

– A sus órdenes, inspector jefe -dijo la mujer, y salió del despacho.

– ¿Te ha hecho un guiño esa arpía antes de salir, Lynley? -preguntó Webberly.

– No me he dado cuenta, señor.


Eran las ocho y media cuando empezaron a recoger los papeles que cubrían la mesa de trabajo de Webberly. Había oscurecido y la luz de los fluorescentes resaltaba el jovial desorden de la habitación, la cual estaba peor que antes, con los archivos adicionales del Departamento del Norte extendidos sobre la mesa y una nube acre de tabaco que, en conjunción con los aromas mezclados del whisky y el jerez, le daba a uno la impresión de hallarse en un desaseado club de caballeros.

Barbara reparó en la expresión de profundo cansancio que tenía el rostro de Lynley y juzgó que la aspirina no le había servido de nada. El inspector se había acercado a la pared de la que colgaban las fotografías del Destripador y las inspeccionaba una tras otra. Mientras miraba puso una mano sobre una de ellas -era la de la víctima de King’s Cross, observó innecesariamente la sargento- y pasó un dedo por la tosca incisión que había practicado el cuchillo del Destripador.

– La muerte lo cierra todo -murmuró-. Es en blanco y negro, carne sin elasticidad. ¿Quién podría reconocer esto como un ser vivo?

– O esto, ya que estamos en ello -respondió Webberly, y señaló bruscamente las fotografías que le había entregado el padre Hart.

Lynley se reunió con ellos, poniéndose al lado de Barbara, pero ésta sabía bien que el detalle no significaba nada. Observó las distintas expresiones que adoptaba el rostro del inspector a medida que iba examinando las fotografías por última vez: repulsión, incredulidad, compasión. Era tan fácil leerle el rostro que la sargento se preguntó cómo podía realizar con éxito una investigación sin que el sospechoso le viera venir. Lo cierto era que lo lograba continuamente. Barbara conocía los éxitos que jalonaban su hoja de servicios, la serie de condenas tras sus brillantes servicios. Era el “muchacho de oro” en más de un aspecto.

– Bien, mañana iremos allí -dijo el inspector jefe. Cogió un sobre de papel manila e introdujo en él los documentos cuidadosamente.

Webberly examinaba un horario de trenes que había rescatado de entre el revoltijo de papeles y carpetas que cubrían su mesa.

– Tomen el de las ocho cuarenta y cinco.

– Tenga un poco de misericordia, señor -refunfuñó Lynley-. Quisiera estar libre durante diez horas, por lo menos, para librarme de este dolor de cabeza.

– Entonces el de las nueve treinta. No quiero que salgan más tarde. -Webberly miró a su alrededor por última vez y se puso un abrigo de tweed. Al igual que sus otras prendas, estaba raído en diversos sitios, y en la solapa izquierda había un pequeño remiendo: seguramente era el lugar más afectado por la ceniza de los cigarros-. El martes quiero un informe -dijo al salir.


La ausencia del inspector jefe pareció rejuvenecer a Lynley de inmediato. Con sorprendente presteza, marcó un número, tamborileó incansablemente con los dedos sobre la mesa y consultó el reloj de pared. Transcurrió casi un minuto antes de que una sonrisa iluminara su rostro.

– Tú sí que has esperado, cariño -dijo entonces a quienquiera que estuviese al otro lado de la línea-. ¿Has roto por fin con Jeffrey Cusick…? ¡Ja! Lo sabía, Helen. Te he dicho infinidad de veces que un legueyo no puede hacerte feliz. ¿Acabó bien la recepción?… ¡No me digas! ¡Dios mío, debe de haber sido una escena impresionante! ¿Ha gritado Andrew alguna vez en su vida?… Pobre Saint James. ¿Estaba humillado?… Bueno, son los efectos del cava, ya sabes. ¿Se recuperó Sydney?… Sí, bueno, así pareció durante un rato, como si al final estuviera a punto de deshacerse en lágrimas. Nunca ha ocultado que Simon es su hermano favorito… Claro que el baile sigue en pie. Lo prometimos, ¿no?… ¿Puede darme… pongamos una hora?… ¡Helen! ¡Por Dios, que muchacha tan traviesa! -Riendo, colgó el aparato-. ¿Aún está aquí, sargento? -preguntó al levantarse de la mesa.

– No tiene usted coche, señor -replicó ella rígidamente-. Decidí esperar por si necesitaba que le lleve a casa.

– Muy amable por su parte, pero ya nos hemos quedado aquí demasiado tiempo y estoy seguro de que tiene cosas mucho mejores que hacer un sábado por la noche que acompañarme a casa. Tomaré un taxi. -Se inclinó sobre la mesa de Webberly y escribió algo en un trozo de papel-. Aquí tiene mi dirección -le dijo, alargándole el papel-. Preséntese ahí mañana a las siete, ¿de acuerdo? Así tendremos tiempo para estudiar la situación antes de dirigirnos a Yorkshire. Buenas noches.

Lynley salió del despacho.

Barbara miró el papel que tenía en la mano. Aunque escrito precipitadamente, la caligrafía conservaba su elegancia. Lo miró durante más de un minuto antes de romperlo en trozos diminutos que arrojó a la papelera. Sabía perfectamente donde vivía Thomas Lynley.


Empezó a sentirse culpable en Uxbridge Road. Siempre le ocurría lo mismo, pero aquella noche fue peor, pues la agencia de viajes estaba cerrada y no pudo recoger los folletos sobre Grecia que había prometido. Viajes Emperatriz. Vaya nombre pomposo para una agencia mugrienta cuyos empleados se sentaban ante pupitres de plástico pintados para imitar la madera. Detuvo el coche y escudriñó a través del sucio parabrisas en busca de señales de vida. Los propietarios vivían en el piso encima del negocio. Quizás si golpeaba un poco la puerta podría despertarlos. Pero no, era demasiado ridículo. Al fin y al cabo, su madre no iba a volar hacia Grecia al día siguiente. No, la cosa iba para largo. Tendría que esperar los folletos un poco más.

Sin embargo, a lo largo del día había pasado por lo menos ante una docena de agencias de viajes. ¿Por qué no se había detenido? ¿Qué otra cosa le quedaba a su madre más que aquellos sueños modestos? Barbara sintió la necesidad imperiosa de compensar de alguna manera su omisión, se detuvo ante Frutas y Verduras Como’s, una tienda destartalada con estantes pintados de verde y cajas amontonadas de las que emanaba esa mezcla peculiar de olores procedentes de los vegetales cuya frescura está por debajo de lo deseable. Por lo menos Como’s estaba aún abierto. Su propietario jamás perdía la oportunidad de ganarse unos peniques.

– ¡Barbara! -le saludó desde el interior de la tienda, mientras ella examinaba las frutas expuestas en cajas sobre la acera. Abundaban las manzanas y habían algunos melocotones tardíos importados de España-. ¿Qué haces por aquí a estas horas?

No podía imaginar que tuviera una cita, desde luego. Ni a él ni a nadie se le ocurriría tal cosa.

– He salido tarde de trabajar, señor Como -dijo ella-. ¿A cuánto están los melocotones?

– A ochenta y cinco la libra, pero a ti te los dejaré por ochenta, guapa.

Ella escogió seis. Mientras los pesaba y envolvía, el verdulero le dijo:

– Hoy he visto a tu padre.

Barbara alzó rápidamente la vista y pudo ver que el señor Como se ponía en guardia, como si se colocara un máscara, ante la expresión de su rostro.

– ¿Se comportaba correctamente? -preguntó ella en tono neutro, al tiempo que se colgaba el bolso del hombro.

– ¡Un hombre como su padre siempre se comporta correctamente! -El verdulero recibió el dinero, lo contó cuidadosamente y lo introdujo en la caja-. Vaya con cuidado, Barbara. Andan por ahí muchos hombres en busca de chicas guapas como usted.

– Sí, tendré cuidado -replicó Barbara.

Depositó la bolsa con los melocotones en el asiento delantero del coche. “Muchos hombres van detrás de las chicas guapas como tú, Barb. Ten cuidado. Mantén las piernas cruzadas. Una virtud como la tuya es muy fácil de perder, y cuando una mujer cae, ha caído para siempre.” Se rió amargamente, puso el coche en marcha y prosiguió su camino.

En Ealing había dos áreas potenciales de residencia, cuyos habitantes las llamaban simplemente los lados bueno y malo del municipio. Era como si una línea divisoria partiera el suburbio limpiamente en dos mitades, a través de un cinturón verde de césped, robles y hayas.

El lado derecho estaba al este, con casas de ladrillo recién pintadas, cuyo enmaderado siempre tenía un brillo admirable bajo el sol matinal. La luz realzaba los múltiples colores. Allí crecían rosas en abundancia y florecían las fucsias en macetas colgadas. Los niños jugaban en las aceras impecables y los jardines. En invierno, los tejados de gablete cubiertos de nieve parecían de merengue, mientras que en verano los olmos formaban túneles de verdor bajo los que las familias paseaban en los crepúsculos fragantes. En el lado derecho del municipio no había jamás discusiones, nunca se oía música demasiado alta, no había olores de fritangas ni se producían peleas. Era la perfección comunitaria, el océano en el que el barco cargado de sueños de cada familia navegaba plácidamente hacia adelante. Pero las cosas eran muy diferentes cuando uno miraba hacia el oeste.

A la gente le gustaba decir que el lado oeste del municipio recibía el calor del día y que por eso allí las cosas eran tan distintas. Era como si una mano enorme hubiera descendido del cielo y amontonado casas, calles y gentes, por lo que todo parecía un poco fuera de lugar. Allí nadie se preocupaba por el aspecto exterior tanto como en el oeste, y los muros de las casas se pandeaban y cuarteaban; flotaba en el ambiente una sensación de decadencia, los jardines, una vez plantados, pronto dejaban de recibir cuidados, luego sus propietarios los olvidaban y acababan siendo pasto de la maleza. Los niños jugaban ruidosamente en las calles, y eran los suyos juegos destructores que con frecuencia hacían salir a las madres para pedir a gritos paz y tranquilidad. El viento invernal se filtraba por las ranuras de las ventanas mal ajustadas y las lluvias estivales penetraban por las grietas de los tejados. Los habitantes del lado malo del municipio no pensaban demasiado en la posibilidad de ir a otra parte, pues eso equivalía a pensar en la esperanza, que estaba muerta al oeste de aquel lugar.

Barbara llegó allí e hizo girar el Mini para entrar en una calle cuyos bordillos estaban ocupados por coches herrumbrosos como el suyo propio. Frente a su casa no había ni jardín ni valla, sino un pequeño solar polvoriento en el que aparcó el vehículo.

En la casa de al lado, la señora Gustafson tenía encendido el primer canal de la BBC. Como la anciana era casi sorda, las andanzas de sus héroes televisivos favoritos resonaban en el silencio de la noche y llegaban a toda al vecindad. Al otro lado de la calle, los Kirby estaban enzarzados en su discusión habitual antes del coito, mientras sus cuatro hijos los ignoraban lo mejor que podían, arrojando pellas de barro a un gato indiferente que les miraba desde la ventana cercana de un primer piso.

Barbara suspiró, hurgó en el bolso hasta dar con la llave y entró en la casa. El olor de un guiso de pollo y guisantes le llegó como una vaharada de mal aliento.

– ¿Eres tú, cariño? – preguntó su madre desde la cocina -. Un poco tarde, ¿verdad? ¿Has salido con algunos amigos?

Era cosa de risa.

– He estado trabajando, mamá. Vuelvo a estar en el Departamento.

La madre apareció en la puerta de la sala de estar. Al igual que Barbara, era de baja estatura, pero muy delgada, como si una larga enfermedad hubiera devastado su cuerpo, arrebatándole el vigor en su rápido viaje hacia la tumba.

– ¿En el Departamento? -preguntó en tono desabrido-. ¡Oh, Barbara! ¿Es necesario que vuelvas ahí? Ya sabes lo que opino de eso, querida.

Mientras hablaba, se llevó una mano esquelética al cabello ralo, con un gesto nervioso característico. Sus ojos demasiado grandes estaban hinchados y con los bordes enrojecidos, como si se hubiera pasado el día llorando.

– Te he traído unos melocotones -dijo Barbara, señalando el paquete-. Lo siento, pero la agencia de viajes estaba cerrada. Incluso llamé a la puerta, a ver si me abrían, pero debían de haber salido.

Desviado el tema del Departamento de Investigación Criminal, el rostro de la señora Havers cambió de expresión, coloreándose levemente. Cogió la tela de su bata raída y la retuvo estrujada en una mano, como para contener su excitación. Era un gesto curioso, infantil.

– Oh, eso no importa. Espera y verás. Anda, ve a la cocina, que en seguida me reuniré contigo. La cena está todavía caliente.

Barbara cruzó la sala de estar; la cháchara de la televisión y el olor mustio de una habitación demasiado cerrada le hicieron torcer el gesto. La atmósfera de la cocina, cargada con la fetidez de la pasta, el pollo asado y los guisantes anémicos, no era mucho mejor. Miró con tristeza el plato que estaba sobre el mostrador, tocó con un dedo la carne desecada del ave, fría como una piedra, tan escurridiza y arrugada como un órgano preservado en formal dehído para exploración forense. La grasa se había coagulado en los bordes, y una pizca de mantequilla rancia no se había fundido sobre los guisantes, que parecían haber sido calentados una década atrás.

Pensó en la “deliciosa ensalada de cangrejo” y no pudo evitar una punzada de envidia. Buscó el periódico y lo encontró, como siempre, sobre el asiento de una de las sillas desvencijadas. Lo abrió por el centro y depositó su cena sobre el rostro sonriente de la duquesa de Kent.

– ¡No me digas que vas a tirar la cena, cariño!

Barbara se volvió y vio el rostro apenado de su madre, los labios temblorosos, las arrugas que formaban surcos profundos hasta la barbilla, los ojos azul claro a los que asomaban las lágrimas. Apretaba un álbum con tapas de cuero artificial contra el pecho.

– Me has cogido, mamá -Barbara sonrió forzadamente, rodeó con un brazo los estrechos hombros de la anciana y la condujo a la mesa.- He tomado un bocado en el Yard y no tengo apetito. ¿Tenía que guardar la comida para ti o papá?

La señora Havers parpadeó rápidamente. El alivio reflejado en su rostro era patético.

– No…claro que no. No vamos a cenar pollo con guisantes dos noches seguidas, ¿verdad? -Soltó una risita y puso el álbum sobre la mesa-. Papá me llevó a Grecia -anunció orgullosamente.

– ¿De veras? -“de modo que eso era lo que hacía fuera de la casa”.- ¿Lo hizo él solo?

Su madre apartó la vista, tocó los bordes del álbum y raspó nerviosamente con la uña los adornos dorados. Sonriente, retiró una silla.

– Siéntate aquí, cariño. Te explicaré como fue.

Abrió el álbum y fue pasando las páginas de viajes anteriores a Italia, Francia, Turquía y Perú, hasta llegar a la sección más reciente, dedicada a Grecia.

– Mira, éste es el hotel donde nos alojamos en Corfú. Está precisamente en la bahía. Podríamos haber ido a Kanoni, donde hay hoteles más modernos, pero me gustó el panorama que se veía desde éste. ¿Verdad que es bonito, cariño?

A Barbara le escocían los ojos y hacía un esfuerzo para no rendirse a la fatiga. ¿Cuánto duraría aquello? ¿No tendría final?


– No me has respondido, Barbara. -La voz de la anciana tembló de inquietud-. Me he pasado el día entero trabajando en el viaje. Disfrutar de esa vista era mejor que estar en un hotel nuevo de Kanoni, ¿no te parece?

– Mucho mejor, mamá -se obligó a decir Barbara, y se puso en pie.- Mañana tengo que ocuparme de un caso. ¿No podríamos dejar Grecia para más adelante?

¿Sería capaz de comprenderla?

– ¿Qué clase de caso?

– Es un… problema con una familia de Yorkshire. Estaré fuera unos días. ¿Crees que podrás arreglártelas o es mejor que le pregunte a la señora Gustafson si puede estar contigo?

Una idea magnífica, se dijo Barbara: la sorda cuidando de la loca.

– ¿La señora Gustafson? -La anciana cerró el álbum y se irguió rápidamente.- Creo que no, cariño. Papá y yo podemos arreglárnoslas sin ayuda. Siempre lo hemos hecho, ya sabes. Excepto durante aquel breve período, cuando Tony…

El calor en la estancia era insoportable y Barbara sentía la necesidad imperiosa de tomar el aire, aunque fuera sólo un momento. Se dirigió a la puerta trasera, que daba acceso al jardín invadido por los hierbajos.

– ¿A dónde vas? -se apresuró a preguntarle su madre, con la familiar nota de histeria en la voz-. ¡Ahí fuera no hay nada! ¡No debes salir cuando está oscuro!

Barbara cogió el envoltorio con la cena.

– Voy a tirar esto a la basura, mamá. Será sólo un momento. Puedes esperar en la puerta y verás que no me ocurre nada.

– Pero yo… ¿en la puerta?

– Si quieres.

– No, no debo estar en la puerta, pero la dejaremos entreabierta por si acaso. Puedes gritar si me necesitas.

– Muy bien, mamá.

Barbara cogió el paquete y salió apresuradamente a la noche.

Permaneció unos minutos respirando el aire fresco y escuchando los sonidos familiares de la vecindad. Palpó un arrugado paquete de Player dentro del bolsillo. Sacó un cigarrillo, lo encendió y contempló el cielo.

¿Qué era lo que había iniciado el descenso seductor a la locura? Tony, naturalmente. Aquel diablillo listo y pecoso, una bocanada de aire fresco en la oscuridad constante del invierno. “¡Mira, mira, Barbie, puedo hacer cualquier cosa!”

Juegos de química y pelotas de rugby. Cricket en el barrio y juego del tócame tú por la tarde. Y sus peligrosas carreras por el Uxbridge Road en pos de una pelota.

Pero no fue eso lo que le llevó a la tumba, sino una estancia en el hospital, una fiebre persistente, una extraña erupción y el beso largo y letal de la leucemia. No pudo ser más irónico: ingresó con una pierna rota y salió con leucemia.

Su agonía se prolongó durante cuatro años, el tiempo suficiente para provocar aquel descenso a la locura.

– ¿Cariño? -dijo la anciana con voz trémula.

– Estoy aquí, mamá, mirando el cielo.

Barbara aplastó el cigarrillo en el suelo duro como una roca y entró en la casa.

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