CAPÍTULO SIETE

Danny gritó:

– ¡No Ezra! ¡Estate quieto! ¡No puedo!

Soltando una maldición, Ezra Farmington se separó de la muchacha que se debatía, debajo de él y se sentó en el borde de la cama, tratando de recuperar el aliento y la compostura. Le latía todo el cuerpo pero sobre todo, observó sardónicamente, la cabeza, la cual apoyó en las manos y hundió los dedos en el cabello color miel. Pensó que ella se echaría a llorar.

– ¡Bueno, bueno! -le dijo, y añadió bruscamente-: ¡Por todos los santos, no soy un violador!

Al oír esto, ella empezó a llorar, tapándose la boca con la mano. Los sollozos, secos y febriles, surgían de lo más profundo de su ser. El alargó la mano para encender la luz.

– ¡No! -exclamó Danny.

– Danny -le dijo Ezra, procurando hablar con serenidad, aunque lo hacía con los dientes apretados y sin poder mirarla.

– ¡Lo siento! -sollozó ella.

Todo aquello era demasiado familiar. No podía seguir así.

– Esto es absurdo y tú lo sabes.

Cogió su reloj, vio en la esfera luminosa que eran casi las ocho y se lo colocó en la muñeca. Luego empezó a vestirse.

Los sollozos de la muchacha se intensificaron. Tendió una mano y le tocó la espalda desnuda. Él se zafó de la caricia y el llanto continuó. Ezra recogió el resto de sus ropas, salió de la habitación, fue al baño y, después de vestirse, contempló ceñudo su imagen reflejada en el espejo oscuro, mientras escuchaba el tictac del reloj.

Cuando regresó, los sollozos habían cesado. Ella seguía tendida en la cama, su cuerpo marfileño reluciente a la luz de la luna, y contemplaba el techo. Todo, menos el cabello, era luminoso. Los ojos de artista del joven recorrieron la longitud de su cuerpo, la curva del cuello, la plenitud de los senos, la redondez de la cadera, la suavidad del muslo. Un estudio objetivo en blanco y negro, trasladado rápidamente a la tela. Con frecuencia realizaba ese ejercicio, disociando la mente del cuerpo, algo que deseaba hacer sobre todo ahora. Sus ojos se posaron en el oscuro y rizado triángulo entre los muslos y no pudo mantener la objetividad.

– ¡Vístete de una vez! -le ordenó-. ¿Acaso tengo que estar aquí mirándote como un castigo?

– Sabes por qué me ocurre esto -gimió ella-. Lo sabes.

– Claro que lo sé -replicó Ezra, que seguía junto a la puerta del lavabo. Allí estaba más seguro; si se le acercaba más, se abalanzaría sobre ella sin poder evitarlo. Apretó los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas-. No pierdes ocasión de recordármelo.

Danny se irguió en la cama y se volvió bruscamente hacia él.

– ¿Y por qué no? -le gritó-. ¡Sabes muy bien lo que hiciste!

– ¡No levantes la voz! ¿Quieres que Fitzalan informe a tu tía? Sé un poco sensata, por favor.

– ¿Por qué habría de serlo? ¿Cuándo lo has sido tú?

– Si sigues echándome eso en cara, Danny, no sé qué estamos haciendo. ¿Para qué seguimos viéndonos?

– ¿Eres capaz de preguntar eso, incluso ahora, cuando todo el mundo lo sabe?

El se cruzó de brazos y resolvió mirarla sin perder el dominio de sí mismo. La muchacha tenía el cabello enmarañado alrededor de los hombros, los labios separados, las mejillas humedecidas por las lágrimas, brillantes bajo la luz mortecina. Sus pechos… Hizo un esfuerzo para no desviar la mirada de su rostro.

– Ya sabes lo que ocurrió. Hemos hablado de ello mil veces, y hacerlo mil veces más no cambiará el pasado. Si no puedes olvidarlo, entonces será mejor que dejemos de vernos.

De nuevo las lágrimas se agolparon en los ojos de la joven y se deslizaron por sus mejillas. Ezra detestaba verla llorar. Quería cruzar la habitación y estrecharla entre sus brazos, pero ¿de qué serviría? Sólo empezarían de nuevo y acabarían de mala manera.

– No -dijo ella, llorando todavía, pero en voz baja. Inclinó la cabeza-. Eso no lo quiero.

– ¿Qué quieres entonces? Necesito saberlo, porque yo sé muy bien lo que quiero, Danny, y si los dos no queremos lo mismo, nuestra relación no tiene sentido, ¿verdad?

Se esforzaba para dominarse, pero el poco dominio de sí mismo que le quedaba se estaba desvaneciendo con rapidez. Pensó que podría echarse a llorar de frustración.

– Quiero tenerte -susurró ella.

– No es lo que quieres -replicó el joven con amargura-, porque aunque así fuera, aun cuando me tuvieras, a cada momento me echarías en cara el pasado, y eso no puedo soportarlo, Danny. Ya he tenido suficiente.

Notó alarmado que se le quebraba la voz en la última palabra.

Ella levantó la cabeza.

– Lo siento -musitó. Bajó de la cama y cruzó la habitación. La luz de la luna silueteaba su cuerpo, y él apartó la vista. Los finos dedos de la muchacha le acariciaron el rostro y el cabello-. Nunca pienso en tu dolor -le dijo-, sino sólo en el mío propio. Lo siento muchísimo, Ezra.

Él se esforzaba por mantener la vista fija en la pared, el techo, el cuadrado de cielo nocturno al otro lado de la ventana. Sabía que si sus miradas se encontraban estaba perdido.

– ¿Ezra?

La voz de la muchacha era como una caricia en la oscuridad. Se acercó más a él y le alisó el pelo.

El muchacho podía aspirar su fragancia almizcleña y notaba el suave roce de los pezones en su pecho. Ella posó una mano en su hombro y le atrajo más.

– ¿No crees que los dos tenemos que olvidar? -le susurró.

Ya era imposible guardar las distancias, no había ningún otro sitio donde mirar. Su último pensamiento cuerdo fue: “Mejor perdido que solo”.


Nigel Parrish esperó hasta que los policías terminaron de cenar y pasaron al bar. Seguía sentado en su rincón habitual, tomando lentamente una copa de coñac.

Les miró con la clase de interés que solía reservar para los habitantes del pueblo, como si fueran a vivir allí en los próximos años. Decidió que valía la pena dedicarles tiempo y consideración, dado que formaban una pareja tan curiosa.

El hombre vestía como un figurín, con un traje oscuro hecho a medida, sin duda en Savile Row, un tres piezas con reloj de oro incluido en el bolsillo del chaleco y zapatos perfectamente lustrados. Había dejado la gabardina en el respaldo de una silla, con evidente descuido, y Niguel se preguntó por qué las personas lo bastante adineradas para comprarse Burberrys siempre las dejaban tiradas de cualquier manera sin pensarlo dos veces. No parecía un inspector de Scotland Yard.

Tampoco la mujer había respondido a sus expectativas. Era baja y rechoncha, una especie de cubo de basura ambulante. Llevaba un traje arrugado y manchado que no le sentaba bien; el azul celeste era un bonito color, pero el que menos armonizaba con su físico. La blusa era amarilla y reforzaba la coloración de su rostro cetrino, aparte de que estaba muy mal metida bajo la cintura de la falda. ¡Y los zapatos! Era de esperar que una mujer policía usara aquella clase de zapatos recios y bastos pero ¿con tacones azules a juego con la falda? La pobre mujer parecía un cromo. El señor Parrish se puso en pie, riendo entre dientes, y se aproximó a la mesa que había ocupado la pareja, cerca de la puerta.

– ¿Son ustedes de Scotland Yard? -les preguntó abruptamente, sin presentación previa-. ¿Les ha hablado alguien de Ezra?

Lynley alzó la cabeza para mirar al recién llegado, y su primer pensamiento fue: “No, pero sin duda usted va a hacerlo”. El hombre estaba de pie, con una copa de coñac en la mano, esperando que le invitaran a sentarse. Cuando la sargento Havers abrió automáticamente su cuaderno de notas, el hombre se consideró como un miembro de su grupo y retiró una silla.

– Me llamo Nigel Parrish – se presentó.

Lynley recordó que era el organista. Tendría cuarenta y tantos años y unas facciones agradables, realzadas por los rasgos de la edad mediana: el cabello, espeso y castaño, era gris en las sienes, bien peinado para revelar una frente amplia. La nariz, firme y recta, daba distinción a su rostro; la mandíbula y el mentón fuertes indicaban fortaleza. Era delgado, no demasiado alto, y más llamativo que apuesto.

– ¿Ezra, dice usted? -le incitó Lynley.

Los ojos marrones de Parrish examinaron velozmente a los parroquianos, como si esperase la entrada de alguien en el bar.

– Farmington, nuestro artista residente. ¿No hay en cada pueblo un artista, poeta, novelista o músico que reside ahí? Supongo que es un requisito de la vida rural. -Se encogió de hombros y prosiguió-: Ezra es el nuestro. Pinta acuarelas, un óleo de vez en cuando. La verdad es que no lo hace mal. Incluso vende algunos de sus cuadros en una galería de Londres. Antes venía aquí a pasar uno o dos meses al año, pero ahora es un habitante más del pueblo. -Sonrió y contempló el contenido de su copa-. Nuestro querido Ezra -musitó.

Lynley no estaba dispuesto a seguirle el juego.

– ¿Qué quiere que sepamos de Ezra Farmington, señor Parrish?

La expresión de sorpresa de Parrish indicó que no había esperado una pregunta tan directa.

– Aparte de que es un joven Lothario rural, está lo ocurrido en la granja de Teys. Deberían saberlo.

Lynley pensó que las inclinaciones románticas de Ezra no venían al caso, aunque sin duda interesaban a Parrish.

– ¿Qué sucedió en la granja de Teys? -preguntó, haciendo caso omiso del otro dato.

– Pues bien… -Parrish pareció animarse, al tener vía libre para exponer su tema, pero miró su copa vacía y se interrumpió, entristecido.

– Sargento -dijo Lynley con voz apagada-, ¿quiere pedir otra copa de…?

– Courvoisier -dijo el organista, sonriente.

– Una para el señor Parrish y otra para mí.

Havers se levantó de la mesa.

– ¿Nada para ella? -preguntó Nigel, al parecer preocupado.

– No bebe.

– ¡Entonces, qué aburrida debe ser!

Cuando Havers regresó, Parrish le sonrió amablemente, tomó un sorbo de coñac y se arrellanó en la silla para reanudar su relato.

– En cuanto a Ezra -dijo en tono confidencial-, fue una escenita repugnante. El único motivo que puedo ver es que yo no estaba allí. Me refiero a Bigotes.

Lynley ya sabía algo al respecto.

– El perro musical.

– ¿Cómo dice?

– El padre Hart nos contó que a Bigotes le gustaba tenderse y escucharle tocar el órgano.

Parrish se echó a reír.

– ¿No es increíble? Practico mi instrumento hasta despellejarme los dedos y mi público más entusiasta es un perro de granja.

Hablaba en tono humorístico, como si nada en el mundo pudiera ser más divertido, pero Lynley se daba cuenta de que era una frágil fachada, tras la cual pasaba una impetuosa corriente de amargura. Parrish se estaba esforzando por parecer jovial, se le notaba demasiado.

– Así son las cosas -siguió diciendo. Hizo girar la copa entre las manos, admirando la variedad de tonalidades que la luz arrancaba de la copa del coñac-. En cuanto a gusto musical, el pueblo es casi un desierto. De hecho, la única razón por la que toco los domingos en Santa Catalina es que me gusta hacerlo. Bien sabe Dios que nadie más puede distinguir una fuga de un scherzo. ¿Saben que en Santa Catalina tienen el mejor órgano de Yorkshire? Es característico, ¿no creen? Estoy seguro de que es un regalo personal de Roma para tener controlados a los católicos de Keldale. Yo pertenezco a la Iglesia Anglicana.

– ¿Y Farmington? -preguntó Lynley.

– No creo que Ezra sea religioso en absoluto. -Al no ver reacción alguna en el rostro del inspector, añadió-: Aunque probablemente quiere saber lo que tengo que decir de ese muchacho.

– Me ha leído usted la mente, señor Parrish.

El organista sonrió y tomó un trago, quizás para cobrar ánimo, quizás por mero placer. Sin embargo, bajó la voz momentáneamente y entonces sus interlocutores tuvieron un atisbo del hombre verdadero, triste y taciturno. Un instante después volvió a ocultarse tras la fachada charlatana y chismosa.

– Pues verán, hace cosa de un mes William Teys echó a Ezra de la granja.

– ¿Había entrado sin permiso en la finca?

– Por supuesto, pero, según Ezra, tiene una especie de “licencia artística” que le da derecho a meterse en cualquier parte, y eso es exactamente lo que hace. Estaba haciendo lo que él llama “estudios de luz” en el páramo del Alto Keel, como los cuadros impresionistas de la catedral de Rouen, con esa técnica de empezar uno nuevo cada quince minutos.

– Conozco la obra de Monet.

– Entonces sabe lo que quiero decir. Bien, la única manera, o digamos la manera más rápida, de subir al páramo de Alto Keel es cruzar el bosque que se extiende detrás de la granja Gembler, y el camino que conduce al bosque…

– Cruza las tierras de Teys -concluyó Lynley.

– Eso es. Yo andaba aquél día por el camino, seguido de Bigotes. Como siempre, el animalito se había presentado en el pueblo y, como parecía tarde para dejar que el animal encontrara él solo el camino de vuelta a casa, yo mismo le llevaba allí. Había confiado en que le llevara nuestra querida Stepha en su Mini, pero no la encontré en ninguna parte, de modo que tuve que llevar al perro, aunque mis pobres piernas ya no están para esos trotes.

– ¿No tiene usted coche?

Parrish se encogió de hombros.

– El cacharro que tengo no es nada fiable. En fin, llegué a la granja y los encontré allí, enzarzados en una trifulca imponente. William llevaba sus pingajos…

– ¿Cómo dice?

– Su pijama, inspector. ¿O era una camisa de dormir? -Miró el techo con los ojos entrecerrados, reflexionando acerca de su propia pregunta-. Sí, era una camisa de dormir. Recuerdo que cuando le vi las piernas a William me sorprendí de lo peludas que las tenía. Como un gorila.

– Ya veo.

– Y Ezra le gritaba, agitando los brazos y soltando tales maldiciones que a William se le debían poner los pelos de punta. Al ver esto, el perro se acaloró y le arrancó a Ezra un buen pedazo de los pantalones. Mientras hacía eso, William rompió en pedazos tres de las preciosas acuarelas de Ezra y arrojó el resto de la carpeta al borde de la propiedad. Fue terrible.

Parrish bajó la vista mientras concluía el relato con una nota lúgubre en la voz, pero cuando levantó la cabeza su mirada decía claramente que Ezra se había llevado su merecido.


Lynley observó a la sargento Havers mientras ésta subía la escalera. Cuando dejó de verla, se frotó las sienes y entró en el salón. Una luz en el extremo de la sala iluminaba la cabeza inclinada de Stepha Odell. Al oír sus pasos alzó la vista del libro que estaba leyendo.

– ¿Se ha quedado levantada para cerrar la puerta? -le preguntó Lynley-. Lo siento muchísimo.

Ella sonrió y estiró los brazos lánguidamente sobre la cabeza.

– En absoluto -replicó con placidez-. Pero me había adormilado mientras leía esta novela.

– ¿Qué está leyendo?

– Una novela rosa -Riendo, se puso en pie, y él observó que estaba descalza. Se había cambiado el vestido gris para ir a la iglesia por una sencilla falda de tweed y un suéter. Entre los senos reposaba una sola perla colgada de una cadena de plata-. Es mi forma de evasión. En estas novelas siempre acaban viviendo felices por siempre jamás. -El permanecía junto a la puerta-. ¿Qué hace usted para evadirse, inspector?

– Me temo que nada.

– Entonces, ¿cómo compensa toda esta locura?

– ¿Qué locura?

– Perseguir criminales. No puede ser un trabajo agradable. ¿Por qué lo hace?

El admitió la pertinencia de la pregunta, cuya respuesta conocía. “Es una penitencia, Stepha -podría haberle dicho-, una expiación de pecados que usted no podría comprender”.

– Eso mismo me pregunto siempre -le dijo.

Ella asintió con el semblante pensativo y no insistió en el tema.

– Ha llegado un paquete para usted. Lo trajo desde Richmond un hombre bastante desagradable que no quiso darme su nombre. Por su aspecto parecía tener dolor de tripa crónico.

No podía ser otro que Nies. La mujer pasó detrás de la barra y Lynley la siguió. Sin duda había trabajado en la sala aquella tarde, pues flotaba en la atmósfera un olor intenso a cera de abejas y el aroma de la levadura de cerveza. Esta combinación evocó en Lynley su infancia en Cornualles, y se vio a sí mismo como un niño de diez años, cuando devoraba empanadillas en la cocina de la granja Trefallen. La carne y la cebolla recubiertas por un caparazón de hojaldre, frutos prohibidos e insólitos en el comedor formal de Howenstow, le parecían deliciosas. Su padre despreciaba aquellas empanadillas por vulgares, pero a él le encantaban precisamente por eso.

Stepha puso un sobre enorme sobre el mostrador.

– Aquí está. ¿Quiere tomar conmigo una última copa?

– Gracias, es usted muy amable.

Ella sonrió. Lynley observó la curvatura de sus mejillas y cómo parecían desvanecerse las arrugas diminutas alrededor de sus ojos.

– Entonces tome asiento. Parece cansado.

El se sentó en uno de los sofás y abrió el sobre. Nies no había hecho el menor esfuerzo por ordenar el material. Había tres cuadernos de notas, algunas fotografías adicionales de Roberta, informes forenses idénticos a los que ya había visto y nada en absoluto sobre Bigotes.

Stepha Odell puso un vaso sobre la mesa y se sentó ante él, con las piernas dobladas en el asiento del sillón.

– ¿Qué le ocurrió a Bigotes? -preguntó Lynley, como si hablara consigo mismo-. ¿Por qué no hay ningún dato sobre ese perro?

– Gabriel lo sabe -respondió Stepha.

Por un momento, él pensó que se trataba de alguna expresión propia del pueblo, hasta que recordó el nombre del comisario.

– ¿Se refiere al comisario Langston?

Ella asintió y tomó un sorbo de su vaso. Tenía los dedos largos, esbeltos, sin anillos.

– Fue él quien enterró a Bigotes.

– ¿Dónde?

Stepha se encogió de hombros y se apartó el cabello del rostro con un gesto encantador, como si apartara sombras, totalmente distinto del desgarbado ademán de Havers.

– No estoy segura. Probablemente lo hizo en algún lugar de la granja.

– Pero, ¿por qué no le hicieron la autopsia al perro? – musitó Lynley.

– Supongo que no les hizo falta. Vieron claramente cómo había muerto el pobre animal.

– ¿Cómo?

– Lo degollaron, inspector.

Volvió a revisar el material, buscando las fotos. No era de extrañar que no lo hubiera visto antes. El cuerpo de Teys, tendido sobre el cadáver del perro, no permitía verlo bien. Examinó la foto.

– Ahora ve usted el problema, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Puede imaginarse a Roberta degollando a Bigotes? -Una expresión de disgusto apareció en el rostro de Stepha-. Es imposible. Lo siento, pero es totalmente imposible. Además, no se encontró ningún arma. ¡No iba a abrir la garganta del pobre animal con un hacha!

Lynley empezó a preguntarse por primera vez quién había sido exactamente el auténtico objetivo del crimen, si William Teys o su perro.

¿Y si se hubiera producido un robo en la granja? Entonces habrían tenido que silenciar al perro. Era viejo y, desde luego, incapaz de atacar a nadie, pero habría podido armar un escándalo si detectaba una presencia extraña en su territorio. Por eso habrían acabado con él. Lynley pensó que quizás no se trataba de un asesinato premeditado, sino de un delito de naturaleza totalmente distinta.

Reflexionó un momento y se llevó la mano al bolsillo.

– Dígame, Stepha, ¿quién es esta muchacha?

Le entregó la foto que había encontrado en el escritorio de Roberta cuando investigó en la granja con Havers.

– ¿De dónde diablos ha sacado esto?

– Del dormitorio de Roberta. ¿Quién es?

– Es Gillian Teys, la hermana de Roberta. -Recalcó sus palabras, dando unos golpes ligeros con un dedo a la fotografía, mirándola atentamente mientras hablaba-. Roberta debió de ocultarla a William.

– ¿Por qué?

– Porque cuando Gillian huyó de su casa, fue como si hubiera muerto para él. Tiró sus vestidos, se deshizo de sus libros e incluso destruyó todas las fotos en las que ella aparecía. Encendió una gran hoguera en medio del patio y lo quemó todo, incluso su partida de nacimiento. -Entonces, dirigiéndose más a sí misma que al inspector, preguntó-: ¿Cómo se las ingeniaría Roberta para salvar esto?

– Quizás sea más importante saber por qué lo hizo.

– Oh, eso no es ningún secreto. Roberta adoraba a Gillian, sabe Dios por qué. Gillian era el gran desastre de la familia, una muchacha salvaje. Bebía, blasfemaba y correteaba por ahí como una loca. Se lo pasaba en grande, una noche iba a una fiesta en Whitby y a la siguiente salía con algún bribón, elegía a hombres con suficiente dinero para poder divertirse. Una noche, hace unos once años, se marchó y no volvió jamás.

– ¿Se marchó o desapareció? -quiso saber Lynley.

Stepha se arrellanó en su asiento. Se llevó una mano a la garganta, pero detuvo el gesto, como si fuera a revelar demasiado.

– Se marchó -dijo en tono firme.

– ¿Por qué?

– Supongo que estaba irritada con William, el cual era bastante puritano, mientras que ella no lo era en absoluto, por lo menos desde hacía mucho tiempo. Pero Richard, su primo, probablemente podría contarle más cosas. Los dos se llevaban muy bien antes de que él se fuera a los páramos. -Stepha se puso en pie, estiró los brazos y se dirigió a la puerta, donde se detuvo-. Inspector -dijo lentamente.

Lynley alzó la vista de la fotografía, esperando que ella le dijese algo más sobre Gillian Teys. La mujer titubeó antes de preguntar-: ¿Desearía… algo más esta noche?

La luz de la sala de recepción a sus espaldas hacía brillar su cabello. Su piel parecía suave y deliciosa, su mirada era amable. Sería muy fácil, una hora de felicidad, una aceptación apasionada, un olvido simple y largamente anhelado.

– No, gracias, Stepha -se obligó a decir.


El río Kel era un afluente tranquilo, al contrario de muchos de los ríos que bajaban impetuosos de las regiones montañosas y penetraban en los pequeños valles. Serpenteaba silenciosamente a través de Keldale y fluía junto a la abadía en ruinas, camino del mar. Amaba al pueblo, lo trataba bien, pocas veces le perjudicaba con crecidas y desbordamientos. No le importaba la existencia de la hostería en su orilla, saludaba con su rumor suave al común del pueblo y escuchaba a las gentes que vivían a la vera de sus aguas.

Olivia Odell habitaba en una de tales casas, al otro lado del puente, frente a la hostería, con una vista panorámica del común y Santa Catalina. Era la mejor casa del pueblo, con un hermoso jardín delantero y una extensión de césped que descendía hacia el río.

Eran las primeras horas de la mañana cuando Lynley y Havers empujaron la puerta de la verja, pero el llanto continuado de un niño, que llegaba desde detrás de la casa, les indicó que sus habitantes ya se habían levantado, y siguieron el desolado lloriqueo hasta su origen.

La criatura, una niña, estaba sentada en los escalones traseros de la casa, acurrucada, con la cabeza apoyada en las rodillas y con una página arrugada de revista debajo de sus mugrientos zapatos. A su lado había un pato silvestre que la contemplaba comprensivo. Lo que afligía a la pequeña era el corte de pelo que acababan de hacerle, alisándoselo con brillantina. Antes era rojizo y, por el aspecto de los mechones que escapaban de su confinamiento, muy rizado. Pero ahora era feo y emitía un fuerte olor a pomada capilar barata.

Havers y Lynley intercambiaron una mirada.

– Buenos días -le saludó el inspector en tono cariñoso-. Tú debes de ser Bridie.

La niña alzó la vista, cogió la página de la revista y la apretó contra su pecho con un gesto maternal. El pato se limitó a parpadear.

– ¿Qué te ocurre? -le preguntó Lynley amablemente.

La afabilidad del tono que empleaba con ella aquel hombre alto hizo que Bridie abandonara su postura desafiante.

– ¡Me he cortado el pelo! -gimió-. Ahorré dinero para ir al salón de Sinji, pero ella dijo que no podía arreglármelo como yo quería, no quiso cortármelo y por eso me lo corté yo misma… Y ahora miren cómo me ha quedado y mamá también está llorando. Traté de alisarlo con esta pomada de Hannah, pero no hay manera.

Hipó patéticamente al pronunciar la última palabra. Lynley asintió.

– Ya veo, Bridie. La verdad es que te ha quedado bastante mal. ¿Qué clase de efecto buscabas?

Se estremeció al pensar en las púas que erizaban el pelo de Hannah.

– ¡Esto! -exclamó la pequeña, sollozando de nuevo mientras le tendía la página ilustrada.

El cogió la hoja y miró el rostro sonriente y el bonito peinado de la princesa de Gales, elegantemente ataviada con un vestido de noche negro y un collar de brillantes, sin una hebra de pelo fuera de lugar y con una sonrisa resplandeciente.

– Naturalmente -musitó Lynley.

Despojada de la foto, Bridie se consoló con la presencia de su pato, al que rodeó con un brazo, atrayéndolo a su lado.

– A ti no te importa, Dougal, ¿verdad que no? -le preguntó.

El ave replicó con un parpadeo e investigó el pelo de Bridie, en busca de sus posibilidades comestibles.

– ¿Dougal el pato? -preguntó Lynley.

– Angus McDougal McPato -respondió Bridie. Una vez efectuada la presentación formal, se limpió la nariz con la manga de su pullover andrajoso y miró temerosa por encima del hombre, hacia la puerta cerrada a sus espaldas. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla mientras proseguía-: Tiene hambre, pero no puedo entrar para darle la comida. No tengo más que estas pastillas de altea. Son todo un festín para él, pero su verdadera comida está en casa y no puedo entrar, porque mamá ha dicho que no quiere volver a verme hasta que me arregle el pelo, ¡y no se qué hacer!

La niña empezó a llorar de nuevo, con auténticas lágrimas de angustia. Al parecer, el pato se moriría de hambre -perspectiva poco probable, dado su tamaño- a menos que se pusiera rápido remedio a la situación.

Sin embargo, ese plan de ataque sería innecesario, pues en aquel momento la puerta trasera se abrió bruscamente. Desde el umbral, Olivia Odell miró a su hija, por segunda vez aquel día, y rompió a llorar.

– ¡No puedo creer que lo has hecho! ¡Es inconcebible! ¡Entra en casa y lávate la cabeza! Alzaba más la voz con cada palabra, hasta llegar a la histeria.

– Pero Dougal…

– Llévate a Dougal -dijo la mujer sollozando-. ¡Pero haz lo que te digo!

La niña cogió el pato, lo acomodó en sus bracitos y desapareció con él. Olivia sacó un pañuelo de papel del bolsillo de la rebeca, se sonó y sonrió a los recién llegados.

– Qué escena tan terrible -les dijo, pero mientras hablaba empezó a llorar de nuevo y entró en la cocina, dejándoles de pie junto a la puerta trasera abierta. Se sentó a la mesa y ocultó el rostro entre las manos.

Lynley y Havers intercambiaron una mirada y, una vez tomada su decisión, entraron en la granja.

Al contrario que la granja Gembler, no había la menor duda de que aquella casa estaba habitada. El desorden de la cocina era absoluto: cacerolas y sartenes se amontonaban en los mostradores, los electrodomésticos, abiertos, esperaban que los limpiaran y las flores que las pusieran en agua, los platos se amontonaban en la fregadera.

El suelo estaba pegajoso, las paredes pedían a gritos una capa de pintura y la estancia entera hedía con el efluvio a carbón de las tostadas quemadas. La ofensiva fuente del olor yacía sobre un mostrador, y era una especie de terrón negro y húmedo que parecía como si acabaran de apagarlo con una taza de té.

Lo poco que podían ver de la sala de estar, contigua a la cocina, indicaba que su condición era más o menos la misma. Con toda evidencia, las tareas domésticas no eran el punto fuerte de Olivia Odell, como tampoco lo era la crianza de los hijos; según podía deducirse de la escena que acababan de presenciar.

– ¡No puedo controlarla! -gimió Olivia-. ¡Sólo tiene nueve años y ya está fuera de mi control!

Desgarró el pañuelo de papel, buscó otro, sin encontrarlo en su aturdimiento, y redobló su llanto.

Lynley sacó un pañuelo del bolsillo y se lo ofreció.

– Gracias -dijo la mujer-. ¡Qué mañana, Dios mío!

Se sonó, se enjuagó las lágrimas, se pasó los dedos por el cabello castaño y miró su imagen reflejada en la tostadora. Gimió al verse y con sus ojos marrones inyectados en sangre se humedecieron de nuevo, pero no llegó a derramar lágrimas.

– Parece como si tuviera cincuenta años. ¡Cómo se habría reído Paul! – Entonces, de modo incoherente, añadió-: Quiere parecerse a la princesa de Gales.

– Ya lo hemos visto -respondió Lynley, impasible.

Retiró una silla de la mesa, quitó los periódicos amontonados en el asiento y se sentó. Al cabo de un momento, Havers hizo lo mismo.

– ¿Por qué? -preguntó Olivia, dirigiendo la pregunta más al techo que a sus interlocutores-. ¿Qué he hecho para que mi hija considere que la clave de la felicidad consiste en parecerse exactamente a la princesa de Gales? -Cerró el puño sobre la frente-. William habría sabido qué hacer. Sin él soy un desastre.

Lynley quería evitar un nuevo acceso de lágrimas y se apresuró a intervenir.

– Las niñas pequeñas siempre tienen a alguien a quien admirar, ¿no es cierto?

– Sí, muy cierto. -La mujer empezó a retorcer el pañuelo del inspector, formando una pequeña y patética soga. Lynley dio un respingo al verlo deformado-. Pero nunca encuentro las palabras apropiadas para ella. Todo lo que digo termina en un ataque de histeria. William siempre sabía cómo actuar. Cuando estaba aquí, todo iba a pedir de boca, pero en cuanto se marchaba empezábamos a pelearnos como el perro y el gato. ¡Y ahora él se ha ido para siempre! ¿Qué va a ser de nosotras? -Sin aguardar respuesta, prosiguió-: Es su pelo, ¿saben? Detesta ser pelirroja, no le ha gustado nunca, desde que empezó a hablar. No puedo entenderlo. ¿Por qué una niña de nueve años ha de tener un interés tan apasionado por su pelo?

– Las pelirrojas, en general, son apasionadas en todo -observó Lynley.

– ¡Oh, eso es! ¡Eso es! Stepha es exactamente igual. Se diría que Bridie es un doble suyo, no su sobrina. -Aspiró hondo y se irguió en la silla. En aquel momento se oyó ruido de pasos precipitados en la sala-. Que el Señor me de fuerzas -murmuró Olivia.

Bridie entró en la cocina, la cabeza envuelta precariamente en una toalla, y el pullover, que no se había molestado en quitarse, con las prisas por obedecer las instrucciones de su madre, completamente mojado en los hombros y la mayor parte de la espalda. La seguía el pato, que caminaba como un marinero, con una peculiar zancada oscilante.

– Está lisiado -explicó Bridie, al ver que Lynley inspeccionaba al ave-. Cuando nada, sólo gira en círculo grande, y por eso no le dejo nadar a menos que yo esté presente. Pero el verano pasado le llevamos a nadar al río. Hicimos un dique en la orilla y se divirtió mucho. Se lanzaba al agua y daba vueltas y más vueltas, ¿eh, Dougal?

El pato salvaje asintió con un parpadeo y buscó en el suelo algo que comer.

– Ven, déjame que te vea, McBride -dijo su madre.

La niña se adelantó y Olivia le quitó la toalla y examinó el desaguisado. Sus ojos se humedecieron de nuevo y se mordió el labio.

– Sólo necesita unos retoques -se apresuró a decir Lynley-. ¿Qué opina usted, sargento?

– Sí, unos retoques bastarán.

– Creo, Bridie, que será mejor que abandones esa idea de parecerte a la princesa de Gales. Ahora mismo -añadió, viendo que a la pequeña le temblaba el labio inferior-. No olvides que tienes el cabello rizado y el de ella es completamente liso. Y cuando Sinji dijo que no podía cortártelo en ese estilo, te decía la verdad.

– Pero es tan bonita… -protestó Bridie, amenazando con llorar de nuevo.

– Lo es, desde luego, pero si todas las mujeres se parecieran a ella, el mundo sería bastante extraño, ¿no crees? Hazme caso, hay muchas mujeres bonitas que no se le parecen en nada.

– ¿De veras? -Bridie volvió a mirar largamente la fotografía arrugada. Sobre la nariz de la princesa había una gran mancha.

– Puedes creer al inspector cuando dice eso, Bridie -añadió Havers, cuyo tono indicaba tácitamente el resto: “Es un experto en el tema”.

La chiquilla miró alternativamente a los agentes de Scotland Yard. Percibía corrientes subterráneas que no podía comprender.

– Bueno -dijo al fin-. Creo que he de dar de comer a Dougal.

El pato, por lo menos, pareció aprobarla.

La sala de estar era un poco mejor que la cocina. Resultaba difícil creer que una mujer y una niña pudieran producir semejante desorden. Había montones de ropa sobre las sillas, como si madre e hija estuvieran en trance de mudarse de casa, chucherías colocadas en posiciones inverosímiles, en los bordes de las mesas y los alféizares, una tabla de planchar erguida en lo que parecía ser su lugar permanente. Había un piano rodeado de partituras musicales en el suelo. Era un caos, y el polvo abundaba tanto que se notaba en el aire.

Olivia les indicó con un gesto vago dónde podían sentarse, sin que, al parecer, tuviera conciencia de lo impresentable de su vivienda, pero mientras ella misma se acomodaba miró a su alrededor y sonrió, sin esforzarse por ocultar su resignación.

– Normalmente no está todo tan mal. En los últimos tiempos…

Se aclaró la garganta y meneó la cabeza, como para poner en orden sus pensamientos. Volvió a pasarse los dedos por el cabello fino y revuelto. Era un gesto infantil, incongruente en una mujer que había dejado tan atrás la niñez. Su piel era muy suave y tenía unos rasgos delicados, pero estaba bastante envejecida, tenía arrugas y, aunque delgada, su piel carecía de elasticidad, como si hubiera perdido mucho peso con demasiada rapidez. Las mejillas y la garganta eran huesudas.

– Cuando Paul murió, no fue tan horrible como ahora -dijo de pronto-. No puedo hacerme a la idea de que William ha desaparecido, y de ese modo.

– Ha sido tan repentino -comentó Lynley-. La conmoción…

– Tal vez tenga razón. Paul, mi marido, estuvo enfermo durante varios años y tuve tiempo para prepararme. Y Bridie, claro, era demasiado pequeña para comprender. Pero William… -Hizo un esfuerzo para dominarse, los ojos fijos en la pared, erguida en su silla-. William era muy importante en nuestra vida. Las dos habíamos empezado a depender de él… y entonces murió. Pero soy egoísta al reaccionar así. ¿Cómo puedo portarme de un modo tan atroz cuando hay que pensar en Bobba?

– ¿Roberta?

Ella le miró y desvió la vista.

– Siempre venía aquí con William.

– ¿Cómo era?

– Muy tranquila y agradable. No era una chica atractiva, estaba demasiado rechoncha, ¿saben? Pero siempre era muy buena con Bridie.

– Su peso ocasionó un problema entre Richard Gibson y su tío, ¿verdad?

Olivia frunció el ceño.

– Discutieron por eso, en la Paloma y el Silbato. ¿Quiere darnos algún detalle al respecto?

– Ah, es eso. Se lo habrá dicho Stepha. Pero eso no tiene nada que ver con la muerte de William -añadió, al ver que la sargento Havers sacaba su cuaderno de notas.

– Uno nunca puede estar seguro. ¿Nos hablará de ese asunto?

La mujer levantó una mano, como si protestara, pero la volvió a dejar sobre el regazo.

– Richard había regresado poco antes de los páramos y se encontró con nosotros en el bar. Hubo un estúpido altercado que terminó en seguida, y eso es todo.

La mujer sonrió vagamente.

– ¿Qué se dijeron?

– La verdad es que al principio no tuvo nada que ver con Roberta. Estábamos sentados juntos a una mesa y William hizo un comentario sobre Hannah, la camarera. ¿La han visto?

– Sí, anoche.

– Entonces ya saben que tiene un aspecto… diferente. William no la aprobaba en absoluto, ni tampoco le gustaba el trato que le daba a su padre, ya saben, como si la chifladura de la gente le divirtiera. William hizo un comentario, vino a decir que era un misterio para él que su padre la dejara ir por ahí vestida como una furcia. Nada realmente serio. Richard estaba un poco bebido y tenía varios arañazos en el rostro, por lo que también debía de haber discutido con su mujer. Estaba de un humor de perros. Le dijo a William que no debía ser tan necio como para juzgar por las apariencias, que un ángel podía vestir las ropas de una mujeruca y la carita más dulce disimular a una puta.

– ¿Y cómo interpretó eso William?

Ella sonrió con un rictus de fatiga.

– Como una referencia a Gillian, su hija mayor. Me temo que lo entendió así de inmediato, y exigió que Richard le diera explicaciones. Richard y Gilly habían sido grandes amigos, ¿saben? Creo que… para evitar las explicaciones… Richard desvió la conversación hacia Roberta.

– ¿Cómo?

– La puso como ejemplo de que no hay que juzgar por las apariencias. La discusión partió de ahí, claro. Richard quiso saber por qué William había permitido que Roberta llegara a un estado tan poco atractivo. William, a su vez, quiso saber qué había querido decir el otro con su insinuación acerca de Gillian. Richard exigió a William una respuesta, y éste le exigió lo mismo. En fin, esa clase de cosas.

– ¿Y entonces?

Olivia rió entre dientes, emitiendo un sonido como de un pájaro atrapado.

– Creí que iban a pelearse. Richard dijo que jamás permitiría que un hijo suyo comiera desaforadamente, arriesgándose a una muerte precoz, y que William debería avergonzarse de su actuación como padre. William se enfadó tanto que replicó que él debería avergonzarse de su papel como marido. Mencionó…bueno, hizo una referencia de mal gusto a la insatisfacción de Madeline – es la mujer de Richard, ¿la conocen? -y precisamente cuando creía que Richard podría golpear de veras a su tío, se echó a reír. Dijo que era estúpido perder el tiempo preocupándose por Roberta y nos dejó.

– ¿Y eso fue todo?

– Sí.

– ¿Qué cree usted que quiso decir Richard?

– ¿Con eso de que era estúpido preocuparse por Roberta? -Frunció el ceño, como si viera en qué dirección le encaminaba su pregunta-. Usted espera que le diga que se sentía como un estúpido porque si Roberta moría, él heredaría la granja.

– ¿Es eso lo que quería decir?

– No, claro que no. William cambió su testamento poco después de que Richard regresara de los páramos, y Richard sabía muy bien que le había dejado la granja a él, no a Roberta.

– Pero si usted y William se hubieran casado, es muy probable que hubiera vuelto a cambiar el testamento. ¿No es cierto?

Ella vio claramente la trampa que Lynley le tendía.

– Sí, pero… Sé lo que está pensando. Que si William moría antes de que nos casáramos, Richard saldría beneficiado. Pero, ¿no ocurre siempre lo mismo cuando hay una herencia en juego? Y, en general, la gente no mata sólo porque ha de heredar algo.

– Al contrario, señora Odell -objetó Lynley cortésmente-. Es algo muy habitual.

– No en este caso. Creo que… en fin, que Richard no es muy feliz, y las personas desdichadas dicen muchas cosas que no tenían intención de decir y hacen cosas que en otras circunstancias no harían, sólo para tratar de olvidar lo desgraciados que son, ¿no le parece?

Ni Lynley ni Havers replicaron de inmediato. Olivia se movió inquieta en su asiento. Les llegaba la voz de Bridie desde el exterior, llamando a su pato.

– ¿Estaba Roberta enterada de esta conversación?

– Si lo estaba, nunca lo mencionó. Cuando venía aquí, de lo que más hablaba, con esa voz grave que tiene, era de la próxima boda. Creo que estaba deseosa de que William y yo nos casáramos, de que Bridie fuera su hermana, de tener todo lo que antes había tenido con Gillian. Añoraba terriblemente a su hermana. Creo que nunca superó la huida de Gillian.

Sus dedos nerviosos encontraron un hilo suelto en el dobladillo de la falda y lo retorció compulsivamente hasta romperlo. Entonces se quedó mirándolo en silencio, como si se preguntara de qué modo había llegado a enroscarse en su dedo.

– Bobba (así es como William la llamaba siempre, y también yo lo hacía) se llevaba a Bridie para que William y yo pudiéramos estar a solas. Se iba con Bridie, Bigotes y el pato. ¿Imagina qué cuadro formaban? -Se echó a reír y se alisó las arrugas de la falda-. Iban al río, al otro lado del común, o bajaban a la abadía y merendaban allí. Siempre las dos niñas y los dos animales. Entonces William y yo podíamos hablar.

– ¿De qué hablaban?

– De Tessa, sobre todo. -Suspiró antes de continuar-: Era un problema, pero la última vez que él estuvo aquí, el día de su muerte, dijo que por fin lo había superado.

– No estoy seguro de haber comprendido -observó Lynley-. ¿Qué clase de problema? ¿Tal vez emocional? ¿No acababa de resignarse ante la muerte de Tessa?

– ¿Muerte? -preguntó, perpleja. Tessa no está muerta, inspector. Abandonó a William poco después de que naciera Roberta. El contrató a un detective para que la encontrara, a fin de lograr que la Iglesia anulara su matrimonio, y el sábado por la tarde vino para decirme que por fin la había localizado.


– En York -dijo el hombre-, y no tengo por qué decirles nada más. Todavía no me han pagado por mis servicios, ¿sabe?

Lynley apretó el auricular del teléfono. Notaba el ardor de la cólera en el pecho.

– ¿Qué le parece una orden judicial?-le preguntó en tono amable.

– Oiga, amigo, no me venga con esas puñetas…

– Le recuerdo, señor Houseman, que al margen de lo que usted pueda pensar, no es un personaje de una novela de Dashiell Hammett.

Lynley podía representarse al hombre con los pies sobre la mesa, una botella de bourbon en el cajón del archivador y pasando una pistola de una mano a la otra mientras sujetaba el teléfono entre el hombro y la cabeza. No andaba muy desencaminado.

Harry Houseman miró a través de la sucia ventana de su despacho, encima de la barbería Jackie, en la plaza Trinity Church de Richmond. Caía una lluvia ligera, insuficiente para limpiar la ventana pero que bastaba destacar más la suciedad, y el detective se dijo que hacía un día de perros. Se había propuesto ir en coche a la costa -una dama de Whitby estaba muy deseosa de llevar a cabo una seria investigación privada con él-, pero el mal tiempo le había puesto de mal humor. Y bien sabía Dios que en aquellos días necesitaba tener cada vez más ánimo para que su virilidad respondiera como se esperaba de él. Sonrió, mostrando un diente con una corona metálica mal engastada que daba cierto aire de pirata a su aspecto por lo demás mundano: cabello castaño mate, ojos oscuros, piel cetrina y la incongruencia de unos labios llenos, sensuales.

Jugueteaba con un lápiz muy mordisqueado sobre el escritorio lleno de muescas. Sus ojos se posaron en el rostro de expresión regañona y labios delgados de su esposa, que le miraba malhumorada desde la foto enmarcada. Estiró la mano, sin soltar el lápiz, y puso la foto boca abajo.

– Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo mutuo -dijo Houseman-. Déjeme ver, señorita Doalson. -Hizo una pausa adecuada para obtener un efecto dramático-. ¿Dispongo de tiempo para…? Bueno, cancele eso. Sin duda puede esperar hasta… -Se dirigió de nuevo a Lynley-. ¿Cómo ha dicho que se llama?

– No vamos a vernos – dijo Lynley pacientemente -. Usted va a darme la dirección en York y ése será el fin de nuestra relación.

– No veo cómo podría…

– Claro que puede -dijo Lynley fríamente-, porque, como ha dicho, todavía no le han pagado. Y para cobrar una vez se haya legalizado la propiedad de la finca, cosa que, por cierto, puede tardar años si no llegamos al fondo de este asunto, usted me dará la dirección de Tessa Teys.

Hubo una pausa, durante la cual el detective privado reflexionó.

– ¿Qué ocurre, señorita Doalson? -dijo al fin-. ¿En la otra línea? -preguntó en tono meloso-. Líbreme de él, ¿quiere? -Tras exhalar un hondo suspiro, añadió-: Veo que no es nada fácil tratar con usted, inspector. Todos tenemos que ganarnos la vida de algún modo.

– Lo sé, no le quepa duda -replicó Lynley-. ¿Me da esa dirección?

– Tendré que buscarla en mis archivos. ¿Puedo llamarle dentro de una hora más o menos?

– No.

– Me lo pone difícil.

– Voy a ir a Richmond.

– No, no, eso no será necesario. Espere un momento, amigo. -Houseman se arrellanó en su asiento y contempló el cielo gris durante un minuto. Luego abrió y cerró varios cajones del archivador, para hacer efecto -. ¿Cómo dice, señorita Doalson? No, dígale que llame mañana. No me importa que llore a mares. Hoy no tengo tiempo para él. -Cogió un block que estaba sobre la mesa-. Ah, aquí la tengo, inspector -dijo, y seguidamente le dio a Lynley la dirección-. Pero no espere que esa mujer le reciba con los brazos abiertos.

– Me tiene sin cuidado cómo me reciba, señor Houseman. Buenos…

– Pero debería importarle, inspector. Tenga cuidado. Su maridito se puso furioso cuando oyó la noticia. Creí que me estrangularía allí mismo, con que Dios sabe lo que hará cuando aparezca un inspector de Scotland Yard. Es uno de esos tipos intelectuales que habla muy bien y usa gafas gruesas, pero créame, inspector, ese hombre lleva una fiera en su interior.

Lynley entrecerró los ojos. Aquello era una maniobra experta. Quiso esquivarla, pero era inútil. Suspiró, derrotado.

– ¿De qué me está hablando? ¿Qué noticia oyó?

– La noticia sobre el primer marido, claro.

– ¿Qué está tratando de decirme, Houseman?

– Que Tessa Teys es bígama, muchacho -concluyó satisfecho Houseman-Se casó con el segundo marido sin despedirse formalmente de nuestro William. ¿Puede imaginarse la sorpresa que se llevó cuando me presenté en su casa?


La casa no correspondía en absoluto a sus expectativas. Las mujeres que abandonan a su marido y sus hijos deberían terminar de algún modo en pisos donde flotan los olores a ajo y orina, tendrían que apaciguar a diario su inquieta y pendenciera conciencia con abundantes dosis de ginebra soporífera y deberían estar demacradas, macilentas, su semblante totalmente destruido por la devastación de la vergüenza.

En cualquier caso, Lynley estaba seguro de que no deberían parecerse a Tessa Mowrey.

Había aparcado el Bentley delante de la casa, que contemplaron en silencio hasta que al fin habló Havers.

– No ha ido precisamente cuesta abajo, ¿verdad?

Habían encontrado con facilidad el barrio nuevo, de clase media, a unos kilómetros del centro de la ciudad. Era la clase de vecindario donde las casas no sólo tienen número, sino también nombre. El hogar de los Mowrey se llamaba Panorama Jorvik, y constituía la realidad concreta de todo sueño mediocre: una fachada de ladrillo, tejas rojas que formaban empinados gabletes y, a cada lado de la puerta pulimentada, sendas ventanas panorámicas que correspondían a la sala de estar y el comedor. Sobre el techo del garaje adosado, para un solo coche, había un solarium, al que se ascendía desde el primer piso superior de la casa. Fue en esa terraza donde tuvieron el primer atisbo de Tessa.

Salió por aquella puerta, el cabello rubio ondeando levemente a causa de la brisa, para regar los maceteros de crisantemos, dalias y caléndulas que formaban un muro de color otoñal contra el hierro blanco. Vio el Bentley y titubeó, con la regadera en la mano, y a la luz de la mañana tardía era como si Renoir la hubiera captado por sorpresa.

Lynley observó sombríamente que no parecía ni un día mayor que en la fotografía tomada diecinueve años antes y entronizada religiosamente en la granja Gembler.

– Para que hablen de los estragos del pecado -murmuró.

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