CAPÍTULO SEIS

Lynley estaba pálido de ira, pero su voz no revelaba en absoluto ese sentimiento. Barbara le observaba mientras él hablaba por teléfono y no podía por menos que admirarle y admitir que era virtuoso.

– ¿El nombre del siquiatra que la ingresó…? ¿Qué no hubo ninguno? Qué procedimiento tan fascinante. Entonces, ¿con qué autoridad…? ¿Cuándo esperaba que conociera esa información, inspector, ya que no la incluyó en el informe…? No, me temo que ha hecho las cosas al revés. No se interna un sospechoso en un manicomio sin la documentación pertinente… Es una pena que su carcelera esté de vacaciones, pero puede buscar una sustituta. No se encierra a una chica de diecinueve años en un manicomio por la única razón de que se niega a hablar con nadie.

Barbara se preguntó si llegaría a perder los estribos, si mostraría siquiera una resquebrajadura en la elegante armadura con que se cubría.

– Me temo que un baño diario tampoco es una prueba irrebatible de cordura… No me venga con esas monsergas sobre la autoridad, inspector. Si esto es una indicación de su manera de llevar el caso, no me extraña que Kerridge la tenga tomada con usted… ¿Quién es su abogado? Entonces, ¿no debería buscarse uno usted mismo? No me diga lo que no tiene intención de hacer. Me han encargado este caso y a partir de ahora se llevará correctamente. ¿Está bien claro? Ahora escuche atentamente, por favor. Dispone de dos horas para entregarme todo lo necesario en Keldale: órdenes de arresto, papeles y declaraciones, todas las notas tomadas por los funcionarios que han intervenido en este caso. ¿Comprende? Dos horas… Webberly, sí, W-e-b-b-e-r-l-y. Llámele por teléfono cuando haya terminado y asunto concluido.

Con rostro inexpresivo, Lynley entregó el teléfono a Stepha Odell. Esta lo colgó y deslizó un dedo sobre el auricular varias veces antes de alzar la vista.

– Quizás no debería haber dicho nada -observó, con una nota de inquietud en la voz-. No quiero crear problemas entre usted y sus superiores.

Lynley sacó su reloj y consultó la hora.

– Nies no es mi superior y, por supuesto, ha hecho usted bien en decírmelo. Me ha ahorrado un viaje innecesario a Richmond, que sin duda Nies quería obligarme a hacer.

Stepha fingió no comprenderle y se limitó a señalar vagamente una puerta a su derecha.

– ¿Puedo ofrecerle algo de beber, inspector? ¿Y a usted, sargento? Aquí tenemos una cerveza estupenda. Pasen al salón.

Les precedió al interior de una típica posada inglesa, una estancia en cuya atmósfera flotaba el olor acre de un fuego reciente.

Estaba dispuesta de un modo inteligente, con suficientes cualidades hogareñas para que los clientes se sintieran cómodos, al tiempo que mantenía una atmósfera lo bastante formal para que los habitantes del pueblo se resistieran a entrar. Había varios sofás y sillones con fundas de calicó, decorados con cojines de punto. Las mesas, distribuidas sin orden determinado, eran de madera de arce, con las superficies desgastadas y llenas de huellas circulares debidas a los innumerables vasos colocados sobre la madera sin protección. La alfombra tenía un diseño floral, con parches de color más intenso en lugares donde recientemente habían retirado muebles. De las paredes colgaban unos grabados adecuadamente tediosos: cacerías con sabuesos, un día en Newmarket, una vista del pueblo. Pero detrás de la barra, al fondo de la sala, y encima de la chimenea había dos acuarelas que evidenciaban un claro talento y un gusto notable. Ambas eran panorámicas de una abadía en ruinas.

Lynley se acercó a una de las pinturas mientras Stepha trabajaba detrás de la barra.

– Este cuadro es muy bonito -observó-. ¿Es de un artista local?

– Los pinta un joven llamado Ezra Farmington -le informó ella-. Son vistas de nuestra abadía. Con esos dos nos pagó su estancia aquí durante un otoño. Ahora vive permanentemente en el pueblo.

Barbara observó cómo la pelirroja accionaba diestramente las palancas y retiraba la espuma de la burbujeante cerveza que iba adquiriendo vida propia en el vaso. Stepha rió discretamente cuando el líquido se deslizó por el borde del vaso y le cayó en la mano, e inconscientemente se llevó los dedos a los labios para lamer el residuo. Barbara se preguntó ociosamente cuánto tiempo tardaría Lynley en acostarse con ella.

– ¿Tomará también una cerveza, sargento? -le preguntó Stepha.

– Un agua tónica, si tiene.

Barbara miró a través de la ventana. A cierta distancia, el viejo sacerdote que les había visitado en Londres conversaba animadamente con otro hombre. Por sus gestos y el hecho de que señalara el Bentley plateado, parecía que su llegada era el tema del día en el pueblo. Una mujer cruzó el puente y se reunió con ellos. Era espigada, efecto producido por un vestido demasiado vaporoso para la estación y un cabello fino como el de un bebé, al que encrespaba la menor corriente de aire. Se frotaba los brazos para entrar en calor y, más que participar en la conversación de los hombres, se limitaba a escucharles, como si esperase que alguno de ellos se marchara. Al cabo de un momento, el sacerdote dijo unas palabras finales y se encaminó hacia la iglesia. Los otros dos siguieron juntos. Su conversación era entrecortada: el hombre le decía algo a la mujer, a la que dirigía rápidas miradas, que desviaba en seguida, y ella le replicaba con brevedad. Había largas pausas de silencio en las que la mujer miraba la orilla del río paralela al campo, y el hombre centraba su atención en la hostería, o quizás en el Bentley aparcado delante del edificio.

Barbara llegó a la conclusión de que alguien estaba muy interesado en la llegada de la policía.

– Un agua tónica y una cerveza -decía Stepha al tiempo que dejaba los dos vasos sobre la barra-. Es de fabricación casera, según una receta de mi padre, y la llamamos Odell. Ya me dirá qué le parece, inspector.

Se trataba de un líquido denso, pardo con reflejos dorados. Lynley la probó.

– Tiene un sabor agradable. ¿Está segura de que no quiere un vaso, Havers?

– Sólo el agua tónica, señor, gracias.

Lynley se sentó a su lado, en el sofá, donde poco antes había esparcido el contenido del informe sobre el asesinato de Teys y había examinado fríamente cada documento, buscando la explicación del encierro de Roberta en el manicomio de Barnstingjam. No había ninguna explicación, y por ello Lynley había telefoneado a Richmond. Ahora empezó a examinar de nuevo los papeles, ordenando los elementos según su importancia. Stepha Odell les observaba desde el bar con amistoso interés, tomando una cerveza que ella misma se había servido.

– Tenemos la orden de detención, el informe del forense, las declaraciones firmadas, las fotografías. -Lynley fue pasando los documentos a medida que los nombraba-. No están las llaves de la granja. Diablo de hombre.

– Si las necesitan, Richard tiene un juego de llaves -se apresuró a decir Stepha, como si estuviera deseosa de compensar su observación sobre Roberta que había provocado la colisión de Lynley con la policía de Richmond-. Richard Gibson es… el sobrino de William Teys. Vive en las casas municipales, en el camino de San Chad, en la parte alta.

Lynley alzó la vista.

– ¿Cómo es que tiene las llaves de la granja?

– Cuando detuvieron a Roberta… Bueno, supongo que se las dieron a Richard. De todos modos, ha de heredar la finca, según el testamento de William, y sólo falta que concluyan los procedimientos legales. Supongo que entretanto cuida de la granja. Alguien ha de hacerlo.

– ¿Qué va a heredar? ¿Qué le legó a Roberta en el testamento?

Stepha restregó la barra con un trapo.


– Richard y William acordaron que la granja sería para Richard. Fue un arreglo juicioso. El trabaja allí con William… bueno, trabajaba desde que regresó a Keldale, hace dos años. Cuando superaron su riña por Roberta, todo marchó a pedir de boca. William tenía alguien para ayudarle, Richard tenía un trabajo seguro y un futuro y Roberta un sitio donde vivir.

– Sargento. -Lynley señaló con la cabeza el cuaderno de notas, que permanecía sin usar junto al vaso de agua tónica-. Haga el favor…

Stepha se ruborizó al ver que Barbara empuñaba su pluma.

– ¿Entonces esto es una entrevista? -inquirió, con una sonrisa nerviosa-. No sé si podré serle de ayuda, inspector.

– Háblenos de la riña y de Roberta.

La mujer salió detrás de la barra y se sentó con ellos. Miró las fotografías esparcidas sobre la mesa y desvió la vista en seguida.

– Les diré lo que sé, pero no es gran cosa. Olivia puede decirles más.

– Olivia Odell, su…

– Mi cuñada, la viuda de mi hermano Paul. -Stepha dejó su vaso de cerveza sobre la mesa y aprovechó el movimiento para cubrir las fotografías con unos informes forenses-. Si no les importa…

– Lo siento -se apresuró a decir Lynley-. Estamos tan acostumbrados a contemplar horrores que nos inmunizamos. -Guardó todos los documentos en la carpeta-. ¿Cuál fue el motivo de la riña por Roberta?

– Olivia me contó más tarde… estaba con ellos en La Paloma y el Silbato cuando ocurrió…, que todo se debió al aspecto de Roberta. -Deslizó un dedo sobre su vaso, trazando una línea de encaje en la superficie húmeda-. Miren, Richard es de Keldale, pero se marchó y estuvo años probando suerte con la cebada en los páramos. Allí se casó y tuvo dos hijos. Cuando su trabajo en el campo no dio resultado, regresó a Keldale. -Acompañó estas palabras con una sonrisa-. Dicen que el río Kel nunca le deja a uno fácilmente, y así le ocurrió a Richard. Había estado ausente ocho o nueve años, y cuando regresó le chocó ver el cambio que había sufrido Roberta.

– ¿Dice usted que todo se debió a su aspecto?

– No siempre ha sido como ahora. Siempre fue robusta, claro, incluso a los ocho años, cuando Richard se marchó, pero nunca fue…

Stepha titubeó, buscando claramente la palabra apropiada, un eufemismo que respondiera a la verdad y, al mismo tiempo, fuese reservado.

– Obesa -concluyó Barbara, y pensó: “como una vaca”.

– Eso mismo -convino Stepha, agradecida-. Richard siempre fue muy amigo de Roberta, aunque le llevaba diez años, y cuando regresó y vio cómo se había puesto su prima…quiero decir físicamente, pues por lo demás era casi la misma…sufrió una conmoción. Culpó a William por no haber cuidado a la niña y dijo que ésta había engordado tanto porque quería llamar la atención. Esto enfureció a William. Olivia me dijo que nunca lo había visto tan enfadado. El pobre hombre ya había tenido bastantes problemas en su vida, y ahora su propio sobrino le hacía semejante acusación. Pero hicieron las paces. Al día siguiente, Richard le pidió disculpas. William no llevó a Roberta a un médico -no estaba dispuesto a ceder tanto- pero Olivia sugirió una dieta para la muchacha y a partir de entonces todo fue bien.

– Hasta hace tres semanas -observó Lynley.

– Si quiere creer que Roberta mató a su padre, entonces sí, todo fue bien hasta hace tres semanas. Pero no creo que ella lo matara, no lo creo en absoluto.

Lynley pareció sorprendido por la convicción que traslucían estas palabras.

– ¿Por qué no?

– Porque aparte de Richard, el cual bien sabe Dios que tiene bastantes problemas con su propia familia, William era todo lo que Roberta tenía en el mundo. Aparte de sus lecturas y sus sueños, sólo estaba su padre.

– ¿No tenía amigos de su edad? ¿No conocía a ninguna chica de las granjas vecinas o del pueblo?

Stepha meneó negativamente la cabeza.

– Era muy reservada. Cuando no estaba ocupada en la granja con su padre, se dedicaba a leer. Durante varios años, cada día vino aquí en busca del Guardian. Su padre no estaba suscrito, la prensa no llegaba a la granja, y cada tarde, cuando ya todos lo habían leído, ella venía a buscar el periódico y se lo llevaba a casa. Creo que había leído todos los libros de su madre, así como los de Marsha Fitzalan, y el periódico era lo único que le quedaba. Aquí no tenemos biblioteca, ¿saben? -Miró el vaso que tenía en las manos y frunció el ceño-. Pero hace unos años dejó de leer el periódico, cuando murió mi hermano. -Entornó los ojos gris azulado-. No pude dejar de pensar que quizás Roberta estaba enamorada de Paul. Cuando éste murió, hace cuatro años, no vimos a la chica durante bastante tiempo, y nunca más vino a buscar el Guardian.


Si incluso un pueblo tan pequeño como Keldale podía tener una zona indeseable cuyos vecinos aspiraban a escapar de ella, el camino de San Chad debía ser ese lugar. Era una especie de callejón sin pavimentar que conducía a ninguna parte y cuyo único elemento distintivo era una taberna en la esquina. El nombre del establecimiento era la Paloma y el Silbato, tenía las puertas y las vigas pintadas de color púrpura brillante y parecía como si deseara haber tenido la suerte de que la instalaran en otro sitio, en cualquier parte menos allí. A las cuatro viviendas adosadas que se levantaban enfrente se les conocía en general como “casas municipales”.

Richard Gibson y su camada eran los inquilinos de la última casa, un estrecho edificio con los bastidores de las ventanas desportillados y una puerta principal en que otro tiempo estuvo pintada de azul cobalto, pero que se había desvaído hasta quedar reducido a gris. Esta puerta permanecía abierta al caer la tarde, a pesar de que la temperatura en el valle descendía rápidamente, y desde el interior de la pequeña vivienda llegaba el ruido de una familia que parecía proclive a la violencia.

– ¡Pues haz algo con él, condenado! ¡También es hijo tuyo, por Cristo! ¡A juzgar por el interés que te tomas en su educación, se diría que fue una versión milagrosa de nacimiento virginal!

Era una mujer quien hablaba, o más bien gritaba, y daba la impresión de que en cualquier momento emprendería una segunda línea de ataque por medio de la histeria o la risa desenfrenada.

Le respondió una voz de hombre, apenas audible en medio del tumulto general.

– ¡Ah¡¿Entonces será mejor? No me hagas reír, Dick. ¿Cuándo podrás usar la maldita granja como excusa? ¡Igual que anoche! ¡No podías esperar a ir ahí, ¿verdad? ¡Así que no me hables de la granja! ¡Jamás te veremos el pelo cuando tengas quinientos acres en los que esconderte!

Lynley llamó a la puerta abierta con el picaporte oxidado, y la escena se paralizó ante ellos.

En una sala de estar demasiado atestada de muebles y cachivaches, un hombre estaba sentado en un sofá desvencijado, con un plato en las rodillas. Era evidente que trataba de engullir una cena muy poco apetitosa. Ante él estaba una mujer con un brazo levantado y un cepillo para el cabello en la mano. Ambos miraban a los visitantes inesperados.

– Nos han sorprendido en nuestro mejor momento -dijo Richard Gibson-. Después de esto nos íbamos a la cama.

Los Gibson presentaban un contraste más que considerable: el hombre que mediría casi dos metros, era moreno, con el cabello negro y los ojos pardos, de mirada sardónica; tenía un cuello de toro y los miembros fornidos de un bracero. Su mujer, en cambio, era una rubia escuchimizada, de rasgos angulosos, y en aquellos momentos estaba pálida de ira. Pero había una especie de electricidad en la atmósfera entre ellos que daba crédito a lo que el hombre había dicho. Era la suya una de esas relaciones en las que cada riña y discusión no eran más que una escaramuza antes de la gran batalla para decidir quién dominaría bajo las sábanas. Y la respuesta, a juzgar por lo que Lynley y Havers podían ver ante ellos, era claramente un lanzamiento a cara o cruz.

Madeline Gibson lanzó a su marido una última mirada llameante, que reflejaba tanto deseo como ira, y abandonó la estancia, cerrando bruscamente tras ella la puerta de la cocina. El hombretón se echó a reír cuando su mujer los dejó solos.

– Es una tigresa -comentó, al tiempo que se incorporaba-, un demonio de mujer. -Dicho esto tendió su manaza-. Soy Richard Gibson -dijo en tono amistoso- y ustedes deben ser los de Scotland Yard-. Después de que Lynley efectuara las presentaciones, Gibson prosiguió-: El domingo es siempre el peor día en esta casa. -Señaló la cocina con un movimiento de cabeza: un gimoteo continuo indicaba el estado de la relación entre la madre y lo que parecía ser un montón de niños-. Antes Roberta nos ayudaba, pero ahora no la tenemos. Claro que ya lo saben, por eso están aquí.

Con ademán hospitalario, les indicó dos viejas sillas cuyo relleno se desprendía por algunas roturas del tapizado. Lynley y Havers cruzaron la sala para tomar asiento, sorteando juguetes rotos, periódicos desparramados y por lo menos tres platos de comida a medio consumir que yacían sobre el suelo. En algún lugar de la estancia había un vaso de leche abandonado durante demasiado tiempo, pues su olor agrio se imponía incluso a los olores de comida mal cocinada y las cañerías defectuosas.

– Ha heredado usted la granja, señor Gibson -empezó a decir Lynley-. ¿Se trasladará pronto a ella?

– Nunca será lo bastante pronto para mí. No estoy seguro de que mi matrimonio pueda durar otro mes en este sitio.

Gibson empujó con el pie su plato, apartándolo del sofá. Un gato escuálido, que hasta entonces les había pasado inadvertido, husmeó el pan seco y las sardinas de olor fuerte y rechazó el ofrecimiento, tratando de enterrarlo. Gibson observó al animal con indiferencia. -Vive aquí desde hace varios años, ¿no es cierto?

– Dos, para ser exacto. Dos años, cuatro meses y dos días, para ser todavía más preciso. Probablemente, también podría decirles las horas, pero ya se harán una idea.

– Por lo que he oído sin querer, parece ser que a su esposa no le entusiasma la granja Teys.

Gibson se echó a reír.

– Es usted bien educado, inspector Lynley, cosa que me gusta cuando la policía me interroga.

Se pasó las manos por el espeso cabello, miró el suelo y encontró una botella de ginebra que, en la confusión general, había quedado colocada precariamente al lado del sofá. La recogió, apuró el licor que quedaba y se enjuagó la boca con el dorso de la mano. Era el gesto de un hombre avezado a comer en el campo.

– No, no le gusta -dijo al fin -. Madeline quiere volver a los páramos, a los espacios abiertos, el agua y el cielo. Pero eso no puedo dárselo, así que he de darle lo que puedo. -Miró a la sargento Havers, cuya cabeza estaba inclinada sobre el cuaderno de notas-. Parecen las palabras de un hombre que sería capaz de matar a su tío, ¿verdad? -preguntó plácidamente.


Hank los encontró por fin en la cámara de los novicios. Saint James estaba besando a su esposa, cuya piel olía intensamente a lirio y cuyos dedos se deslizaban con tacto sedoso por su cabello mientras le susurraba “amor mío”, haciéndole hervir la sangre. Alzó la vista… y allí estaba el americano, sonriéndole maliciosamente desde un saliente elevado en la pared de la sala.

– Les cacé -dijo guiñándoles un ojo.

Saint James sintió deseos de matarle. Deborah, sorprendida, emitió un leve grito. Sin arredrarse, Hank salió y fue a su encuentro.

– Eh, Jojo -gritó-. He encontrado a los tortolitos.

Jojo Watson apareció poco después en el umbral de la abadía en ruinas. Llevaba unos zapatos de tacón alto, sobre los que su cuerpo oscilaba peligrosamente. Alrededor del cuello, como un complemento de las cadenas y los colgantes, pendía una cámara Instamatic.

– Estamos haciendo unas fotos -explicó Hank, señalando la cámara con la cabeza-. Unos minutos más y habríamos tomado unas buenas instantáneas… ¡de ustedes! -Se echó a reír y le dio a Saint James una cariñosa palmada en el hombro-. ¡No le culpo en absoluto, amigo! Si fuese mía, no podría quitarle las manos de encima. -Miró un instante a su mujer-. ¡Caramba, Jojo, ten cuidado! Vas a romperte el cuello entre esas piedras. -Se volvió hacia los otros dos y reparó en el equipo de Deborah, el estuche de la cámara, el trípode y las lentes desechadas-. Vaya, ¿también estaban haciendo fotos? Y han cambiado de propósito, ¿eh? Por algo están de luna de miel. Ven aquí, Jojo, únete a la fiesta.

– ¿Han vuelto tan pronto de Richmond? -preguntó finalmente Saint James, con una cortesía forzada.


Observó que Deborah trataba disimuladamente de arreglarse la ropa. Sus ojos se encontraron, los de ella risueños y maliciosos, brillantes de deseo. ¿Qué diablos hacían allí los americanos en aquel preciso momento?

– La verdad, amigo, es que Richmond no es tan interesante como usted nos prometió -admitió Hank cuando Jojo llegó por fin a su lado-, aunque el recorrido hasta allí es muy excitante. ¿Qué dices, Jojo? ¿Verdad que nos gustó?

– A Hank le encanta conducir por el lado contrario de la carretera -explicó Jojo, dando un respingo. Observó el intercambio de miradas entre los recién casados-. Hank, ¿por qué no damos un paseo hasta la calle del obispo Furthing? ¿No sería una bonita manera de terminar la tarde?

Puso una mano enjoyada sobre el brazo de su marido, tratando de llevárselo de la abadía.

– Ni hablar de eso, mujer -respondió Hank plácidamente-. Ya he andado tanto durante este viaje que tengo suficiente para el resto de mi vida. -Dirigió una mirada irónica a Saint James-. ¡Vaya mapa que nos dio, amigo! Si Jojo no pudiera leer con tanta rapidez las señales de la carretera, a estas alturas estaríamos en Edimburgo. Pero, en fin, no ha pasado nada. Hemos llegado a tiempo para enseñarles el mismísimo agujero de la muerte.

No podían hacer más que seguirle la corriente.

– ¿El agujero de la muerte? -preguntó Deborah, la cual se había arrodillado y estaba guardando en su estuche el equipo que había olvidado por un momento, cuando estaba entre los brazos de Simon.

– El bebé, ¿recuerdan? -dijo Hank pacientemente-. Aunque la verdad, teniendo en cuenta lo que han venido a hacer aquí, comprendo que la historia del bebé no les haya asustado gran cosa. – Subrayó sus palabras con un guiño lascivo.

– Ah, el bebé -dijo Saint James. Y recogió el estuche fotográfico de Deborah.

– ¡Ahora le he interesado! -aprobó Hank-. Al principio estaban un poco irritados conmigo por espiarles de esa manera, pero ahora están sobre ascuas, ¿a que sí?

– Desde luego -afirmó Deborah, aunque tenía sus pensamientos en otra parte.


Resultaba curiosa la rapidez con que había sucedido todo. Ella le amaba, le había querido desde su infancia, pero en un instante, con la celeridad del rayo, se dio cuenta de que se había producido un cambio en su relación, la cual era muy distinta a como había sido antes. De súbito, él no era el amable Simon cuya tierna presencia había alegrado su corazón, sino un amante arrebatador cuya sola mirada la excitaba. Pensó que la lujuria la estaba idiotizando.

Saint James oyó la risa efusiva de su mujer.

– ¿Qué ocurre, Deborah? -le preguntó.

Hank le dio un suave codazo en las costillas.

– No se preocupe por la novia -le dijo en tono confidencial-. Al principio todas son tímidas.

Avanzó pavoneándose, como Stanley a la vista de Livingstone, señalando a su esposa puntos de interés, diciéndole: “¡No te pierdas esto, Jojo! ¡Saca una foto!”

– Lo siento, amor mío -murmuró Saint James mientras seguían a los otros dos a través de la sala en ruinas, el patio y el claustro-. Creí que nos habíamos librado de él por lo menos hasta medianoche. Cinco minutos más y me temo que me habría sorprendido metiéndote en un lío realmente serio.

– ¡Qué idea! -exclamó ella, risueña-. ¿Y si lo hubiéramos hecho, Simon? El habría gritado: “¡Saca una foto, Jojo!” y quizás nuestra vida amorosa habría quedado destruida para siempre.

Le brillaban los ojos y el sol de la tarde arrancaba destellos a su cabello, que se arremolinaba descuidadamente en torno a la garganta y los hombros.

Saint James aspiró hondo.

– No lo creo -dijo en tono neutro.

El llamado agujero de la muerte se hallaba en los restos de la sacristía. Ésta no era más que un vestíbulo estrecho y sin techumbre donde crecían las hierbas y las flores silvestres, pasado el transepto meridional de la antigua iglesia. En la pared había cuatro nichos arqueados, a los que Hank señaló con ademán teatral.

– En uno de estos -anunció-. Saca una foto, Jojo.

Se acercó a una de las cavidades pisoteando la hierba y posó, sonriente.

– Al parecer es aquí donde los monjes guardaban sus prendas litúrgicas. Son una especie de armarios. La noche en cuestión, metieron en uno de estos huecos al bebé y le dejaron morir. Bastante horroroso, si uno piensa en ello, ¿verdad? -Regresó junto a los otros-. Pero tiene el tamaño adecuado para un chiquillo -añadió pensativo-. Viene a ser… ¿cómo lo llaman? Una ofrenda de sacrificio.

– No estoy seguro de que los monjes cistercienses hicieran tales cosas -comentó Saint James-, y hace muchos años que los sacrificios humanos pasaron de moda.

– ¿Qué opina entonces? ¿De quién era el bebé?

– No tengo la menor idea -replicó Saint James, el cual sabía perfectamente que el otro iba a ofrecerle su teoría.

– Entonces permítame que le diga cómo sucedió, porque Jojo y yo lo adivinamos el primer día. ¿No es cierto, querida? -Aguardó a que su mujer asintiera lentamente-. Vengan aquí, les mostraré un par de cosas.

El americano les condujo a través del transepto meridional y cruzaron el pavimento desigual del presbiterio para salir de la abadía por una brecha cerca del muro.

– ¡Ahí lo tiene! -exclamó, señalando con expresión de triunfo un estrecho sendero que conducía al norte y se internaba en el bosque.

– Ya veo -replicó Saint James.

– ¿También lo había adivinado?

– Oh, no.

– Claro que no -dijo Hank-, porque no lo ha pensado tan a fondo como mi Jojo y yo. ¿No es cierto, pichoncita? -la aludida asintió apesadumbrada, mirando alternativamente a Saint James y a Deborah, silenciosa y contrita-. ¡Gitanos! -siguió diciendo su marido-. Bueno, bueno, lo admito, Jojo y yo no acabamos de entenderlo hasta que lo hemos visto, hoy mismo. Ya saben a quiénes nos referimos. Esos remolques aparcados al lado de la carretera. Pues bien, imaginamos que aquella noche también hubo gitanos por aquí. El bebé debía de ser suyo.

– Tengo entendido que los gitanos sienten un cariño hacia sus hijos fuera de lo común -observó Saint James secamente.

– Quizás, pero no hacia este chico, en cualquier caso -replicó Hank, impertérrito-. Así que imagine la situación, amigo. Danny y Ezra andan por ahí -señaló vagamente en la dirección por la que habían llegado-, preparándose para el asalto, ¿comprenden? Y andando de puntillas por este sendero llega una vieja bruja con el crío.

– Claro, ¿no lo ve?

– Caída de su escoba, sin duda -dijo Saint James.

Hank hizo caso omiso de la sorna con que el otro había hablado.

– La vieja bruja mira a su alrededor -para demostrar su teoría movió la cabeza a izquierda y derecha- y entra sigilosamente en la abadía. Busca un sitio donde abandonar al crío y encuentra estos nichos.

– Desde luego, es una teoría interesante -terció Deborah-, pero los gitanos siempre me han dado pena. Parece como si les culparan de todo, ¿no es cierto?

– Eso, mi joven amiga, nos lleva directamente a la teoría número dos.

Jojo les pidió disculpas con la mirada.


La granja Gembler se hallaba en excelentes condiciones, lo cual no era sorprendente, puesto que Richard Gibson había seguido cuidándola durante las tres semanas transcurridas desde la muerte de su tío. Lynley y Havers abrieron las puertas bien engrasadas, entre dos postes de piedra, y entraron en los terrenos de la finca.

Sería una herencia magnífica. A su izquierda se alzaba el edificio de la granja, una casa antigua construida con los ladrillos marrones habituales en la región, con maderamen recién pintado de blanco, y frágiles aguileñas bien podadas y entrelazadas que adornaban las ventanas y la puerta. Se llegaba a la granja por el camino de Gembler, después de cruzar un patio bien cuidado y cercado para que no entraran las ovejas. Al lado de la casa había una construcción baja y, formando otro lado del cuadrángulo que rodeaba el patio, el granero se alzaba a su derecha.

Al igual que la casa, el edificio anexo era de ladrillo con techumbre de tejas españolas. Constaba de dos pisos, con aberturas a modo de ventanas en el segundo, a través de las que se veían los extremos de unas escalas. En la planta baja del granero había puertas de dos paneles, pues se usaba sólo para guardar herramientas y albergar animales. Los vehículos se estacionaban en el edificio anexo.

Cruzaron el limpio patio y Lynley introdujo una llave en el candado oxidado que colgaba de la puerta del granero, la cual se abrió silenciosamente hacia adentro. El interior era penumbroso, con olor a encierro y demasiado frío, y ello, unido a la absoluta inmovilidad, que producía una sensación de misterio, hacía pensar en lo apropiado de aquel sitio para que un hombre encontrara un fin violento.

– Qué quietud -observó Havers, y titubeó en la puerta, mientras Lynley se internaba.

– Hum. Espero que se deba a las ovejas -dijo él desde la tercera casilla.

– ¿Cómo dice, señor?

Lynley se había agachado en el suelo de piedra desgastada. Alzó la vista y vio que Barbara estaba pálida.

– Ovejas, sargento -le dijo plácidamente-. Están en ese prado, ¿recuerda? Por eso hay tanta quietud. Eche un vistazo aquí, ¿quiere? -Viendo que ella se mostraba reacia a acercarse, añadió-: Tenía usted razón.

Entonces Barbara se aproximó y examinó la casilla del establo, en cuyo extremo había un montón de heno mohoso. En el centro se veía un charco no muy grande de sangre seca, marrón, no roja. No había nada más.

– ¿En qué tenía razón, señor? -preguntó Havers.

– Exactamente lo que usted dijo. Ni una gota de sangre en las paredes. No creo que arrojaran el cuerpo aquí. No hubo ningún arreglo del escenario después del crimen. Pensó usted correctamente, Havers. -Alzó la vista a tiempo de ver la sorpresa reflejada en su rostro. Ella se ruborizó, confusa.

– Gracias, señor.

Lynley se levantó y examinó de nuevo la casilla. El cubo volcado sobre el que Roberta estaba sentada cuando el sacerdote la encontró seguía en su sitio. El heno sobre el que la cabeza de la víctima había rodado seguía intacto. El charco de sangre seca presentaba raspaduras, efectuadas por el equipo forense, y el hacha había desaparecido, pero por lo demás todo seguía tal como lo habían fotografiado inicialmente, excepto los cadáveres.

Los cadáveres… Sintiéndose como el tonto que Nies creía que era, Lynley miró el borde exterior de la mancha, donde la marca dejada por un tacón había fijado varios pelos negros y blancos en la sangre coagulada. Se volvió hacia Havers.

– El perro -dijo.

– ¿Sí, inspector?

– Havers, ¿qué diablos hizo Nies con el perro?

Ella miró la huella de tacón y vio los mismos pelos.

– No estaba en el informe, ¿verdad?

– En efecto, no estaba -replicó él, musitando una maldición, y supo que tendría que sonsacarle a Nies cada fragmento de información, como un cirujano que extrae fragmentos de metralla del cuerpo de un soldado. Aquello iba a ser un infierno-. Examinaremos la casa -dijo sombríamente.

Entraron igual que lo haría la familia, a través de un zaguán que parecía un porche, con clavos en las paredes de los que colgaban abrigos viejos e impermeables y una serie de botas de trabajo colocadas en fila bajo un banco de madera a lo largo de una pared. La casa había estado sin calefacción durante tres semanas y su atmósfera era como la de una tumba. Pasó un coche por el camino de Gembler, pero su ruido se oyó amortiguado y distante.

El zaguán les dio acceso de inmediato a la cocina, que era una estancia grande, con suelo de linóleo rojo, armarios gris oscuro y electrodomésticos de un blanco reluciente, como si todavía los pulieran a diario. No había nada fuera de lugar, ni un solo plato fuera del armario donde se apilaban, ni una miga sobre el mostrador, ni una sola mancha que desfigurase la prístina blancura de la pica de hierro forjado. En el centro había una mesa de madera de pino sin pintar, con la superficie mellada por los cuchillos que habían cortado verduras innumerables veces y descolorida por los muchos años de servicio.

– No me extraña que Gibson esté deseando heredar esto -observó Lynley-. Desde luego, es muy diferente de la casucha donde vive.

– ¿Usted cree, señor? -preguntó Havers.

Lynley interrumpió su inspección de los armarios.

– ¿Si creo que estaba en la cama con su mujer cuando mataron a Teys? Considerando la naturaleza de su relación, es una coartada creíble, ¿no le parece?

– Supongo que sí, señor.

– Pero usted no lo cree -dijo él, mirándola.

– Es que… bueno, me dio la impresión de que la mujer mentía… y también como si estuviera enfadada con él, o quizás con nosotros.

Lynley reflexionó sobre las palabras de Havers. Era cierto que Madeline Gibson les había hablado de mala gana, pronunciando las palabras sin dirigir siquiera a su marido una mirada de corroboración. El joven granjero, por su parte, se había limitado a fumar impasible mientras ella hablaba, con una expresión de desinterés, pero en el fondo de sus ojos oscuros acechaba un brillo inequívoco: era evidente que la situación le divertía.

– Convengo con usted en que hay algo que no concuerda. Entremos ahí.

Abrieron una pesada puerta de caoba y entraron en el comedor. La mesa, también de caoba, estaba cubierta con un limpio mantel de punto, de color crema. En el centro había un florero cuyas rosas amarillas se habían marchitado tiempo atrás y sus pétalos estaban diseminados sobre el mantel. A un lado había un aparador del mismo estilo que la mesa, con un adorno de plata colocado exactamente en su centro, como si alguien provisto de un instrumento de medición se hubiera asegurado de que equidistaba de cada extremo. En una vitrina había una hermosa vajilla de porcelana que sin duda no utilizaban los habitantes de la casa. Eran piezas antiguas Belleek, todas ellas colocadas de modo que los visitantes pudieran verlas mejor. En cuanto a la cocina, no había en ella nada fuera de lugar. De no ser por las flores, podrían haber estado en un museo.

Recorrieron el pasillo que partía del comedor y en la sala de estar encontraron los primeros signos de vida de la casa. Allí estaba el santuario de los Teys.

Havers procedió a Lynley, pero vio algo que le hizo gritar involuntariamente y retrocedió en seguida, con un brazo levantado, como para protegerse de un golpe.

– ¿Qué sucede, sargento?

Lynley inspeccionó la sala para ver qué había sobresaltado tanto a su compañera, pero no vio más que muebles y una colección de fotografías en un rincón.

– Perdone, pero creo… -Intentó sonreír, pero le salió una mueca poco natural-. Dispense, señor… Creo que debo de tener hambre o algo por el estilo. Me siento un poco aturdida, pero estoy bien. -Se dirigió al rincón donde estaban las fotografías, con las velas delante y las flores marchitas debajo-. Ésta debe ser la madre -comentó-. Vaya homenaje.

Lynley se reunió con ella junto a la mesita de tres patas encajada en el rincón.

– Bonita muchacha -dijo en voz baja, mientras contemplaba las fotos-. Era apenas una muchacha, ¿verdad? Mire la foto de la boda. ¡No parece tener más de diez años! Una criatura tan pequeña…

Ninguno de los dos lo dijo, pero ambos pensaron lo mismo. ¿Cómo era posible que aquella chiquilla hubiera sido la madre de una vaca como Roberta?

– ¿No cree que esto es un poco…? -Havers se interrumpió y, al ver que él la miraba, entrelazó rígidamente las manos a la espalda-. En fin, si ese hombre tenía pensado casarse con Olivia…

Lynley dejó sobre la mesita el que parecía el último retrato de la mujer. Aparentaba unos veinticuatro años, el rostro dulce, sonriente; el puente de la nariz estaba salpicado de pecas doradas, el cabello rubio, largo y brillante, recogido atrás y rizado. Era realmente seductora. Lynley retrocedió un paso.

– Es como si los Teys rindieran culto a una nueva religión en este rincón de la sala. Resulta macabra, ¿no cree?

Ella apartó la mirada de la foto.

– En efecto, señor.

Lynley dirigió su atención al resto de la sala, en la que se mantenía la atmósfera de la vida cotidiana. Había un sofá con la tapicería desgastada por el uso, varias sillas, un revistero con numerosos ejemplares, un televisor y un escritorio femenino. Lynley lo abrió y vio que contenía rimeros de papel de carta y sobres bien ordenados, una lata con sellos de correo y tres facturas pendientes de pago, las cuales examinó: una era de la farmacia, por los somníferos de Teys, la otra de la compañía eléctrica y la tercera de la telefónica. Leyó esta última por si contenía algo de interés, pero no había ninguna conferencia. Todo estaba limpio y ordenado.

Más allá de la sala de estar había una pequeña biblioteca. Cuando entraron en ella se llevaron una sorpresa. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías desde el suelo hasta el techo, y cada estante rebosaba de libros, algunos más ordenados que otros, pero, en conjunto, la cantidad de volúmenes era enorme, sobre todo tratándose de una granja.

– Pero Stepha Odell dijo…

– Que el pueblo no tiene biblioteca pública, por lo que Roberta iba a la hostería en busca del periódico. Había leído todos sus libros… ¿cómo es posible?… y todos los de Marsha Fitzalan. A propósito, ¿quién es Marsha Fitzalan?

– La maestra del pueblo -respondió Havers-. Vive en el camino de San Chad, al lado de los Gibson.

– Gracias -murmuró Lynley, sin dejar de inspeccionar los estantes. Se puso las gafas-. Hummm, de todo un poco, pero estaban muy interesados por las hermanas Brontë, ¿verdad?

Havers se reunió con él.

– Austen -leyó-. Dickens, algo de Lawrence. Les gustaban los clásicos.

Cogió un ejemplar de Orgullo y Prejuicio y lo abrió. En la portadilla, con una caligrafía infantil, estaban garabateadas las palabras “propiedad de Tessa”. Esta misma afirmación se encontraba en los ejemplares de Shakespeare, Dickens, dos antologías de Norton y todos los títulos de las hermanas Brontë.

Lynley se acercó a un atril antiguo, colocado bajo la única ventana de la estancia. Era como los usados para manejar grandes diccionarios, pero reposaba en él una Biblia enorme, encuadernada con muchas florituras. Deslizó los dedos sobre la página ornamentada por la que el libro estaba abierto, y leyó:

– “Yo soy José, vuestro hermano, a quien vendisteis en Egipto. No os aflijáis ahora ni estéis airados con vosotros mismos por haberme vendido, pues Dios me ha enviado ante vosotros para preservaros la vida. El hambre ha asolado la tierra en los dos últimos años, pero quedan otros cinco en los que no habrá espigas ni cosechas. Y Dios me ha enviado ante vosotros para preservar vuestra posteridad en la tierra y salvar vuestras vidas mediante una feliz liberación”.

Lynley miró a Havers.

– Nunca entenderé por qué perdono a sus hermanos -comentó ella-. Después de todo lo que le hicieron, merecían morir.

Sus palabras traslucían una profunda amargura. Él cerró el libro con cuidado, señalando el lugar con un trozo de papel que cogió del escritorio.

– Pero tenía algo que ellos necesitaban.

– Comida -se mofó ella.

Lynley se quitó las gafas.

– No creo que tuviera nada que ver con la comida. Nada en absoluto. ¿Qué hay en el piso de arriba?

El piso superior tenía una disposición sencilla: cuatro dormitorios, lavabo y baño, los cuales daban a un rellano central iluminado por una claraboya de vidrio opaco. Este último detalle arquitectónico respondía, sin duda, a una modernización de la casa, y producía un efecto de invernadero. No era desagradable, pero parecía fuera de lugar en una granja.

La habitación de la derecha parecía destinada a los invitados. Contenía una cama, con un cobertor de color crema, bastante pequeña, habida cuenta del tamaño de los inquilinos. El suelo estaba cubierto por una alfombra con un dibujo de rosas y helechos, y era muy vieja. Los rojos y verdes, brillantes en otro tiempo, ahora estaban descoloridos. El papel de las paredes tenía un dibujo de flores diminutas, margaritas y caléndulas. Sobre la mesilla de noche había una lámpara con una pantalla festoneada de encaje. El canterano y el armario ropero estaban vacíos.

– Me recuerda a una habitación de hostal -dijo Lynley.

Barbara contempló la vista desde la ventana: un panorama del granero y el patio, sin ningún interés.

– Parece como si nadie hubiera usado nunca esta cama.

Lynley estaba examinando la colcha que cubría la cama. Al retirarla reveló un colchón muy manchado y una almohada amarillenta.

– Aquí no esperaban huéspedes. Es extraño que dejaran una cama sin hacer, ¿no le parece?

– En absoluto. ¿Para qué usar sábanas si nadie iba a utilizarla?

– Sin embargo…

– ¿Voy a la habitación contigua, inspector? -preguntó Barbara con impaciencia. La atmósfera de la casa la oprimía.

Al oír el tono de su voz, Lynley alzó la vista. Cubrió de nuevo la cama con la colcha, tal como estaba antes, y se sentó en el borde.


– ¿Qué ocurre, Barbara? -preguntó.

– Nada -dijo ella, pero había una nota de pánico en su voz-. Quisiera seguir adelante con la inspección. Es evidente que esta habitación no se ha utilizado desde hace años. ¿Por qué examinarla de cabo a rabo, al estilo de Sherlock Holmes, como si el asesino fuese a salir de entre las tablas del suelo?

Él no respondió en seguida, por lo que el tono destemplado de Barbara pareció flotar en la habitación mucho después de que hubiera hablado.

– ¿Qué le ocurre? -repitió él-. ¿Puedo ayudarle?

Estaba preocupado por ella, su tono era amable, sería realmente fácil…

– ¡No me ocurre nada! -exclamó Barbara-. Es que no quiero seguirle de un lado a otro como un perrito faldero. No sé lo que espera de mí y me siento como una idiota. ¡Tengo cerebro, maldita sea! ¡Deme algo que hacer!

Él se incorporó lentamente, sin dejar de mirarla.

– ¿Por qué no va a examinar la habitación de enfrente? -le sugirió.

Ella abrió la boca para decir algo más, pero decidió no hacerlo y salió de la habitación, deteniéndose un momento bajo la luz verdosa del rellano. Podía oír su propia respiración, áspera y agitada, y supo que él también debía de oírla.

¡El maldito santuario! La granja ya era de por sí bastante repulsiva, con su ausencia de vida, pero el santuario le había desconcertado por completo. Lo habían colocado en el mejor ángulo de la habitación, desde donde se veía el jardín. Era una idea morbosa. ¡Desde allí la muchacha de la foto podía ver la televisión y el condenado jardín!

¿Cómo lo había llamado Lynley? Un culto religioso. ¡Eso era exactamente! ¡Un templo erigido a aquella mujer! Se esforzó para que su respiración volviera a la normalidad, cruzó el rellano y entró en la habitación de enfrente.

“Te la has jugado, Barb -se dijo-. ¿Te has olvidado del acuerdo, la obediencia, la cooperación? ¿Cómo te sentirás la semana que viene, cuando vuelvas a ponerte el uniforme?”

Miró a su alrededor, irritada, con los labios temblorosos. Al fin y al cabo, ¿a quién diablos le importaba? Su fracaso estaba decidido de antemano. ¿Acaso había esperado realmente que aquella misión fuese un éxito?

Cruzó la habitación hasta la ventana y accionó el pestillo. ¿Qué le había dicho él? ¿Si podía ayudarla? Lo absurdo del caso era que, por un momento, ella había pensado en hablarle, en decírselo todo. Pero, naturalmente, eso era impensable. Nadie podía ayudarla, y Lynley menos que nadie.

Abrió la ventana de par en par para que el aire refrescara sus mejillas ardientes, y dio media vuelta, decidida a llevar a cabo su tarea.

Aquella era la habitación de Roberta, limpia y ordenada como la otra, pero allí se tenía la impresión de que la habían habitado. Había una cama grande de cuatro postes, cubierta por un centón de dibujos brillantes y alegres, el sol, nubes y un arcoíris con un fondo celeste de zafiro. En el armario colgaban ropas bajo las que se alineaban varios pares de zapatos, de paseo, de trabajo y zapatillas.

Había un tocador con un ondulante espejo de cuerpo entero y un escritorio sobre el que yacía, boca abajo, una foto enmarcada, como si se hubiera caído. Barbara lo examinó con curiosidad. Era de los padres y Roberta recién nacida, en brazos del padre. Pero la foto, algo distendida, estaba apretada en el marco, como si no encajara bien. Barbara extrajo la apoyadura de madera.

Había acertado en su suposición. La foto era demasiado grande para el marco, por lo que había sido preciso doblarla. Una vez alisada, la fotografía era muy diferente, pues a la izquierda del padre, con las manos entrelazadas a la espalda, estaba la viva imagen de la madre del bebé, más pequeña, desde luego, pero indudablemente el vástago de Tessa Teys.

Barbara estaba a punto de llamar a Lynley cuando éste apareció en la puerta, con un álbum fotográfico en las manos. Se detuvo un momento, como si tratara de encontrar el modo de normalizar su relación.

– He descubierto algo muy extraño, sargento -le dijo.

– También yo -replicó Barbara, tan ansiosa como él de olvidar el exabrupto. Intercambiaron sus hallazgos.

– Yo diría que el mío explica el suyo -observó Lynley.

Ella miró atentamente las páginas abiertas del álbum, uno de esos álbumes familiares que contienen el recuerdo fotográfico de bodas, nacimientos, navidades, pascuas y cumpleaños. Pero cada foto en la que aparecía más de un niño había sido recortada de algún modo, con los rostros extrañamente eliminados, de manera que las imágenes presentaban cortes centrales o cuñas laterales, y en todas ellas el tamaño de la familia había sido reducido sistemáticamente. El efecto era escalofriante.

– Yo diría que es una hermana de Tessa -observó Lynley.

– Quizás su primer hijo -propuso Barbara.

– Creo que es demasiado mayor para ser su primogénito, a menos que Tessa la tuviera cuando ella misma era una niña. -Dejó el retrato sobre el escritorio, se guardó la foto en el bolsillo y dirigió su atención a los cajones-. ¡Ah! -exclamó-, por lo menos ahora sabremos por qué a Roberta le interesaba tanto el Guardian. Tiene forrados los cajones con sus hojas y… mire esto, Havers. -Del cajón inferior, bajo un montón de jerseys desgastados, sacó algo que había estado escondido boca abajo-. Otra vez la muchacha misteriosa.

Barbara miró la fotografía que él le tendía. Era la misma niña, pero esta vez mayor, ya adolescente. Roberta estaba a su lado, de pie sobre la nieve en el cementerio de Santa Catalina, ambas sonriendo a la cámara. La muchacha mayor tenía las manos sobre los hombros de Roberta y la atraía hacia sí. Se había inclinado, aunque no demasiado, porque Roberta era casi tan alta como ella, y tocaba con la mejilla el rostro de la otra. Su cabello dorado rozaba los rizos morenos de Roberta. Delante de ellas había un perro negro y blanco, que también parecía sonreír y cuyo pelaje acariciaba Roberta. Era Bigotes.

– Aquí Roberta no tiene mal aspecto -comentó Barbara, devolviendo la foto a Lynley-. Es grandota, pero no está gorda.

– Entonces esta foto debe ser anterior a la marcha de Gibson. ¿Recuerda lo que dijo Stepha? Entonces no estaba obesa, no se puso así hasta que Richard se fue. – Se guardó también la foto en el bolsillo y miró a su alrededor-. ¿Algo más?

– Hay ropa en el armario, pero no tiene demasiado interés. -Al igual que él había hecho en la otra habitación, retiró el cobertor de la cama, pero, al contrario que la anterior, ésta estaba hecha y sus sábanas limpias despedían un aroma a jazmín, por debajo del cual, como si el jazmín fuese incienso que ardiera sutilmente para ocultar el olor del cannabis, se notaban los efluvios empalagosos de otra cosa. Barbara miró a Lynley-. ¿Cree usted…?

– Desde luego -replicó él-. Ayúdeme a retirar el colchón.

Ella obedeció, cubriéndose la boca y la nariz cuando el hedor llenó la habitación y vieron lo que había bajo el viejo colchón de muelles, cuya cubierta estaba cortada en un extremo y el interior era un almacén de comida: fruta podrida, pan recubierto de moho gris, galletas y caramelos, dulces medio comidos, bolsas de patatas fritas.

– Dios mío -musitó Barbara. Era más una plegaria que una exclamación, y, a pesar del catálogo de cosas horribles que había visto durante su carrera policial, se le revolvió el estómago y retrocedió-. Lo siento -dijo con una risa entrecortada-. Ha sido un hallazgo sorprendente.

Con el semblante inexpresivo, Lynley volvió a dejar el colchón en su sitio.

– Es un sabotaje -dijo como si hablara consigo mismo.

– ¿Cómo dice señor?

– Stepha dijo algo de una dieta.

Al igual que Barbara había hecho antes, Lynley se acercó a la ventana. Atardecía y, a la luz crepuscular, se sacó del bolsillo las fotografías y las examinó. Permaneció inmóvil, quizás con la esperanza de que un examen minucioso de las dos muchachas le revelara quién mató a William Teys y los motivos que tuvo para hacerlo, así como el papel que jugaba en todo aquello el almacén de alimentos en putrefacción. Mientras le observaba, a Barbara le sorprendió su aspecto, pues a la luz que incidía en el cabello, la mejilla y la frente le hacía parecer mucho más joven de lo que era. Y, no obstante, nada, ni siquiera las sombras, alteraban u oscurecían la inteligencia de aquel hombre de treinta y dos años o el ingenio que reflejaban sus ojos. El único sonido que se oía en la habitación era su respiración firme, serena, muy segura. Se volvió, vio que ella le estaba mirando y empezó a hablar.

Barbara le interrumpió.

– Bien -dijo enérgicamente, colocándose el cabello detrás de las orejas con gesto pugnaz-. ¿Ha visto algo en las demás habitaciones?

– Sólo una caja con llaves viejas en el armario y un auténtico museo de objetos de Tessa. Ropas, fotografías, mechones de pelo… entre las cosas de Teys, naturalmente. -Volvió a guardarse las fotografías en el bolsillo-. Me pregunto si Olivia Odell sabía lo que le esperaba aquí.

Habían recorrido un kilómetro por el camino de Gembler, desde el pueblo hasta la granja de Teys. Cuando regresaban en silencio, Lynley empezó a echar de menos el Bentley. No le preocupaba la oscuridad, pero sentía deseos de escuchar música para distraerse. Miró a la mujer que caminaba a su lado y, a pesar suyo, pensó en lo que había oído sobre ella.

– Una virgen airada -había dicho MacPherson. Lo que necesita es un buen revolcón. -Se echó a reír y alzó su jarra de cerveza-. Pero no yo, amigos. No me aventuro en esa clase de aguas. ¡Dejo ese placer para un hombre más joven!

Lynley pensó que MacPherson se equivocaba, no se trataba en absoluto de virginidad airada, sino de otra cosa.

No era aquella la primera investigación de Havers en un caso de asesinato, por lo que no podía comprender su reacción en la granja: su renuencia inicial a entrar en el granero, su extraña conducta en la sala de estar, su inexplicable comportamiento en el piso de arriba.

Por segunda vez se preguntó qué diablos pensaría Webberly al asociarles, pero estaba demasiado fatigado para tratar de encontrar una explicación.

Al doblar la última curva del camino, las luces de la Paloma y el Silbato aparecieron a la vista.

– Vamos a cenar -dijo Lynley.

– Hay pollo asado -les dijo el propietario-. Es lo único que servimos el domingo por la noche. Tengan la bondad de esperar en el salón y les serviremos en seguida.

La Paloma y el Silbato estaba en plena actividad. En el bar, cuyos parroquianos se habían callado momentáneamente cuando ellos entraron, flotaba una espesa capa de humo de tabaco, como un denso nubarrón preñado de lluvia. En una mesa del fondo estaban reunidos varios granjeros, con las botas embarradas colocadas en los travesaños de las sillas cuyo respaldo parecía una escala. Dos hombres más jóvenes jugaban a los dardos, junto a la puerta del lavabo, y un grupo de mujeres de mediana edad hacían comparaciones entre los restos de los rizos y las ondulaciones que les habían hecho el sábado en la peluquería Sinji. En la vieja barra se apiñaban los clientes, la mayoría de los cuales bromeaban con la muchacha que accionaba las palancas de la cerveza.

Con toda evidencia, aquella chica era la oveja negra del pueblo. Su cabello negro azabache se alzaba del cuero cabelludo en forma de largas y rígidas púas, tenía los ojos fuertemente sombreados de púrpura y vestía unas prendas minúsculas que revelaban buena parte de sus encantos como las que se ven por la noche en el Soho londinense: falda corta de cuero negro, blusa blanca muy escotada, medias de malla, negras y con agujeros sujetos con imperdibles, y grandes zapatos de cordones, también negros, como los que usan las abuelas. Cada una de sus orejas, perforada cuatro veces, exhibía la decoración de una línea de pequeños brillantes de imitación, con excepción del orificio inferior, del que pendía una pluma que le llegaba al hombro.

– Se cree una cantante de rock -dijo el tabernero, que había seguido la dirección de su mirada-. Es mi hija, pero procuro no decirlo con frecuencia. -Depositó una jarra de cerveza y un vaso de agua tónica sobre la mesa tambaleante-. ¡Hannah! -gritó en dirección a la barra-. ¡Deja de dar un espectáculo, muchacha! ¡Estás poniendo cachondos a todos los caballeros aquí presentes!

Mientras decía esto les guiñó un ojo maliciosamente.

– ¡Oh, papá! -rió ella, y los demás la corearon.

– ¡Regáñale, Hannah! -gritó alguien.

– ¿Qué sabe de estilo este pobre patán? -dijo otro.

– ¿De qué estilo hablas? -replicó jovialmente el tabernero-. Gasta poco en vestir, desde luego, pero está consumiendo mi fortuna para comprar toda esa mugre grasienta que se pone en el pelo.

– ¿Cómo mantienes las púas tiesas, Han?

– Creo que me asusté en la abadía.

– Oíste llorar al bebé, ¿no es cierto Han?

Rieron y dieron unos golpes cariñosos al que había hablado, dando a entender que todos eran amigos. Barbara se preguntó si habrían ensayado la escena.

Ella y Lynley eran los únicos ocupantes del comedor, y una vez la puerta se cerró tras el tabernero, Barbara deseó oír de nuevo el ruido del bar, pero Lynley le estaba hablando.

– Quizás comía por algún impulso compulsivo.

– ¿Asesinó a su padre porque la puso a régimen? -preguntó Barbara, antes de poder evitarlo. Su tono rebosaba de sarcasmo.

– Sin duda comía mucho en secreto -siguió diciendo Lynley, imperturbable.

– No lo creo así -replicó ella. Le estaba importunando y lo sabía; se estaba poniendo a la defensiva, mostrándose impertinente, pero no podía evitarlo.

– ¿Qué opina usted, entonces?

– Que se olvidó de la comida. Vaya a saber cuánto tiempo ha estado ahí abandonada.

– En una cosa podemos estar de acuerdo: la comida lleva allí tres semanas, y era inevitable que se estropeara en ese tiempo.

– De acuerdo, lo admito, pero no lo de que comía a causa de su estado compulsivo.

– ¿Por qué no?

– ¡Porque no podemos demostrarlo, caramba!

El se puso a contar con los dedos.

– Vamos a ver. Tenemos dos manzanas podridas, tres plátanos negros, algo que en otra época pudo ser un melocotón, una hogaza de pan, dieciséis galletas, tres tortas a medio comer y tres bolsas de patatas fritas. Ahora dígame a qué obedece todo esto, sargento.

– No tengo ni idea.

– Si no tiene ni idea, podría considerar la mía. -Hizo una pausa y añadió-: Barbara…

Ella supo en seguida por su tono que debía interrumpirle.

– Lo siento, inspector -se apresuró a decir-. En la granja me asusté y… estoy demasiado nerviosa y le incomodo. Discúlpeme.

El pareció desconcertado.

– De acuerdo. Empecemos de nuevo, ¿quiere?

Llegó el tabernero y depositó los platos sobre la mesa.

– Pollo con guisantes -anunció orgulloso.

Barbara se levantó y salió de la sala, tambaleándose.

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