Deborah Saint James frenó el coche riendo y se volvió hacia su marido.
– Simon, ¿te han dicho alguna vez que eres el peor piloto del mundo?
Él sonrió y cerró el atlas de carreteras.
– No, nunca, pero sé compasiva y ten en cuenta la niebla.
Deborah miró a través del parabrisas el edificio grande y oscuro que se levantaba ante ellos.
– Me parece una mala excusa por no poder interpretar un mapa de carreteras. ¿Estamos en el lugar correcto? No parece que haya nadie esperándonos.
– No debería sorprenderte. Les dije que llegaríamos a las nueve y ahora son las… -Consultó su reloj a la pálida luz interior del vehículo-. ¡Dios mío, son las siete y media pasadas! -Ella percibió la chanza en su tono-. ¿Estás dispuesta, amor mío? ¿Pasamos nuestra noche de bodas en el coche?
– ¿Quieres decir como adolescentes en celo manoseándose en el asiento trasero? -Echó atrás su larga cabellera-. Hum, es una idea, pero me temo que para eso deberías haber alquilado un coche más grande. No, Simon, lo único que podemos hacer es llamar a la puerta y despertar a alguien, pero serás tú quien ofrezca las excusas.
Bajó del automóvil y la envolvió el aire frío de la noche. Se detuvo un momento a contemplar el edificio que se alzaba ante ella.
Originalmente, era una estructura de origen preisabelino, pero había sufrido una serie de cambios durante la época jacobina que le daban una prestancia gallarda y caprichosa. Las ventanas divididas con parteluces reflejaban la luz de la luna que se filtraba a través de la niebla delgada que había cubierto los páramos y ahora se deslizaba hacia los valles. Las paredes estaban recubiertas por una planta semejante a la hiedra -la luz de la mañana revelaría que era lino bastardo- cuyas flores malvas brotaban entre las hojas brillantes. Sobre el tejado, las chimeneas distribuidas sin orden ni concierto formaban una pauta de verrugas caprichosas que se recortaban contra el cielo nocturno. El edificio parecía tercamente anclado en su época, cosa que se transmitía al terreno circundante. Daba la impresión de que allí no había llegado el siglo XX.
Unos robles ingleses extendían sus ramas macizas sobre la extensión de césped salpicada de estatuas rodeadas de flores. Los senderos serpenteaban hacia el bosque, detrás de la casa, que atraía con un encanto de sirena. En el silencio absoluto, el rumor del agua de una fuente cercana y los balidos de un cordero desde una granja lejana eran los únicos compañeros sonoros de la brisa susurrante de la noche.
Deborah regresó al coche. Su marido había abierto su portezuela y la observaba, esperando con su paciencia habitual la reacción de la fotógrafa ante la belleza del lugar.
– Es espléndido -le dijo-. Gracias, amor mío.
El apoyó una pierna en el suelo y extendió la mano. Con un hábil movimiento, Deborah le ayudó a salir.
– Me siento como si hubiéramos estado trazando círculos durante horas – observó Saint James mientras se estiraba.
– Eso es precisamente lo que hemos hecho -bromeó ella-. Sólo un par de horas desde la estación, Deborah. Un viaje estupendo.
El se rió suavemente.
– Bueno, tienes que admitir que ha sido un viaje estupendo.
– Desde luego. Me ha encantado ver la abadía de Rievaulx tres veces seguidas. -Miró la formidable puerta de roble-. ¿Llamamos?
Sus pisadas crujieron en la grava, hasta que llegaron a la oscura cavidad donde estaba la puerta. En una de las paredes se apoyaba un banco de madera, mientras que la otra tenía dos urnas enormes, una de ellas rebosante de flores lozanas y bellísimas, la otra convertida en asilo de una marchita colonia de geranios cuyas hojas secas cayeron al suelo cuando pasaron Deborah y su marido.
Saint James accionó con fuerza el enorme picaporte de latón situado en el centro de la puerta. Sus ecos se apagaron sin que nadie respondiera.
– También hay un timbre -observó Deborah-. Inténtalo de nuevo con eso.
Los timbrazos que sonaron en las profundidades de la casa provocaron un alud de ladridos furiosos, como si hubieran despertado a toda una jauría.
Saint James se echó a reír.
– Bueno, parece que al fin lo hemos conseguido.
Detrás de la puerta se oyó una voz de tono viril pero con la cadencia inequívoca de una mujer nacida y criada en el campo, una voz ronca, briosa y regañona.
– ¡Maldita sea, Casper, Jason! ¡Salid de aquí! ¡Fuera! ¡Volved a la cocina! – Se hizo una pausa, seguida de un forcejeo-. ¡No, condenados! ¡Atrás he dicho! ¡Bribones! ¡Dadme mis zapatillas! ¡Así os parta un rayo!
Entretanto chirrió un cerrojo y abrieron la puerta briosamente. Apareció una mujer descalza, que daba pequeños brincos sobre las frías losas de la entrada y cuyo pelo enmarañado se desparramaba sobre sus hombros.
– Hola, señor Allcourt-Saint James -dijo sin preámbulos-. Entre, entren los dos en seguida.
Se quitó el chal de lana que se había echado sobre los hombros y lo dejó caer al suelo, donde se transformó de inmediato en una alfombra para sus pies. Se arrebujó en su amplia bata de color carmesí y, en cuanto entraron los visitantes, cerró la puerta.
– Ah, así está mejor, gracias a Dios -dijo con una risotada de lo más rudo-. Disculpen ustedes. Generalmente no soy tan escandalosa. ¿Acaso se extraviaron?
– Totalmente -admitió Saint James-. Le presento a mi esposa Deborah, señora Burton-Thomas.
– Deben estar congelados -observó la anfitriona-. Bueno, pronto nos ocuparemos de eso. Pasemos al salón de roble, donde hay un hermoso fuego. ¡Danny! -gritó por encima de su hombro izquierdo-. Vengan, es por aquí, ¡Danny!
La siguieron a través de la vieja estancia con losas de piedra, en la que el frío era glacial. Las paredes eran blancas, las vigas negras, con ventanas sin cortinas, cada una al fondo de una concavidad, una sola mesa de comedor en el centro y una chimenea sin encender en la pared del fondo. Sobre la chimenea había un surtido de armas de fuego y cascos militares con penachos extravagantes. La señora Burton-Thomas asintió cuando Saint James y Deborah se fijaron en los cascos.
– Oh, sí, los “cabezas redondas” de Cromwell estuvieron aquí -explicó-. Ocuparon buena parte de Keldale May por un período de diez meses, durante la guerra civil. Fue en 1664 -añadió sombríamente, como si esperase que ellos recordaran el año de la infamia en la historia del clan Burton-Thomas-. Pero nos libramos de ellos en cuanto pudimos. ¡Valiente puñado de sinvergüenzas!
Les precedió a través de las sombras del comedor, desde donde pasaron a una cámara alargada, con las paredes forradas de madera, las ventanas cubiertas por cortinas de color escarlata y un fuego crepitante en la chimenea.
– ¿Adónde demonios habrá ido? -musitó la señora Burton-Thomas, y cruzó la puerta por la que acababan de entrar-. ¡Danny!
Se oyó entonces un ruido de pasos apresurados y una chica de unos dieciocho años, con el cabello revuelto, apareció en el umbral.
– Lo siento -dijo la recién llegada, riendo-. Les quité tus zapatillas. -Al tiempo que decía esto, se las arrojó a la mujer, la cual las recogió diestramente-Pero me temo que están un poco mordidas.
– Gracias, hermosa. Haz el favor de traer coñac para nuestros huéspedes. Ese condenado Watson casi ha dado cuenta de una botella antes de irse a la cama. Pero hay más en la bodega. Ve a buscarlo, ¿quieres?
Mientras la muchacha iba a hacer lo ordenado, la señora Burton-Thomas examinó sus zapatillas y frunció el ceño al ver un agujero nuevo en un talón. Soltó una maldición entre dientes, volvió a ponerse las zapatillas y se echó el chal, que había estado usando como una especie de alfombra voladora pegada al suelo en su avance por la casa, sobre los hombros.
– Tengan la bondad de sentarse. No he querido encender el fuego en su habitación hasta que llegaran, por lo que podemos charlar un poco mientras el cuarto se calienta. Hace un frío increíble para el mes de octubre, ¿verdad? Dicen que el invierno se ha adelantado.
Evidentemente, la bodega no debía de ser exactamente lo que sugiere la palabra, pues al cabo de un momento reapareció la joven Danny con una botella de coñac. La abrió y vertió el contenido en un recipiente de cristal tallado, sobre la mesa bajo el retrato de un antepasado Burton-Thomas, ceñudo y de facciones aguileñas, y entonces regresó junto a ellos con una bandeja que contenía tres copas de coñac y el recipiente de cristal.
– ¿Me ocupo de la habitación, tía? -preguntó la joven.
– Sí, por favor. Dile a Eddie que recoja el equipaje. Ah, y pide disculpas a esa pareja americana si los ves por ahí, preguntándose a qué se debe tanto jaleo. -La señora Burton-Thomas sirvió tres medidas generosas de licor mientras la muchacha abandonaba la estancia-. Ah, vinieron aquí por la atmósfera y, por Dios, que tendrán toda la que quieran.-Soltó una risotada y apuró su copa de un solo trago-. El pintoresquismo es lo mío -admitió alegremente, sirviéndose otra-. Les das un poco de ambiente antiguo y excéntrico y aseguras tu aparición en todas las guías turísticas.
El aspecto de la mujer corroboraba sus palabras, pues era una combinación de calor hogareño y horror gótico: muy alta, los hombros tan anchos como los de un hombre, se movía con descuido entre el inapreciable mobiliario de la sala. Tenía las manos de una campesina, los tobillos de una bailarina y el rostro de una Valkiria envejecida. Sus ojos, azules, estaban sumidos por encima de unos pómulos prominentes. Tenía la nariz aguileña, cuya curvatura había ido acentuándose con el paso de los años, de modo que ahora, a la luz incierta de la sala, parecía arrojar una sombra sobre el labio superior. Parecía tener unos sesenta y cinco años, pero era evidente que, tratándose de la señora Burton-Thomas, la edad era una cuestión muy relativa.
– ¿Tienen apetito? -Miró el reloj de péndulo cuyo fuerte tictac se percibía desde cualquier extremo de la habitación-. Hace dos horas que cenamos.
– ¿Tienes hambre, amor mío? -preguntó Saint James a Deborah. Ésta vio, por el brillo de sus ojos, que la situación le divertía.
– No, no tengo ni pizca de apetito. -Se volvió hacia la señora Burton-Thomas-. ¿Dice usted que tiene otros huéspedes?
– Sólo una pareja americana. Los verán a la hora del desayuno. Pueden imaginarse cómo son: mucho poliéster y aparatosas cadenas de oro. El caballero lleva un anillo con un diamante enorme en el dedo meñique. Anoche me estuvo entreteniendo con una charla sobre odontología. Parece ser que pretende empastarme los dientes. Lo último que haría en mi vida. -La señora Burton-Thomas se estremeció y tomó otro trago-. Parece cosa de egipcios, medidas para la posteridad, ya saben. ¿O era para prevenir las caries? -Se encogió de hombros con solemne indiferencia-. No tengo la menor idea. ¿Por qué a los americanos les obsesionan tanto sus dientes? Esa manía por tenerlos rectos y brillantes. ¡Dios mío! Unos dientes torcidos dan un toque de personalidad a una cara, digo yo. -Removió ineficazmente el fuego, lanzando una lluvia de chispas sobre la alfombra, las cuales apagó con enérgicos pisotones-. Me alegro de que hayan venido. No es que mi abuelo haga cabriolas en su tumba porque he abierto la casa al negocio turístico, pero no tenía más remedio: o eso o la entrega a la administración estatal. -Les hizo un guiño por encima de la copa-. Y perdonen por decirlo, pero esta clase de vida es muchísimo más divertida.
Alguien se aclaró la garganta en el umbral. Un muchacho enfundado en un pijama de franela a cuadros y una vieja chaqueta de esmoquin, que le iba demasiado grande, torpemente abrochada a su esbelta cintura. La indumentaria daba a su aspecto un aire desenvuelto y anacrónico. Llevaba unas muletas en la mano.
– ¿Qué ocurre, Eddie? -preguntó con impaciencia la señora Burton-Thomas-. ¿Has descargado el equipaje?
– Hay unas maletas en el coche, tía. ¿También tengo que sacarlas?
– ¡Naturalmente, estúpido! -El muchacho dio media vuelta y desapareció.- Soy una mártir de mi familia -confió la mujer a sus huéspedes-. Bueno, vengan por aquí, les mostraré su habitación. Deben de estar agotados. No, no cojan la botella de coñac.
La siguieron a través del comedor hasta la sala con el suelo de piedra, y cruzaron otra puerta que daba a la escalera de madera pulimentada y sin alfombrar, la cual ascendía a las regiones superiores de la casa, sumidas en una oscuridad profunda.
– Una escalera señorial -les informó la señora Burton-Thomas, dando una palmada en la gruesa barandilla-. Ya no hacen estos primores. Vengan por aquí.
Entraron en un corredor débilmente iluminado de cuyas paredes colgaban unos retratos ancestrales y tres tapices flamencos.
– Tengo que cambiarlos de sitio. -Están aquí colgados desde 1822, pero nadie pudo convencer jamás a la bisabuela de que es mejor contemplar estas cosas a cierta distancia. Es la tradición, ¿comprenden? Siempre tengo que luchar con ella. Ya hemos llegado.
Abrió una puerta y les invitó a entrar. Luego les dio las buenas noches y se marchó, los amplios faldones de la bata sacudiendo sus tobillos.
Un buen fuego de carbones en la chimenea. A Deborah le pareció la habitación más bella que habría visto jamás. Forradas de madera de roble, con sendos retratos de mujeres pintadas por Gainsborough en las paredes laterales, les recibió con la solera y la elegancia que alcanzan al cabo de los siglos las obras bien hechas. Unas pequeñas lámparas de sobremesa, con pantallas rosadas, emitían una luz difusa que bruñía la caoba de la enorme cama de cuatro postes con dosel.
Un alto armario arrojaba una sombra alargada contra una pared, y sobre un tocador se alineaban los atomizadores de cristal y una serie de cepillos con dorso de plata. Junto a una de las ventanas había una mesa de patas curvadas y ornamentadas sobre la que reposaba un jarrón con lirios. Deborah se acercó pasó un dedo por el tallo aflautado de una flor marfileña.
– Hay una tarjeta -dijo su marido. La cogió y se puso a leerla. Mientras lo hacía, las lágrimas asomaron a sus ojos-. Gracias, Simon -susurró. Volvió a colocar la tarjeta entre las flores, contuvo una emoción que no podía definir y se obligó a hablar en tono jovial-. ¿Cómo encontraste este sitio?
– ¿Te gusta? -le preguntó él a su vez.
– No podrías haber elegido un lugar más encantador, y lo sabes, ¿verdad?
Él no replicó. Se oyó un golpe en la puerta y miró sonriente a su mujer, con una expresión inquisitiva.
– Adelante.
Era la muchacha, Danny, que traía unas mantas.
– Perdonen. Me había olvidado de las mantas. Ya hay un edredón, pero mi tía cree que todo el mundo tiene tanto frío como ella. -Entró en la habitación con el aire desenvuelto de quien se siente propietario-. ¿Les ha subido Eddie las maletas? -preguntó mientras abría el armario y echaba dentro las mantas sin ninguna ceremonia-. Es un poco retrasado, ¿saben? Tendrán que perdonarle. -Se miró en la luna que cubría el reverso de la puerta, se manoseó el pelo, dejándolo un poco más desgreñado que antes y se dio cuenta de que las estaban observando-. Bueno, ahora será mejor que estén precavidos para que no les sorprenda el lloro del bebé -dijo en tono solemne.
Fue como si hubiera pronunciado estas palabras a una señal convenida. Seguramente los perros aullarían a continuación.
– ¿El lloro del bebé? ¿Es que los americanos tienen un niño pequeño con ellos? -preguntó Deborah.
Danny abrió mucho los ojos y les miró alternativamente.
– ¿Es que no lo saben? ¿No se lo ha dicho nadie?
Por la expresión de la chica, Deborah vio que les informaría de inmediato. En efecto, Danny se restregó las manos en los costados del vestido, a modo de prefacio, miró a su alrededor, como si temiera que pudiera oírle alguien indeseable, y se acercó a la ventana. A pesar del frío, levantó el pestillo y la abrió.
– ¿No les ha hablado nadie de eso? -preguntó en tono teatral señalando el negro exterior.
No podían hacer más que ver de qué se trataba “eso”. Deborah y Saint James se reunieron con Danny ante la ventana. Desde allí se vislumbraban a lo lejos los muros esqueléticos de un edificio en ruinas, difuminados entre la niebla.
– La abadía de Keldale -dijo Danny, y acto seguido se acomodó al lado del fuego para tener una charla confidencial-. Es de ahí de donde procede el lloro del bebé, no de aquí.
Saint James cerró la ventana, corrió las gruesas cortinas y se sentó ante la chimenea. Deborah se acurrucó en el suelo, a su lado, dejando que el calor de las llamas templara su piel.
– ¿Quieres decir que se trata de un bebé fantasma? -preguntó a la muchacha.
– Así es. Le he oído perfectamente y también ustedes le oirán, ya lo creo.
– Los fantasmas siempre están rodeados de leyendas -observó Saint James.
Danny se agitó en su silla, complacida de que el huésped hubiera mencionado las leyendas.
– Eso es lo que sucede en este caso. Keldale fue realista durante la guerra. -Hablaba como si los hechos del siglo XVII hubieran ocurrido la semana anterior -. Todo el pueblo de Keldale, que está a un par de kilómetros carretera abajo, era leal al rey, hasta el último de sus hombres. ¿Han visto el pueblo?
– Deberíamos haberlo visto, pero la verdad es que hemos venido desde… una dirección diferente.
– La ruta panorámica -añadió Deborah.
Danny hizo caso omiso de esta desviación de su tema.
– Fue hacia el final de la guerra -siguió diciendo- y aquél bribón de Cronwell -era evidente que la muchacha había aprendido la historia en las rodillas de su tía- se enteró de que los señores del norte estaban planeando un levantamiento, por lo que invadió los valles por última vez, se apoderó de las mansiones, derribó los castillos y destrozó los pueblos realistas. Keldale está bien escondido…
– Ya nos hemos dado cuenta -le interrumpió Saint James.
La muchacha asintió con vehemencia.
– Pero unos días antes se supo en el pueblo que los criminales cabezas redondas se acercaban. El viejo Cronwell no quería el pueblo, sino a sus habitantes, todos los cuales eran leales al rey Charlie.
– Para matarlos, claro -apuntó Deborah mientras la chica hacía una pausa para tomar aliento.
– ¡Para matar hasta el último de ellos! -exclamó-. Cuando corrió la noticia de que Cronwell buscaba el Kel, sus habitantes idearon un plan. Todos se trasladarían a los terrenos de la abadía, y cuando llegaran los cabezas redondas Keldale sería suyo, pero sin un alma viviente.
– Un plan bastante ambicioso -observó Saint James.
– ¡Y salió bien! -replicó Danny con orgullo. Sus hermosos ojos brillaban y tenía el rostro arrebolado, pero bajó la voz-. ¡Excepto el bebé! -Se inclinó hacia delante. Era evidente que había llegado al punto culminante del relato-. Llegaron los cabezas redondas y ocurrió tal como habían confiado los pueblerinos. El pueblo estaba desierto, silencioso y envuelto en una niebla espesa. No había una sola alma, ninguna criatura viviente. Y entonces -con una mirada rápida, Danny se aseguró de que sus oyentes la seguían- un bebé empezó a llorar en la abadía donde estaban todos los habitantes del pueblo. ¡Dios mío! -Se llevó las manos al pecho-. ¡Qué terror! ¡Se habían librado de Cronwell sólo para que les traicionara un bebé! La madre trató de hacerle callar ofreciéndole el pecho, pero fue inútil. El chiquitín lloraba más y más. Todos estaban aterrados, temiendo que el ruido hiciera ladrar a los perros del pueblo y que Cronwell les encontrase. Así que hicieron callar al pobre pequeño, ¡lo asfixiaron!
– ¡Cielo santo! -murmuró Deborah. Se acercó más a la silla de su marido-. Es precisamente la clase de historia que uno desea oír en su noche de bodas, ¿verdad?
– Ah, pero tenían que saberlo -dijo Danny enfervorecida-. El lloro del bebé trae una suerte terrible, a menos que uno sepa qué hacer.
– ¿Llevar unos ajos encima? -preguntó Saint James-. ¿Dormir aferrado a un crucifijo?
Deborah le pellizcó una pierna.
– Quiero saberlo. Insisto en ello. ¿Voy a arruinar mi vida por haberme casado con un cínico? Dime lo que hay que hacer si oímos al bebé, Danny.
La muchacha asintió gravemente.
– El bebé siempre llora por la noche en los terrenos de la abadía. Usted debe dormir sobre el lado derecho y su marido sobre el izquierdo. Y han de permanecer abrazados hasta que deje de llorar.
– Eso es interesante -reconoció Saint James-. Una especie de amuleto animado. ¿Podemos confiar en que ese bebé llore con frecuencia?
– No lo hace muy a menudo, pero… -La chica tragó saliva y, de repente, vieron que no se trataba de una leyenda para recién casados amartelados, pues para Danny el temor y el relato eran auténticos-. ¡Yo misma le oí hace tres años! ¡No es algo que se olvide fácilmente! -Se puso en pie-. ¿Recordarán lo que han de hacer? ¿No lo olvidarán?
– No lo olvidaremos -aseguró Deborah mientras la chica salía de la habitación.
Una vez solos, permanecieron un rato en silencio. Deborah apoyó la cabeza en la rodilla de Saint James. Los dedos largos y delgados del hombre acariciaron suavemente su cabello, apartándole los rizos del rostro. Ella le miró.
– Tengo miedo, Simon. Pensé que no lo tendría, ni una sola vez este último año, pero tengo miedo.
Vio en sus ojos que la comprendía. Claro que sí. ¿Acaso había dudado de veras en su comprensión?
– También yo lo tengo -dijo él-. Durante todo el día me he sentido un poco aterrado. Nunca quise perderme, ni contigo ni con nadie. Pero la cuestión es que ocurrió. -Sonrió -. Invadiste mi corazón con la fuerza cronwellliana del tuyo y no pude resistirla, Deborah. Ahora descubro que el verdadero terror, más que perderme a mí mismo, sería perderte de alguna manera. -Tocó el colgante que le había dado aquella mañana y que anidaba en el hueco de su garganta. Era un pequeño cisne de oro, un símbolo del compromiso entre ellos, de la elección para toda la vida. La miró a los ojos y le susurró suavemente-: No temas.
– Entonces hagamos el amor.
– No deseo otra cosa.
Jimmy Havers tenía unos ojuelos porcinos que miraban inquietos a uno y otro lado cuando estaba nervioso. No importaba que se las diera de valiente o que mintiera con un descaro formidable, tanto si le acusaban de algún pequeño hurto como si le cogían en flagrante delito, pues siempre le traicionaban sus ojos, como sucedía ahora.
– No sabía si tendrías tiempo para traerle a tu madre los folletos de Grecia, así que Jim fue a buscarlos, hijita.
Tenía el hábito de referirse a sí mismo en tercera persona, lo cual le permitía evadir la responsabilidad de la mayor parte de los disgustos que causaba. “No, no fui a las carreras de caballos ni aspiré rapé. En todo caso fue Jimmy quien lo hizo, no yo”.
El padre de Barbara inspeccionó de un rápido vistazo la pequeña sala de estar, cuyas ventanas no se podían abrir a causa de la suciedad acumulada durante años. Los muebles eran anticuados, el papel de las paredes tenía un dibujo de capullos de rosa entrelazados que resultaba enervante. Las revistas especializadas en carreras de caballos cubrían las mesas, algunas estaban esparcidas por el suelo, y competían con los quince álbumes con tapas que imitaban el cuero y que documentaban la locura de la madre. Tony presidía todo ello, siempre sonriente.
Su santuario estaba en un ángulo de la sala. Era la última foto que le hicieron antes de su enfermedad, y en ella aparecía como un chiquillo desgarbado en el acto de lanzar un balón a una portería improvisada en el jardín, en otro tiempo rebosante de flores. Era una fotografía ampliada fuera de proporción, por lo que las líneas de la figura estaban un poco distorsionadas. A cada lado colgaban los uniformes escolares y las notas de alabanza de los profesores, cada documento con un marco de madera, y no faltaba siquiera su certificado de defunción. Debajo de todo esto un jarrón con flores de plástico rendía homenaje, un homenaje bastante pobre, habida cuenta del estado general de la sala.
En el lado opuesto el televisor atronaba, como siempre. Estaba allí, frente al santuario de Tony para que éste “también pudiera verla”. Aún le ofrecían sus programas favoritos, como si nada hubiera ocurrido, como si nada hubiera cambiado. Pero las ventanas y las puertas estaban cerradas y atrancadas, para mantener a raya la verdad de aquella tarde de agosto y Uxbridge Road.
Barbara cruzó la sala y apagó el televisor.
– ¡Oye, Jim estaba viendo eso! -protestó su padre.
Ella le miró y se dijo que era realmente un cerdo. ¿Cuándo se había bañado por última vez? No era necesario acercarse demasiado a él para notar su olor, el aroma del sudor rancio, las grasas corporales que se acumulaban en su pelo, su cuello, tras los pliegues de las orejas, la ropa sin lavar.
– El señor Como me dijo que te había visto -comentó, sentándose en el sofá desvencijado.
La mirada del hombre pasó de la pantalla apagada del televisor a las flores de plástico y las rosas ridículas que cubrían la pared.
– Sí, Jim estuvo en la tienda de Como -asintió.
Sonrió a su hija. Tenía los dientes ennegrecidos, y Barbara veía el líquido que asomaba por las comisuras de la boca. La lata de café estaba junto a su silla, escondida inexpertamente por un boletín de carreras. Barbara supo que quería desviar la cabeza un momento, para hacer lo que necesitaba sin que ella le viera. No quiso seguirle el juego.
– Escúpelo, papá -le ordenó pacientemente-. No vale la pena que te lo tragues y te pongas enfermo, ¿no crees?
Con una expresión de alivio, el hombre cogió la lata y escupió una baba marrón inducida por el rapé. Se limpió la boca con un pañuelo manchado, tosió violentamente y adaptó los tubos que le suministraban oxígeno por las fosas nasales. Miró entristecido a su hija, deseoso de ternura, pero Barbara mantuvo su expresión adusta. El desvió la vista.
Barbara le miró pensativa. ¿Por qué no se moría de una vez? Llevaba diez años de decadencia gradual. ¿Por qué no daba el salto definitivo a la nada? Sería lo mejor. Ya no jadearía por falta de aire, ya no le haría sufrir el enfisema, ya no tendría que aspirar tabaco por la nariz a causa de su adicción. Lo único que podría liberarle de sus penas era la muerte.
– Enfermarás de cáncer, papá -le dijo-. ¿Lo sabes, verdad?
– Jim está bien, Barb. No te preocupes, criatura.
– ¿No puedes pensar en mamá? ¿Qué ocurriría si tuvieran que hospitalizarte de nuevo? -como le sucedió a Tony: la comparación quedó implícitamente en el aire-. ¿Tendré que hablar con el señor Como? No quisiera hacerlo, pero tendré que hacerlo si insistes en tomar rapé.
– Como fue el primero en darle la idea a Jim -protestó su padre. Su voz era un gemido-. Fue después de que le dijeras que no diera pitillos a Jim.
– Sabes que hice eso por tu propio bien. No puedes fumar al lado de una botella de oxígeno. Los médicos te lo dijeron.
– Pero Como aseguró que el rapé no era peligroso.
– El señor Como no es médico. Anda, dame esa porquería.
Tendió la palma a su padre.
– Pero Jim quiere…
– Sin discusiones, papá. Dame el rapé.
El viejo tragó saliva un par de veces. Sus ojos se movían de un lado a otro.
– Necesito algún consuelo, Barbie – gimió.
Ella dio un respingo al oír el diminutivo que sólo Tony había empleado. En labios de su padre era como una maldición. Sin embargo, se aproximó a él, le puso una mano en el hombro y se obligó a tocarle el pelo sin lavar.
– Procura comprenderlo, papá. Tenemos que pensar en mamá. No podría sobrevivir sin ti, así que debes mantenerte sano y en buena forma. ¿No te das cuenta? Mamá… te quiere tanto…
Creyó ver un destello en los ojos del viejo cuando dijo estas palabras. ¿Todavía se veían el uno al otro en aquel pequeño infierno que ellos mismos habían labrado, o acaso la niebla era demasiado espesa?
El hombre ahogó un sollozo. Se metió una mano sucia en el bolsillo y sacó una cajita redonda.
– No pretendo hacer daño a nadie, Barbie -le dijo al tiempo que le entregaba la caja.
Su mirada se deslizó hacia el altar improvisado, a las flores artificiales en su jarrón de plástico, bajo la foto del hijo muerto. Ella se acercó, quitó las flores y extrajo otras tres cajitas de rapé ocultas en el jarrón.
– Mañana hablaré con el señor Como -dijo fríamente, y salió de la habitación.
Claro que sería en Eaton Terrace. Eaton Place era demasiado elegante, y a Lynley no le gustaba la ostentación. Además, aquél no era más que el piso que los Lynley tenían en la ciudad. Su verdadera residencia estaba en Howenstow, Cornualles.
Barbara se quedó mirando el edificio de un blanco inmaculado. Qué limpio estaba todo, qué atmósfera de clase alta. Aquella era la única zona de la ciudad donde la gente vivía en establos reconvertidos y se jactaba de ello antes sus amistades.
“Ahora vivimos en Belgravia, ¿no te lo había dicho? Ven una tarde a tomar el té. Nos ha costado trescientas mil libras, pero es una buena inversión. Cinco habitaciones. Una calle preciosa, con la calzada de adoquines. Ven a las cuatro y media, no me digas que no. Reconocerás el sitio. Tengo begonias en todas las ventanas.“
Barbara subió los impecables escalones de mármol y, con un desdeñoso movimiento de cabeza, observó el pequeño escudo de armas bajo los apliques de latón. “¡Estás hecho un hidalgo, Lynley. Nada de establos reconvertidos para ti!”
Alzó la mano para tocar el timbre, pero se detuvo y dio media vuelta para contemplar la calle. Desde el día anterior no había tenido tiempo para reflexionar acerca de su posición. Su reunión inicial con Webberly, su búsqueda de Lynley en la boda y la reunión posterior en Scotland Yard con el curioso sacerdote… todo había sucedido con tanta rapidez que no había tenido ni un momento para sopesar sus sentimientos e idear una estrategia que le permitiera sobrevivir en su nueva etapa de aprendizaje.
Cierto que a Lynley no le había sorprendido tanto el encargo como ella había creído; desde luego, no se había mostrado tan consternado e irritado como ella misma. Pero otras cosas ocupaban su mente: la boda de su amigo y, sin duda, la misión que le habían encomendado a última hora de la noche con lady Helen Clyde. Ahora que disponía de tiempo para reflexionar, seguramente no le ocultaría lo irritado que se sentía por tenerla como compañera de misión.
¿Qué podía hacer? Al fin tenía la oportunidad que había estado esperando, por la que había rogado: la de demostrar su valía en el Departamento de una vez por todas. Era la ocasión para compensar las discusiones, los lapsus linguae, las decisiones precipitadas, los estúpidos errores de los últimos diez años.
Recordó lo que le había dicho Webberly: “Podrá aprender mucho trabajando con Lynley”, y frunció el ceño. ¿Qué podía aprender de Lynley? El vino apropiado para la cena, algunos pasos de baile, cómo sorprender a los contertulios con una conversación encantadora… ¿Qué diablos podría aprender de Lynley?
Nada, naturalmente, pero sabía muy bien que aquel hombre representaba su única oportunidad de ser destinada de nuevo al Departamento. Y así, mientras permanecía en el umbral del elegante edificio, pensó detenidamente en cuál podría ser la mejor manera de entenderse con aquel hombre. Decidió que era precisa una cooperación absoluta. No ofrecería sugerencias, estaría de acuerdo con todas sus ideas, con cada afirmación que él hiciera.
“Tienes que sobrevivir “, se dijo mientras se volvía, y oprimió el timbre.
Había esperado que abriera una doncella rolliza, vivaz y uniformada, pero le sorprendió ver a Lynley en persona abriendo la puerta, con un trozo de tostada en la mano, calzado con zapatillas y unas gafas de lectura apoyadas en el extremo de su aristocrática nariz.
– Hola, Havers -le dijo mirándola por encima de las gafas-. Ha llegado pronto. Excelente.
La precedió hasta el fondo de la casa. Entraron en una sala aireada, de paredes verde claro con frisos de madera. Unas puertas acristaladas con las cortinas descorridas permitían ver el jardín florido, y sobre un bufete de nogal tallado estaba dispuesto el desayuno en bandejas de plata. La sala olía invitadoramente a pan caliente y bacon, y el estómago de Barbara reaccionó a esos aromas con un rumor sordo. Se apretó el abdomen y procuró no pensar en su propio desayuno, un huevo demasiado hervido y una tostada. La mesa estaba dispuesta para dos, lo cual sorprendió a Barbara por un momento, hasta que recordó la cita nocturna con lady Helen. Sin duda su señoría continuaba en la cama, para no perder la costumbre de levantarse pasadas las diez.
– Sírvase usted misma -le dijo Lynley, señalando distraídamente el bufete con el tenedor, y recogió las hojas del informe policial esparcidas entre la porcelana-. No conozco a nadie que no pueda pensar mejor mientras come. Pero no le recomiendo ese arenque ahumado. No está en su punto.
– No, gracias -replicó ella cortésmente-. Ya he desayunado, señor.
– ¿Ni siquiera una salchicha? Estas, por lo menos, son excelentes. ¿Es posible que por fin los carniceros se hayan decidido a poner más carne que harina en las salchichas? Sería una buena noticia. Casi cinco décadas después de la guerra termina finalmente el racionamiento. -Cogió una tetera que, como las demás piezas sobre la mesa era de porcelana fina y, sin duda, formaba parte del patrimonio familiar-. ¿No le apetece beber algo? He de advertirle que soy un adicto del té Lapsang Souchong. Helen dice que sabe a calcetines sucios.
– Tomaré una taza. Gracias, señor.
– Muy bien. Pruébelo y dígame qué le parece.
La sargento se disponía a echar un terrón de azúcar en el brebaje cuando volvió a sonar el timbre de la puerta. Se oyeron los pasos de alguien que subía por la escalera trasera.
– Por favor, yo lo cogeré -dijo una voz femenina con acento de Cornualles-. Lamento el inconveniente del otro día, a causa del bebé.
– Es la difteria, Nancy -murmuró Lynley, hablando consigo mismo-. Lleve a ese pobre niño al médico.
El sonido de una voz de mujer llenó el vestíbulo.
– ¿Así que están desayunando? -dijo, riendo alegremente-. No podría haber llegado en mejor momento, Nancy. Él no se va a creer que es una pura coincidencia.
Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, lady Helen entró en la sala y Barbara se sintió conmocionada. Sus vestidos eran idénticos, pero mientras que el de Helen había sido cortado a medida, el de Barbara era una mala copia, una de esas imitaciones defectuosas que venden en los almacenes Mark and Spencer. Sólo los colores diferentes podían salvarla de una humillación total. Cogió la taza de té, pero le faltó fuerza de voluntad para llevársela a los labios.
Lady Helen sólo se detuvo una fracción de segundo al ver a la mujer policía.
– Estoy metida en un buen lío -dijo sin embagues-. Menos mal que también usted está aquí, sargento, porque tengo la terrible sensación de que hará falta Dios y ayuda para que pueda salir de este embrollo.
Dicho esto, dejó una gran bolsa de compras en la silla más próxima y se dirigió al bufete, cuyos platos empezó a examinar como si la comida bastara para solucionar su dilema.
– ¿Embrollo? -preguntó Lynley, y miró a Barbara-. ¿Qué le parece el Lapsang?
Ella tenía los labios rígidos.
– Es muy agradable, señor.
– ¡No volveré a tomar ese horrible té! -exclamó lady Helen-. No tienes misericordia, Tommy.
– De haber sabido que vendrías, no me habría limitado a servirlo una sola vez a la semana.
Ella se echó a reír.
– ¿Qué le parece este hombre, sargento? Por su manera de hablar, se diría que he estado invadiendo su casa cada mañana.
– Viniste ayer, Helen.
– Qué malo eres, Tommy. -Volvió a mirar los alimentos que descansaban sobre el bufete-. Estos arenques ahumados huelen que apestan. ¿Acaso Nancy los trajo en una maleta? -Se reunió con ellos tras llenar un plato con huevos, champiñones, tomates al horno y bacon.- A propósito, ¿por qué Nancy está aquí y no en Howenstow? ¿Dónde está Denton esta mañana?
Lynley tomó un sorbo de té mientras examinaba el informe que tenía ante los ojos.
– Como estaré fuera de la ciudad, le he dado unos días de permiso -respondió distraídamente-. No necesito que me acompañe.
Lady Helen, que estaba a punto de llevarse a la boca un trozo de bacon, se detuvo en seco.
– Estás de broma, claro. Dime que no lo dices en serio, cariño.
– Soy perfectamente capaz de desenvolverme sin mi sirviente. No soy tan incompetente, Helen.
– ¡No quiero decir eso! -Lady Helen tomó un trago de Lapsang Souchong, hizo una mueca de repugnancia y dejó la taza sobre la mesa-. Le he dado el día libre a Caroline. No creerás que… Tommy, si se ha ido con Denton estoy perdida. -El abrió la boca para hablar, pero le interrumpió.- No, ya sé lo que vas a decir. Tiene derecho a su vida privada, estoy totalmente de acuerdo, pero tenemos que llegar a algún compromiso, porque si se casan y viven contigo…
– Entonces tú y yo también nos casaremos -replicó plácidamente Lynley- y los cuatro seremos felices y comeremos perdices.
– Te parece divertido, ¿verdad? Pero piensa un poco en mí. Una mañana sin Caroline y estoy perdida por completo. No creerás que ella aprobaría el conjunto que llevo puesto, ¿verdad?
Lynley contempló el conjunto en cuestión. Barbara no tuvo necesidad de hacerlo, pues la imagen de lady Helen estaba marcada a fuego en su mente: un elegante traje color vino tinto, una blusa de seda y un chal malva que caía como una cascada sobre la esbelta cintura.
– ¿Qué tiene de malo? -preguntó Lynley-. Lo encuentro muy bonito. De hecho, teniendo en cuenta la hora que es -echó un vistazo a su reloj- diría que casi vistes con excesiva elegancia.
Exasperada, lady Helen se volvió hacia Barbara.
– Ah, estos hombres, sargento, estos hombres… Parezco una fresa más que madura y él dice que lo encuentra muy bonito sin alzar la vista de sus papeles.
– Es mucho mejor que ayudarte a elegir tus prendas durante los próximos días. -Lynley señaló la bolsa de compras que se había caído y cuyo contenido, varios trozos de tela, estaba esparcido por el suelo-. ¿Es ése el motivo de tu visita?
Lady Helen recogió la bolsa.
– Ojalá fuera así de sencillo -dijo con un suspiro-, pero es mucho peor que el asunto de Denton y Caroline… sobre el que, por cierto, todavía no nos hemos puesto de acuerdo… y me siento totalmente perdida. He confundido los agujeros de bala de Simon.
Barbara empezó a sentirse como si estuviera actuando en una comedia de Oscar Wilde. Sin duda en cualquier momento entraría Lane en escena con los bocadillos de pepino.
– ¿Los orificios de bala de Simon? -Lynley, más acostumbrado a las piruetas mentales de lady Helen, se mostraba paciente.
– Ya sabes. Trabajábamos con las muestras de sangre salpicada basándonos en la trayectoria, el ángulo y el calibre. Lo recuerdas, ¿verdad?
– ¿La prueba que debíamos presentar el mes próximo?
– La misma. Simon lo había dejado todo organizado para mí en el laboratorio. Yo tenía que obtener los datos preliminares, adjuntarlos a la tela y preparar el material para el estudio definitivo, pero…
– Mezclaste las piezas de tela -concluyó Lynley-. Saint James se va a irritar, Helen. ¿Qué propones hacer?
Ella miró compungida las muestras que seguían en el suelo.
– Desde luego, no soy completamente ignorante en ese tema. Al cabo de cuatro años en el laboratorio, por lo menos… puedo reconocer el calibre veintidós y encontrar fácilmente el cuarenta y cinco y la escopeta. Pero en cuanto a lo demás… y lo que es peor, la muestra de sangre que corresponde a cada trayectoria.
– Es un buen lío -concluyó Lynley.
– En efecto -convino ella-. Y por eso pensé hacerte una visita, a ver si lo solucionábamos de algún modo.
Lynley se puso a ordenar los documentos sobre la mesa.
– Es imposible, querida mía. Lo siento, pero eso requiere horas de trabajo y nosotros hemos de tomar el tren.
– Entonces, ¿qué le digo a Simon? Le ha costado mucho preparar este material.
Lynley reflexionó un momento.
– Sólo puede hacerse una cosa…
– ¿Qué?
– Consultar al profesor Adams, del Instituto de Chelsea. ¿Le conoces? -Ella negó con la cabeza y Lynley prosiguió-: El profesor y Simon han actuado como testigos periciales. Lo hicieron juntos en el caso Melton, el año pasado. Se conocen mutuamente, y quizás Adams podría ayudarte. Si quieres, le telefoneo antes de marcharme.
– ¿Harías eso por mí, Tommy? Te lo agradecería muchísimo. Ya sabes que yo haría cualquier cosa por ti.
El enarcó una ceja.
– No creo que sea apropiado decirle eso a un hombre a la hora del desayuno.
Ella replicó con una sonrisa cautivadora.
– ¡Hasta los platos! Incluso renunciaría a Caroline si fuera necesario.
– ¿Y a Jeffrey Cusick?
– Incluso al pobre Jeffrey. Lo cambio por los agujeros de bala sin pensarlo dos veces.
– Entonces de acuerdo. Me ocuparé del asunto en cuanto terminemos de desayunar, suponiendo que por fin podamos hacerlo.
– Oh, sí, claro. -Atacó briosamente la comida, mientras Lynley se ponía las gafas y volvía a concentrarse en sus papeles-. ¿Qué clase de caso es ése que los hace salir tan temprano? -le preguntó a Barbara, al tiempo que se servía una segunda taza de té a la que añadía generosamente azúcar y leche.
– Una decapitación.
– ¡Qué tétrico! ¿Van muy lejos?
– A Yorkshire.
Lady Helen no terminó de llevarse la taza de té a los labios y la depositó cuidadosamente en el platillo. Miró a Lynley y permaneció un momento observándole antes de hablar.
– ¿A qué parte de Yorkshire, Tommy? -preguntó, impasible.
Lynley leyó entrelíneas.
– A un lugar llamado… aquí está. Keldale. ¿Lo conoces?
Hubo una larga pausa durante la que lady Helen permaneció pensativa. Miraba la taza de té, y aunque su rostro seguía inexpresivo, empezó a latirle la vena en la garganta. Alzó la vista, sonriente, pero su sonrisa no armonizaba con el vacío de su mirada.
– ¿Keldale, dices? No, no conozco ese sitio en absoluto.