CAPÍTULO DIECISÉIS

Como si estuviera bajo el agua, Gillian se volvió lentamente al oír la voz ronca de su hermana.

– Cuéntame -susurró.

Regresó a su silla, la acercó más a Roberta y entonces se sentó en ella.

Los ojos de Roberta, bajo los protectores pliegues de grasa de sus pesados párpados, estaban fijos pero desenfocados en el rostro de su hermana. Sus labios se movían convulsivamente. Los dedos de sus manos se flexionaban de un modo espasmódico.

– La música estaba muy alta, y él me quitaba la ropa. -Entonces la voz de la niña se alteró, adquirió una tonalidad melosa, insinuantemente persuasiva, extrañamente masculina-. “Niña bonita, niña bonita -decía, y-: ya es hora de desfilar, niña bonita, es hora de desfilar para papá.” Y él… tenía aquello en la mano… “Mira lo que hace papá mientras desfilas, niña bonita.”

– Dejé la llave para ti, Bobby -dijo Gillian con voz entrecortada-. Cuando se durmió aquella noche en mi cama, fui a su habitación y encontré la llave. ¿Qué pasó? La dejé para ti.

Roberta forcejeó con la información oculta durante tanto tiempo bajo el peso de sus terrores infantiles.

– No… no sabía. Cerré la puerta. Pero tú no dijiste por qué. Nunca dijiste que guardara la llave.

– Dios mío -dijo Gillian con voz angustiada-. ¿Estás diciendo que cerraste la puerta por la noche pero al día siguiente dejaste la llave en la cerradura? ¿Es eso lo que quieres decir, Bobby?

Roberta se colocó el brazo sobre el rostro humedecido. Era como un escudo, y asintió tras su protección. Un sollozo reprimido agitaba su cuerpo.

– No lo sabía.

– Él la encontró y la guardó.

– La guardó en su armario. Todas las llaves estaban allí, y estaba cerrado. No podía conseguirlas. “No necesitas llaves, niña bonita. Anda, desfila para papá.”

– ¿Cuándo desfilabas?

– De día, de noche. “Ven aquí, niña bonita. Papá quiere ayudarte a desfilar.”

– ¿Cómo?

Uno de los brazos de Roberta le colgaba fláccido a un costado y con la otra mano se tiraba del labio inferior. Por lo demás, su rostro permanecía inexpresivo.

– Dime cómo, Bobby -insistió Gillian-. Dime qué hacía.

– Quiero a papá, quiero a papá.

– ¡No digas eso! ¡Era maligno!

Roberta se estremeció al oír esa palabra.

– No, yo era mala.

– ¿Cómo?

– Lo que le hice… no podía evitarlo… rezaba y rezaba y no podía evitarlo… tú no estabas allí… “Gilly sabía cómo hacérmelo. Tú no eres buena, niña bonita. Desfila para papá, anda, desfila sobre papá.”

– ¿Desfila “sobre papá”? -dijo Gillian, con voz jadeante.

Su rostro estaba muy pálido.

– Arriba y abajo en un solo sitio. Arriba y abajo. “Esto me gusta, niña bonita. Papá grande entre tus piernas.”

– Bobby, Bobby… -Gillian desvió el rostro-. ¿Qué edad tenías?

– Ocho. “Mmmm, a papá le gusta sentirlo, le gusta sentir y sentir y sentir.”

– ¿No se lo dijiste a nadie? ¿No había nadie?

– La señorita Fitzalan. Se lo dije, pero ella… no podía…

– ¿No hizo nada? ¿No te ayudó?

– No me comprendió. Le hablé de sus patillas… su cara cuando me restregaba. Ella no entendía. “¿Lo has dicho, niña bonita? ¿Has intentado decir lo que hace papá?”

– Oh, Dios mío. ¿Ella se lo dijo?

– “Gilly nunca lo dijo. Gilly nunca habló de papá. Has hecho muy mal, niña bonita. Papá tiene que castigarte.”

– ¿Cómo?

Roberta no respondió. Empezó a mecerse de nuevo, regresó al lugar donde había habitado tanto tiempo.

– ¡Sólo tenías ocho años! -exclamó Gillian, con lágrimas en los ojos-. ¡Lo siento, Bobby! ¡No lo sabía! No le creí capaz. No te parecías a mí, no eras como mamá.

– Hizo daño a Bobby en ese sitio. No como Gilly, no como Gilly.

– ¿No como Gilly?

– “Date la vuelta, niña bonita. Papá tiene que castigarte.”

– ¡Es horrible! -Gillian se arrodilló y abrazó a su hermana. Sollozó contra su seno, pero la muchacha no reaccionó. Los brazos le colgaban fláccidos a los lados y tenía el cuerpo tenso, como si la proximidad de su hermana le asustara o fuese desagradable-. ¿Por qué no fuiste a Harrogate? ¡Creía que estabas bien! ¡Que él te había dejado en paz! ¿Por qué no fuiste?

– Bobby murió, Bobby murió.

– ¡No digas eso! Estás viva. ¡No dejes que te mate ahora!

Roberta se zafó bruscamente de su brazo, echándose hacia atrás.

– ¡Papá nunca mata, nunca mata, nunca! -Su voz encerraba una nota de terror.

El psiquiatra se inclinó hacia adelante en su silla.

– ¿Matar qué, Roberta? -le preguntó rápidamente, reconociendo que había llegado el momento-. ¿Qué es lo que papá nunca mató? -le apremió.

– El bebé. Papá no mató al bebé.

– ¿Qué hizo?

– Me encontró en el granero. Lloró, rezó y lloró.

– ¿Es ahí donde tuviste el bebé? ¿En el granero?

– Nadie lo sabía. Era gorda y fea. Nadie lo sabía.

El horror transfiguraba los ojos de Gillian, fijos ahora en el psiquiatra. Se balanceaba sobre los talones, con el puño cerrado en la boca y mordiéndose los dedos, como para no gritar.

– ¿Estabas embarazada? ¡Bobby! ¿El no sabía que estabas embarazada?

– Nadie lo sabía. No era como Gilly. Era gorda y fea. Nadie lo sabía.

– ¿Qué le ocurrió al niño?

– Bobby murió.

– ¿Qué le ocurrió al niño?

– Bobby murió.

– ¿Qué le ocurrió al niño?-gritó Gillian.

– ¿Mataste al bebé, Roberta? – preguntó el doctor Samuels.

Silencio. Roberta empezó a mecerse. Era un movimiento rápido, como si así regresara velozmente a la locura.

Gillian la observaba, contemplaba el pánico que la dominaba y el inexpugnable blindaje de psicosis que la protegía. Y tuvo la certeza de lo ocurrido.

– Papá mató al bebé -asintió aturdida-. Te encontró en el granero, lloró y rezó, leyó la Biblia en busca de orientación y entonces mató al bebé. -Tocó el cabello de su hermana-. ¿Qué hizo con él?

– No lo sé.

– ¿No lo viste?

– Nunca vi al bebé, no sé si era niño o niña.

– ¿Por eso no fuiste a Harrogate? ¿Estabas embarazada por entonces?

El silencio momentáneo fue una afirmación, lo mismo que el balanceo, que fue disminuyendo hasta cesar por completo.

– El bebé murió, Bobby murió. No importaba. “Papá lo siente, niña bonita. Papá no volverá a hacerte daño. Anda, niña bonita, desfila para papá. Papá nunca más te hará daño.”

– ¿No volvió a tener relaciones sexuales contigo, Roberta? -preguntó el doctor Samuels-. ¿Pero todo continuó igual?

– “Desfila para papá, niña bonita”.

– ¿Desfilabas para papá, Roberta? -siguió diciendo el doctor-. ¿Seguiste desfilando para él después de la muerte del bebé?

– Desfilé para papá. Tenía que hacerlo.

– ¿Por qué? ¿Por qué tenías que hacerlo?

Silencio. Roberta miró a su alrededor furtivamente, con una extraña sonrisa, un rictus de retorcida satisfacción en el semblante. Empezó a balancearse.

– Papá era feliz.

– Era importante que papá fuese feliz -reflexionó el doctor Samuels.

– Sí, sí, muy feliz. Si papá era feliz no tocaría a…

Se interrumpió de súbito y aumentó la intensidad del balanceo.

– No, Bobby -dijo Gillian-. No te vayas, no debes irte ahora. Desfilabas para papá, a fin de que fuese feliz para que no tocara a alguien. ¿A quién?

En la oscura sala de observación, Lynley sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. Acababa de comprender algo que, en el fondo, sabía desde el principio. Una niña de nueve años a la que instruían en la Biblia, leían el Antiguo Testamento, enseñaban las lecciones de las hijas de Lot.

– ¡Bridie! -exclamó, comprendiéndolo todo finalmente. Él mismo podría haber contado el resto de lo ocurrido, pero escuchó la purga de un alma torturada.

– Papá quería a Gilly, no a una vaca como Roberta.

– Tu padre quería una niña, ¿verdad? -dijo el doctor Samuels-. Necesitaba un cuerpo infantil para excitarse, un cuerpo como el de Gillian, como el de tu madre.

– Encontró una niña.

– ¿Y qué ocurrió?

– Faraón le puso una cadena de oro al cuello y le vistió de lino fino, y él gobernó sobre Egipto, y los hermanos de José fueron a verle y José les dijo: “He de salvar vuestras vidas por medio de una feliz liberación.”

Gillian habló entonces entre sollozos.

– La Biblia te dijo lo que tenías que hacer, como siempre se lo decía a papá.

– Vestida con lino fino. Llevaba una cadena.

– ¿Qué ocurrió?

– Hice que fuese al granero.

– ¿Cómo lo hiciste? -preguntó el doctor Samuels en voz baja.

El rostro de Roberta se estremeció. Sus ojos se llenaron de lágrimas, que empezaron a derramarse por las mejillas cubiertas de acné.

– Lo intenté dos veces y no salió bien. Entonces… Bigotes

– ¿Mataste a Bigotes para que tu padre fuese al granero?

– Bigotes no se enteró. Le di píldoras, las píldoras de papá. Estaba dormido. Le… corté la garganta y llamé a papá. Él vino corriendo y se arrodilló al lado de Bigotes.

Empezó a balancearse furiosamente, meciendo su cuerpo hinchado, acompañando el movimiento con un tarareo bajo y sin tono. Se retiraba.

– ¿Y entonces, Roberta? -le preguntó el psiquiatra-. Puedes dar el último paso, ¿verdad? Gillian está aquí.

El balanceo continuó, cada vez más intenso, con una ciega determinación. Tenía la mirada fija en la pared.

– Quería a papá, le quería mucho. No recuerdo, no recuerdo nada.

– Claro que recuerdas. -La voz del psiquiatra era suave pero implacable-La Biblia te dijo lo que tenías que hacer. Si no lo hubieras hecho, tu padre le habría hecho a aquella niña las mismas cosas que les hizo a ti y a Gillian durante tantos años. Habría abusado sexualmente de ella, la habría sodomizado y violado. Pero tú se lo impediste, Roberta. Salvaste a esa niña. Te vestiste con lino fino, te pusiste la cadena de oro. Mataste al perro. Llamaste a tu padre al granero, y él acudió corriendo, ¿no es cierto? Se arrodilló y…

Roberta se levantó de un salto y arrojó la silla al otro lado de la habitación, contra el armario metálico. Fue tras ella, la cogió y la lanzó contra la pared, volcó el armario y empezó a gritar.

– ¡Le corté la cabeza! Él se arrodilló, se agachó para recoger a Bigotes. ¡Y entonces le corté la cabeza! ¡No me importa lo que hice! ¡Quería que muriese! ¡No permitiría que tocara a Bridie! Y él quería hacerlo. Le leía como me había leído a mí. Le hablaba igual que a mí. ¡Iba a hacerlo! ¡Veía todos los signos! ¡Yo le maté! ¡Le maté y no me importa! ¡No lo siento! ¡Merecía morir! -Se dejó caer al suelo y ocultó el rostro entre sus manos grandes y gruesas, mientras los sollozos convulsionaban su cuerpo-. Vi su cabeza en el suelo, y no me importó. Apareció una rata y husmeó la sangre, y entonces se puso a devorar los sesos, ¡y no me importó!


La sargento Havers ahogó un grito, se puso en pie y salió tambaleándose de la habitación.

Barbara corrió ciegamente al lavabo y empezó a vomitar. La habitación parecía dar vueltas a su alrededor. Estaba segura de que iba a desmayarse, pero siguió vomitando, y mientras lo hacía, entre arcadas dolorosas y espasmódicas, supo que estaba expulsando de su cuerpo la masa turbia de su propia desesperación.

Se aferró a la limpia taza de porcelana, se esforzó por recuperar el aliento y vomitó. Era como si nunca hubiera visto claramente la vida hasta las últimas dos horas y de repente se enfrentara a su suciedad, de la que tenía que alejarse, tenía que expulsarla de su organismo.

En aquella pequeña, oscura y asfixiante habitación le habían llegado implacables las voces. No sólo las voces de las hermanas que habían vivido la pesadilla, sino las de su propio pasado y las de la pesadilla que seguía existiendo. Era demasiado. Ya no podía soportarlo más.

“No puedo -se dijo, sollozando interiormente-. ¡No puedo más, Tony! ¡Que Dios me perdone, pero no puedo!”.

Alguien entró en el lavabo. Barbara intentó sobreponerse, pero las náuseas continuaban y supo que había de sobrellevar la humillación de estar absolutamente descompuesta mientras que lady Helen Clyde no perdía ni un ápice de su elegancia y su competencia.

Oyó que abrían un grifo y luego más pisadas. La puerta del inodoro se abrió y alguien le aplicó un paño húmedo en la nuca, lo dobló rápidamente y lo pasó por sus mejillas ardientes.

– No, por favor, ¡váyase! -Volvía a estar mareada y, lo que era incluso peor, empezó a llorar-. ¡No puedo! -gimió-. ¡No puedo! ¡Por favor déjeme sola!

Una mano fría le apartó el cabello del rostro y le sostuvo la frente.

– La vida es un asco, Barb -dijo Lynley-, y lo malo del caso es que no hay muchas esperanzas de que mejore.

Ella se volvió, horrorizada. Pero sí, allí estaba Lynley, en cuya mirada veía la misma comprensión que en otras ocasiones, cuando trataba con Roberta, o conversaba con Bridie, o interrogaba a Tessa. Y de súbito comprendió qué era lo que Webberly sabía que podría aprender de Lynley: la fuente de su fortaleza, el centro de lo que ella sabía muy bien que era un tremendo valor personal. Fue aquella serena comprensión, y nada más, lo que finalmente la apaciguó.

– ¿Cómo pudo hacer eso? -dijo entre sollozos-. Si es hijo tuyo… tienes que amarlo, no hacerle daño, no dejarle morir. ¡Jamás dejarle morir! ¡Y eso es lo que hicieron! -Su voz alcanzó tonos histéricos, mientras los ojos oscuros de Lynley no se apartaban de su rostro-. Les odio… no puedo… Tenían que cuidar de él. ¡Era su hijo! ¡Tenían que amarle y no lo hicieron! ¡Estuvo enfermo cuatro años y pasó el último año en el hospital! ¡Ni siquiera iban a verle! Decían que no podían soportarlo, que les dolía demasiado. Pero yo iba a verle, iba todos los días. Y él preguntaba por ellos, quería saber por qué sus padres no le visitaban. Y yo le mentía, cada día una mentira. Cuando murió, estaba completamente solo. Yo iba a la escuela y no llegué al hospital a tiempo. ¡Era mi hermano menor! ¡Sólo tenía diez años! Y todos, todos nosotros le dejamos morir solo.

– Lo siento mucho -dijo Lynley cariñosamente.

– Juré que jamás les permitiría olvidar lo que habían hecho. Pedí las cartas a sus maestros. Enmarqué la partida de defunción, hice el santuario, les encerré en la casa. Cerré puertas y ventanas, me aseguré de que cada día tenían que permanecer allí, viendo a Tony. ¡Les volví locos! ¡Quise hacerlo! Les destruí. ¡Me destruí a mi misma!

Apoyó la cabeza en la loza del lavabo y sollozó. Lloró por el odio que había llenado su vida, por la culpabilidad y los celos que habían sido sus compañeros, por la soledad a que se había condenado, por el desprecio y el disgusto que había dirigido hacia otros.

Al fin, cuando Lynley la estrechó entre sus brazos sin decir nada, lloró contra su pecho, condoliéndose sobre todo por la muerte de la amistad que podría haber existido entre ellos.


A través de las ventanas en el pulcro despacho del doctor Samuels veían la rosaleda, distribuida en parcelas y terrazas descendentes, cada una con plantas con flores de distinto color y tipo. A pesar de la época otoñal, la frialdad de las noches y la escarcha matutina, algunos arbustos todavía estaban floridos, pero las flores grandes y fragantes no tardarían en morir y los jardineros podarían los arbustos para el invierno. En primavera retoñarían y el círculo de la vida continuaría.

Contemplaron el pequeño grupo que avanzaba por los senderos de grava entre las plantas: Gillian y su hermana, lady Helen y la sargento Havers y bastante detrás las dos enfermeras, sus formas ocultas bajo las largas capas que llevaban para protegerse de la tarde ventosa.

Lynley se apartó de la ventana y vio que el doctor Samuels le observaba pensativo desde su mesa, su rostro inteligente sin expresión.

– Usted sabía que había tenido un hijo -le dijo el inspector-. Supongo que lo vio al hacerle el examen físico.

– Sí.

– ¿Por qué no me lo dijo?

– No confiaba en usted -replicó Samuels, y añadió-: entonces. Confiaba en establecer un vínculo, por frágil que fuera, con Roberta. Para lograrlo tenía que reservarme ese dato, el vínculo era mucho más importante que compartir la información con usted y correr el riesgo de que se lo soltara… Después de todo, era una información privilegiada.

– ¿Qué va a ocurrirles? -inquirió Lynley.

– Sobrevivirán.

– ¿Cómo puede saberlo?

– Empiezan a comprender que fueron víctimas de ese hombre. Es el primer paso. -Samuels se quitó las gafas y limpió los cristales con el forro de su chaqueta. En su rostro enjuto se reflejaba la fatiga. Había oído antes todo aquello.

– No entiendo cómo sobrevivieron tanto.

– Se enfrentaron a la situación.

– ¿Cómo?

El doctor inspeccionó los cristales de las gafas y se las puso, ajustándolas cuidadosamente. Las llevaba desde hacía muchos años y su presión había producido unas hendiduras profundas y dolorosas a cada lado de la nariz. -En el caso de Gillian parece haber sido lo que llamamos disociación, una manera de subdividir el yo, de manera que podría fingir tener o ser lo que en realidad no podría tener ni ser.

– ¿Por ejemplo?

– Sentimientos y relaciones normales, por ejemplo. Se imaginaba como un espejo que reflejaba el comportamiento de quienes la rodeaban. Es una defensa y la protegía de sentir nada por lo que le ocurría.

– ¿Cómo?

– Ella no era una “persona real”, de modo que nada de lo que hacía su padre podía dañarle verdaderamente.

– Cada persona en el pueblo la describe de una manera completamente distinta.

– Sí, es esa clase de comportamiento. Gillian no hacía más que reflejarlos. Llevado al extremo, se convierte en personalidades múltiples, pero parece que logró impedir que eso ocurriera. Es un hecho notable, teniendo en cuenta su terrible experiencia.

– ¿Y qué me dice de Roberta?

El psiquiatra frunció el ceño.

– No afrontó la situación tan bien como Gillian -admitió.

Lynley echó una última ojeada a través de la ventana y regresó a su asiento, un sillón con la tapicería desgastada: sin duda lugar de descanso de centenares de mentes atormentadas.

– ¿Por eso comía sin control?

– ¿Cómo una forma de huida? No, creo que no. Yo diría que era más bien un acto de autodestrucción.

– No comprendo.

– El niño maltratado tiene la sensación de que ha hecho algo malo y que le castigan por ello. Es muy posible que Roberta comiera así porque eso le llevaba a despreciarse, por su “maldad”, y destruir su cuerpo era un castigo. Esa es una explicación.

El doctor titubeó.

– ¿Y la otra?

– Es difícil decirlo con seguridad. Podría ser que intentara detener el abuso de que era objeto de la única forma que conocía. Aparte del suicidio, ¿qué mejor manera de destruir su cuerpo que ser una anti-Gilly en la medida de lo posible? Así su padre no la desearía sexualmente.

– Pero no salió bien.

– Desgraciadamente, no. Él se limitó a recurrir a perversiones para excitarse, haciendo tomar parte a la chica. Eso nutriría su necesidad de poder.

– Siento deseos de destrozar a Teys -dijo Lynley.

– A mí me ocurre lo mismo -respondió el doctor.

– ¿Cómo se puede llegar…? No lo entiendo.

– Es una conducta aberrante, una enfermedad. A Teys le excitaban las niñas. Su matrimonio con una chica de catorce años, que no era voluptuosa y desarrollada, sino una adolescente de maduración tardía, habría sido un signo inequívoco para cualquiera que investigara una conducta aberrante. Pero él supo enmarcarla bien con su devoción religiosa y su aspecto exterior de padre fuerte y cariñoso. Eso es bastante frecuente, inspector Lynley, se lo aseguro.

– ¿Y nadie lo supo jamás? Es difícil de creer.

– Si considera la situación, no lo es. La imagen de Teys en su pueblo era la de un hombre que había triunfado en la vida. Al mismo tiempo, engañó a sus hijas de tal manera que las hizo sentirse culpables. Gillian creía que ella era la responsable de que su madre hubiera abandonado a su padre, lo cual compensaba siendo, como decía Teys, “una mamá” para él. Roberta creía que Gillian había complacido a su padre y ella tenía que hacer lo mismo. Y ambas, naturalmente, aprendieron de la Biblia, gracias a la cuidadosa selección que hacía Teys de los pasajes y sus retorcidas interpretaciones de los mismos, que lo que hacían no sólo era correcto sino que había sido escrito por Dios, como un deber de las hijas.

– Es asqueroso.

– Lo es. Ese hombre era un enfermo. Basta con ver que elige como novia a una chiquilla. Así no corría peligro. El mundo adulto le amenazaba, y en la persona de aquella chiquilla de catorce años vio a alguien que podía excitarle con su cuerpo infantil y, al mismo tiempo, gratificar su necesidad de respeto hacia sí mismo que le daría el matrimonio.

– Entonces, ¿por qué recurrió a sus hijas?

– Cuando Tessa, su novia infantil, dio a luz, Teys tuvo la evidencia pavorosa e irrefutable de que la criatura que le había excitado y cuyo cuerpo le había gratificado tanto, no era una niña sino una mujer. Y supongo que las mujeres constituían una amenaza para él, la representación femenina de todo el mundo adulto al que temía.

– Ella dijo que habían dejado de dormir juntos.

– No me extraña. Imagine su humillación si hubiera dormido con ella y no hubiera podido llevar a cabo el acto sexual. ¿Por qué arriesgarse a esa clase de fracaso cuando en su casa había un bebé desvalido de la que podía obtener placer y una satisfacción inmensos?

Lynley sintió un nudo en la garganta.

– ¿Un bebé? -preguntó con voz ronca-. ¿Quiere decir que…?

El doctor Samuels comprendió la reacción de Lynley y asintió sombríamente.

– Creo que el abuso sexual de Gillian empezó en sus primeros años. Ella recuerda el primer incidente cuando tenía cuatro o cinco años, pero es improbable que Teys hubiera aguardado tanto, a menos que se dominara en esos años gracias a sus creencias religiosas. Es posible.

Su religión. Cada pieza encajaba en su lugar con más exactitud que la anterior, pero al mismo tiempo Lynley sentía una ira a la que tenía que dar rienda suelta. Se dominó haciendo un esfuerzo.

– Tendrá que someterse a juicio.

– Finalmente, sí. Roberta se recuperará y la declararán competente para ser juzgada. -El doctor giró en su silla para contemplar al grupo en el jardín-. Pero usted sabe tan bien como yo, inspector, que ningún jurado del mundo va a condenarla cuando se diga la verdad. Así que tal vez podamos creer que, a fin de cuentas, existe una forma de justicia.


Los árboles que se alzaban por encima de la iglesia de Santa Catalina arrojaban largas sombras sobre el exterior del edificio, de modo que, aunque afuera aún había luz, el interior estaba en penumbra. Los rojos y púrpuras intensos de los vitrales formaban charcos de luz que parecían sangre y que se desvanecía lentamente en el suelo de losas agrietadas. Oscilaban las llamas de los cirios votivos bajo las imágenes que contemplaban sus movimientos en el pasillo. La atmósfera dentro del templo era pesada, estancada, y Lynley se estremeció a medida que avanzaba hacia el confesionario isabelino.

Se arrodilló al lado del habitáculo y esperó. La oscuridad era completa, la tranquilidad absoluta. Lynley pensó que el ambiente era el adecuado para meditar en los propios pecados.

Alguien movió la rejilla en la oscuridad. Una voz amable musitó unas plegarias ininteligibles y luego dijo:

– Dime, hijo.

En el último momento, Lynley se preguntó si sería capaz de hacerlo, pero se repuso.

– Él venía a verle -dijo sin preámbulo-. Confesaba aquí sus pecados. ¿Le absolvió usted, padre? ¿Hizo alguna especie de gesto místico en el aire para que William Teys se sintiera libre del pecado de abusar de sus hijas? ¿Qué le decía? ¿Le daba su bendición? ¿Le despedía, una vez purgada su alma, para que volviera a la granja y empezara de nuevo? ¿Era así?

No oyó más que la respiración áspera y rápida indicativa de que había un ser vivo al otro lado de la rejilla.

– ¿También se confesaba Gillian? ¿O estaba demasiado asustada? ¿Le hablaba a usted de lo que le hacía su padre? ¿Trataba de ayudarla?

– Yo… -La voz parecía proceder de una gran distancia-. Hay que comprender y perdonar.

– ¿Es eso lo que le decía? ¿Que comprendiera y perdonara? ¿Y qué me dice de Roberta? ¿También tenía que comprender y perdonar? ¿Acaso una niña de dieciséis años tenía que aprender a aceptar el hecho de que su padre la violara, la embarazara y luego asesinara a su hijo? ¿O eso fue idea suya, padre?

– No sabía nada del bebé -dijo el sacerdote, y añadió con voz frenética-. ¡Nada, absolutamente nada!

– Pero lo supo en cuanto lo encontró en la abadía. Lo supo perfectamente. Eligió Pericles, padre Hart. Lo sabía muy bien.

– Él… jamás confesó eso. ¡Jamás!

– ¿Y qué habría usted hecho en caso contrario? ¿Cuál habría sido la penitencia por el asesinato de su hijo? Porque fue un asesinato, y usted lo sabe.

– ¡No! ¡No!

– William Teys llevó aquel bebé desde la granja Gembler a la abadía. No podía envolverlo en ninguna prenda de su pertenencia porque eso sería dejar una pista, así que lo llevó desnudo. Y el pequeño murió. Usted supo de quién era en cuanto lo vio, supo cómo había llegado a la abadía. Eligió Pericles para el epitafio. El asesinato está tan próximo a la lujuria como la llama al humo. Lo sabía muy bien.

– El dijo… después de eso… juró que estaba curado.

– ¿Curado? ¿Una recuperación milagrosa de la desviación sexual, conseguida gracias a la muerte de su hijo? ¿Es eso lo que pensó? ¿Es eso lo que usted quería creer? Se recuperó, sí. Consideró recuperación el hecho de haber cesado de violar a Roberta. Pero escúcheme, padre, porque esto pesa sobre su conciencia y por Dios que me va a escuchar, eso es lo único que cesó.

– ¡No!

– Usted sabe que es verdad. Era un adicto, ni más ni menos. El único problema era que necesitaba una criatura para satisfacer su hábito. Necesitaba a Bridie. Y usted iba a permitir que ocurriera.

– El me juró…

– ¿Le juró? ¿Sobre qué? ¿La Biblia que usaba para hacer creer a Gillian que debía entregarle su cuerpo? ¿Sobre eso le juró?

– Dejó de confesarse. Yo no sabía…

– Sí que lo sabía. En el mismo momento en que empezó a merodear a Bridie, usted lo supo. Y cuando fue a la granja y vio lo que Roberta había hecho, vio claramente la verdad, ¿no es cierto?

El sacerdote ahogó un sollozo, a lo que siguió un silencio sofocante, del que surgió al cabo un lamento de dolor que se alzó como el llanto de Jacob y se deshizo en tres palabras incoherentes:

– ¡Mea… mea culpa!

– ¡Sí! -exclamó Lynley-. Usted tuvo la culpa, padre.

– Yo no podía… Era secreto de confesión, un juramento sagrado.

– Ningún juramento sagrado es más importante que la vida. No hay juramento más importante que la destrucción de un niño. Usted lo vio, ¿no es cierto?, cuando fue a la granja. Supo que al fin era hora de romper el silencio. Por eso limpió el hacha, se desembarazó del cuchillo y fue a Scotland Yard. Sabía que así llegaría a saberse la verdad, esa verdad que usted no tenía el valor de revelar.

– Dios mío, yo… -la voz se le quebró-. Hay que comprender y perdonar.

– No en este caso, no tras veintisiete años de abusos sexuales y dos vidas destrozadas, la muerte de sus sueños. Aquí no hay comprensión ni perdón que valgan. De ninguna manera.

Se levantó del reclinatorio y se alejó.

A sus espaldas, una voz trémula y angustiada rezaba:

– No te inquietes a causa de los malhechores… como hierba rápidamente se marchitarán… confía en el Señor… Él satisfará los deseos de tu corazón… los malhechores serán sesgados.


Sintiendo que le faltaba el aire, Lynley abrió la puerta de la iglesia y aspiró hondo el frescor de la noche.

Lady Helen se apoyaba en el borde de un sarcófago cubierto de liquen, observando a Gillian, que estaba junto a la pequeña tumba bajo los cipreses, la rubia cabeza inclinada, en meditación o plegaria. Oyó los pasos de Lynley pero no se movió, ni siquiera cuando él llegó a su lado y notó la firme presión de su brazo.

– Vi a Deborah -le dijo por fin.

– Ah. -Siguió mirando la esbelta figura de Gillian-. Pensé que podrías verla, Tommy. Confiaba en que no llegaras a encontrarla, pero pensaba que era probable.

– Sabías que estaban en Keldale. ¿Por qué no me lo dijiste?

Ella siguió sin mirarle, pero por un momento bajó los ojos.

– ¿Qué podía decirte, al fin y al cabo? Ya lo habíamos dicho, muchas veces. -Titubeó, deseosa de olvidar el asunto, de eliminar aquel tema entre ellos de una vez por todas. Pero el abismo temporal constituido por los muchos años de su amistad no se lo permitía-. ¿Fue muy duro para ti?

– Al principio sí.

– ¿Y luego?

– Luego vi que ella le quiere, como tú en otro tiempo.

Una breve y penosa sonrisa apareció brevemente en los labios de Helen.

– Sí, como yo en otro tiempo.

– ¿De dónde sacaste la fortaleza para dejar que Saint James se marchara, Helen? ¿Cómo pudiste sobrevivir a eso?

– Oh, salí del paso a duras penas. Además, siempre estabas cerca, Tommy, y me ayudabas. Siempre fuiste mi amigo.

– Como tú. Mi mejor amiga.

Ella rió quedamente al oír estas palabras.

– Los hombres dicen eso de los perros, ¿sabes? No estoy segura de que deba sentirme halagada.

– ¿Pero te halaga?

– Desde luego. -Ella se volvió entonces y contempló su semblante. Seguían en él las huellas de la fatiga, pero el peso de la tristeza se había aligerado. No había desaparecido, eso no ocurriría con rapidez, pero se estaba disolviendo, haciéndole salir de su fijación en el pasado-. Lo peor ha quedado atrás, ¿no es cierto?

– Sí, tienes razón. Creo que estoy preparado para seguir adelante. -Le tocó la cabellera y sonrió.

Se abrió la puerta del cementerio y lady Helen vio por encima del hombro de Lynley a la sargento Havers, la cual avanzó más despacio al verles juntos, pero se aclaró la garganta, como advirtiendo su intrusión, y se dirigió a ellos rápidamente.

– Hay un mensaje de Webberly para usted, señor -le dijo a Lynley-. Stepha lo tenía en la hostería.

– ¿Qué clase de mensaje?

– Me temo que es su criptograma habitual. -Le entregó el papel-. “Identificación positiva. Londres verifica. York informado anoche” -leyó-. ¿Tiene esto algún sentido para usted?

Él leyó las palabras, dobló el papel y miró sombríamente las colinas que se alzaban más allá del cementerio.

– Sí -replicó-, está perfectamente claro.

– ¿Russell Mowrey? -preguntó Havers perceptivamente. Cuando el inspector asintió, ella prosiguió-: De modo que fue a Londres para denunciar a Tessa en Scotland Yard. Qué extraño. ¿Por qué no acudiría a la policía de York? ¿Qué podría hacer Scotland…?

– No. Fue a Londres para ver a su familia, tal como Tessa supuso, pero no llegó más allá de la estación de King’s Cross.

– ¿La estación de King’s Cross? -repitió Havers.

– Allí fue donde el Destripador le atacó, Havers. Su foto estaba clavada en el despacho de Webberly.


Lynley fue solo a la hostería. Caminó por la calle de la iglesia y se detuvo un momento en el puente, como había hecho la noche anterior. El pueblo estaba en silencio, pero, mientras echaba un vistazo final a Keldale, oyó un portazo. Una chiquilla pelirroja bajó corriendo los escalones traseros de su casa y se dirigió a un cobertizo. Desapareció un momento y salió poco después, arrastrando por el suelo un gran saco de forraje.

– ¿Dónde está Dougal? -le preguntó Lynley.

Bridie alzó la vista. Su cabello rizado atrapaba la luz del sol otoñal, contrastando con el pullover verde brillante, demasiado grande para ella.

– Está adentro. Hoy le duele el estómago.

Lynley se preguntó ociosamente cómo era posible diagnosticar un dolor de estómago en un pato salvaje, y pensó que lo más sensato sería dejarlo correr.

– ¿Entonces por qué le das de comer?

Ella reflexionó la pregunta, mientras se rascaba la pierna izquierda con la punta del pie derecho.

– Mamá dice que debería comer. Lo ha mantenido caliente todo el día y, según ella, ahora puede comer algo.

– Parece una buena enfermera.

– Lo es.

Le saludó agitando una mano regordeta y desapareció en la casa, llena de vida y con sus sueños intactos.

El inspector cruzó el puente y entró en la hostería. Stepha estaba detrás del mostrador de recepción, y cuando le vio se levantó y abrió la boca para hablar.

Él se lo impidió.

– El hijo que tuviste era de Ezra Farmington, ¿verdad? -le dijo sin preámbulos -. El formaba parte de la locura y la alegría que deseabas después de la muerte de tu hermano, ¿no es cierto?

– Thomas…

– ¿Lo era?

– Sí.

– ¿Te quedas mirándoles cuando él y Nigel se atormentan mutuamente por ti? ¿Te diviertes cuando Nigel se emborracha en la Paloma y el Silbato, confiando en encontrarte con Ezra en esta casa, al otro lado de la calle? ¿O rehúyes el conflicto con la ayuda de Richard Gibson?

– Eso es injusto.

– ¿Lo es? ¿Sabes que Ezra cree que ya no puede seguir pintando? ¿Te interesa saberlo, Stepha? Ha destruido su obra. Las únicas pinturas que ha salvado son tus retratos.

– No puedo ayudarle.

– No quieres.

– Eso no es cierto.

– No quieres ayudarle -repitió Lynley-. Por alguna razón, él todavía te quiere, y también desea el niño, quiere saber dónde está, qué hiciste con él, quién lo tiene. ¿Te has molestado siquiera en decirle si era niño o niña?

Ella bajó la vista.

– Es una niña… La adoptó una familia de Durham. Tenía que ser así.

– Y también tenía que ser el castigo de Ezra, ¿verdad?

Stepha le miró entonces.

– ¿Por qué? ¿Por qué habría de castigarle?

– Por poner fin a la absurda diversión que deseabas, por insistir en tener algo más contigo, por estar dispuesto a correr riesgos, por ser todas las cosas que tú temías demasiado ser.

Ella no replicó. No tenía ninguna necesidad de hacerlo cuando él podía leer la respuesta tan claramente en su rostro.


Gillian no había querido ir a la granja. Era el escenario de muchos horrores de su infancia, un lugar que quería enterrar en el pasado. Lo único que había deseado ver era la tumba del niño. Y ahora estaba dispuesta a partir. Los demás, aquél grupo de amables desconocidos que se habían cruzado en su vida, no le hicieron preguntas. La acomodaron en el coche grande y plateado y la condujeron fuera de Keldale.

No sabía adónde la llevaban y no le importaba demasiado. Jonah se había ido. Nell estaba muerta. Y Gillian, fuera quien fuese, aún tenía que ser descubierta. Ella no era más que un caparazón. No quedaba nada más.


Lynley miró a Gillian por el retrovisor. No estaba seguro de lo que ocurriría, ni si estaba haciendo lo más apropiado. Actuaba por instinto, un instinto ciego que insistía en que algo debía surgir, como un fénix triunfante, de las cenizas de aquel día.

Sabía que iba en busca de significado, que no podía aceptar la insensatez de la muerte de Russell Mowrey en la estación de King’s Cross a manos de un asesino desconocido. Estaba furioso por su impotencia ante la horrible brutalidad, la fealdad diabólica, la pérdida terrible.

Él daría significado al horror, no aceptaría que aquellas vidas fragmentadas siguieran dispersas y no se unieran por encima del abismo de diecinueve años, para encontrar por fin la paz.

Era un riesgo, pero no le importaba. Lo correría.

Al atardecer llegaron a la casa de York.

– Esperen un momento -dijo Lynley a sus acompañantes, y se dispuso a bajar del coche. La sargento Havers le tocó el hombro.

– Permítame, señor, por favor.

Él titubeó. La sargento le miraba.

El inspector miró la puerta cerrada de la casa, sabiendo que no podía aceptar la responsabilidad de poner el asunto en las manos incapaces de Havers. No era el momento ni el lugar, cuando había tanto en juego.

– Havers…

– Puedo hacerlo -replicó ella-. Créame, por favor.

Él vio entonces que la mujer le dejaba decidir sobre su futuro, que le permitía ser quien decidiera si podría quedarse en el Departamento o regresar de una vez por todas al uniforme y la calle.

– ¿Señor?

Lynley quería negarle el permiso, decirle que se quedara en el coche, condenarla a las aceras que había patrullado de uniforme. Pero nada de eso había estado en el plan de Webberly, ahora lo comprendía, y mientras miraba el rostro de Havers, su expresión sincera y resuelta, vio que ella, conocedora de su intención, había levantado la pila funeraria y estaba decidida a encender el fósforo que pondría a prueba la promesa del fénix.

– De acuerdo -dijo Lynley al fin.

– Gracias, señor.

La sargento bajó del coche y se acercó a la puerta del edificio. Estaba abierta. Entró en la casa y comenzó la espera.

Sentado en el coche, bajo la oscuridad creciente, a medida que transcurrían los minutos, él, que nunca había sido un hombre devoto, supo lo que era rezar. Era crear la bondad a partir del mal, la esperanza a partir de la desesperación, la vida a partir de la muerte, era dar existencia a los sueños y convertir a los espectros en realidades. Era desear que finalizara la angustia y comenzara la alegría.

Gillian se movió en su asiento.

– ¿De quién es esta casa…?

Su voz se extinguió cuando se abrió la puerta y Tessa salió, vacilante, mirando el coche.

– Mamá -dijo Gillian con un hilo de voz.

Fue su única palabra. Bajó del coche lentamente y contempló a la mujer como si fuera una aparición, apoyándose en la portezuela para sostenerse.

– Eres tú, mamá…

– ¡Gilly! ¡Oh, Dios mío, Gilly! -exclamó Tessa, y empezó a avanzar hacia ella.

Fue todo lo que Gillian necesitaba. Corrió por el senderillo en cuesta hasta los brazos de su madre, y entraron juntas en la casa.


Elizabeth George


***

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