CAPÍTULO CATORCE

Limpia. ¡Limpia! Tengo que hacerlo, tengo que conseguirlo. ¡Rápido, rápido! Ocurrirá ahora si no lo limpio. Gritar, golpear, gritar, golpear, interminablemente, gritar, golpear. Pero los dos se irán… Dios mío, deben irse… una vez esté limpia, limpia, limpia.

“Agua caliente, muy caliente, el vapor que sale formando nubes. Lo sentiré en la cara, lo aspiraré hondo para limpiarme.”

– ¡Nell!

– ¡No, no, no!

“Los tiradores grasientos de la alacena. Ábrela, tira de la puerta, que tus manos temblorosas las encuentren, ocultas a salvo bajo unas toallas. Cepillos rígidos con dorso de madera y púas metálicas. Buenos y fuertes cepillos. Los cepillos me limpian.”

– ¡Señora Clarence!

– ¡No, no, no!

“Una respiración horrible, torturada, llena la habitación, golpea los oídos. ¡Basta, basta, basta! Las manos en la cabeza no pueden detener el eco, los puños en el rostro no pueden apagar el sonido.”

– ¡Nellie, por favor! ¡Abre la puerta!

“¡No, no, no! Ahora no abro ninguna puerta. Así no puede haber escapatoria. Sólo es posible escapar de una manera, y es limpiando, limpiando, limpiando. Los zapatos primero, quítatelos, apártalos en seguida de la vista. Luego los calcetines. Las manos no obedecen. ¡Arráncalos! ¡Rápido, rápido, rápido!”.

– ¿Me oye, señora Clarence? ¿Escucha lo que le digo?

“No puedo oír ni ver, no escucho, no oigo. Nubes de vapor para envolverme, nubes de vapor ardiente, ¡nubes de vapor para limpiarme!”

– ¿Es eso lo que quiere que ocurra, señora Clarence? Porque eso es exactamente lo que le ocurrirá a su hermana si continúa en silencio. La encerrarán para siempre, señora Clarence, durante el resto de su vida.

“¡No! ¡Diles que no! Diles que nada importa ahora. No puedo pensar, no puedo actuar. Date prisa, agua, date prisa y límpiame. Te siento en mis manos. ¡No, aún no está bastante caliente! No puedo sentir, no puedo ver. Nunca, nunca estaré limpia.”

Ella le llamó Moab, padre de los moabitas hasta el presente. Ella le llamó Benammi, padre de los hijos de Ammon hasta el presente. El humo del país ascendió como el humo de un horno. Salieron de Zoar y habitaron en las montañas, pues tenían miedo.


– ¿Cómo se cierra esta puerta? ¿Con cerrojo, con llave, cómo?

– Yo sólo…

– Prepárese, vamos a tener que derribarla.

“Golpear, golpear, con fuerza, sin descanso. ¡Haz que se vayan, que se vayan!”

– ¡Nell, Nell!

“Agua por todas partes. No puedo sentirla, no puedo verla, no estará lo bastante caliente para limpiarme. Jabón y cepillos, jabón y cepillos. Frota fuerte, fuerte, fuerte. Resbala y escúrrete, así, así. ¡Límpiame, límpiame!”

– Mire, o derribamos la puerta o pedimos ayuda. ¿Es eso lo que quiere? ¿Que venga aquí la fuerza policial y rompa la puerta?

– ¡Cállese! ¡Mire lo que ha hecho! ¡Nell!

“Bendígame, padre. He pecado. Comprenda y perdóneme. Que los cepillos raspen, raspen, raspen para limpiarme.”

– ¡No tiene ninguna elección! Esto es asunto de la policía, no una pelea conyugal, señor Clarence.

– ¿Qué está haciendo? Maldita sea, ¡deje el teléfono!

Golpear, golpear.

– ¡Nell!


Lector, me casé con él, y la boda fue muy sencilla: él, yo, el párroco y el escribano éramos los únicos, y al volver de la iglesia fuimos a la cocina de la casa solariega, donde Mary estaba haciendo la cena y John limpiaba los cuchillos, y le dije a Mary que aquella mañana me había casado con el señor Rochester.


– Entonces dispone exactamente de dos minutos para hacerla salir de ahí, o invadirán esta casa más policías de los que ha visto juntos jamás, ¿está claro?

“Eres una gatita. ¡No, otra vez no! ¡Tan pronto no! ¡Dios mío, Gilly, Dios mío!

“Gilly ha muerto, ha muerto, pero Nell está limpia, limpia, limpia. Restriégate fuerte, así, así, límpiala a fondo, ¡límpiala!”

– Tengo que entrar, Nell, ¿me oyes? Voy a romper la cerradura. No te asustes.

“Vamos Gilly, chiquilla. No quiero nada serio esta noche. Vamos a reírnos y hacer locuras. Beberemos y bailaremos hasta el alba. Buscaremos hombres e iremos a Whitby. Beberemos vino, comeremos, bailaremos desnudos sobre los muros de la abadía. Ellos tratarán de cogernos, Gilly. Será una locura magnífica. ¡Ahora golpea más fuerte, más, más, más! Rompe los oídos, rompe el corazón. Frótele la piel hasta que esté completamente limpia.”

– Esto no surte efecto, señor Clarence. Voy a tener que…

– ¡No! ¡Cállese, maldita sea!

“Por la noche, muy tarde, he dicho adiós. ¿Me has oído? ¿Me has visto? ¿Lo has encontrado donde lo dejé? ¿Lo has encontrado, Bobby?

La madera cruje, se astilla. Ya no estoy a salvo. Una última oportunidad antes de que Lot me descubra. Una última oportunidad para limpiarme”.

– ¡Oh, Dios mío, Nell!

– Voy a llamar a una ambulancia.

– ¡No! ¡Déjenos solos!

“Manos que se aferran, manos que resbalan. El agua rosada, mezclada con sangre. Unos brazos que me sostienen, alguien grita, me envuelven con su calor y me sujetan.”

– Nellie. Dios mío, Nell.

“Me aprieta contra él. Le oigo sollozar. ¿Ha terminado? ¿Estoy limpia?”

– Tráigala aquí, señor Clarence.

– ¡Váyase! ¡Déjenos solos!

– Es cómplice de un asesinato, y usted lo sabe tan bien como yo. De lo contrario, su reacción a todo esto habría sido…

– ¡Ella no ha sido! ¡Es imposible! ¡Yo estaba con ella!

– No esperará que me crea eso, ¿verdad?

– ¡Nell! ¡No se lo permitiré! ¡Te lo prometo!

“Llorar, llorar, lágrimas de dolor. El cuerpo convulso por el dolor y la aflicción. Acaba, acaba…”

– Johan…

– Sí, cariño, ¿qué ocurre?

– Nell ha muerto.


– Y entonces él derribó la puerta -decía Havers.

Lynley se frotó la frente palpitante. Desde hacía tres horas tenía un fuerte dolor de cabeza y la conversación con Havers lo empeoraba.

– ¿Y qué más?

Ella no respondió.

– Siga, Havers -le dijo.

Sabía que su tono era abrupto, que podría dar la impresión de estar enojado en vez de exhausto. Oyó que ella retenía el aliento. ¿Estaba llorando?

– Estaba… se había… -Se aclaró la garganta-. Se estaba bañando.

– ¿Bañándose?

Se preguntó si Havers era consciente de que aquello no tenía sentido. ¿Qué diablos había sucedido?

– Sí, pero… Se había restregado con cepillos… cepillos metálicos, y estaba sangrando.

– Cielo santo -murmuró Lynley-. ¿Dónde está ahora, Havers? ¿Cómo se encuentra?

– Quería pedir una ambulancia.

– ¿Por qué no lo hizo?

– Su marido… Fue por mi culpa, inspector. Pensé que siendo dura con ella… Ha sido culpa mía.

Se le quebró la voz.

– Por Dios, Havers, domínese.

– Había sangre. Se había raspado todo el cuerpo con los cepillos. El la abrazó, no podía soltarla, lloraba. Y ella dijo que había muerto.

– Dios mío.

– Fui a telefonear y él me siguió y…

– ¿Le hizo algún daño?

– Me empujó y caí. Estoy bien… Fue por mi culpa. Ella salió del dormitorio. Recordé todo lo que habíamos dicho de ella y me pareció que lo mejor sería que me mostrara firme. No lo pensé dos veces. No me di cuenta de ella podría…

– Escúcheme, Havers.

– Pero se encerró. Había sangre en el agua, que estaba muy caliente. Había vapor… ¿Cómo podía estar en aquel agua tan caliente?

– ¡Havers!

– Pensé que esta vez podría hacer algo bien, pero he destruido el caso, ¿verdad?

– De ninguna manera -dijo él, aunque no estaba totalmente convencido de que no hubiera dado al traste con sus oportunidades-. ¿Todavía está en su piso?

– Sí. ¿Debería ponerme en contacto con el Yard?

– ¡No!

Lynley pensó rápidamente. La situación no podía haber sido peor. Haber encontrado a la mujer al cabo de tantos años y que se hubiera producido aquel incidente era enfurecedor. Sabía muy bien que Gillian representaba su única esperanza de llegar al fondo del asunto. No importaba que las páginas de Shakespeare hubieran insinuado la realidad, pues sólo Gillian podía darle sustancia.

– ¿Entonces qué haré…?

– Váyase a casa y acuéstese. Yo me ocuparé de esto.

– Por favor, señor.

Él no podía oír la desesperación en su voz, pero no podía evitarlo, no podía detenerlo, ahora no podía preocuparse de ello.

– Haga lo que le digo, Havers. Váyase a casa, acuéstese. No llame al Yard ni vuelva a ese piso. ¿Está claro?

– ¿Debo considerar que estoy…?

– Por la mañana coja el tren y regrese aquí.

– ¿Y con respecto a Gillian?

– Yo me encargaré de ella -dijo Lynley sombríamente, y colgó el teléfono.

Miró el libro que tenía abierto en su regazo. Había pasado las tres últimas horas extrayendo de su memoria cada experiencia que había tenido al estudiar a Shakespeare. El conjunto era limitado. Su interés por los isabelinos había sido histórico, no literario, y más de una vez durante la velada había maldecido el rumbo que tomó durante sus años en Oxford, deseando ser experto en un campo que, en aquella época, le había parecido ajeno a sus intereses.

Sin embargo, por fin lo había encontrado, y ahora leyó y releyó los versos, tratando de extraer un sentido actual al poema del siglo XVI.


Sé bien que un pecado provoca otro.

El crimen está tan cercano a la lujuria como la llama al humo.


Él da sentido a la vida y a la muerte, había dicho el sacerdote. Entonces, ¿qué tenían que ver las palabras del príncipe de Tiro con una tumba abandonada en Keldale? ¿Y qué tenía que ver una tumba con la muerte de un granjero?

Su intelecto insistía en que absolutamente nada, pero su intuición replicaba que todo.

Cerró el libro. El significado y la verdad estaban aprisionados en Gillian. Cogió el teléfono y marcó un número.


Eran más de las diez cuando recorría la calle mal iluminada de Ealing. A Webberly le había sorprendido verla, pero la sorpresa se había disipado cuando abrió el sobre que Lynley le había enviado. Miró el mensaje, le dio la vuelta y descolgó el teléfono. Tras ordenar a Edwards que se presentara de inmediato, despidió a Barbara sin preguntarle por qué se había presentado súbitamente en Londres sin Lynley. Era como si ella hubiera dejado de existir. Y tenía la sensación de que así era en efecto.

Pensó que no le importaba. Bien mirado, era inevitable que todo acabara así. Había querido jugar a detectives, creyó saberlo todo sobre Gillian Teys, la oyó canturrear en el dormitorio y ni siquiera entonces fue lo bastante lista para suponer lo que podría ocurrir.

Contempló la casa. Las ventanas no estaban iluminadas. El televisor de la señora Gustafson funcionaba a todo volumen, pero no había ninguna señal de vida en el interior del edificio ante el que se encontraba. Si a sus inquilinos les molestaba el ruido del vecindario, no lo evidenciaban en absoluto.

“No hay nada ahí dentro -se dijo-, no hay nada y, sobre todo, no hay lo que querrías que hubiera. Durante todos estos años has estado incubando una quimera, Barb. Cuánto tiempo y energías has perdido.”

Negándose a aceptar esa idea, abrió la puerta de la casa silenciosa y el olor le asaltó de inmediato, un olor de cuerpos sin lavar, de comida, de aire enrarecido, de desesperación. Era repelente, insalubre, y le pareció adecuado a su situación, lo aspiró profundamente. Cerró la puerta y se apoyó en el marco, dejando que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. “Es aquí, Barb. Todo empezó aquí. Deja que te devuelva a la vida.”

Dejó el bolso sobre la mesa astillada, al lado de la puerta, y avanzó con pasos cansinos hacia la escalera, pero al llegar a ella llamó su atención un destello luminoso procedente de la sala de estar. Se acercó a la puerta con curiosidad, pero la sala estaba vacía y el destello se había debido a los faros de un coche que pasaba, cuya luz había incidido en el cristal de la fotografía, la de su hermano Tony.

Se sintió atraída al interior de la sala y tomó asiento en el sillón de su padre, el cual, junto con el de la madre, estaba colocado ante el santuario. Tony la miraba con una sonrisa pícara, su cuerpo delgado pero nervudo lleno de vida.

Estaba cansada y aturdida, pero se obligó a mirar la foto, a retroceder a las regiones más profundas de su memoria, donde Tony estaba tendido, enjuto y demacrado, en una estrecha cama de hospital.

Estaba marcado en su conciencia y lo estaría siempre, con tubos y agujas conectados a su cuerpo, sus dedos tirando espasmódicamente de la colcha. Su cuello delgado ya no sujetaba una cabeza que, en contraste, parecía haberse vuelto enorme. Tenía los párpados abultados, pegajosos y cerrados, y los labios agrietados le sangraban.

– No tardará en entrar en coma -habían dicho los médicos.

Pero no se desvaneció de inmediato. Abrió los ojos, logró sonreír y musitó:

– Cuando estás aquí, Barbie, no temo nada. No me dejarás, ¿verdad?

Ahora, en la oscuridad de la sala de estar, ella sintió lo mismo que en aquella ocasión, lo mismo que había sentido muchas otras veces desde entonces: la oleada de dolor a la que pronto se imponía la rabia, esa única realidad que la mantenía viva.

– No te dejaré -le prometió-. Jamás olvidaré.

– ¿Cariño?

Emitió un grito, sorprendida, y volvió al lúgubre presente.

– ¿Eres tú, cariño?

El corazón le latía con fuerza, pero hizo un esfuerzo para responder en tono amable, lo cual no representaba un gran problema, después de tantos años de práctica.

– Sí, mamá. Estoy aquí sentada.

– ¿A oscuras, cariño? Encenderé la luz…

– ¡No! -exclamó con voz ronca, y se aclaró la garganta-. No, mamá. Está bien así.

– Pero no me gusta la oscuridad, cariño… Me asusta tanto…

– ¿Por qué te has levantado?

– Oí que la puerta se abría y pensé que podría ser… -Avanzó hasta ponerse delante de Barbara; era una figura espectral con una bata rosa manchada-. A veces pienso que él volverá con nosotros, cariño. Pero no la hará nunca, ¿verdad?


Barbara se incorporó bruscamente.

– Vuelve a la cama, mamá. -Su voz era áspera y trató sin éxito de modularla-. ¿Cómo está papá?

Cogió el brazo huesudo de su madre y la acompañó fuera de la sala.

– Hoy he pasado un buen día. Pensamos en Suiza, donde el aire es tan fresco y puro. Claro que, como hemos vuelto de Grecia hace tan poco tiempo, no parece del todo bien viajar de nuevo, pero él cree que es una buena idea. ¿Te gustará Suiza, cariño? Porque si crees que no te va a gustar, siempre podemos escoger otro sitio. Quiero que seas feliz.

– Suiza está bien, mamá.

Sintió que la mano de su madre le aferraba el brazo, como la garra de un ave, mientras subían la escalera.

– Estupendo. Supuse que te gustaría. Creo que Zurich será el mejor sitio para empezar. Esta vez haremos una gira, con un coche alquilado. Estoy deseando ver los Alpes.

– Me parece estupendo, mamá.

– Papá también está encantado, cariño. Incluso fue a Empress Tours para traerme los folletos.

Los pasos de Barbara se hicieron más lentos.

– ¿Vio al señor Como?

La mano de la anciana se agitó en su brazo.

– Pues no lo sé, cariño. No me habló del señor Como. Estoy segura de que me habría dicho algo de haberlo visto.

Llegaron a lo alto de la escalera y la anciana se detuvo ante la puerta de su dormitorio.

– Cuando sale a dar un paseo por la tarde parece otro, cariño. Un hombre nuevo.

Barbara sintió un nudo en el estómago, al pensar en lo que podrían significar las palabras de su madre.


Jonah Clarence abrió la puerta suavemente, precaución innecesaria, pues ella estaba despierta. La mujer volvió la cabeza al oír el movimiento y miró a su marido con una leve sonrisa en los labios.

– Te he hecho sopa -le dijo él.

– Jonah…

Su voz era tan débil que él se apresuró a decir:

– Es de lata. También hay pan con mantequilla.

Dejó la bandeja sobre la cama y le ayudó a erguirse. El movimiento hizo que algunos de los cortes sangraran de nuevo. El cogió una toalla y la aplicó a la piel, con lo cual no sólo pretendía detener el flujo de sangre sino también el recuerdo de lo que les había sucedido esa noche.

– No sé como…

– Ahora no, cariño. Primero tienes que comer algo.

– ¿Hablaremos luego?

El apartó los ojos de su rostro. Los cortes cubrían sus manos, brazos, senos, estómago y muslos, y al verlos él sintió tal angustia que no estuvo seguro de poder responderle. Pero ella le miraba, sus bellos ojos reflejaban la confianza que depositaba en él, rebosaban amor, esperando su respuesta.

– Sí -susurró-. Luego hablaremos.

Ella sonrió trémula, y Jonah se sintió desolado. Depositó la bandeja sobre el regazo de su mujer, pero cuando ésta intentó llevarse la cuchara a la boca, él vio que la mano le temblaba tanto que no era capaz de alimentarse por sí misma. Le quitó suavemente la cuchara y le ayudó a comer, lento proceso en el que cada bocado que tragaba le parecía un triunfo individual.

No le dejaría hablar, pues temía demasiado lo que podría decirle. En vez de eso la consoló susurrándole palabras de amor y aliento, mientras se preguntaba para sus adentros quién era aquella mujer y qué clase de terrible aflicción había introducido en su vida.

Llevaban casados menos de un año, pero a él le parecía como si siempre hubieran estado juntos, como si desde el primer instante en que se vieron hubieran sabido que estaban hechos el uno para el otro. Su padre la había encontrado en la estación de King Cross, y cuando la llevó a la Casa del Testamento era una chiquilla de semblante serio que no aparentaba más de doce años. Cuando la vio se dijo que sólo tenía ojos, pero cuando ella sonrió se sintió cautivado. Al cabo de unas semanas supo que la quería, pero tardó casi diez años en hacerla suya.

Durante ese tiempo, él se ordenó y decidió colaborar con su padre, trabajó como Jacob en busca de una Raquel a la que nunca podría estar seguro de conseguir. Sin embargo, esa idea no le había desanimado. Como un cruzado, se había puesto en marcha en pos de su Grial, que era Nell. Nadie podría sustituirla.

Pero ahora resultaba que ella no era Nell y no sabía quién era. Lo peor del caso era que no estaba seguro de que quisiera saberlo.

Siempre se había considerado un hombre de acción, valeroso, un hombre con la energía que le daban sus convicciones, pero, con todo, en lo más íntimo, un hombre de paz. Todo esto se había extinguido aquella noche. Al verla en el baño, hiriéndose insensatamente, tiñendo el agua con su sangre, aquella personalidad cuidadosamente alimentada se había venido abajo en sólo dos minutos, el tiempo que había necesitado para extraerla de la bañera, en la que se debatía y gritaba, para tratar de detener frenéticamente la hemorragia y echar de su casa a la agente de policía.

En dos breves minutos había dejado de ser el sincero ministro de Dios, el hombre que ponía la otra mejilla, convirtiéndose en un desconocido maníaco que podría haber matado, sin impunidad, a cualquiera que intentara hacer daño a su esposa. Estaba conmocionado, y su confusión aumentaba al pensar que, al protegerla de sus enemigos, no podía pensar en cómo iba a protegerse él mismo de Nell.

Pero ella no era Nell.

Ella había terminado de comer y yacía recostada sobre las almohadas, que estaban manchadas con su sangre. Jonah se puso en pie.

– Jo…

– Voy a buscar algo para los cortes. En seguida vuelvo.

Mientras buscaba en el armario del baño, procuró no ver el lamentable estado en que se encontraba la pieza. Por el aspecto y el olor de la bañera, se diría que habían sacrificado una res en ella. Había sangre por todas partes, en cada ranura y cada grieta. Las manos de Jonah temblaban de un modo incontrolable mientras cogía el frasco de peróxido de hidrógeno. Tenía la sensación de que iba a desmayarse.

– ¿Jonah? -Aspiró hondo varias veces y regresó al dormitorio.

– Reacción retardada. -Trató de sonreír, aferró el frasco con tanta fuerza que podría haberlo roto en sus manos y se sentó en el borde de la cama-. Casi todos son cortes superficiales -le dijo para romper el enervante silencio-. Veremos qué aspecto tienen por la mañana. Si parecen de cuidado, iremos al hospital. ¿Qué te parece?

La mujer siguió en silencio y él no esperó su respuesta. Lavó las incisiones con el producto químico y siguió y siguió hablando con determinación.

– He pensado que este fin de semana podríamos ir a Penzance, cariño. Nos iría bien marcharnos unos días, ¿no crees? Una de las chicas me ha hablado de un hotel donde estuvo de pequeña. Si sigue allí, sería maravilloso. Hay una vista del monte Saint Michel. Podríamos coger el tren y alquilar un coche cuando lleguemos allí. O bicicletas. ¿Te gustaría que alquiláramos bicicletas, Nell?

Notó la mano de su mujer en la mejilla, y al contacto sintió un nudo en la garganta y supo que poco le faltaba para echarse a llorar.

– Jo -susurró ella-. Nell ha muerto.

– ¡No digas eso! -replicó él con vehemencia.

– He hecho cosas terribles, tanto que no me atrevo a decírtelas. Creí haberlas dejado atrás para siempre.

– ¡No!

Siguió cuidando de los cortes como si fuera lo único que importara.

– Te quiero, Jonah.

Estas palabras le hicieron detenerse. Se cubrió el rostro con las manos.

– ¿Cómo te llamo? -susurró-. ¡Ni siquiera sé quién eres!

– Jo, Jonah, amor mío, mi único amor…

Su voz era un tormento que él apenas podía soportar, y cuando ella alargó la mano para tocarle, sintió que se desmoronaba y huyó de la habitación, cerrando la puerta firme e irrevocablemente tras él.

Se dejó caer en una silla, oyendo cómo su respiración rasgaba el aire, sintiendo que las cuñas del pánico le penetraban en el estómago y las entrañas. Permaneció sentado, contemplando sin verlos los objetos materiales que componían su hogar, tratando desesperadamente de alejar el único fragmento de información que constituía el núcleo de su terror.

Tres semanas atrás, había dicho la sargento. Y él había mentido, como respuesta inmediata surgida del horror ante aquella alegación incomprensible. En aquellas fechas no había estado en Londres con su esposa, sino en Exeter, donde tenía lugar una conferencia que se prolongó durante cuatro días, a los que siguieron dos días más de actos para recaudar fondos con destino a la Casa del Testamento. Nell tenía que haberle acompañado, pero en el último momento le pidió que la dejara quedarse, pues estaba griposa. Eso fue lo que dijo. ¿Había estado enferma realmente o había aprovechado la oportunidad para viajar a Yorkshire?

– ¡No! -exclamó involuntariamente, entre los dientes cerrados.

Despreciándose a sí mismo por haber dado cabida a semejante idea en su mente, Jonah se obligó a calmarse, a normalizar su respiración, distender los puños y relajar los músculos.

Cogió la guitarra, no para tocar sino para reafirmar su realidad y establecer de nuevo el significado que tenía su vida, pues estaba sentado en los escalones traseros de la Casa del Testamento, en la semipenumbra, tocando la música que amaba, la primera vez que ella le habló.

– Qué bonito es esto. ¿Crees que cualquiera podría aprenderlo?

Se sentó a su lado en el escalón, mirando fascinada sus dedos mientras él los movía expertamente sobre las cuerdas, y le sonrió, con una sonrisa infantil que revelaba su placer.

No fue difícil enseñarle a tocar, pues ella tenía un don natural y jamás olvidaba lo que veía y oía. Ahora tocaba para él con tanta frecuencia como él la deleitaba con su música, no con la seguridad o la pasión de Jonah, pero sí con una dulzura melancólica que mucho tiempo atrás debería haberle indicado aquello a lo que ahora no quería enfrentarse.

Se levantó bruscamente. Para asegurarse, abrió un libro tras otro y vio el nombre, Nell Graham, escrito en cada volumen con su limpia caligrafía, y se preguntó si lo había hecho para establecer su propiedad o para convencerse a sí misma.

– ¡No!

Cogió un álbum familiar del estante inferior, y lo apretó contra su pecho. Era un documento de Nell, una verificación de su realidad, de que no tenía más vida que la compartida con él. Ni siquiera tenía necesidad de abrir el álbum para saber lo que había en sus páginas: una historia de imágenes del amor que compartían, de los recuerdos que formaban parte integral del tapiz de sus vidas entrelazadas. En un parque, en un camino, soñando apaciblemente en el alba, en la playa, riendo de las travesuras de los pájaros. Todo aquello era un testimonio, una ilustración de la vida de Nell y de las cosas que amaba.

Para mayor seguridad, su mirada se posó en las plantas de la ventana. Las violetas africanas eran las flores que siempre le habían hecho pensar más en ella, aquellas flores hermosas que colgaban delicada y precariamente del extremo de su tallo, con unas hojas pesadas que las rodeaban y protegían. Eran plantas que daban la impresión de no poder sobrevivir a los rigores del clima londinense, pero, a pesar de su aspecto frágil, eran unas plantas engañosas, con una fortaleza notable.

Mientras las miraba, tuvo por fin una certidumbre que se esforzó en vano por negar. Las lágrimas brotaron en sus ojos y no pudo evitar un sollozo. Regresó a la silla, en la que se dejó caer, y lloró desconsoladamente.

Entonces oyó unos golpes en la puerta.

– ¡Váyase! -gimió.

Los golpes se repitieron.

– ¡Déjeme en paz!

No había ningún otro sonido. Los golpes en la puerta continuaron, como si fueran la voz de su conciencia y no fueran a cesar jamás.

– ¡He dicho que se vaya, maldita sea! -gritó, al tiempo que se abalanzaba contra la puerta y la abría bruscamente.

Se encontró ante una mujer vestida con un elegante traje negro y una blusa de seda blanca con un vaporoso encaje en el cuello. Del hombro le colgaba un bolso y llevaba en la mano un libro encuadernado en piel. Pero lo que más le llamó la atención era su rostro, sereno, de ojos claros, de facciones armoniosas que daban una impresión de ternura. Podría haber sido una misionera, o una visión, pero ella tendió la mano y dejó en claro que era real.

– Me llamo Helen Clyde -dijo suavemente.


Lynley se colocó en un rincón. Las llamas de los cirios oscilaban a cierta distancia, pero el lugar donde él se había apostado estaba envuelto en la penumbra. La iglesia olía vagamente a incienso, pero sobre todo a vetustez, a velas chisporroteantes, a fósforos quemados, a polvo. El silencio era absoluto. Incluso las palomas, que se habían agitado momentáneamente cuando él se aproximó, habían vuelto a la inmovilidad, y no había ninguna brisa nocturna que hiciera rozar las ramas contra los vitrales.

Estaba solo. Sus únicos compañeros eran los jóvenes y las doncellas, entrelazados, como en un ánfora griega, en una silente danza eterna de verdad y belleza sobre las puertas de los confesionarios de estilo isabelino.

Se sentía apesadumbrado. Era una vieja historia, una leyenda romana del siglo V, pero tan real en aquellos momentos como lo fue para Shakespeare cuando la utilizó como la base de su drama. El príncipe de Tiro fue a Antioquia, tratando de resolver un enigma y casarse con una princesa. Pero no consiguió nada y huyó para salvar la vida.

Lynley se arrodilló. Pensó en orar, pero no se le ocurrió nada.

Sabía que estaba cerca del cuerpo de la hidra, pero eso no le producía ninguna sensación de triunfo ni le satisfacía. Quería huir de la confrontación definitiva con el monstruo, sabedor ahora que, aunque se destruyeran las cabezas y se quemara el cuerpo, no podía confiar en salir indemne del encuentro.

– No te muestres acalorado a causa de los malhechores… -oyó decir. Era una voz tenue, descarnada, temblorosa. Surgía de ninguna parte, trémula e insegura, cerniéndose como una niebla en la atmósfera frígida. Al cabo de unos momentos, Lynley localizó al sacerdote enfundado en su sotana negra. El padre Hart estaba arrodillado al pie del altar.

– No envidies a los que cometen injusticias, porque pronto serán segados como la hierba, y como la hierba verde se marchitarán. Confía en el Señor y haz el bien; mora en la tierra y en verdad serás alimentado. Deléitate en el Señor y Él satisfará los deseos de tu corazón. Encomiéndate al Señor, confía en Él, y Él te guiará. Los malhechores serán eliminados, pero quienes confían en el Señor heredarán la tierra. Un poco más todavía y los inicuos ya no existirán.

Lynley escuchó estas palabras, angustiado, y trató de negar su significado. Cuando volvió a hacerse el silencio en la iglesia a oscuras -interrumpido tan sólo por la respiración estertorosa del sacerdote- procuró sobreponerse a sus emociones y adoptar la objetividad que necesitaba para llegar al final del caso.

– ¿Ha venido a confesarse?

La voz le sobresaltó. No había visto que el sacerdote se le acercaba en la oscuridad. Se levantó.

– No, no soy católico -replicó-. Tan sólo estaba poniendo en orden mis pensamientos.

– Las iglesias son buenos lugares para eso, ¿verdad? -dijo el padre Hart, suspirando satisfecho-. Siempre hago una pausa para rezar antes de cerrar el templo por la noche, y al mismo tiempo hago una inspección para asegurarme de que no ha quedado nadie dentro. Sería desagradable quedarse aquí encerrado con este frío, ¿verdad?

– Desde luego -convino Lynley. Siguió al sacerdote hasta el final del pasillo y salieron a la noche. Las nubes ocultaban la luna y las estrellas. El religioso no era más que una sombra, sin forma ni rasgos-. Dígame, padre Hart, ¿conoce bien Pericles?

El sacerdote, que estaba manipulando las llaves para cerrar la puerta, no respondió en seguida.

– ¿Pericles? -repitió meditativamente. Pasó por un lado para entrar en el pequeño cementerio-. Es de Shakespeare, ¿no?

– “Como la llama al fuego”. Sí, es de Shakespeare.

– Yo… bueno, supongo que lo conozco bastante bien.

– ¿Lo suficiente para saber por qué Pericles huyó de Antíoco y por qué éste quería que lo mataran?

El sacerdote se palpó los bolsillos.

– Me temo que no recuerdo bien todos los detalles de la obra.

– Me atrevería a decir que recuerda lo suficiente. Buenas noches, padre Hart.


Sin decir nada más, Lynley salió del cementerio y descendió por el sendero de grava. Sus pisadas sonaban de un modo poco natural en la quietud de la noche. Al llegar al puente se detuvo para ordenar sus pensamientos, se apoyó en el pretil y contempló el pueblo. A su derecha, la casa de Olivia Odell estaba a oscuras, y en su interior la mujer y su hija dormían inocentes y seguras. Al otro lado de la calle, al borde del común, se alzaba la casa de Nigel Parrish, de la que salía una música de órgano etérea. A su izquierda, la hostería aguardaba su entrada, y más allá la calle se curvaba en dirección a la taberna.

Desde donde estaba no podía ver el camino de San Chad con sus casas municipales, pero podía imaginarlas. Como no deseaba hacer eso, regresó a la hostería.

Había estado ausente menos de una hora, pero en cuanto cruzó la puerta supo que en ese intervalo Stepha había regresado. Tuvo la sensación de que la casa retenía su aliento, esperando a que él descubriera y supiera. Le pareció que sus pies eran de plomo.

No estaba totalmente seguro de cuáles eran las habitaciones de Stepha, pero su instinto le indicó que sería en la planta baja del viejo edificio, pasado el mostrador de recepción, hacia la cocina. Cruzó la puerta.

En cuanto lo hizo, tuvo las respuestas, palpables en la atmósfera que le rodeaba. Olía el humo de tabaco y casi podía paladear el licor. Olía la risa, la pasión susurrada, el placer. Sentía que unas manos le atraían inevitablemente hacia adelante. Lo único que podía hacer era descubrir la verdad.

Llamó a la puerta. Se hizo un silencio inmediato.

– ¿Stepha?

Hubo movimiento dentro de la habitación, apresurado y mitigado. La risa de Stepha se cernía en el aire. En el último momento, Lynley estuvo a punto de renunciar, pero giró el pomo de la puerta y entró.

– Quizás ahora pueda darme usted una buena coartada -dijo Richard Gibson, riendo broncamente, y dio a la mujer una palmada en el muslo desnudo-. Me temo que el inspector no creyó a mi pequeña Madeline ni un solo momento.

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