CAPÍTULO QUINCE

Lady Helen le vio cuando avanzaban por la atestada plataforma para peatones que partía del andén de llegadas. El viaje de dos horas había sido agotador, temerosa, por un lado, de que Gillian se derrumbara, y, por otro lado, tratando de hacer salir a la sargento Havers del melancólico ensimismamiento en que se había sumido.

La desagradable experiencia había inquietado tanto a lady Helen que en cuanto avistó a Lynley, echándose atrás el cabello rubio revuelto por el viento que levantaba la salida de un tren, casi le flaquearon las piernas de alivio. La gente iba de un lado a otro a su alrededor, pero él seguía dando la impresión de hallarse completamente solo. Alzó la vista, sus miradas se encontraron y ella avanzó por un momento más despacio.

Incluso desde aquella distancia, podía ver el cambio operado en él, los círculos oscuros bajo los ojos, la tensión en su postura, los surcos profundos alrededor de la nariz y la boca. Seguía siendo Tommy, pero por alguna razón no era exactamente como antes, y sólo podía existir un motivo: Deborah.

Era evidente que la había visto en Keldale, y por alguna razón, a pesar del año transcurrido desde que rompió su compromiso con Deborah, a pesar de las horas que había pasado con él desde entonces, Lady Helen descubrió que no soportaba la idea de que él le hablara de su encuentro. No quería de ninguna manera darle la oportunidad de hacerlo. Era una reacción cobarde y se despreciaba por ello. En aquel momento no reflexionó en por qué de pronto era tan importante para ella que Tommy no volviera a hablarle jamás de Deborah.

Lynley pareció haberle leído el pensamiento -cosa muy propia de él, por otra parte-, pues sonrió brevemente y se acercó a recibirla al pie de la escalera.

– Cuánto me alegro de verte, Tommy -le dijo-. Qué viaje. Cuando no estaba comiendo galletas como una muerta de hambre, me aterraba la idea de que estuvieras inmovilizado en Keldale y tuviéramos que alquilar un coche y conducir como locos por los páramos tratando de encontrarte. En fin, todo ha terminado de la mejor manera, ¿verdad?, y no tenía que haber cedido a la tentación de devorar galletas rancias para mitigar mi ansiedad. Los comistrajos del tren son inaceptables. -Rodeaba a Gillian con un brazo, protectoramente. Era un gesto instintivo, pues, aunque sabía que la joven no tenía nada que temer de Lynley, en las últimas doce horas había establecido un vínculo con la joven y ahora se sentía reacia a entregarla-. Este es el inspector Lynley, Gilllian -murmuró.

Una tenue sonrisa apareció en los labios de Gillian. Entonces bajó la vista. Lynley empezó a tenderle la mano, pero lady Helen le advirtió con un movimiento de cabeza. Él miró entonces las manos de la joven y vio las costras rojizas que las cubrían, aunque no eran tan profundas o graves como las lesiones del cuello, los senos y los muslos, ocultas por el vestido que Lady Helen había seleccionado para ella.

– Tengo el coche afuera -dijo él.

– Gracias a Dios -suspiró lady Helen-. Vamos allá antes de que estos horribles zapatos dañen mis pies sin remedio. Son bonitos, ¿verdad?, pero no podrían creer cómo sufro con ellos. No comprendo por qué soy tan esclava de la moda. -Hizo un airoso ademán indicador de que eso era un misterio sin respuesta-. Incluso estoy dispuesta a soportar durante cinco minutos el Tchaikovski más melancólico de tu colección, sólo para olvidarme de mis pies.

El sonrió.

– Recuerdo muy bien de qué pie cojeas, querida.

– No tengo la menor duda, cariño. -Se volvió hacia la sargento Havers, que había permanecido silenciosa detrás de ellas desde que bajaron del tren-. Tengo que ir al lavabo y reparar el daño causado a mi maquillaje al hundir la cara en el pastel antes de entrar en aquél túnel horrible. ¿Quiere acompañar a Gillian al coche?

La mirada de Havers pasó de lady Helen a Lynley.

– Desde luego -replicó con tono impasible.

Lady Helen esperó a que se alejaran antes de hablar de nuevo.

– La verdad es que no sé cuál de las dos es más difícil, Tommy.

– Te agradezco tu ayuda de anoche -respondió él-. ¿Fue muy duro para ti?

– ¿Duro? La terrible desolación en el semblante de Jonah Clarence; la visión de Gillian, tendida y con la mirada extraviada, apenas cubierta por una sábana ensangrentada, las heridas, de algunas de las cuales, las más graves, seguía brotando sangre, la misma que impregnaba el suelo y las paredes del baño; la puerta descerrajada y los cepillos con fragmentos de piel adherida a las púas metálicas.

– Siento haberte hecho pasar por esto -le dijo Lynley-. Pero sólo podía confiar en ti. No sé qué habría hecho de no haberte encontrado en casa cuando te llamé por teléfono.

– Acababa de entrar. Debo admitir que a Jeffrey no le gustó demasiado la manera en que terminó nuestra velada.

Lynley la miró entre sorprendido y divertido.

– ¿Jeffrey Cusick? Creí que habías terminado con él.

Ella rió ligeramente y le cogió el brazo.

– Lo intenté, querido Tommy, lo intenté. Pero Jeffrey está decidido a demostrar que, al margen de lo que yo piense, él y yo estamos en el camino del amor verdadero. Así que anoche se esforzaba por avanzar un poco más hacia el final del viaje. Fue romántico. Cenamos en Windsor, a orillas del Támesis. Cócteles de cava en el jardín de la Old House. Habrías estado orgulloso de mí. Incluso recordé que fue Wren quien construyó el edificio, de modo que tus desvelos por mi educación no han sido en vano.

– Pero no podía pensar que lo echarías a perder saliendo con Jeffrey Cusick.

– No lo eché a perder en absoluto. Es un hombre encantador, de veras. Además, me ayudó mucho a vestirme.

– Eso no lo dudo -observó Lynley secamente.

Ella rió al ver su expresión sombría.

– No lo decía en ese sentido. Jeffrey nunca se aprovecharía. Es… ¿cómo diría?… demasiado…

– ¿Frío como un pez?

– Ya salió el petulante licenciado por Oxford. Pero, si he de ser totalmente sincera, se parece un poco a un bacalao. En fin, ¿qué otra cosa podría esperar? Jamás he conocido a un hombre de Cambridge realmente apasionado.

– ¿Llevaba su corbata harroviana cuando telefoneé? -preguntó Lynley-. Mejor dicho, ¿llevaba algo encima?

– ¡Qué malo eres, Tommy! Pero déjame pensar. -Se dio unos golpecitos en la mejilla, en actitud pensativa, mirándole con ojos brillantes mientras fingía considerar a fondo la pregunta-. No, me temo que los dos estábamos vestidos cuando llamaste. Después de eso… bueno, no había tiempo. Nos precipitamos al armario y empezamos a buscar algo adecuado. ¿Qué te parece? ¿Es un éxito?

Lynley miró el traje negro bellamente cortado y los accesorios a juego.

– Pareces una cuáquera camino del infierno -le dijo en serio-. Dios mío, Helen, ¿es ese libro una Biblia?

– Queda bien, ¿verdad? -dijo ella, riendo-. No, es una antología de John Donne que me regaló mi querido abuelo cuando cumplí los diecisiete. Es posible que algún día lo lea.

– ¿Qué habrías hecho si ella te hubiera pedido que leyeras unos versículos para pasar la noche?

– Conozco bien el tono de la Biblia, Tommy. “Y aconteció que…” “En verdad os digo…”

Él se puso rígido al oír estas palabras. Helen notó la tensión porque le apretó el brazo.

Lynley miró hacia su coche, aparcado delante de la estación.

– ¿Dónde está su marido?

Ella le miró con curiosidad.

– No lo sé. Ha desaparecido. Fui directamente a ver a Gillian y luego, cuando salí del dormitorio, él había desaparecido. Pasé la noche allí, claro, y él no regresó.

– ¿Cuál fue la reacción de Gillian?

Lady Helen no respondió en seguida.

– Ni siquiera estoy segura de que sepa que se ha ido. Parece un tanto extraño, lo admito, pero creo que ese hombre ha dejado de existir para ella. Ni siquiera me ha mencionado su nombre.

– ¿Ha dicho alguna cosa?

– Sólo que dejó algo para Bobby.

– El mensaje en el periódico, sin duda.

Lady Helen meneó la cabeza.

– No. Tengo la impresión de que era algo en la casa.

Lynley asintió pensativo y le hizo una última pregunta.

– ¿Cómo la convenciste para que viniera, Helen?

– No la convencí. Ella ya lo había decidido, y estoy segura de que fue gracias a la sargento Havers, aunque por el comportamiento de ésta, debo creer que hice una especie de milagro en el piso de Clarence. Háblale, ¿quieres? No dice más que monosílabos desde que la llamé esta mañana, y creo que se culpa de todo lo que ha ocurrido.

Lynley suspiró.

– Eso es muy propio de Havers. Sólo me faltaba eso. Ya estoy harto de este maldito caso.

Lady Helen le miró sorprendida. Rara vez, por no decir nunca, el inspector exteriorizaba su enojo.

– Tommy… durante tu estancia en Keldale…

Se interrumpió, temerosa de hablar de ello.

Él sonrió sesgadamente.

– Lo siento, amiga mía. -Rodeó sus hombros con un brazo y la estrechó cariñosamente-. ¿Te he dicho que es estupendo tenerte aquí?

No le había dicho nada, se había limitado a saludarla con una inclinación de cabeza. Pero no había motivos para que la tratara de otro modo. Ahora que la damita estaba allí para salvar el día -igual que había salvado la situación el día anterior- no había ninguna razón para que existiera una comunicación entre ellos. Debería haber sabido que Lynley recurriría a una de sus queridas en vez de solicitar la intervención del Yard. ¿No era típico de él? Era tan engreído que debía asegurarse de que sus mujeres londinenses se pondrían de inmediato a su disposición a pesar de sus merodeos por el país en busca de nuevos ligues. Se preguntó si la alta dama seguiría poniéndose a disposición de Lynley cuando se enterase de la relación de éste con Stepha. Sólo había que mirarla, con su piel perfecta, su postura intachable, su educación extraordinaria, como si sus antepasados se hubieran pasado los últimos dos siglos desechando especímenes, abandonándolos en las laderas de las colinas como bebés espartanos inaceptables, a fin de llegar a la obra maestra eugénica que era lady Helen Clyde. “Pero no lo bastante buena para lograr que su señoría le fuese fiel, ¿verdad, cariño?” Barbara sonrió interiormente.

Observó al inspector desde el asiento trasero. “Apuesto a que ha pasado otra gran noche con Stepha.” Claro que lo habría hecho. Como no había tenido que preocuparse de los aullidos de la mujer, probablemente le habría hecho el amor durante horas enteras. Y ahora allí estaba la exquisita dama, a la que pondría contenta por la noche. Sin duda el inspector saldría airoso del paso, estaría a la altura de las circunstancias. Y luego podría ocuparse de Gillian, cuyo menudo y anémico marido se sentiría muy satisfecho de entregar las riendas a un hombre de verdad.

¡Y qué manera tenía de tratar a la zorrita con guante blanco! No podía culpar a lady Helen por ese enfoque, puesto que no conocía todos los hechos acerca de Gillian Teys. Pero ¿cuál era la excusa de Lynley? ¿Desde cuándo una cómplice de asesinato era tratada con tanta deferencia por el Departamento de Investigación Criminal?

– Vas a ver a Roberta muy cambiada, Gillian -decía Lynley.

Barbara no podía dar crédito a sus oídos. ¿Qué estaba haciendo aquel hombre? ¿De qué hablaba? ¿De veras estaba preparándola para que viera a su hermana cuando ambos sabían muy bien que sólo tres semanas antes había matado a William Teys?

– Comprendo -respondió Gillian, en un tono muy bajo, casi inaudible.

– La han internado en el sanatorio como medida temporal -siguió diciendo Lynley amablemente-. Es una cuestión de competencia mental, debido a que se confesó autora del crimen y se ha negado a decir nada más.

– ¿Cómo ha llegado ahí? ¿Quién…?

Gillian titubeó y abandonó el esfuerzo. Pareció hundirse en el asiento.

– Su primo Richard Gibson hizo que la ingresaran.

– ¿Richard? -preguntó ella con voz aún más tenue.

– Sí.

– Ya veo.

Guardaron silencio. Barbara esperó impaciente a que Lynley empezara a interrogar a la mujer, y no pudo comprender su clara renuencia a hacerlo. ¿En qué estaba pensando? ¡Mantenía con ella la clase de solícita conversación que uno emplea generalmente con la víctima de un delito, no con quién lo ha perpetrado!

Barbara examinó furtivamente a Gillian. Qué capacidad de manipulación tenía aquella mujer. Unos minutos en el baño la noche anterior y hacía con todos ellos lo que quería.

¿Desde cuándo emplearía aquellas mañas?

Miró de nuevo a Lynley. ¿Por qué le había hecho intervenir de nuevo en el caso? Sólo podía haber una razón: para ponerla en su sitio de una vez por todas, para humillarla con el conocimiento de que incluso una aficionada como la dulce dama que le acompañaba tenía más experiencia que la fea Havers. Y luego para condenarla definitivamente a la calle.

“Bien, inspector, mensaje recibido.” Ahora todo lo que deseaba era regresar a Londres y ponerse el uniforme, dejando que Lynley y su señoría barrieran los fragmentos del estropicio que ella había hecho.


Había llevado el cabello recogido en dos largas trenzas rubias. Por eso pareció tan joven aquella primera noche, en la Casa del Testamento. No habló con nadie, limitándose a examinar en silencio al grupo para decidir si eran dignos de su confianza. Una vez tomada su decisión, sólo dijo cómo se llamaba: Helen Graham, Nell.

¿Pero acaso no había sabido él desde el principio que aquel no era su nombre verdadero? Quizás el ligero titubeo antes de responder cuando alguien se dirigía a ella la había traicionado. Tal vez era la expresión nostálgica de sus ojos cuando lo decía, o tal vez sus lágrimas la primera vez que él le hizo el amor y susurró Nell en la oscuridad. En cualquier caso, ¿no había sabido siempre, en el fondo de su corazón, que aquél no era el nombre verdadero de la muchacha?

¿Por qué había sentido aquella atracción irresistible hacia ella? Al principio fue la inocencia casi infantil con que adoptó el estilo de vida en la Casa del Testamento. Tenía grandes deseos de aprender, y participó con apasionamiento en las tareas de la comunidad. Luego fue su pureza lo que él admiró, la pureza que le permitía llevar una nueva vida, sin que la afectaran animosidades personales en un mundo donde ella había decidido que semejantes fealdades no existían.

Luego fue su devoción por Dios, no la piedad ostentosa, los golpes en el pecho del converso, sino la serena aceptación de un poder más grande que el suyo propio, lo que le conmovió. Finalmente fue la firmeza de su fe en que él era capaz de hacer cualquier cosa, sus palabras de aliento cuando le abandonaba la esperanza, la constancia de su amor cuando él más lo necesitaba.

Como lo necesito ahora, se dijo Jonah.

Durante las últimas doce horas había recapacitado en su propia conducta, había desechado todos los subterfugios y llegado a verla tal como era: la conducta propia de un cobarde inveterado. Había abandonado a su esposa y su hogar, hacia un destino desconocido, huyendo para no tener que enfrentarse a lo que temía saber. Sin embargo, ¿qué había de temer cuando Nell, quienquiera que fuese, no podía ser ni más ni menos que la criatura encantadora que estaba a su lado, que escuchaba embelesada sus palabras, que le abrazaba por la noche? No podía haber una oscura monstruosidad en su pasado a la que temer. Sólo podía haber lo que ella era y siempre había sido.

Esta era la verdad, y lo sabía, podía sentir que era así, lo creía. Y cuando se abrió la puerta del sanatorio mental, se levantó rápidamente y entró en el edificio para ir en busca de su esposa.

Lynley percibió el titubeo de Gillian cuando entraban en el sanatorio. Al principio lo atribuyó a su comprensible nerviosismo porque iba a ver a su hermana al cabo de tantos años, pero entonces vio que tenía la vista fija en un joven que avanzaba por el vestíbulo hacia ellos. Intrigado, Lynley se volvió hacia Gillian para hablarle y vio en el rostro de la mujer una expresión de terror absoluto.

– Jonah -dijo jadeando, y dio un paso atrás.

Jonah Clarence tendió una mano como si fuera a tocarla, pero se detuvo.

– Lo siento. Perdóname, Nell. Lo siento.

Tenía los ojos enrojecidos, como si llevara varios días sin dormir.

– No debes llamarme así. No sigas haciéndolo.

Él ignoró estas palabras.

– Me he pasado toda la noche sentado en un banco en King’s Cross, pensando en todo esto, preguntándome si podrías querer a un hombre que ha sido demasiado cobarde para quedarse con su mujer cuando ella más le necesitaba.

Ella le tocó el brazo.

– Oh, Jonah, por favor, vuelve a Londres.

– No me pidas eso. Sería demasiado fácil.

– Por favor, te lo ruego. Hazlo por mí.

– No me iré sin ti. No sé qué es lo que has de hacer aquí, pero sea lo que fuere, yo estaré a tu lado. -Miró a Lynley-. ¿Puedo quedarme con mi esposa?

– Gillian debe decidirlo -replicó el inspector, el cual observó que el joven daba un respingo involuntario al oír el nombre.

– Quédate si quieres, Jonah -susurró ella.

Él le sonrió, le acarició la mejilla y sólo desvió la vista de ella cuando el sonido de voces procedentes del pasillo transversal indicó la aproximación del doctor Samuels. Éste llevaba varias carpetas de archivo que entregó a una doctora antes de dirigirse a ellos.

Miró al grupo con semblante serio. Si estaba agradecido por la llegada de la hermana de Roberta Teys y la posibilidad de que así se obtuviera algún avance en el caso, no lo evidenció en absoluto.

– Hola, inspector. ¿Es absolutamente necesaria la presencia de tantas personas?

– Lo es -respondió Lynley en tono neutro, y confió en que el médico tuviera el buen sentido de considerar el estado de Gillian antes de armar un escándalo y despedirlos a todos.

El psiquiatra apretó las mandíbulas. Era evidente que sólo estaba acostumbrado a una cortesía servil y que se debatía entre el deseo de poner a Lynley en su lugar y el de llevar a cabo el encuentro planeado entre las dos hermanas. Se impuso su interés por Roberta.

– ¿Es ésta la hermana? -Sin aguardar respuesta, tomó a Gillian del brazo y le dedicó su atención, mientras se ponía en marcha por el pasillo hacia el pabellón cerrado-. Le he dicho a Roberta que vendría a verla -le dijo en voz baja-, pero debe usted estar prevenida, porque es posible que no le responda.

– ¿Aún no…? -Gillian titubeó, como si no supiera con seguridad cómo debía proceder-. ¿Aún no ha dicho nada?

– Nada en absoluto, pero estamos en las primeras etapas de la terapia, señorita Teys, y…

– Señora Clarence -intervino Jonah con firmeza.

El psiquiatra se detuvo y miró a Jonah Clarence, con una expresión de sospecha y desagrado.

– Señora Clarence -corrigió Samuels, sin desviar la mirada del marido-. Como le decía, señora Clarence, éstas son las primeras etapas de la terapia. No tenemos motivos para dudar de que algún día su hermana llegará a recuperarse por completo.

– ¿Algún día? -preguntó Gillian, rodeándose la cintura con el brazo, gesto idéntico al de su madre.

El psiquiatra pareció evaluar su reacción. Las breves palabras de Gillian habían comunicado mucho más de lo que ella creía, y el médico le respondió en consonancia.

– Sí, Roberta está muy enferma. -La cogió del codo y la guió a través de la puerta de acceso al pabellón.

Recorrieron el pabellón cerrado en un silencio sólo interrumpido por los sonidos apagados de sus pisadas sobre la moqueta y el grito ocasional de un paciente tras una puerta cerrada. Samuels se detuvo ante una puerta cerca del extremo del corredor. La abrió y encendió la luz, revelando una habitación pequeña y estrecha. Les hizo una seña para que entraran.

– Van a estar demasiado apretados aquí dentro -les advirtió, indicando con su tono que lamentaba muy poco el hecho.

Era un rectángulo estrecho, no mucho mayor que un armario para guardar los utensilios de limpieza, cosa para la que había servido en otro tiempo. Una de las paredes estaba cubierta por un gran espejo, con un altavoz en cada extremo, y en el medio había una mesa y varias sillas. Producía una sensación de claustrofobia, a la que se añadía el olor acre de la cera para el suelo y el desinfectante.

– Está bien -dijo Lynley.

Samuels asintió.

– Cuando traiga a Roberta, apagaré estas luces y ustedes podrán ver la habitación contigua a través de este espejo. Los altavoces les permitirán oír lo que se dice. Roberta sólo verá el espejo, pero le he dicho que ustedes estarán al otro lado. No podría estar en la habitación de otra manera, ¿comprenden?

– Sí, claro.

– Muy bien -Su sonrisa era una mueca siniestra, como si percibiera su aprensión y se alegrara de ver que los visitantes, lo mismo que él, temían que la entrevista inminente iba a ser desagradable-. Estaré en la habitación de al lado con Gilllian y Roberta.

– ¿Es necesario? -preguntó Gillian, vacilante.

– Me temo que sí, dadas las circunstancias.

– ¿Las circunstancias?

– El asesinato, señora Clarence. -Samuels les miró por última vez y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones. Entonces se volvió hacia Lynley-: ¿Tenemos que revisar la normativa legal? -le preguntó bruscamente.

– Eso no es necesario -dijo Lynley-. La conozco bien.

– Ya sabe que nada de lo que ella diga…

– Lo sé -le interrumpió Lynley.

El médico asintió.

– Entonces iré a buscarla. -Giró con elegancia sobre un talón, apagó las luces y salió del cuarto, cerrando la puerta tras él.

Las luces de la estancia al otro lado del espejo proporcionaban una tenue iluminación, pero su pequeña celda cerrada estaba a oscuras. Se sentaron en las incómodas sillas de madera y esperaron: Gillian con la vista baja, mirándose las puntas rasguñadas de los dedos; Jonah a su lado, rodeándole protectoramente los hombros con su brazo; la sargento Havers entregada a sus pensamientos en el rincón más oscuro de la habitación; lady Helen junto a Lynley, observando la comunicación silenciosa entre marido y mujer, y el mismo Lynley, entregado a una contemplación profunda, de la que salió gracias a que la mano de lady Helen apretó la suya.

El le devolvió el apretón, agradecido. Le sonrió, contento de que estuviera a su lado, con su insobornable cordura, en un mundo que pronto enloquecería.

Roberta no había cambiado nada. Entró en la habitación acompañada por dos enfermeras, vestida como en la ocasión anterior, con la falda demasiado corta, la blusa pequeña para su envergadura y las zapatillas que apenas bastaban para protegerle los pies. Sin embargo, la habían bañado y su espeso cabello estaba limpio y húmedo, peinado hacia atrás y recogido en la nuca con un cordón escarlata, que ponía una nota incongruente de color en la estancia por lo demás monocromática. La misma habitación era inofensiva y deslucida, sin ninguna decoración, con sólo tres sillas y un armario metálico que llegaba a la cintura de una persona. Las paredes estaban desnudas. No había ninguna distracción, ninguna escapatoria.

– Oh, Bobby -murmuró Gillian cuando vio a su hermana a través del espejo.

– Como ves, aquí hay tres sillas, Roberta. -La voz de Samuels les llegó distorsionada a través de los altavoces-. Dentro de un momento le pediré a tu hermana que se reúna con nosotros. ¿Recuerdas a tu hermana Gillian, Roberta?

La muchacha, que estaba sentada, empezó a balancearse, pero no replicó. Las dos enfermeras abandonaron la habitación.

– Gillian ha venido desde Londres. Pero antes de que la haga pasar, quiero que mires a tu alrededor y te acostumbres a este sitio. Nunca nos habíamos reunido aquí, ¿verdad?

Roberta no respondió, su mirada apagada siguió fija en un punto de la pared opuesta. Los brazos le colgaban a los costados, rígidos, sin vida, como masas pulposas de grasa y piel. A Samuels no le incomodó su silencio y dejó que continuara mientras contemplaba plácidamente a la muchacha. Así transcurrieron dos minutos interminables, hasta que se incorporó.

– Ahora voy a buscar a Gillian, Roberta. Estaré presente mientras estén juntas. Debes tranquilizarte, no corres ningún peligro.

Estas últimas palabras parecían innecesarias, pues si la voluminosa muchacha sentía temor -si sentía algo, en definitiva- no daba señal alguna de que así fuera.

En la sala de observación, Gilllian se puso en pie, con un movimiento vacilante, poco natural, como si la impulsara hacia arriba y adelante una fuerza distinta a la de su libre voluntad.

– Cariño, no estás obligada a entrar ahí si temes hacerlo -le dijo su marido.

Ella no replicó y con el dorso de su mano, en cuya piel las marcas de las púas metálicas sobresalían como venas cutáneas, le acarició la mejilla. Era como si se despidiera de él para siempre.

– ¿Preparada? -preguntó Samuels desde la puerta abierta. Su aguda mirada efectuó una rápida evaluación de Gillian, determinando sus puntos fuertes y sus debilidades potenciales. Cuando ella asintió, le dijo claramente-: No tiene nada de qué preocuparse. Estaré presente, y hay varios enfermeros a escasa distancia, los cuales acudirían en seguida en caso de que fuese necesario reducirla.

– Parece usted creer que Bobby realmente podría hacer daño a alguien -dijo Gillian, y le precedió a la habitación contigua sin esperar respuesta.

Los demás observaban, esperando la reacción de Roberta cuando se abrió la puerta y entró su hermana. No reaccionó en absoluto. Su cuerpo enorme siguió balanceándose.

Gillian titubeó, con la mano en la puerta.

– Bobby -le dijo claramente, en tono sosegado, como un padre podría hablar a una criatura recalcitrante.

Al no obtener respuesta, la joven cogió una de las tres sillas y la colocó ante su hermana, directamente en su línea visual. Entonces se sentó. Roberta siguió mirando el punto indeterminado en la pared, como si no hubiera nadie delante de ella. Gillian miró al psiquiatra, el cual se había sentado a su lado, fuera del campo visual de Roberta.

– ¿Qué debo hacer…?

– Háblele de usted misma. Puede oírla.

Gillian arrugó la tela de su vestido, haciendo un esfuerzo para mirar el rostro de su hermana.

– He venido desde Londres para verte, Bobby -empezó a decir con voz temblorosa, pero a medida que hablaba fue ganando aplomo-. Ahora vivo allí, con mi marido. Me casé el noviembre pasado. -Miró a Samuels, el cual la alentó con un gesto de asentimiento-. Te parecerá divertido, pero me casé con un pastor protestante. Es difícil de creer que una chica tan católica se haya casado con un protestante, ¿verdad? ¿Qué diría papá si lo supiera?

Silencio. El rostro inexpresivo de Roberta no mostraba ningún signo de reconocimiento ni de interés. Era como si Gillian hablara con la pared. Se lamió los labios secos y prosiguió entrecortadamente:

– Tenemos un piso en Islington. No es muy grande, pero te gustaría. ¿Recuerdas cómo me gustaban las plantas? Tengo muchas en el piso, porque entra mucho sol por la ventana de la cocina. ¿Recuerdas que nunca podía conseguir que las plantas crecieran en la granja? Había demasiada oscuridad.

El balanceo continuó. El peso de Roberta hacía crujir la silla que ocupaba.

– También tengo un empleo. Trabajo en un sitio llamado Casa del Testamento. Lo conoces, ¿verdad? Allí viven jóvenes que escapan de sus casas. Mis tareas son muy diversas, pero lo que más me gusta es asesorar a los chicos. Dicen que les resulta fácil hablar conmigo. -Hizo una pausa-. ¿No quieres hablar conmigo, Bobby?

La muchacha respiraba pesadamente, como si estuviera narcotizada, su pesada cabeza colgaba a un lado. Era como si estuviese dormida.

– Me gusta Londres. Nunca lo habría creído posible, pero así es. Supongo que se debe a que ésa es la ciudad donde están mis sueños. Yo… quisiera tener un hijo. Ese es uno de mis sueños, y… y creo que me gustaría escribir un libro. Hay muchas historias que bullen dentro de mí, y quiero escribirlas. Como las hermanas Brönte. ¿Recuerdas cómo leíamos sus libros? Ellas también tenían sueños, ¿verdad? Creo que es importante tener sueños.

– Es inútil -dijo bruscamente Jonah Clarence. En cuanto su esposa salió del cuartucho, vio la trampa, comprendió que enfrentarla a su hermana era un retorno al pasado totalmente ajeno a él, del que no podía salvarla-. ¿Cuánto tiempo tiene que estar ahí dentro?

– Todo el que ella quiera -dijo Lynley-. Está en manos de Gillian.

– Pero puede ocurrir cualquier cosa. ¿Es que ella no lo comprende? -Jonah sentía deseos de ponerse en pie de un salto, abrir la puerta y llevarse de allí a su esposa. Era como si su mera presencia en la habitación, atrapada con la criatura horrible, con el ballenato que era su hermana, bastara para contaminarla y destruirla para siempre-. ¡Nell! -gritó furiosamente.

– Quiero hablarte de la noche en que me marché, Bobby -siguió diciendo Gillian, mirando el rostro de su hermana, esperando el más ligero movimiento que indicara comprensión y reconocimiento, que detuviera sus palabras-. No sé si lo recuerdas. Fue un día después de cumplir los dieciséis, por la noche. Yo… -Era demasiado, no podía seguir. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para sobreponerse y continuar-: Le quité dinero a papá. ¿No te lo dijo? Sabía adónde lo guardaba, el dinero para los gastos de la casa, y lo robé. Estaba mal, lo sé, pero… tenía que irme, era preciso que me alejara durante algún tiempo. Lo sabes, ¿verdad? -Necesitaba asegurarse, y repitió-. Lo sabes, ¿verdad?

¿Era ahora más rápido el balanceo de la silla o se debía sólo a la imaginación de los observadores?

– Fui a York, y tardé en llegar toda la noche. Fui a pie y haciendo autostop. Sólo tenía aquella mochila, ya sabes, la que usaba para llevar los libros a la escuela, y no tenía más que una muda. No sé en qué pensaba cuando huí de esa manera. Ahora parece una locura, ¿verdad? -Gillian sonrió brevemente a su hermana. El corazón le martilleaba en el pecho y cada vez le resultaba más laborioso respirar-. Cuando llegué a York amanecía. Nunca olvidaré la imagen de la catedral iluminada por la luz de la mañana. Era hermosa. Quería quedarme allí para siempre. -Se detuvo y apoyó las manos en el regazo, mostrando las cicatrices de los cortes. No podía evitarlo-. Me quedé en York todo aquel día. Estaba muy asustada, Bobby. Nunca había estado una noche fuera de casa, y no estaba segura de que quería ir a Londres. Pensé que sería más fácil regresar a la granja, pero… no podía…

– ¿Qué objeto tiene todo esto? -preguntó Jonah Clarence con voz ronca-. ¿De qué manera ayudará a Roberta?

Lynley le dirigió una mirada cautelosa, pero el hombre se había dominado, aunque apretaba el puño derecho.

– Cogí el tren de la noche. Paraba en muchas estaciones, y en cada una de ellas pensaba que me interrogarían, que papá podría haber avisado a la policía, o que él mismo habría salido en mi busca. Pero no sucedió nada, hasta que llegué a King’s Cross.

– No tienes que hablarle del macarra -susurró Jonah-. ¿Qué objeto tiene?

– King’s Cross había un hombre amable que me compró algo para comer. Le estuve muy agradecida, me pareció todo un caballero. Pero mientras comía y me hablaba de una casa que tenía y en la que yo podría vivir, entró otro hombre en la cafetería. Nos vio, se acercó a nosotros y dijo: “Ella viene conmigo”. Pensé que era un policía y que me haría volver a casa. Empecé a llorar y me aferré a mi amigo, pero él se zafó de mí y se fue a toda prisa de la estación. -Hizo una pausa, sumida en el recuerdo de aquella noche-. El nuevo hombre era muy diferente. Dijo que se llamaba George Clarence, que era clérigo y que el otro hombre quería llevarme al Soho para… llevarme al Soho -repitió con firmeza-Dijo que tenía una casa en Camden Town donde podría alojarme.

Jonah lo recordaba todo vívidamente: la vieja mochila, la muchacha asustada, los zapatos despellejados y los tejanos hechos jirones que llevaba. Recordó la llegada de su padre y la conversación con su madre. Las palabras “macarra del Soho… ni siquiera comprendía… parece que no ha dormido nada…” resonaban en su mente. Recordó que la observaba desde la mesa del desayuno, donde había dividido su tiempo entre los huevos revueltos y empollar para un inminente examen de literatura. Ella no miraba a nadie, todavía no.

– El señor Clarence fue muy bueno conmigo, Bobby. Era como si yo formase parte de la familia… Y me casé con su hijo Jonah. Jonah te gustaría mucho, es tan amable, tan bueno. Cuando estoy con él siento como si nada pudiera… volver a suceder jamás -concluyó.

Era suficiente. Había cumplido con lo que le habían pedido. Gillian miró implorante al psiquiatra, esperando que le diera instrucciones, que le hiciera un gesto para interrumpir su inútil monólogo, pero el médico se limitó a observarla, a través de la protección de sus gafas a las que la luz arrancaba destellos. Su rostro era inexpresivo, pero ella percibía amabilidad en su mirada.

– Ya está bien -dijo Jonah enfurecido-. Esto no sirve para nada. La han traído aquí, la han sometido a una experiencia tan penosa, inútilmente. -Empezó a incorporarse.

– Siéntese -le dijo Lynley en un tono que no dejaba opción al otro.

– Háblame, Bobby -rogó Gillian-. Dicen que has matado a papá, pero sé que no has podido hacer eso. No parecías… no había ningún motivo, lo sé. Dime que no había ningún motivo. Él nos llevaba a la iglesia, nos leía, inventaba juegos para nosotras. Bobby, no le mataste, ¿verdad?

– Es importante para usted que no le matara, ¿no es cierto? -dijo en voz baja el doctor Samuels. Su voz era como una pluma que flotaba suavemente en el aire entre ellos.

– Sí -respondió Gillian de inmediato, aunque no apartó los ojos de su hermana-. Puse la llave bajo tu almohada, Bobby. ¡Estabas despierta! ¡Te hablé! Te dije que la usaras al día siguiente, y me comprendiste. No me digas que no, sé que me comprendiste.

– Era demasiado joven -dijo el médico-. No comprendía.

– ¡Tenías que comprender! Te dije que había puesto un mensaje en el Guardian, que diría Nell Graham, ¿recuerdas? Nos gustaba mucho ese libro, ¿verdad? Ella era tan valiente, tan fuerte, como queríamos ser nosotras.

– Pero yo no era fuerte, ¿no es cierto? -dijo el médico.

– ¡Claro que lo eras! No parecías… ¡Tenías que ir a Harrogate! ¡El mensaje te decía que fueras a Harrogate, Bobby! Tenías dieciséis años. ¡Podrías haber ido!

– No era como tú a los dieciséis, Gillian. ¿Cómo podría haber sido así?

El psiquiatra no se había movido de su silla. Sus ojos se deslizaban entre las dos hermanas, esperando una señal, leyendo los mensajes subyacentes en los movimientos corporales, la postura y el tono de voz.

– ¡Eso no importa! ¡No tenías por qué ser como yo! Todo lo que tenías que hacer era ir a Harrogate, no a Londres, sino sólo a Harrogate. Yo te habría recogido allí. Pero cuando no apareciste, pensé… creí… que estabas bien, que nada… que estabas perfectamente. Tú no eras como mamá.

– ¿Cómo mamá?

– Yo era como ella, exactamente igual. Podía verlo en las fotos. Pero tú eras distinta. Podía pensar que estabas bien.

– ¿Qué quiere decir con eso de ser como mamá? -inquirió el doctor.

Gillian se puso rígida. Su boca formó la palabra “no” tres veces en rápida sucesión. Era demasiado horroroso. No podía continuar.

– ¿Era Bobby como mamá a pesar de lo que usted creía?

– ¡No!

– No le contestes, Nell -musitó Jonah Clarence-. No tienes que responderle. No eres la paciente.

Gillian se miró las manos, sintiendo la carga de la culpabilidad sobre los hombros. Se hizo el silencio en la habitación, un silencio interrumpido sólo por el sonido del incesante balanceo de su hermana, por la respiración entrecortada, por los latidos de su propio corazón. Se sentía incapaz de continuar, pero sabía que no podía volver atrás.

– Sabes por qué me marché, ¿no? -dijo sordamente-. Fue por el regalo de mi cumpleaños, el regalo especial, el único…-Se cubrió los ojos con una mano temblorosa, esforzándose por controlarse-. ¡Debes decirles la verdad! ¡Debes decirles lo que sucedió! ¡No puedes permitir que te encierren durante el resto de tu vida!

Silencio de nuevo. Ella no podía… todo pertenecía al pasado… le había sucedido a otra persona. Además, la pequeña de ocho años que la seguía cuando deambulaba por la granja, que observaba todos sus movimientos con ojos brillantes de adoración, estaba muerta. Aquella criatura grotesca, obscena, que estaba ante ella no era Roberta. No había necesidad de seguir. Roberta se había ido.

Gillian alzó la cabeza. Se había producido un cambio en los ojos de Roberta, que ahora la miraban, y ese movimiento indicó a Gillian que había logrado abrirse paso hasta donde el psiquiatra no había podido llegar en las últimas tres semanas. Pero ese conocimiento no le produjo ninguna sensación de triunfo, sino más bien de condena. Una vez más, la última, se enfrentaba al pasado inmutable.

– Yo no lo entendía -dijo Gillian con la voz entrecortada-. Entonces sólo tenía cuatro o cinco años, tú ni siquiera habías nacido. Dijo que era un regalo especial, una especie de amistad que los padres siempre tenían con sus hijas, como Lot.

– Oh, no -susurró Jonah.

– ¿Te leía la Biblia, Bobby? A mí, sí. Entraba por la noche, se sentaba en mi cama y me leía la Biblia. Y mientras lo hacía…

– ¡No, no, no!

– …su mano me buscaba bajo las sábanas. “¿Te gusta, Gilly?”, me preguntaba. “¿Te hace feliz? A papá sí, mucho. Es tan agradable, tan suave. ¿Te gusta, Gilly?”

Jonah se llevó el puño a la frente, mientras se apretaba el pecho con el brazo izquierdo.

– Por favor -gimió.

– No sabía nada, Bobby, no comprendía. Sólo tenía cinco años y la habitación estaba a oscuras. “Date la vuelta”, decía, “papá te frotará la espalda. ¿Te gusta esto? ¿Dónde te gusta más? ¿Aquí, Gilly? ¿Es especial aquí?” Y entonces me cogía la mano. “A papá le gusta aquí, Gilly. Frota a papá aquí”.

– ¿Dónde estaba mamá? -preguntó el doctor.

– Mamá estaba durmiendo, o en su habitación, o leyendo. Pero la verdad es que no importaba, porque aquello era especial, algo que los padres comparten con sus hijas. Mamá no debía saberlo. Mamá no lo entendería. Ella no leía la Biblia con nosotros, así que no lo entendería. Y entonces ella se marchó. Yo tenía ocho años.

– Y entonces se quedaron solas.

Gilly meneó la cabeza, aturdida.

– Oh, no -dijo con un hilo de voz-. Yo fui mamá entonces.

Jonah Clarence no pudo evitar un sollozo al oír estas palabras.

Lady Helen miró a Lynley, vio su rostro inmóvil y cubrió su mano con la suya, apretándole los dedos con fuerza.

– Papá puso sus fotos en la sala de estar para que pudiera verlas cada día. “Mamá se ha ido”, me dijo, y me hizo mirarlas para que viera lo bonita que era y cómo había pecado yo al nacer, pues eso la había alejado. “Mamá sabía lo mucho que papá te quiere, Gilly, y por eso se ha ido. Ahora debes ser como mamá para mí”. Yo no entendía lo que quería decir, y él me lo enseñó. Me leía la Biblia, rezaba y me enseñaba. Pero yo era demasiado pequeña para ser una mamá adecuada, y por eso él… yo hacía otras cosas que él me enseñó, y yo… aprendí con mucha rapidez.

– Usted quería complacerle. Era su padre, todo lo que tenía.

– Quería que me quisiera. Y él decía que me quería cuando yo… cuando… “A papá le gusta que lo tengas en la boca, Gilly.” Y luego rezábamos, siempre rezábamos. Pensé que Dios me perdonaría por haber hecho que mamá huyera si era una mamá lo bastante buena para él. Pero Dios nunca me perdonó, no existía.

Jonah apoyó los brazos sobre la mesa y ocultó en ellos el rostro. Empezó a sollozar.

Finalmente Gillian miró de nuevo a su hermana. Roberta la miraba, aunque su rostro seguía sin expresión. Había dejado de balancearse.

– Por eso hice cosas, Bobby, cosas que no comprendía porque mamá se había ido y yo necesitaba… quería que mamá volviera. Y pensé que la única manera de tener a mamá de nuevo era que yo misma lo fuera.

– ¿Es eso lo que hizo cuando cumplió dieciséis años? -preguntó en voz queda el doctor Samuels.

– Él entró en mi cuarto. Era tarde. Dijo que había llegado la hora de que fuera como la hija de Lot, la manera real, como decía la Biblia, y se desnudó.

– ¿Nunca lo había hecho?

– Nunca se había quitado toda la ropa como aquella vez. Pensé que quería… como siempre… pero no, me separó las piernas y… “No puedo respirar, papá, pesas demasiado. No, por favor. Tengo miedo. ¡Oh, me duele, me duele!”

Su marido se incorporó, tambaleándose, y las patas de su silla chirriaron sobre el suelo de linóleo. Se acercó al cristal.

– ¡Nunca ha ocurrido eso! -gritó-. ¡No es posible! ¡Eres mi mujer!

– Pero me cubrió la boca con su mano. Me dijo: “Puedes despertar a Bobby, cariño. Papá te quiere a ti más que a nadie. Deja que papá te enseñe, Gilly. Deja que papá lo haga como mamá, como una mamá de verdad. Déjame.” Me hacía daño, mucho daño, y le odiaba.

– ¡Dios mío, no! -gritó Jonah. Abrió la puerta con tal violencia que golpeó la pared y salió corriendo.

Se hizo el silencio, y poco después Gillian empezó a llorar.

– Era sólo como un recipiente, no era una persona. ¿Qué importaba lo que él me hacía? Me convertí en lo que él quería, en lo que cualquiera quería. Así es como vivía. ¡Así es como vivía, Jonah!

– ¿Complaciendo a cualquiera? -preguntó el doctor.

– A la gente le gusta mirar a los espejos. Eso es lo que yo era. En eso me convirtió él. Dios mío, le odiaba. ¡Le odiaba! -Se cubrió el rostro con las manos y dio rienda suelta a las lágrimas que había retenido durante once largos años. Los demás permanecían inmóviles, escuchando su llanto. Tras una pausa larga y dolorosa, alzó su rostro devastado hacia su hermana-. No dejes que te mate, Bobby, no se lo permitas. Por el amor de Dios, diles la verdad.

El silencio continuó. Sólo se oía el sonido insoportable del tormento personal de Gillian. Roberta seguía inmóvil, como si estuviera sorda.

– Tommy -susurró lady Helen-. No puedo soportarlo. Ha hecho todo esto por nada.

Lynley miraba la otra habitación. Le latía la cabeza, tenía la garganta dolorida y le ardían los ojos. Quería encontrar a William Teys, encontrarle vivo y arrancarle los miembros uno tras otro. Jamás había experimentado semejante sentimiento, una ira tan extrema. Notaba que la angustia de Gillian se apoderaba de él como una enfermedad.

Pero el llanto había remitido y Gillian se levantó y se dirigió a la puerta pausadamente. Cogió el pomo y tiró de él. Después de todo, su presencia había sido inútil. Todo había terminado.

– ¿Te hacía desfilar desnuda, Gilly? – preguntó Roberta.

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