CAPÍTULO OCHO

Havers replicó:

– Quizás tiene un retrato en el desván, como Dorian Gray.

Lynley la miró sorprendido. Hasta entonces ella había puesto tanto empeño en comportarse adecuadamente, en prestar su cooperación total a cada una de sus órdenes, que aquella desviación de la norma para decir algo divertido era una agradable sorpresa.

– Bien pensado, sargento -dijo riendo-. Veamos qué tiene que decirnos la señora Mowrey.

Ella les recibió en la entrada, mirándoles con expresión confusa y, a juzgar por la velada expresión de sus ojos, un tanto aterrada. Vista de cerca parecía más una mujer que rondaba la edad mediana, pero el cabello seguía siendo de un rubio resplandeciente, la figura esbelta, la piel, algo pecosa, casi sin arrugas.

Intercambiaron saludos y Lynley le mostró su placa.

– Somos de Scotland Yard, del Departamento de Investigación Criminal. ¿Nos permite entrar, señora Mowrey?

La mujer miró el rostro severo de Havers y de nuevo al inspector.

– Desde luego.

Su voz era normal, cortés y afable, pero había en sus movimientos una rigidez, un titubeo, que sugerían emoción contenida.

Les condujo a mano izquierda, a través de una puerta abierta que daba a la sala de estar, donde hizo un gesto silencioso para pedirles que tomaran asiento. Era una habitación amueblada con gusto, con piezas de diseño moderno, de pino y nogal, que se mezclaban con los suaves colores otoñales. Desde algún lugar, no visible de inmediato, llegaba el tictac de un reloj, ligero y rápido como un pulso desbocado. Allí no se veía el desorden tumultuoso de Olivia Odell ni la precisión mecánica de la granja Gembler. Era más bien el centro de reunión de una familia que se llevaba bien, con fotografías informales diseminadas por la sala, recuerdos de viajes y varias cajas de juegos de naipes entre los libros de las estanterías.

Tessa Mowrey tomó asiento en el ángulo donde la luz era más débil. Se sentó en el borde del sillón, con la espalda erguida, las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre el regazo. Llevaba una alianza de oro. No preguntó a qué se debía la visita de Scotland Yard y siguió a Lynley con la mirada cuando éste se dirigió a la chimenea y miró las fotos exhibidas en la repisa.

– ¿Son sus hijos? -preguntó.

Eran dos, niño y niña, en fotos tomadas durante unas vacaciones familiares en Saint Ives. Reconoció la panorámica de la bahía, los edificios grises y blancos apiñados en la playa y las embarcaciones varadas con la marea baja.

– Sí -respondió ella, sin añadir nada más.

Aguardaba inmóvil lo inevitable. El silencio continuó, sin que Lynley hiciera nada por romperlo. La mujer se vio obligada a seguir hablando, por puro nerviosismo.

– ¿Les ha telefoneado Russell? -Había un deje de desesperación en su voz, un sonido apagado, como si hubiera experimentado la gama completa de la aflicción y no quedara nada en ella, ninguna emoción a la que abandonarse-Pensé que lo haría. Claro, han pasado tres semanas. Había empezado a confiar en que me castigara sólo hasta que lo hubiéramos aclarado todo. -Se movió inquieta cuando la sargento Havers sacó su cuaderno de notas-. ¿Es necesario que haga eso? -preguntó débilmente.

– Me temo que sí -replicó Lynley.

– Entonces se lo diré todo. Es lo mejor.

Bajó la vista y se apretó más las manos entrelazadas.

Lynley pensó en lo curioso que resulta que los miembros de la misma especie confíen inevitablemente en los mismos gestos para sus signos no verbales de aflicción. Llevarse una mano a la garganta, rodearse el cuerpo protectoramente con los brazos, un rápido ajuste de la ropa, un respingo para mantener a raya el golpe psíquico.

Vio que Tessa hacía acopio de fuerzas para superar aquella experiencia penosa, como si una mano pudiera dar a la otra una transfusión de valor por el sencillo procedimiento de entrelazar los dedos, y pareció lograrlo. Alzó la vista, con expresión desafiante.

– Sólo tenía catorce años cuando me casé con él. ¿Pueden comprender lo que es estar casada con un hombre que te lleva dieciséis años cuando sólo tienes catorce? Claro que no. Nadie puede comprenderlo, ni siquiera Russell.

– ¿Por qué no fue usted a la escuela?

– Fui durante un tiempo, pero lo dejé para ayudar en la granja una temporada, cuando mi padre enfermó de la espalda. Fue sólo un arreglo temporal y tenía que regresar al cabo de un mes. Marsha Fitzalan me dio trabajo para hacer en casa, de modo que no me quedase rezagada. Pero no hice nada, y entonces llegó William.

– ¿Cómo ocurrió?

– Vino a la granja para comprar un carnero y yo le acompañé a verlo. William era… muy guapo y yo una romántica. Me sentí como Cathy cuando por fin Heathcliff va a buscarla.

– Supongo que a su padre le preocuparía que su hija de catorce años quisiera casarse, y con un hombre que era mucho mayor que ella.

– Sí, tanto él como mi madre estaban preocupados, pero yo era testaruda, y William era responsable, respetable y fuerte. Creyeron que si no me dejaban casarme con él, me desmandaría y haría alguna barbaridad. Por eso dieron su consentimiento y nos casamos.

– ¿Qué le ocurrió a su matrimonio?

– ¿Qué sabe del matrimonio una niña de catorce años, inspector? -preguntó ella a su vez-. Ni siquiera sabía con certeza cómo vienen los niños al mundo cuando me casé con William. Quizás piense que una chica campesina debería ser más juiciosa, pero recuerde que pasaba la mayor parte de mi tiempo libre leyendo a las hermanas Brönte, y Charlotte, Anne y Emily eran siempre un poco vagas con respecto a los detalles. Pero lo descubrí con bastante rapidez. Gillian nació poco antes de que yo cumpliera los quince. William estaba encantado. Adoraba a la niña. Fue como si su vida empezara de nuevo en el momento en que vio a Gilly.

– Sin embargo, pasaron varios años antes de que tuvieran su segundo hijo.

– Eso fue porque Gillian hizo que cambiara todo entre nosotros.

– ¿En qué sentido?

– De algún modo ella… aquél bebé diminuto y frágil… hizo que William descubriera la religión, y ya nada fue como antes.

– No sé por qué, pero tenía la impresión de que siempre había sido un hombre religioso.

– No, no lo fue hasta que nació Gillian. Fue como si no pudiera ser un padre lo bastante bueno, como si tuviera que purificar su alma para ser digno de un hijo.

– ¿Cómo lo hizo?

Ella rió brevemente al recordarlo, pero era la suya una risa amarga y pesarosa.

– Se entregó a la Biblia, la confesión y la comunión diarias. Al cabo de un año de matrimonio, se había convertido en el fiel más devoto de Santa Catalina y era un padre excelente.

– Y usted, a sus quince años, intentó vivir con un bebé y un santo.

– Así es, exactamente, pero no tenía que preocuparme demasiado por la criatura. No tenía suficientes condiciones para cuidar de la hija de William, o quizás no era lo bastante santa, porque, en todo caso, él ya la cuidaba lo suficiente.

– ¿Qué hacía usted?

– Me refugiaba en mis libros. -Había permanecido casi inmóvil en su asiento durante los primeros momentos de conversación, pero ahora se movía inquieta, hasta que se puso en pie y cruzó la sala para mirar a través de la ventana, hacia la catedral de York que se alzaba a lo lejos. Lynley supuso que Tessa no veía la catedral, sino el pasado-. Soñaba que William se convertía en el señor Darcy, que el señor Knightlwy me cogía en brazos. Confiaba en que el día menos pensado podría encontrarme con Edward Rochester. Para ello sólo tenía que creer con la fuerza suficiente que mis sueños eran reales. -Se cruzó de brazos, como si así pudiera mantener a raya el dolor de aquella época-. Quería ser amada por encima de todo. ¡Cómo lo deseaba! ¿Puede entenderlo, inspector?

– ¿Quién no lo entendería?

– Pensé que si teníamos otro hijo, cada uno de nosotros tendría un ser especial al que amar. Por eso… seduje a William para que volviera a nuestra cama.

– ¿Para que volviera?

– Así es. Poco después de que Gilly naciera, él dejó de dormir en la cama de matrimonio. Dormía en cualquier parte, en el sofá, en el cuarto de costura, pero sin mí.

– ¿Por qué hizo eso?

– Aprovechó como excusa el hecho de que el parto de Gilly había sido muy duro para mí. No quería dejarme embarazada y que tuviera que pasar de nuevo por aquel tormento.

– Pero hay anticonceptivos…

– William es católico, inspector. Nada de anticonceptivos…

Se volvió hacia ellos. La luz de la ventana difuminaba el color de sus mejillas, borraba cejas y pestañas y hacía más profundas las arrugas desde la nariz hasta la boca. Si ella lo sabía, no hacía ningún movimiento para evitarlo y permanecía inmóvil en aquel ángulo revelador, como deseosa de mostrar su verdadera edad.

– Ahora que lo pienso -prosiguió-, creo que era el sexo y no el dejarme encinta lo que asustaba a William. Sea como fuere, finalmente logré que volviera a la cama. Y Roberta nació ocho años después de Gilly.

– Si tenía usted lo que quería… un segundo hijo a quien amar, ¿por qué se fue de casa?

– Porque empezó todo de nuevo. La pequeña no era mía más de lo que había sido Gillian. Quería a mis hijas, pero no se me permitía tratarlas a mi manera, como si no me pertenecieran. -Aunque le tembló la voz al pronunciar la última palabra, logró dominarse-. Una vez más, no me quedaba más que mis libros.

– Así que se marchó.

– Una mañana, pocas semanas después de que naciera Roberta, me desperté y comprendí con claridad que si me quedaba allí me consumiría inmediatamente. Tenía veintitrés años, dos hijas a las que no se me permitía querer a mi modo y un marido que había empezado a consultar la Biblia antes de vestirse por la mañana. Miré por la ventana, vi el camino que conducía al páramo del Alto Keel y supe que ese mismo día tomaría el portante.

– ¿Y él no intentó impedírselo?

– No. Naturalmente, yo quería que lo hiciera, pero no se opuso. Salí de aquella casa y de su vida, llevando solamente una maleta y veinticinco libras esterlinas. Me vine a York.

– ¿No fue a visitarla? ¿No intentó seguirla nunca?

Ella meneó la cabeza.

– No le dije dónde estaba. Simplemente, dejé de existir. Pero ya había dejado de hacerlo para William tantos años antes que no importaba.

– ¿Por qué no se divorció de él?

– Porque no tenía intención de volver a casarme. Vine a York con deseos de educarme, no de encontrar marido. Pensaba trabajar durante una temporada, ahorrar dinero, ir a Londres o incluso emigrar a Estados Unidos, pero mes y medio después de mi llegada a York, todo cambió. Conocí a Russell Mowrey.

– ¿Cómo se conocieron?

Ella sonrió al recordar.

– Vallaron parte de la ciudad cuando empezaron las excavaciones en busca de restos de los vikingos.

– Sí, recuerdo eso.

– Russell era de Londres, estudiante graduado, y formaba parte del equipo de excavación. Un día asomé la cabeza por una abertura de la valla, para echar un vistazo a los trabajos, y allí estaba Russell. Lo primero que me dijo fue: “¡Cielos, una diosa escandinava!”, y entonces se ruborizó hasta las raíces del cabello. Creo que me enamoré de él en aquel mismo momento. Tenía veintiséis años. Llevaba unas gafas que se le deslizaban continuamente por la nariz, unos pantalones muy sucios y un jersey de la universidad. Cuando salió de la zanja para hablarme, resbaló en el barro y cayó de culo.

– No era precisamente un Darcy -comentó Lynley en tono amable.

– No, ni mucho menos. Nos casamos al cabo de un mes.

– ¿Por qué no le habló de William?

Ella suspiró y pareció buscar palabras que ayudaran a sus interlocutores a comprender.

– Russell era un inocente. Tenía una idea magnífica de mí, me veía como una especie de princesa vikinga, una reina de las nieves. ¿Cómo podía decirle que tenía dos hijas y un marido que había dejado en una granja, en los valles?

– ¿Qué habría cambiado si él lo hubiera sabido?

– Supongo que nada. Pero entonces yo creí que él no me querría hasta que consiguiera el divorcio. Yo había anhelado amor, inspector, y por fin lo tenía a mi alcance. ¿Podía correr el riesgo de dejarlo escapar?

– Pero Keldale está a sólo dos horas de aquí. ¿No le preocupó que algún día William pudiera presentarse? ¿Incluso que tropezara con él casualmente en la calle?

– William nunca salió de los valles, ni una sola vez en los años que estuve con él. Allí lo tenía todo: sus hijas, su religión, su granja. ¿Para qué diablos tenía que venir a York? Además, al principio creí que iríamos a vivir a Londres, pues la familia de Russell es de allí. No tenía ni idea de que él quería establecerse en York, pero aquí nos quedamos. Cinco años después nació Rebecca, y William al cabo de otro año y medio.

– ¿William?

– Imagínese cómo me sentí cuando Russell quiso llamarle William, pero así es como se llama su padre. No tuve más remedio que aceptarlo.

– Entonces, ¿lleva viviendo aquí diecinueve años?

– Sí, primero en un piso pequeño, en el centro de la ciudad, luego en una casa adosada, cerca de la calle Bishopthorpe, y finalmente, el año pasado, compramos esta casa. Habíamos… ahorrado mucho. Russell tenía dos empleos y, además, yo trabajaba en el museo. -Parpadeó para retener las lágrimas-. Hemos sido muy felices, muchísimo, hasta ahora. Han venido a buscarme, ¿verdad? ¿O me traen noticias?

– ¿Es que nadie se lo ha dicho? ¿No ha leído nada sobre lo ocurrido?

– ¿Si he leído…? ¿Qué ha ocurrido? El no… -Tessa miró alternativamente a Lynley y Havers. Era evidente que descifraba algo en sus rostros, pues en el suyo propio apareció una expresión de temor-. La noche que Russell se marchó, estaba encolerizado… terriblemente. Pensé que si no hacía ni decía nada, todo se arreglaría, que él volvería a casa y…

De súbito, Lynley se dio cuenta de que estaban hablando de cosas totalmente distintas.

– Señora Mowrey -la interrumpió-. ¿No sabe lo de su marido?

En los ojos oscuros de la mujer se intensificó la aprensión.

– Russell… -susurró-. Se marchó aquel sábado, el mismo día que me encontró el detective, hace tres semanas. Desde entonces no ha vuelto a casa.

– Señora Mowrey -dijo Lynley muy despacio-. A William Teys le asesinaron hace tres semanas, un sábado por la noche, entre las diez y las doce. Han acusado del crimen a su hija Roberta.

Si pensaron que podría desmayarse, se equivocaban. Se quedó mirándoles en silencio durante casi un minuto y luego se volvió de nuevo hacia la ventana.

– Rebecca volverá pronto -dijo en tono inexpresivo-. Viene a comer y preguntará por su padre, como todos los días. Sabe que algo va mal, pero hasta ahora he logrado ocultarle la mayor parte de lo que pasó. -Se tocó la mejilla con mano temblorosa-. Sé que Russell se fue a Londres. No he telefoneado a su familia porque, como es natural, no quería que supieran lo ocurrido, pero sé que él ha ido a reunirse con ellos, estoy segura.

– ¿Tiene una fotografía de su marido? -le preguntó Lynley-. ¿Y la dirección de su familia en Londres?

La mujer se volvió bruscamente hacia ellos. -¡El no ha sido! -exclamó.- ¡Jamás ha levantado la mano para pegar a sus propios hijos! Estaba enfadado, sí, ya se lo he dicho, pero lo estaba conmigo, no con William. No se habría ido, no podría haber…

Empezó a llorar desconsoladamente, quizás por primera vez en aquellas tres angustiosas semanas. Presionó la frente contra el vidrio de la ventana y vertió lágrimas de amargura, como si jamás pudiera encontrar consuelo.

Havers se levantó y salió de la sala. ¿Adónde diablos iría?, se preguntó Lynley, temeroso de que repitiera su intempestiva salida de la taberna, la noche anterior, pero la sargento regresó poco después, con una jarra de naranjada y un vaso.

– Gracias, Barbara -le dijo el inspector.

Ella asintió, le sonrió tímidamente y sirvió un vaso de zumo a la mujer.

Tessa Mowrey lo aceptó pero, en vez de beberlo, aferró el vaso como si fuera un talismán.

– Rebecca no debe verme así, tengo que serenarme y ser más fuerte. -Se fijó en el vaso que sujetaba, tomó un sorbo e hizo una mueca-. No soporto el zumo de naranja enlatado. ¿Por qué lo tengo en casa? Russell dice que no es tan malo, y supongo que tiene razón. -Cuando se volvió hacia Lynley, éste vio que ahora aparentaba plenamente los cuarenta y dos años que tenía-. El no mató a William.

– Eso es lo que todo el mundo en Keldale dice de Roberta.

Tessa dio un respingo.

– No la considero hija mía. Lo siento, pero nunca la he conocido.

– La han encerrado en un manicomio, señora Mowray. Cuando encontraron el cuerpo de William, ella afirmó haberle matado.

– Entonces, si ella misma ha admitido el crimen, ¿por qué han venido a verme? Si dice que mató William, Russell, ciertamente…

Se interrumpió de súbito, como si hubiera oído sus propias palabras y se hubiese percatado de lo deseosa que estaba de cambiar hija por marido. Lynley no la culpaba. Pensó en la casilla del establo, en la Biblia adornada, los álbumes de fotos y el profundo y melancólico silencio de la casa.

– ¿No volvió a ver a Gillian? -le preguntó de improviso, esperando una señal, la menor indicación de que Tessa estaba enterada de la desaparición de Gillian.

No reveló nada.

– Nunca.

– ¿Y ella nunca se puso en contacto con usted de alguna manera?

– Claro que no. Aunque lo hubiera querido, William no se lo habría permitido. Estoy segura de ello.

Lynley pensó que era probable, pero, una vez huyó de casa, una vez cortó los lazos con su padre, ¿por qué Gillian no había ido en busca de su madre?


– Un fanático religioso… -dijo Havers, plenamente convencida. Se colocó el pelo detrás de las orejas y miró la fotografía que sujetaba-. Pero éste no está nada mal. La señora acertó a la segunda ocasión. Lástima que no se molestara en obtener el divorcio. -Russell Mowrey le sonreía desde la foto que Tessa les había dado. Era un hombre bien parecido, vestido con un traje de tres piezas, e iba cogido del brazo de su esposa, un domingo de Pascua. Havers guardó la foto en la carpeta de papel de Manila y se entregó de nuevo a la contemplación del paisaje-. Por lo menos sabemos el motivo por el que Gillian se marchó.

– ¿Por la beatería de su padre?

– Así lo creo -replicó Havers-. Sin duda su huida se debió a una combinación de eso y el nacimiento de su hermana. Durante ocho años había sido el centro de atención de su padre -parece que la madre no contaba gran cosa-, cuando, de repente, llega una hermanita. El padre no confía en las capacidades de la madre y también se encarga de la nueva criatura. La madre se marcha y luego lo hace Gillian.

– No exactamente, Havers. Esperó ocho años antes de irse de casa.

– ¡No iba a hacerlo cuando sólo tenía ocho años de edad! Se tomó su tiempo, pero probablemente odiaba a Roberta desde el principio, por haberle robado a su papá.

– Eso no tiene sentido. Primero dice usted que Gillian se marchó porque no podía aguantar el fanatismo religioso de su padre, y luego dice que se fue de casa porque no quería a Roberta. ¿En qué quedamos? O bien quiere a su padre y desea ser de nuevo su favorita, o no puede soportar la devoción religiosa de ese hombre y cree que ha de huir. No puede tratarse de las dos cosas.

– ¡No es tan sencillo! -protestó ella-. En estas cuestiones nunca se elige entre blanco o negro.

Lynley la miró asombrado, ante la agresividad de su tono.

– Barbara…

– ¡Lo siento! Estoy volviendo a las andadas. Nunca puedo controlar mis impulsos a tiempo…

– Barbara -la interrumpió él con firmeza.

Ella miró fijamente hacia delante.

– A sus órdenes, señor.

– Estamos comentando el caso, no argumentando ante un tribunal de justicia. Tener opinión está bien y, de hecho, deseo que la tenga. La verdad es que siempre me ha resultado muy útil comentar un caso con otra persona.

Pero era mucho más que eso, era discutir, reír, oír decir a la dulce voz: “Oh, crees estar en lo cierto, Tommy, pero te demostraré que te equivocas”. Sintió que la soledad le envolvía como un sudario frío y húmedo.

Entre ellos se produjo un largo silencio. Como no sonaba ninguna música en el interior del coche, la tensión aumentaba por momentos.

– No se qué me ocurre -dijo Havers por fin-. Me meto en la refriega y olvido lo que estoy haciendo.

– Comprendo.

Lynley no insistió en el asunto y sus ojos siguieron la línea serpenteante de los muros de piedra al pie de la colina que se alzaba al otro lado del valle. Se puso a pensar en Tessa. Sabía que no estaba bien preparado para comprenderla. Nada en la vida que había llevado en Cornualles y Howenstow, en Oxford y Belgravia, incluso en Scotland Yard, explicaba la escasez de experiencias vitales en una granja remota que llevaría a una niña de catorce años a creer que su único futuro estaba en el matrimonio inmediato. Y, no obstante, sin duda ése era el fundamento de lo que había sucedido. Ninguna interpretación romántica de los hechos conocidos -ninguna reflexión sobre Heathcliff, por adecuada que fuera- podía ocultar la explicación real. La fatiga y el hastío de las semanas en las que se vio obligada a permanecer en casa y ayudar en las tareas de la granja, habían posibilitado que un campesino de Yorkshire, un hombre sencillo y primario, pareciera cautivador en comparación. Así, no hizo más que librarse de una trampa para caer en otra, se casó a los catorce años y antes de cumplir los quince era madre. ¿Acaso cualquier mujer no habría querido huir de semejante vida? Pero, en ese caso, ¿por qué volvió a casarse con tanta rapidez? Como si no estuviera dispuesta a dejar que el silencio continuara, Havers interrumpió sus pensamientos. Había en su voz una nota de apremio que llamó la atención de Lynley, el cual, al mirarla, vio que tenía la frente perlada de diminutas gotas de sudor y que tragaba saliva.

– Lo que no entiendo es ese santuario de Tessa. Abandona a su marido, aunque al parecer tenía todos los motivos para hacerlo, y él construye una especie de Taj Mahal fotográfico en un rincón de la sala.

– ¿Cómo sabemos que fue William quien instaló ese santuario? -inquirió Lynley.

– Podría haberlo hecho cualquiera de las dos niñas -sugirió ella.

– ¿Usted qué cree?

– Tuvo que ser Gillian.

– ¿Como un acto de venganza? ¿Un pequeño recordatorio cotidiano para William de que mamá había huido? ¿Un pequeño cuchillo clavado entre las costillas desde que empezó a mostrar preferencia por Roberta?

– Sí, tenía sus motivos para hacer una cosa así.

Avanzaron varios kilómetros antes de que Lynley hablara de nuevo.

– Ella podría haberlo hecho, Havers. Algo me dice que estaba lo bastante desesperada para ello.

– ¿Se refiere a Tessa?

– Russell se había ido aquella noche. Ella dice que tomó aspirinas y se acostó, pero nadie puede atestiguarlo. Podría haber ido a Keldale.

– ¿Y por qué mataría al perro?

– El animal no la reconocería. No estaba allí diecinueve años atrás. Para él, Tessa era una desconocida.

Havers frunció el ceño.

– Pero ¿decapitar a su primer marido? Habría sido mucho más fácil divorciarse de él.

– No para una católica.

– De todos modos, Russell me parece un candidato mucho más apropiado. ¿Quién sabe adónde fue? -Lynley no dijo nada y ella inquirió-: ¿Señor?

Lynley titubeó, mirando la carretera con más atención de la necesaria.

– Creo que Tessa está en lo cierto. Ese hombre está en Londres.

– ¿Cómo puede estar seguro de ello?

– Porque creo haberle visto, Havers. En el Yard.

– Entonces fue a denunciarla. Supongo que ella sabía desde el principio que lo haría.

– No, no lo creo.

Havers ofreció una nueva posibilidad.

– También tenemos a Ezra.

Lynley sonrió.

– ¿Porque discutió con William y éste le rompió sus acuarelas? Sí, eso podría ser un motivo de asesinato. No creo que un artista se tome a la ligera que alguien destroce su obra.

Havers abrió la boca, pero reflexionó un momento antes de hablar.

– Pero William no estaba en pijama.

– Sí que lo estaba.

– No, llevaba una camisa de dormir. ¿Recuerda? Niguel dijo que sus piernas le recordaban a un gorila. ¿Qué hacía enfundado en una camisa de dormir? Aún había luz, no era hora de ir a la cama.

– Tal vez se estaba cambiando para la cena. Está en su habitación, mira por la ventana, ve que Ezra ha invadido su propiedad y va corriendo a pararle los pies.

– Supongo que podría haber sido así.

– ¿De qué otro modo podría haber sido?

– A lo mejor estaba haciendo ejercicio.

– ¿Flexiones en ropa interior? No es probable.

– Quizás estaba con Olivia…

Lynley volvió a sonreír.

– No lo creo, si es cierto lo que sabemos de él. William parece un hombre muy puritano y no tendría ninguna relación íntima con Olivia antes de casarse.

– ¿Y qué me dice de Nigel Parrish?

– ¿Qué ocurre con él?

– Lleva el perro a la granja porque le apena que se extravíe, como un miembro honorario de la Sociedad Protectora de Animales. ¿No le parece un tanto rara esa historia?

– Sí que me lo parece, pero ¿cree de veras que Parrish estaría dispuesto a mancharse las manos con la sangre de William Teys? Por no mencionar la cabeza rodando por el suelo del establo.

– Sinceramente, creo que se desmayaría al ver una cosa así.

Ambos se echaron a reír. Por primera vez establecían una comunicación entre ellos, pero cesó casi de inmediato y se produjo un silencio incómodo, al darse cuenta súbitamente de que podrían llegar a hacerse amigos.

La decisión de ir al manicomio de Barnstingham se debió a la creencia de Lynley de que Roberta tenía todas las cartas del juego que estaban jugando: la identidad del asesino, el motivo del crimen y la desaparición de Gillian Teys. Hizo las gestiones por teléfono desde York, y ahora aparcaba ante el edificio y se volvía hacia Barbara, ofreciéndole su pitillera de oro.

– ¿Un cigarrillo?

– No, gracias, señor.

El inspector asintió, mirando el imponente edificio. Se volvió hacia ella.

– ¿Prefiere esperar aquí, sargento? -le preguntó mientras encendía el cigarrillo con un encendedor de plata, que guardó despaciosamente junto con la pitillera.

Ella le dirigió una mirada especulativa.

– ¿Por qué?

El inspector se encogió de hombros, pero ella creyó percibir algo bajo el gesto informal.

– Parece tener los huesos molidos. Creo que le iría bien descansar un poco.

– Si hablamos de cansancio, usted parece a punto de desplomarse en cualquier momento. ¿Por qué quiere que me quede aquí?

El se miró en el retrovisor. El cigarrillo le colgaba de los labios y entrecerraba los ojos para evitar el humo.

– Qué facha tengo -comentó, y dedicó unos instantes a mejorar su aspecto: enderezó el nudo de la corbata, se examinó el cabello y se sacudió una pelusa inexistente de las solapas. Ella esperaba. Finalmente sus ojos se encontraron.

– Ayer se puso un poco nerviosa en la granja -le dijo sinceramente-. Me temo que lo que vamos a encontrar aquí será mucho peor.

Por un momento ella no pudo apartar los ojos de los del inspector, pero se sobrepuso y abrió la portezuela.

– Puedo enfrentarme a lo que sea, señor -dijo abruptamente, y bajó del coche.

– La hemos mantenido en confinamiento -le decía el doctor Samuels a Lynley, mientras recorrían una galería transversal que atravesaba el edificio de este a oeste.

Barbara seguía tras ellos, aliviada al descubrir que Barnstingham no era exactamente como había imaginado cuando oyó por primera vez la palabra “manicomio”. En realidad, el edificio de estilo barroco inglés, construido sobre unos ejes transversales, apenas parecía un sanatorio. Habían penetrado por un vestíbulo que tenía la altura de dos pisos, con pilastras aflautadas que se alzaban de unas peanas adosadas a las paredes. La luz y el color eran los elementos esenciales, pues la estancia estaba pintada con una sedante tonalidad de color melocotón, las molduras decorativas eran blancas, la alfombra mullida era de un color rojizo como de orín, y mientras los retratos colgados de los muros eran oscuros y severos, de la escuela flamenca, sus personajes se las ingeniaban para parecer que pedían disculpas por esa circunstancia.

Todo esto era un alivio, pues en cuanto Lynley mencionó la necesidad de ver a Roberta, de acudir allí, Barbara se había sentido acobardada, había vuelto a experimentar aquel pánico extraño e insidioso, cosa que a Lynley no le había pasado inadvertida. Al condenado no se le escapaba ni una.

Ahora, dentro del edificio, se sentía más serena, y la sensación de seguridad se afianzó cuando cruzaron el vestíbulo e iniciaron su recorrido por la galería. Allí, los paisajes de Constable y los jarrones con flores frescas hacían olvidar la clase de establecimiento donde uno se encontraba. Llegaba desde lejos un sonido de música y cánticos.

– Es el coro -explicó el doctos Samuels-. Vengan por aquí.

El mismo Samuels había sido una sorpresa. Fuera del sanatorio, Barbara nunca habría adivinado su profesión. La palabra “psiquiatra” evocaba en ella imágenes de Freud: un rostro victoriano barbado, un cigarro puro entre los dientes y unos ojos de mirada especulativa. Pero Samuels tenía el aspecto de un hombre que se sentía más a sus anchas a lomos de caballo o caminando por los páramos que sondeando psiquis turbadas. Era apuesto, ágil y estaba bien rasurado. A Barbara le pareció que tendía a ser poco paciente con cualquiera cuya inteligencia fuese inferior a la suya. Probablemente también era una fiera en la pista de tenis.

Había empezado a sentirse totalmente cómoda en el sanatorio cuando el doctor Samuels abrió una puerta estrecha -era curioso cómo la habían ocultado mediante unos paneles- y les hizo pasar a una nueva ala del edificio. Aquél era el pabellón cerrado, y su aspecto y olor eran exactamente tal como Barbara había supuesto que serían. El alfombrado era de un color marrón muy oscuro, las paredes tenían el de la arena tostada por el sol, sin adornos y con puertas que tenían unas pequeñas ventanas al nivel de los ojos. Flotaba en la atmósfera ese olor medicinal de antisépticos, detergentes y fármacos. Se oía un tenue sonido quejumbroso de procedencia indeterminada. Podría ser el viento o cualquier otra cosa.

Barbara pensó que aquél era el sitio para los psicóticos, las muchachas que decapitan a su padre, las asesinas.

– Desde su declaración inicial no ha vuelto a decir nada -le decía el doctor Samuels a Lynley-. No es catatónica. Creo que se ha limitado a decir lo que deseaba. -Echó un vistazo a una tablilla que llevaba consigo-: “Yo lo he hecho y no lo siento”. Es lo que dijo el día que encontraron el cadáver. No ha dicho nada más desde entonces.

– ¿No hay ninguna causa médica? ¿La han examinado?

El doctor Samuels apretó los labios, ofendido. Estaba claro que aquella intrusión de Scotland Yard bordeaba el insulto, y si tenía que dar información, sería la mínima posible.

– Ha sido examinada y no ha sufrido ningún ataque de apoplejía o parálisis. Puede hablar perfectamente, pero prefiere no hacerlo.

Si le molestó el tono desabrido con el que le había respondido el médico, Lynley no lo reveló. Estaba acostumbrado a tropezar con actitudes como la del psiquiatra, con las que proclamaban que los policías eran antagonistas a quienes había que poner obstáculos, más que aliados a los que prestar ayuda. Avanzó más despacio y le habló al doctor Samuels sobre las provisiones escondidas de Roberta. Esto, por lo menos, llamó la atención del hombre. Cuando habló, sus palabras estaban en la frontera entre la frustración y la reflexión profunda.

– No sé qué decirle, inspector. Como usted supone, el almacenamiento de comida podría obedecer a un impulso compulsivo. Podría ser un estímulo o una respuesta, o quizás una fuente de gratificación o una forma de sublimación. Hasta que Roberta esté dispuesta a decirnos algo, podría obedecer a cualquier cosa.


Lynley cambió de tema.

– ¿Por qué la encerró aquí cuando estaba bajo custodia de la policía de Richmond? ¿No es eso un poco irregular?

– No lo es cuando la persona responsable firma el volante de ingreso -replicó el doctor Samuels-. Este es un sanatorio privado.

– La persona responsable… ¿Fue el comisario Nies?

Samuels meneó la cabeza con impaciencia.

– No, señor. Aquí no ingresamos pacientes al azar, sólo porque los trae la policía. -Examinó el expediente de Roberta-. Vamos a ver… Fue Gibson, Richard Gibson, que dice ser su pariente más próximo. Fue quien obtuvo el consentimiento del juez y cumplimentó los papeles.

– ¿Richard Gibson?

– Ese es el nombre que figura en el volante de ingreso, inspector -replicó Samuels-. La trajo aquí para que la tratemos hasta que se celebre el juicio. La chica está sometida a terapia intensiva. Todavía no hemos constatado ningún progreso, pero eso no quiere decir que no vaya a haberlo.

– Pero ¿por qué motivo Gibson…? -Lynley hablaba más para sí mismo que para los demás, pero Samuels, creyendo quizás que se dirigía a él, siguió hablando.

– Al fin y al cabo era su primo. Y cuanto antes se reponga Roberta, antes tendrá lugar el juicio. A menos que sea declarada legalmente incapacitada…

– En cuyo caso -concluyó Lynley, mirando sombríamente al médico-, permanecerá aquí encerrada durante toda su vida, ¿verdad?

– Hasta que se recupere. -Samuels les condujo a una pesada puerta, con un gran cerrojo-. Está ahí dentro. Es una pena que haya de estar sola, pero dadas las circunstancias…

El médico hizo un vago gesto con las manos, descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

– Tienes visita, Roberta -anunció.


Lynley había elegido Romeo y Julieta de Porkifiev, y la música empezó a sonar casi en el mismo momento en que puso en marcha el coche. Barbara se sintió aliviada. Que la música de violines, violoncelos y violas se llevara en volandas el pensamiento y el recuerdo, que se lo llevara todo y no existiera nada más que el sonido, para no tener que pensar en la muchacha que había visto en la habitación y, lo que era más amedrentador, en el hombre que viajaba a su lado.

Aunque miraba al frente, podía ver sus manos en el volante, su vello dorado, más claro aún que el cabello, podía ver cada dedo y percibir su movimiento mientras conducía de regreso a Keldale.

Cuando se inclinó para modular el sonido, ella pudo ver su perfil. Tenía un bronceado muy ligero, que contrastaba con el color del pelo y de los ojos. La nariz era recta, clásica, y la línea de la mandíbula firme. Su rostro reflejaba claramente una fuerza interior tremenda, un carácter con recursos que escapaban a su comprensión.

¿Cómo había podido hacerlo?

La muchacha estaba sentada junto a la ventana, pero no miraba al exterior, sino a la pared, con extraña fijeza. Era una chica desmañada, muy alta y pesada. Estaba sentada en un taburete, con la espalda encorvada, en una postura que le daba un aire de derrota, y se balanceaba.

– Hola, Roberta. Me llamo Thomas Lynley y he venido para hablar contigo de tu padre.

La muchacha continuó su balanceo. Sus ojos no miraban ni veían nada. Si oía lo que le decían, no daba muestras de ello.

Tenía el cabello sucio y maloliente, peinado hacia atrás y recogido con una goma elástica, pero algunos mechones se habían escapado y le colgaban rígidos, rozando los pliegues carnosos del cuello, en el que un único adorno, una fina cadena de oro, parecía incongruente.

– El padre Hart fue a Londres, Roberta, y nos pidió que te ayudáramos. Está convencido de que no has hecho daño a nadie.

La muchacha no reaccionó. Su rostro redondo, con las mejillas y el mentón lleno de granos, carecía de expresión. La piel abotargada se extendía sobre capas de grasa que mucho tiempo atrás había difuminado las facciones, y ahora parecía de pasta grasienta y sucia.

– Hemos hablado con muchas personas en Keldale. Hemos visto a tu primo Richard, a Olivia y Bridie. Bridie se cortó el pelo, Roberta, y ha hecho un estropicio. Quería parecerse a la princesa de Gales. Su madre estaba muy enojada por ello. Nos dijo que siempre habías sido muy buena con Bridie.

Lynley no obtuvo ninguna respuesta. Roberta llevaba una falda demasiado corta que revelaba unos muslos blancos y fofos, salpicados de pústulas rojizas, cuya carne temblaba al balancearse. Calzaba unas zapatillas, pero eran pequeñas y sobresalían de ellas unos dedos gruesos como salchichas, con las uñas largas y curvadas.

– Hemos ido a la casa. ¿Has leído todos esos libros? Stepha Odell nos dijo que los has leído todos. Ha sido una sorpresa ver una cantidad tan grande de volúmenes. También vimos las fotografías de tu madre. Era muy guapa, ¿verdad?

El silencio siguió a estas palabras. Los brazos de la muchacha colgaban a los costados. Sus pechos enormes tensaban el tejido barato de la blusa, cuyos botones apenas podían mantenerse en su sitio mientras proseguía la presión del balanceo y cada movimiento hacía que la carne se moviera de un lado a otro en una pavana reverberante.

– Puede que esto sea un poco duro para ti, Roberta, pero hoy hemos visto a tu madre. ¿Sabes que vive en York? Allí tienes un hermano y una hermana. Nos dijo cuánto os quería tu padre a ti y a Gillian.

El movimiento cesó, no hubo ningún cambio en la expresión del rostro, pero empezaron a fluir las lágrimas, unos silenciosos y feos riachuelos de dolor callado que avanzaban entre los pliegues de grasa y escalaban los picos de acné. Pronto los mocos acompañaron a las lágrimas. Empezaron a descender desde la nariz, como un cordón viscoso, le tocaron los labios y se arrastraron hacia el mentón.

Lynley se agachó ante ella. Se sacó del bolsillo un pañuelo blanco e impecable y limpió el rostro de Roberta. Luego le cogió la mano gruesa e inerte y la apretó con firmeza.

– Escucha, Roberta -le dijo, pero ella no respondió-. Encontraré a Gillian.

Se puso en pie, dobló el elegante pañuelo, decorado con un monograma, y se lo guardó.

Barbara recordó las palabras de Webberly: “Puede aprender mucho trabajando con Lynley”.

Ahora lo sabía. No podía mirarle, no se atrevía a afrontar su mirada. Sabía lo que descubriría en sus ojos, y pensar en la ligereza con que le había considerado un esnob de la clase alta le hizo estremecerse.

Era el hombre que bailaba en los clubes nocturnos, que dispensaba favores sexuales, que siempre estaba de juerga, que se movía como pez en el agua en un mundo dorado de riqueza y privilegios…

Nunca habría creído que detrás de todo eso hubiera un hombre como el que acababa de ver.

Lynley salió limpiamente del molde que ella había creado y lo destruyó totalmente sin volver la vista atrás. De algún modo, Barbara tenía que hacerle encajar de nuevo en ese molde, pues, si no lo hacía, los fuegos de su interior que durante tantos años la habían mantenido viva se extinguirían rápidamente. Y entonces, lo sabía muy bien, moriría en el frío.

Tal era el pensamiento con el que llegó a Keldale, ansiosa por huir de él. Pero cuando el Bentley tomó la última curva antes de entrar en el pueblo, Barbara supo de inmediato que no habría ninguna posibilidad de huida rápida, pues Nigel Parrish y otro hombre discutían con violencia en el puente, en la misma calzada por donde había de pasar el coche.

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