CAPÍTULO ONCE

La anciana depositó la bandeja sobre la mesa, entre los dos. Era una amabilidad innecesaria, porque en una cocina tan diminuta la distancia entre el mostrador y la mesa era mínima. Sin embargo, la mujer quería preservar las buenas maneras y contrarrestar la claustrofobia de la pobreza usando la bandeja, cubierta con un tapete de encaje antiguo sobre el que descansaban las piezas de porcelana. Los platos estaban algo desportillados, pero las tazas y los platillos habían logrado mantenerse incólumes a través de los años.

Una planta otoñal en un jarrón de cerámica decoraba la sencilla mesa de pino sobre la que Marsha Fitzalan dispuso cuidadosamente los platos, los cubiertos de plata y el mantel. Vertió el humeante café en sus tazas y echó azúcar y leche a la suya antes de empezar a hablar.

– Gilly era exactamente como su madre. Tessa también fue alumna mía, claro que al admitir eso no puedo ocultar mis muchísimos años. Pero qué le vamos a hacer. Casi todos los del pueblo han pasado por mi clase. -Sus ojos relucieron mientras añadía-: Excepto el padre Hart. El y yo somos de la misma generación.

– Nunca lo habría dicho -dijo Lynley seriamente.

Ella rió.

– ¿Por qué será que los hombres realmente encantadores siempre saben cuándo una mujer desea un cumplido? -Se llevó un trozo de pastel a la boca, lo masticó apreciativamente y luego prosiguió-: Gillian era la viva imagen de su madre. Tenía el mismo cabello rubio, esos ojos preciosos y el mismo temple magnífico. Pero Tessa era una soñadora y Gillian, a mi modo de ver, era más realista. Tessa siempre tenía la cabeza en las nubes. Para ella todo era romántico. Supongo que por eso decidió casarse tan joven. Para ella la vida consistía en que un joven alto y moreno la cogiera en volandas y, desde luego, William Teys encajaba con esa imagen.

– ¿A Gillian no le preocupaba que la cogieran en volandas?

– Oh, no. No creo que pensara nunca en los hombres. Quería ser maestra. Recuerdo que por las tardes se sentaba en el suelo con un libro. ¡Cómo le gustaban las hermanas Brönte! Esa chica debió de leer Jane Eyre seis o siete veces antes de los catorce años. Tenía una buena amistad con Jane y el señor Rochester, y le gustaba hablar de todo lo que leía. Pero no lo hacía de una manera superficial. Hablaba de los personajes, las motivaciones, los significados. Me decía que esos conocimientos le serían útiles cuando fuese maestra.

– ¿Por qué se marchó de casa?

La mujer contempló la planta sobre la mesa.

– No lo sé -replicó lentamente-. Era una niña muy buena, muy despierta, y no parecía existir ningún problema que no pudiera resolver con unas facultades como las suyas. Sinceramente, no sé lo que sucedió.

– ¿Es posible que tuviera relaciones con un hombre? Quizás se escapó para seguirle.

La señorita Fitzalan rechazó la idea con un movimiento de la mano.

– No creo que Gillian se interesara por los hombres. Era un poco más lenta en madurar que otras muchachas.

– ¿Y Roberta? ¿Se parecía a su hermana?

– No, Roberta era como su padre. -Se interrumpió de súbito y frunció el ceño-. Era… No quiero hablar de ella en pasado, pero parece como si hubiera muerto.

– Sí, es cierto.

La mujer pareció apreciar que él estuviera de acuerdo.

– Roberta era corpulenta, como su padre, maciza y silenciosa. La gente le dirá que no tenía en absoluto personalidad, pero eso no es cierto. Daba esa sensación a causa de su timidez excesiva. Heredó la tendencia romántica de su madre y el carácter taciturno del padre. Y los libros la absorbían.

– ¿Como a Gillian?

– Sí y no. Leía como Gillian, pero nunca hablaba de sus lecturas. Gillian leía para aprender, en cambio Roberta… creo que leía para huir.

– ¿Huir de qué?

La señorita Fitzalan se dedicó a enderezar los bordes del tapete de encaje que cubría la bandeja. Lynley vio que tenía las manos manchadas a causa de sus muchos años.

– Yo diría que quería huir de la certeza de que la abandonaban.

– ¿Quién la abandonaba? ¿Gillian o su madre?

– Gillian, a la que Roberta adoraba. Nunca conoció a su madre. Puede imaginar lo que representó para ella tener una hermana mayor como Gilly, tan encantadora, tan vivaz e inteligente, todo lo que Roberta no tenía y deseaba poseer.

– ¿Tenía celos?


La anciana meneó la cabeza.

– No tenía celos de Gilly, la quería. Creo que Roberta se sintió muy herida cuando su hermana se marchó. Pero al contrario que Gillian, que podría haber hablado de su dolor (bien sabe Dios que Gilly hablaba de cualquier cosa y de todo), Roberta no exteriorizaba nada. Mire, recuerdo la piel de la pobre niña después de que Gilly se marchara. Es curioso que todavía lo recuerde.

Lynley pensó en la niña que había visto en el sanatorio y no le sorprendió que la maestra recordara la condición de la piel de Roberta.

– ¿Acné? -preguntó-. Debía de ser pequeña para eso.

– No, le salió una erupción espantosa. Yo sabía que se debía a los nervios, pero cuando le hablé al respecto, ella echó la culpa a Bigotes. -La señora Fitzalan bajó los ojos y jugó con el tenedor, rastrillando las migajas de su plato. Lynley aguardó pacientemente, convencido de que había más. Finalmente, ella prosiguió-: Me sentí tan inadecuada, inspector, tan fracasada como amiga y maestra porque ella no podía hablarme de lo que le había sucedido a Gilly… Pero ella no podía hablar, y echaba la culpa de todo a que le tenía alergia al perro.

– ¿Habló de ello con su padre?

– Al principio no. William estaba tan desolado por la huida de Gillian que era inabordable. Durante semanas pareció que la única persona con la que podía hablar era el padre Hart. Pero al final, francamente, pensé que debía hacerlo por Roberta. Al fin y al cabo, la chiquilla sólo tenía ocho años y no era culpa suya que su hermana hubiera huido. Así que fui a la granja y le dije a William que estaba preocupada por ella, sobre todo considerando la patética historia que había inventado sobre el perro. -Se sirvió más café y lo tomó a sorbos mientras recordaba los detalles de aquella visita lejana-. Pobre hombre. Desde luego, no tenía que haberme preocupado por su reacción. Creo que debió de sentirse muy culpable por no haberse ocupado de Roberta, porque en seguida fue a Richmond y regresó con varias lociones para aplicárselas a la piel. Es posible que lo que la niña necesitara fuese la atención de su padre, porque después de eso la erupción cutánea desapareció.


Lynley pensó que nada más había desaparecido. Imaginó a la chiquilla solitaria en la granja penumbrosa, rodeada por los espectros y las voces del pasado, viviendo allí en silencio, nutriéndose de los libros.

Lynley abrió la puerta trasera y entró en la casa. Nada había cambiado, era tan triste y sofocante como antes. Pasó por la cocina y entró en la sala, donde Tessa Teys sonreía tiernamente desde el santuario del rincón, con su aspecto juvenil e infinitamente vulnerable. Imaginó a Russell Mowrey alzando la cabeza desde su excavación y viendo aquel rostro tan bello enmarcado en la brecha de la valla. No era difícil ver por qué Mowray se había enamorado, por qué debía seguir estándolo.

Contempló la fotografía durante unos instantes. ¿Era posible que todo hubiera ocurrido como Tessa había dicho? ¿O acaso vio que su mundo se derrumbaba en una sola tarde y supo que no soportaría su reconstrucción? Se apartó del santuario y subió la escalera. No, la respuesta tenía que estar en la casa. Tenía que ser Gillian.

Fue primero al dormitorio de la muchacha, pero su esterilidad no revelaba nada. La cama estaba hecha, en la alfombra no había huellas que remitieran al pasado, el papel de la pared no cubría secretos guardados durante mucho tiempo. Era como si jamás hubiera vivido una joven en aquella habitación, como si aquellas paredes nunca hubieran sido testigos de su vivacidad y su ánimo. Y no obstante… algo de Gillian permanecía allí, algo que él había visto, que podía sentir.

Se dirigió a la ventana y miró el granero, sin verlo. “Era desenfrenada, sin control de sí misma. Era un ángel, un sol. Era una gata en celo. Era la criatura más encantadora que la maestra había conocido.” Era como si no existiese una Gillian real, sino sólo un calidoscopio que, agitado antes de mirar por él, presentaba un dibujo diferente a cada persona. Lynley ansiaba creer que la respuesta estaba en la habitación, pero cuando se apartó de la ventana no vio más que muebles, papel de pared, la alfombra.

¿Cómo era posible eliminar de un modo tan completo a alguien de la familia en cuyo seno había vivido durante dieciséis años? Era inconcebible. Y, sin embargo, así había ocurrido. ¿O no?

Entró en el dormitorio de Roberta. Gillian no podía haber desaparecido de un modo tan absoluto de la vida de su hermana. Era evidente que la quería, que existía un fuerte vínculo entre ellas. Todo el mundo, al margen de lo que dijeran sobre Gillian, por lo menos estaba de acuerdo en este punto. Lynley deslizó la mirada desde la ventana al armario y la cama. Pensó que aquél era su escondrijo para la comida; ¿por qué no había de serlo también para Gillian?

Haciendo un esfuerzo para sobreponerse a la vista y el hedor de la comida putrefacta, Lynley levantó el colchón. El olor ascendió como una ola ondulante. Lo peor, pensó haciendo una mueca, era saber que la muchacha había dormido en la cama, encima de toda aquella podredumbre.

Miró a su alrededor, buscando una manera de facilitarse la tarea, pero no encontró nada que pudiera servirle. La luz de la habitación era escasa y, por desagradable que fuera, lo único que podía hacer era levantar del todo el colchón y desgarrar la cobertura. Gruñendo a causa del esfuerzo, volcó el colchón y las ropas de cama, tras lo cual fue a la ventana, la abrió y permaneció un momento aspirando el aire fresco, antes de volver a la cama. Subió al colchón y planeó el ataque, haciendo caso omiso de su repugnancia. “Vamos, muchacho. ¿No es para esto para lo que te enrolaste en la policía? Animo ahora. Dale un buen tirón.”

Así lo hizo, y el tejido deteriorado -aquella fina capa de cordura- se abrió y expuso la locura que estaba debajo. Los ratones corrieron en todas direcciones, dejando huellas diminutas entre la fruta putrefacta. Una rata enorme nutría a su camada de roedores ciegos que se aferraban a ella sobre un lecho formado por las prendas interiores sucias de una mujer, y una nube de polillas, sorprendidas en su amodorramiento, salieron airadas a la luz, aleteando hacia el rostro de Lynley.

Este retrocedió, sobresaltado, logró reprimir un grito y rápidamente se dirigió al lavabo, donde se humedeció el rostro. Se miró en el espejo y rió en silencio. “Menos mal que no has desayunado. Después de esto, puedes prescindir de la comida durante el resto de tu vida.”

Buscó una toalla para secarse el rostro. No había ninguna en la percha, pero vio una bata colgada detrás de la puerta del baño. Cerró ésta y su rota aldaba chirrió al rozar el marco, como un grito. Se secó el rostro con el borde de la bata, tocó el cierre de la puerta, mientras meditaba, y al cabo de un momento salió de la habitación. Se le había ocurrido otra cosa.

La caja de las llaves estaba donde la había visto antes, en el estante superior del armario ropero de Teys. La cogió y volcó su contenido sobre la cama. Era evidente que Teys habría guardado las cosas de Gillian en alguna parte, quizás en un baúl abandonado en el desván, y las llaves estarían en aquella caja. Las examinó una por una, pero fue en vano. Todas eran llaves de puertas, llaves grandes, anticuadas, una extraña colección de oxidadas reliquias metálicas. Disgustado, las metió de nuevo en la caja y maldijo la ciega determinación del hombre que había borrado de la faz de la tierra la existencia de una hija.

Se preguntó por qué lo habría hecho. ¿Qué clase de angustia había impulsado a William Teys a negar la existencia de la niña a la que tanto amaba? ¿Qué podría haber hecho la muchacha para inspirarle semejante acto de destrucción? ¿Y al mismo tiempo provocar en su hermana un acto de preservación impotente pero desesperado, como era la simple ocultación de una fotografía?

Sabía lo que ocurriría a continuación. “El desván es una pantalla, muchacho. Vuelve a su dormitorio. Sabes que ahí está lo que buscas, quizás no en el colchón, pero sabes que está ahí.” Se estremeció al pensar en qué otras sorpresas le esperaban como espectros en aquella habitación sepulcral.

Mientras hacía acopio de fuerzas para un nuevo asalto a la habitación de Roberta, le llegó desde el exterior el sonido de un silbido, alegre y espontáneo. Se acercó a la ventana.

Un joven que caminaba por el sendero que conducía al páramo del Alto Kel, con un caballete al hombro y una caja de madera en la mano. Lynley decidió que ya era hora de conocer a Ezra.

Su primer pensamiento fue que el hombre no era tan joven como parecía desde lejos. El aire de juventud debía de dárselo el pelo, de un rubio intenso y mucho más largo de lo que estaba de moda. Visto de cerca, Ezra aparecía como un hombre de treinta y tantos años, temeroso de su encuentro con el detective de Scotland Yard. Se notaba la cautela en su porte, así como en los ojos rápidamente velados, la clase de ojos que cambian de color según el atuendo. Ahora eran de un azul profundo, como la camisa que llevaba, la cual estaba manchada de pintura. Había dejado de silbar en cuanto vio que Lynley salía de la casa y saltaba ágilmente la valla del pastizal.

– ¿Es usted Ezra Farmington? -le preguntó afablemente.

El aludido se detuvo. Sus facciones recordaron a Lynley el retrato de Fréderic Chopin por Delacroix: los mismos labios esculpidos, la sombra de una hendidura en el mentón, las cejas oscuras, mucho más que el cabello, la nariz, que era dominante pero no desmerecía el conjunto.

– Sí, soy yo -dijo el pintor, en un tono de reserva.

– ¿Ha ido a pintar al páramo?

– Sí.

– Nigel Parrish me dijo que hace usted estudios de luz.

Ezra reaccionó al oír el nombre. Pareció ponerse en guardia.

– ¿Qué más le ha dicho Nigel?

– Que vio cómo William Teys le echaba de esta propiedad. Ahora parece usarla libremente.

– Con el permiso de Gibson -puntualizó lacónicamente el joven.

– ¿De veras? Él no me lo dijo.

Lynley miró serenamente en dirección al sendero empinado y pedregoso, de aspecto descuidado y en absoluto apropiado para un paseo placentero. Un artista tendría que ser absolutamente sincero sobre sus esfuerzos para molestarse en subir al páramo alto. Se volvió hacia el pintor. La brisa de la tarde que soplaba a través del pastizal arrancaba destellos flamígeros a su cabello. Era un rasgo muy atractivo, y Lynley empezó a comprender por qué llevaba el pelo tan largo.

– Según el señor Parrish, Teys destruyó parte de su trabajo.

– ¿También le ha dicho lo que él estaba haciendo aquí aquella noche? -inquirió Farmington-. No, maldita sea, no va a decir una palabra de eso.

– Según él, devolvía el perro de Teys a la granja.

El artista le miró incrédulo.

– ¿Que devolvía el perro a la granja? ¡No me haga reír! -Bruscamente, clavó las patas puntiagudas del caballete en la tierra blanda-. Nigel sabe bien cómo manipular los hechos, vaya si sabe. Permítame adivinar lo que le dijo. Que Teys y yo estábamos peleando en medio del camino cuando él apareció, llevando inocentemente al pobrecito perro extraviado. -Farmington se pasó una mano por el pelo, agitado. Su cuerpo estaba tan tenso que Lynley se preguntó si empezaría a agitar los puños-. Dios mío, ese hombre me obligará a hacer alguna locura.

Lynley enarcó una ceja, interesado. El otro interpretó su expresión.

– ¿Y eso es una confesión de culpabilidad, inspector? Bien, le sugiero que vaya a ver a Nigel de nuevo y le pregunte qué estaba haciendo aquella noche en el camino de Gembler. Créame, ese perro habría encontrado su camino desde Tombuctú si hubiera querido. -Se echó a reír-. Era un perro mucho más listo que Nigel, aunque eso no signifique gran cosa.

Lynley se preguntó cuál sería la causa del enojo de Farmington. El apasionamiento era auténtico, sin duda. Sin embargo, no guardaba proporción con los hechos conocidos. El hombre era como un arco tenso sobre el que se ejercía una presión excesiva. Un poco más de fuerza y se rompería.

– He visto algunos de sus cuadros en la hostería de Keldale. El estilo con que pintó la abadía me recordó a Wyeth. ¿Quizás lo hizo a propósito?

Ezra, que tenía un puño apretado, se relajó.

– Eso lo hice años atrás, cuando forcejeaba para encontrar mi estilo. Como no confiaba en mi instinto, copiaba a los demás. Me sorprende que Stepha tenga todavía esos cuadros a la vista.

– Me dijo que usted pagó con ellos su alojamiento durante un otoño.

– Es cierto. En aquella época, lo pagaba casi todo así. Si se toma la molestia de husmear, verá mis porquerías colgadas en todas las tiendas del pueblo. Incluso compraba así la pasta de dientes.

Era una afirmación burlona, una indicación de desdén, pero dirigido a sí mismo, no a Lynley.

– Me gusta Wyeth -siguió diciendo Lynley-. La sencillez de su obra me parece refrescante. Me gusta la simplicidad, la claridad de la línea y la imagen, los detalles.

Farmington se cruzó de brazos.

– ¿Es siempre tan claro, inspector?

– Procuro serlo -respondió Lynley con una sonrisa-. Hábleme de su discusión con William Teys.

– ¿Y si me niego?

– Puede hacerlo, desde luego. Pero entonces me preguntaría por qué. ¿Tiene algo que ocultar, señor Farmington?

El pintor titubeó un instante.

– No tengo nada que ocultar. Aquél día estaba en el páramo y, cuando oscurecía, bajé. Teys debió de verme desde la ventana, yo qué sé. Me salió al encuentro aquí, en el camino. Tuvimos unas palabras.

– Destruyó parte de su obra.

– De todos modos era basura. No tuvo importancia.

– Siempre he tenido la impresión de que a los artistas les gusta controlar sus propias creaciones y no ceder ese control a otras personas. ¿No está de acuerdo?

Lynley vio de inmediato que había tocado una fibra sensible, pues Farmington se puso rígido. Movió los ojos hacia el sol, que estaba bajo en el cielo. No respondió en seguida.

– Sí, estoy de acuerdo – dijo finalmente -. Claro que sí, Dios mío.

– Entonces, cuando Teys se tomó la libertad de…

– ¿Teys? -Ezra se echó a reír-. No me importaba lo que Teys hacía. Ya le he dicho que, al fin y al cabo, lo que destruyó no valía nada. Aunque, claro está, él era incapaz de distinguir la diferencia. Cualquier hombre que se entretiene por la noche poniendo a Souza a todo volumen no tiene demasiado gusto. Vamos, me parece.

– ¿Souza?

– La condenada pieza de las barras y las estrellas. Se diría que entretenía a toda una casa llena de americanos agitando banderitas. Y luego tiene el descaro de gritarme por perturbar su paz al cruzar de puntillas su terreno para salir al camino. Me reí en su cara. Entonces fue cuando rompió las pinturas.

– ¿Y qué hizo Nigel Parrish mientras ocurría todo esto?

– Nada. Nigel había visto aquello que había ido a ver, inspector. Ya había investigado lo suyo y aquella noche podía dormir tranquilo.

– ¿Y las otras noches?

Farmington recogió su caballete.

– Si no tiene inconveniente, voy a seguir mi camino.

– Espere, hay una cosa más.

Farmington giró sobre sus talones para hacerle frente.

– ¿Qué es?

– ¿Qué estaba haciendo la noche que murió Teys?

– Estaba en la Paloma y el Silbato.

– ¿Y cuando cerraron el local?

– Me fui a casa y me acosté. Solo. -Se apartó el cabello del rostro, con un gesto extraño, claramente femenino-. Siento no haberme llevado a Hannah a la cama, inspector. Sería una buena coartada, pero nunca me han gustado los números de látigos y cadenas.

Saltó por encima del muro que cercaba la propiedad y se alejó con zancadas firmes por el camino.


– Ha sido un chasco, lo siento -dijo la sargento Havers. Dejó la fotografía sobre la mesa en la Paloma y el Silbato, y se sentó en una silla, frente al inspector. Parecía fatigada.

– Lo cual significa, supongo, que nadie ha visto a Russell Mowrey en toda su vida.

– Y a menos que podamos creer en la reencarnación, nadie le ha visto en absoluto. Sin embargo, mucha gente reconoce a Tessa. Algunos enarcaban las cejas y hacían preguntas mordaces.

– ¿Y usted qué respondía?

– Vaguedades, claro, y murmuraba interesantes adagios latinos para salir del paso en los momentos difíciles. Todo fue bien hasta que llegué a caveat emptor; no sé por qué ésta no tenía el aire autoritario de las otras frases.

– ¿No quiere ahogar su decepción en una copa, sargento? -le preguntó.

– Sólo agua tónica -respondió ella, y, al ver su expresión, añadió-: De veras. Nunca bebo, señor. Puede creerme.

– He pasado un día fascinante -le dijo Lynley cuando regresó a su lado con el vaso de agua tónica-. Tuve un encuentro con Madeline Gibson, la cual llevaba unas picardías verde esmeralda muy sugestivo y nada absolutamente debajo.

– La vida de un policía es abominable -observó Havers sardónicamente.

– Y Gibson estaba arriba, preparado para el acontecimiento. Fui bien recibido.

– Puedo imaginarlo.

– Sin embargo, hoy he sabido muchas cosas sobre Gillian. Era un ángel, un sol, una gata en celo o la criatura más encantadora jamás vista. Depende de quién facilite los detalles. O esa mujer es una camaleona o algunas de esas personas se toman unas molestias considerables para hacer que así lo parezca.

– Pero, ¿por qué?

– No lo sé. A menos, claro, que tengan un interés especial en que siga siendo lo más misteriosa posible.

Apuró su jarra de cerveza y se reclinó en la silla, estirando los músculos cansados.

– Pero hoy la auténtica atmósfera estaba en la granja Gembler, Havers.

– ¿Ah, sí?

– Seguía la pista de Gillian Teys. Imagíneselo, por favor. Tenía la corazonada de que la respuesta estaba en la habitación de Roberta. Así que me puse a investigar a fondo, desgarré la cobertura del colchón y estuve a punto de desmayarme.

Entonces describió lo que había visto. Havers hizo una mueca de repugnancia.

– Me alegro de haberme perdido eso.

– Oh, no se preocupe. Estaba demasiado descompuesto para volver a colocar la cama como estaba, así que mañana necesitaré su colaboración. ¿Qué le parece si vamos directamente después del desayuno?

– No le conocía esa faceta sádica -dijo ella, sonriendo.


Era la hora del té cuando llegaron a la esquina de la calle Obispo Furthing. Pero era un té tardío, que probablemente se fusionaba con la cena, pues el guardia Gabriel Langston les recibió en la puerta sosteniendo un plato bien provisto: muslos de pollo frío, queso, fruta y pastel.

Langston parecía demasiado joven para ser policía, pero con un nombre adecuado, pues era delgado, con un cabello amarillo y fino que tenía la consistencia de la lana de vidrio, la piel suave como la de un bebé y unos rasgos que parecían poco desarrollados, como si los huesos de su cara fuesen demasiado blandos.

– De-de-bería ha-berles vi-visto en seguida -tartamudeó, sonrojándose intensamente- cu-cuando lle-e-garon. Pe-pero me dije-e-ron que ve-vendrían a ve-erme si m-me ne-e-ces-sitaban.

– Nies les dijo eso, sin duda -supuso Lynley.

El joven asintió azorado y les indicó que entraran.

La mesa estaba dispuesta para un comensal, y el guardia se apresuró a dejar el plato, se limpió las manos en los pantalones y la tendió a Lynley.

– Es un pla-a-cer co-no-o-cerles. Si-i-ento que… -Enrojeció todavía más y señaló impotente su boca, como si hubiera algo que podría haber hecho de no tener el impedimento de su tartamudez-. ¿Un t-té?

– Sí, gracias. Me vendrá bien una taza. ¿Y usted, sargento?

– Sí, gracias.

El hombre asintió, con evidente alivio, sonrió y entró en una pequeña cocina contigua a la pieza donde estaban. La vivienda era, con toda evidencia, para una sola persona, poco más que un estudio, pero estaba muy limpia, aunque flotaba en el aire un tenue olor a perro húmedo. El animal yacía sobre una estera deshilachada, calentándose ante una pequeña estufa eléctrica colocada en el interior de la chimenea de piedra. Era un terrier blanco, que alzó la cabeza, parpadeó al ver a los recién llegados y bostezó, revelando una lengua larga y rosada. Hecho esto volvió el hocico hacia la barra incandescente de la estufa.

Langston regresó con una bandeja en las manos y seguido por otro terrier, que era una versión más animada del primero, pues saludó a Lynley lanzándose sobre él.

– ¡Qu-u-ieto! ¡Ab-a-jo! -ordenó Langston, con toda la firmeza que le permitía su voz tenue. El perro le obedeció a regañadientes y cruzó la estancia para reunirse con su compañero ante la chimenea-. Son bue-buen-os ch-chicos, inspector. Lo s-siento.

Lynley le indicó que no se preocupara agitando una mano, mientras Langston servía el té.

– Siga comiendo, guardia. La sargento y yo estamos investigando un poco tarde. Podemos hablar mientras come.

Por su aspecto, Langston no parecía creer que tal cosa fuera posible, pero agachó la cabeza tímidamente y siguió comiendo.

– Tengo entendido que el padre Hart le llamó directamente después de encontrar el cuerpo de William Teys -dijo Lynley. Cuando el hombre asintió vivamente, prosiguió-: ¿Roberta estaba todavía allí cuando usted llegó? -Otro gesto de asentimiento-. ¿Avisó de inmediato a la policía de Richmond? ¿Por qué lo hizo?

Lynley lamentó de inmediato haberle hecho la pregunta. Era una falta de tacto, pues podía imaginar la tortura que sería para aquel hombre, con un defecto como el suyo, tener que interrogar a los testigos, sobre todo a uno como el padre Hart, que parecía flotar entre dos planos distintos de existencia.

Langston contemplaba su plato, tratando de encontrar una respuesta.

– Supongo que era la manera más rápida de abordar el asunto -sugirió Havers.

Langston asintió agradecido.

– ¿Habló Roberta con alguien? -Langston meneó la cabeza-. ¿Ni con usted ni con nadie de Richmond? -Nueva negativa. Lynley miró a Havers-. Entonces sólo habló con el padre Hart…Vamos a ver. Roberta estaba sentada sobre el cubo volcado, el hacha cerca de ella, el perro estaba debajo de Teys. Pero faltaba el arma utilizada para degollar al perro. ¿No es cierto? -Un gesto de asentimiento. Langston mordió su tercer muslo de pollo, mirando a Lynley-. ¿Qué ocurrió con el perro?

– Yo… yo lo e-ent-terré.

– ¿Dónde?

– Fu-fuera.

Lynley se inclinó hacia adelante.

– ¿En el exterior de esta casa? ¿Por qué? ¿Le dijo Nies que lo hiciera?

Langston tragó la comida y se frotó las manos en los pantalones. Miró compungido a sus dos compañeros que estaban ante la chimenea, los cuales, al ver que eran objeto de su atención, menearon las colas, apoyándole.

– Yo… -El azoramiento, más que su defecto de lenguaje, le interrumpió esta vez-. Me… me gu-gustan los p-pe-perros. No qu-quería qu-que que-quemaran al vi-viejo Bi-bigotes. E-ra a-migo de mis ch-chicos.


– Pobre hombre -musitó Lynley cuando salieron a la calle. Estaba oscureciendo rápidamente. De algún lugar surgió una voz de mujer, que llamaba a un niño-. No es de extrañar que llamara a los de Richmond.

– ¿Por qué se haría guardia en esas condiciones? -preguntó Havers mientras se encaminaban a la hostería.

– Supongo que no le pasó por la cabeza que podría encontrarse con un asesinato. Por lo menos no con uno de estas características. ¿Quién podría esperar una cosa así en un lugar como Keldale? Sin duda, antes de que ocurriera esto, la tarea más seria de Langston consistía en patrullar por el pueblo y comprobar si las puertas de las tiendas estaban cerradas por la noche.

– ¿Qué haremos ahora? No dispondremos del perro hasta la mañana.

– Cierto. -Lynley abrió su reloj de bolsillo-. Tengo doce horas para convencer a Saint James de que cambie la luna de miel por la emoción de este caso. ¿Qué cree usted, Havers? ¿Tenemos posibilidades?

– ¿Tendrá que elegir entre el perro muerto y Deborah?

– Me temo que sí.

– Creo que necesitaremos un milagro, señor.

– En ese aspecto, me las apaño bien -dijo Lynley sombríamente.


Tendría que volver a ponerse el vestido camisero blanco. Barbara lo sacó del armario y lo miró con ojo crítico. Si le ponía otro cinturón no tendría mal aspecto. O quizás con un pañuelo blanco al cuello. ¿Había traído un pañuelo? Incluso uno para la cabeza serviría, podría atarlo de alguna manera para que pusiera un toque de color, para cambiar un poco el atuendo, para hacer que pareciera algo diferente. Tarareando entre dientes, hurgó entre sus cosas, amontonadas en un cajón del escritorio, pero no tardó en encontrar lo que buscaba. Un pañuelo a cuadros rojos y blancos. Parecía un mantel, pero era mejor que nada.

Se acercó al espejo y, al ver su imagen, tuvo una grata sorpresa. El aire del campo había coloreado sus mejillas, y le brillaban los ojos. Llegó a la conclusión de que aquel cambio se debía al convencimiento de que era útil en la tarea encomendada.

Había pasado el día en el pueblo, con permiso de Lynley. Era la primera vez que un inspector jefe le permitía hacer algo por sí misma, la primera vez que un superior la consideraba lo bastante inteligente. Se sentía animada por la experiencia y se daba cuenta de hasta qué punto su confianza en sí misma había sido socavada por el humillante regreso al uniforme. Atrás quedaba un período horrible de su vida, en el que la cólera había dado paso a una rabia desenfrenada, a la desdicha, que era como una herida enconada, a la certeza de que los demás no la consideraban apta para su oficio, no lo bastante despierta y sagaz. Los ojuelos porcinos de Jimmy Havers la miraban desde el espejo. Tenía los mismos ojos que él. Se apartó del espejo con una mueca de disgusto.

Ahora todo sería mejor. Estaba bien encarrilada y nada podría detenerla. Volvería a someterse al examen de inspector, y esta vez lo aprobaría, estaba segura.

Se quitó la falda de tweed y el pullover, y se descalzó. Desde luego, nadie le había proporcionado ninguna información sobre Russell Mowrey, pero todos se habían sometido seriamente a su interrogatorio. Todos la habían visto tal como era: una representante de Scotland Yard, una buena agente: competente, inteligente, intuitiva. Era lo que ella necesitaba. Ahora el caso le pertenecía realmente.

Terminó de vestirse, se anudó garbosamente el pañuelo al cuello y bajó la escalera para encontrarse con Lynley.

Éste esperaba en el salón, de pie ante la acuarela de la abadía, sumido en sus pensamientos. Detrás de la barra, Stepha Odell le observaba. Ambos podrían haber sido personajes de otro cuadro. La mujer se movió primero.

– ¿Una copa antes de marcharse, sargento? -le preguntó afablemente.

– No, gracias.

Lynley se volvió entonces, frotándose las sienes y con expresión distraída.

– Ah, Havers. ¿Está preparada para un nuevo asalto a Keldale Hall?

– Por completo.

– Entonces nos vamos. -Saludó a Stepha con una inclinación de cabeza y tomó a Barbara del brazo-. He estado pensando en la mejor manera de abordar el asunto -le dijo una vez a bordo del Bentley-. Tendrá que sostener una conversación con esa horrible pareja americana el tiempo suficiente para que pueda hablar con Saint James. ¿Podrá hacerlo? Siento de veras abandonarla a ese destino, pero si ese Hank me oye, sospecho que se empeñará en intervenir en el caso.

– No tema, señor -replicó Barbara-. Le tendré cautivado.

El la miró con suspicacia.

– ¿De qué manera?

– Haré que hable de sí mismo.

Lynley se echó a reír, y de pronto pareció más joven y mucho menos fatigado.

– Sí, eso surtirá efecto, sin duda.


– Piénselo bien, Barbie -dijo Hank, guiñando un ojo-. Si usted y Tom se proponen investigar en este pueblo, entonces deben quedarse un par de noches. ¿No es cierto, Jojo? Esto se pone intrigante cuando oscurece, ¿eh?

Ya habían cenado y estaban tomando una copa en el salón de roble. Hank llevaba unos pantalones de un blanco cegador, una camisa bordada abierta hasta la cintura y la imprescindible cadena de oro, y miraba de reojo a Barbara, consciente del atractivo que tenía aquella noche. Estaba en pie, como si esperase fundirse con las guirnaldas y querubines tallados en la chimenea, con una mano posada sobre la estilizada prímula de piedra y sosteniendo una copa de coñac, la tercera o la cuarta de la velada. Tenía la otra mano en la cintura, con el pulgar introducido bajo el cinto de los pantalones. Era toda una pose.

Su esposa se sentaba en un sillón de respaldo alto y miraba alternativamente a Deborah y Barbara, como pidiendo disculpas, una vez más, por la conducta de su esposo. Barbara observó con satisfacción que Lynley y Saint James habían logrado retirarse al otro salón inmediatamente después de cenar, y la señora Burton-Thomas dormitaba ruidosamente en un mullido sofá. La mujer roncaba de un modo irregular, y Barbara supuso que estaba fingiendo. No podía culparla, pues Hank llevaba un buen cuarto de hora dando la tabarra.

Barbara echó un rápido vistazo a Deborah para ver cómo encajaba la súbita deserción de su marido, dejándola a merced del impertinente americano. Su rostro, que dado el lugar que ocupaba ante la chimenea estaba entreverado de luces y sombras, parecía sereno, pero cuando notó la mirada de Barbara, una sonrisa maliciosa apareció en sus labios por un instante. Barbara supuso que sabía muy bien lo que estaba ocurriendo, y le gustó la generosidad que debía existir tras la aceptación del hecho.

Cuando Hank abría la boca para proseguir su descripción de los sobresaltos nocturnos en Keldale Hall, Lynley y Saint James volvieron a reunirse con ellos ante la chimenea.

– Ahora les diré lo que ocurrió -decía Hank-. Hace un par de noches fui a la ventana para cerrarla bien y eliminar ese condenado griterío. ¿Ha oído alguna vez a unos pavos reales armar semejante escándalo, Debbie?

– ¿Pavos reales? -preguntó Deborah-. ¡Cielo santo, Simon, al fin y al cabo no se trataba del bebé de la abadía! ¿Me mentiste?

– Es evidente que estaba engañado -replicó Saint James-. La verdad es que ese ruido se parecía mucho al llanto de un niño. ¿Quiere decir que nos resguardamos de un mal inexistente?

– ¿Cómo un bebé? -inquirió Hank incrédulo-. Está tan amartelado que confunde las cosas, Simon. Ese ruido de mil demonios lo producía un pavo real. -Se sentó, con las rodillas separadas y los brazos apoyados en los muslos rojizos-. Como les digo, fui a la ventana para cerrarla y dejar de oír el ruido o para silenciar al maldito pájaro de un zapatazo. Tengo una puntería excelente, ¿se lo había dicho? ¿No? Bueno, en Laguna tenemos un callejón donde merodean los maricas… -Esperó a ver si tendría que explicar una vez más cómo eran los habitantes de Laguna Beach, pero su público parecía más interesado por el otro relato, el cual prosiguió alegremente-: La verdad es que tengo mucha práctica en el lanzamiento de zapatos. ¿No es cierto, Jojo?

– Sí, cariño -replicó ella-. Puede dar a cualquier cosa -aseguró a los otros.

– No lo dudo -dijo Lynley sombríamente.

Hank sonrió mostrando los dientes con corona metálica.

– Así que estoy allí, en la ventana, listo para el zapatazo, cuando me doy cuenta de que hay algo más que un simple pájaro.

– ¿Alguien más gritaba? -inquirió Lynley.

– No, no. El pájaro estaba allí, desde luego, ¡pero vi perfectamente algo más! -Esperó a que le preguntaran qué era, pero los demás guardaron un silencio cortés-. ¡Bueno, bueno! -dijo riendo, y bajó la voz-. Danny y ese individuo, ¿cómo se llama? Esaú… Ezequiel…

– ¿Ezra?

– ¡El mismo! ¡Y cómo daban el pico! ¡Una cosa Barbara! ¡Eh!, les grité. ¿Habéis salido a tomar el fresco?

Los otros siguieron sonriendo cortésmente. Jojo les miró como un cachorro ansioso de cariño.

– Pero ahora viene la mejor parte. -Hank volvió a bajar la voz-. Resulta que no era Danny la que estaba allí. Ezra sí, desde luego.

Sonrió triunfante. Por fin había acaparado toda la atención de sus oyentes.

– ¿Más coñac, Deborah? -preguntó Saint James.

– Gracias.

Hank se inclinó hacia adelante en su asiento.

– ¡Se entiende con Angelina! ¿Se dan cuenta? -Soltó una risotada y se golpeó la rodilla-. Ese Ezra está más ocupado que un gallo en un gallinero, amigos. ¡No sé qué tiene, pero le gusta emplearlo a fondo! -Apuró su copa y prosiguió-: Esta mañana dirigí algunas indirectas a Angelina, pero la chica encaja bien, ni siquiera parpadeó. Créame, Tom, si es acción lo que busca, debe establecerse aquí. -Suspiró satisfecho y empezó a acariciar su cadena de oro-El amor, es algo maravilloso, ¿eh? Nada enreda tanto la mente como el amor. Apuesto a que usted lo sabe bien, Simon.

– Sí, estoy afectado por eso desde hace años -reconoció Saint James.

Hank soltó otra carcajada.

– La conoció cuando era muy joven, ¿verdad? -dijo señalando con un dedo a Deborah-. Fue tras él durante algún tiempo, ¿no?

– Desde la infancia -replicó ella.

– ¿La infancia? -Hank cruzó la sala para servirse más coñac. La señora Burton-Thomas roncó más sonoramente cuando él pasó por su lado-. Apuesto a que eran dos tortolitos que se enamoraron en la escuela, como Jojo y yo. ¿Te acuerdas, cariño? Un poco de ya sabes qué en el asiento trasero del Chevrolet. ¿Tienen aquí cines al aire libre?

– Creo que eso es un fenómeno endémico en su país -replicó Saint James.

– ¿Un qué? -Hank se encogió de hombros y volvió a sentarse. Unas gotas de coñac le salpicaron los pantalones blancos, pero él no hizo caso-. ¿Así que se conocieron en la escuela?

– No. Nos presentaron formalmente en casa de mi madre.

Saint James y Deborah intercambiaron miradas inocentes.

– Vaya, apuesto a que ella arregló el noviazgo. Jojo y yo también empezamos tras una cita a la que fuimos sin conocernos. Tenemos algo en común, Simon.

– La verdad es que nací en casa de su madre -dijo Deborah cortésmente-Pero me crié sobre todo en la casa de Simon en Londres.

Hank torció el gesto. Aquéllas eran aguas peligrosas.

– ¿Has oído eso, Jojo? ¿Estaban emparentados? ¿Primos o algo así?

Era evidente que danzaban en su mente visiones de hemofílicos languideciendo tras puertas cerradas.

– No, en absoluto. Mi padre es… ¿Cómo llamaríamos a papá, Simon? ¿Criado, sirviente, mayordomo, ayuda de cámara?

– Simplemente suegro -replicó Saint James.

– ¿Has oído eso, Jojo? -dijo Hank, asombrado-. Esto sí que es romántico.


Fue repentino, inesperado. Ella trataba de adaptarse. Lynley estaba resultando un personaje de facetas tan diversas, como un diamante tallado por un maestro joyero, que en cada situación aparecía una nueva superficie brillante que ella no había visto antes.

Estaba enamorado de Deborah, lo cual era comprensible. Pero ¿enamorado de la hija del criado de Saint James? Barbara intentó asimilar la información. ¿Cómo había llegado a sucederle tal cosa? Siempre le había parecido que aquel hombre tenía un perfecto dominio de su vida y su destino. ¿Cómo había permitido que le sucediera tal cosa?

Ahora veía su peculiar conducta en la boda de Saint James bajo una nueva luz. Entonces no estaba ansioso de librarse de ella, sino de alejarse de lo que era una fuente de enorme dolor: la felicidad nupcial con otro hombre de una mujer a la que amaba.

Por fin comprendía por qué Deborah había elegido a Saint James entre los dos hombres. Evidentemente, ella nunca había tenido elección, pues Lynley jamás se habría permitido hablarle de amor. De haberlo hecho, finalmente habría tenido que hablar de matrimonio, y Lynley nunca se casaría con la hija de un criado, cosa que sacudiría el árbol familiar hasta sus mismas raíces.

Sin embargo, había querido convertir a Deborah en su esposa, y debió de sufrir mucho al ver cómo Saint James era capaz de violar el ridículo código de comportamiento social que mantenía a Lynley inmovilizado.

¿Qué había dicho Saint James? Su suegro. Con esas breves palabras había borrado serenamente cualquier distinción de clase que pudiera haberle separado de su esposa. Barbara comprendió de súbito que no era extraño que ella le amara.

Durante el trayecto de regreso a la hostería, observó cautelosa a Lynley. Le había faltado valor para decirle a Deborah que la quería, había puesto su familia y su título por delante de su amor. ¿Qué sentiría ahora? ¡Cómo debía de odiarse a sí mismo! ¡Qué arrepentido debía de estar! ¡Qué terrible soledad debía de experimentar!

El notó que su compañera le estaba mirando.

– Hoy ha trabajado muy bien, sargento, sobre todo en el Hall. Puede estar segura de que mantener a Hank a raya durante un cuarto de hora le valdrá una mención honorífica.

Ella se sintió absurdamente complacida por la alabanza.

– Gracias señor. ¿Ha accedido Saint James a ayudarle?

– Así es, en efecto.

Sí, había accedido. Lynley exhaló un suspiro y arrojó el expediente sobre la cama. Dejó encima las gafas, se restregó los ojos y adaptó las almohadas a su espalda.

No había duda de que Deborah había hablado a su marido. Ya habían discutido cuál sería su respuesta cuando él solicitara su ayuda. Fue muy sencilla: “Claro, Tommy. ¿Qué puedo hacer?”.

Era muy propio de ellos. Durante su conversación, aquella mañana, Deborah se había dado cuenta de sus preocupaciones respecto al caso, y había allanado el camino para que pidiera ayuda a Saint James. Y cuán propio de éste era haber accedido sin vacilación, pues cualquier titubeo habría despertado la culpa que siempre yacía como un peligroso tigre herido entre ellos.

Se recostó en las almohadas y cerró los ojos, fatigado, dejando que su mente se deslizara hacia el pasado. Se entregó a las encantadoras visiones de una antigua felicidad que no estaba nublada por la aflicción o el dolor.

A su lado, la adorable Thais

Era como una novia en Pascua florida,

Floreciente de juventud, orgullosa de su belleza

¡Ah, feliz, felicísima pareja!

Sólo el valiente merece a la hermosa.

Las palabras de Dryden surgieron de improviso, sin que él se hubiera propuesto evocarlas. Las dirigió, obligándolas a sumirse en su mente, esfuerzo que le costó toda su concentración y le impidió oír que se abría la puerta y el ruido de pisadas en dirección a la cama. No se dio cuenta de que había alguien más en la habitación hasta que una mano fría le tocó suavemente la mejilla. Abrió los ojos.

– Creo que necesita un vaso de Odell, inspector -susurró Stepha.

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