CAPÍTULO DIEZ

El visitante era el comisario Nies, el cual les esperaba en el salón, junto a una mesa sobre la que había tres jarras de cerveza vacías y con una caja de cartón a su lado. Estaba en pie y tenía el aspecto de un hombre cauteloso, vigilante, jamás relajado. Apretó los labios al ver a Lynley y contrajo las aletas de la nariz, como si hubiera percibido un olor desagradable. Era el desdén en persona.

– Usted lo quería todo, inspector -dijo sin preámbulos-. Aquí lo tiene.

Dio un puntapié a la caja, no tanto para moverla como para atraer la atención del inspector hacia ella.

Nadie se movió. Era como si el odio contenido en las palabras de Nies los inmovilizara a todos. Barbara notó la tensión de Lynley como una tralla que le tensaba los músculos, pero su rostro permaneció inexpresivo.

– Esto es lo que quería, ¿no? -insistió Nies en el mismo tono desagradable. Cogió la caja y volcó su contenido sobre la alfombra-. Supongo que cuando lo pidió todo lo hizo en sentido literal. Sin duda usted no habla por hablar. ¿O quizás esperaba que se lo enviara por un recadero, evitando así otra charla conmigo?

Lynley miró los objetos esparcidos por el suelo. Parecían prendas femeninas.

– Tal vez ha bebido usted más de la cuenta -sugirió.

Nies dio un paso hacia adelante, con el rostro enrojecido.

– Le gustaría creer eso, ¿verdad? Le gustaría que me entregara a la bebida, arrepentido por haberle metido en el talego durante unos días a causa de la muerte de Davenport. No era precisamente la clase de residencia a la que está acostumbrada su señoría, ¿verdad?

Barbara nunca había reconocido tan claramente la necesidad de un hombre de golpear a otro, ni el impulso salvaje, atávico, que a menudo lleva a la satisfacción de esa necesidad. Ahora lo veía en Nies, en su postura, en sus manos cuyos dedos eran como espolones, curvados y a punto de cerrarse en un puño, en los tendones abultados del cuello. Lo que no podía comprender era la reacción de Lynley. Tras la tensión inicial, había recuperado su talante imperturbable, nada natural en aquellas circunstancias, y esto parecía ser la causa de la ira creciente de Nies.

– ¿Ha resuelto este caso, inspector? -preguntó el comisario en tono burlón-. ¿Ha practicado alguna detención? No, claro que no. Primero necesita disponer de todos los hechos, así que voy a proporcionarle unos cuantos y podrá ahorrar algo de tiempo. Roberta Teys mató a su padre. Le cortó la cabeza al desgraciado, se sentó y esperó a que descubrieran el crimen. Y no va usted a encontrar ninguna prueba inesperada que demuestre otra cosa, ni para Kerridge ni para Webberly ni para nadie. Pero se lo pasará bien buscándola, amigo. De mí no conseguirá nada más. Ahora apártese de mi camino.

Nies pasó por su lado, abrió bruscamente la puerta trasera y subió a su coche. Rugió el motor y el vehículo partió con un chirrido de neumáticos.


Lynley miró a las dos mujeres. Stepha estaba muy pálida, Havers mantenía una actitud estoica, pero ambas esperaban claramente alguna reacción por su parte. No se le ocurrió nada. Fueran cuales fuesen los motivos por los que Nies se comportaba de aquel modo, no deseaba comentarlos. Le habría gustado considerarle un paranoico, un psicópata, un loco, pero sabía demasiado bien lo que era llegar a un punto de ruptura debido al esfuerzo y el agotamiento durante un caso. Lynley se daba cuenta de que Nies estaba a un paso de derrumbarse bajo la tensión por el escrutinio a que Scotland Yard sometía su competencia. Por ello, si aquel hombre encontraba algún alivio vituperándole por el choque ocurrido entre ellos cinco años atrás, Lynley no tenía inconveniente en darle al hombre rienda suelta.

– ¿Quiere traerme el expediente de Teys, sargento? -le preguntó a Havers-. Lo encontrará en la mesa de mi habitación.

Barbara se lo quedó mirando como si estuviera pasmada.

– Señor, ese hombre…

– Está en mi escritorio -repitió Lynley.

Se acercó al montón de ropa tirado en el suelo, recogió el vestido y lo extendió como una tienda de campaña derribada sobre el sofá.

Tenía una estampación de color pastel claro, cuello de marinero blanco y mangas largas terminadas en puños blancos puestos del revés. La manga izquierda de la prenda presentaba una mancha extensa, parduzca. Otra mancha se extendía desde la altura correspondiente a los muslos hasta las rodillas, mientras que el borde de la falda estaba salpicado de manchitas del mismo color. Era sangre coagulada. Palpó el tejido y lo reconoció sin necesidad de corroborarlo con una etiqueta: seda.

También había unos zapatos: recios y grandes, de tacón alto, con barro incrustado a lo largo del reborde entre la suela y el cuerpo del zapato. También estaban salpicados con las mismas manchas pardas. Una combinación y varias prendas interiores completaban el conjunto.

– Es el vestido que se ponía para ir a la iglesia -dijo Stepha Odell, y añadió en voz apagada-: Tenía dos, uno para el invierno y otro para la primavera.

– ¿Su mejor vestido? -preguntó Lynley.

– Creo que sí.

El inspector empezó a comprender la testaruda negativa de los habitantes del pueblo a creer que la muchacha había cometido el crimen. Con cada nuevo dato obtenido, parecía más inverosímil. Havers regresó con el expediente, el rostro inexpresivo. Antes de empezar a hojearlo, Lynley no tuvo duda de que la información que deseaba no estaba allí. No se equivocó.

– Maldito sea ese tipo -musito, y miró a Havers-. No ha incluido ningún análisis de las manchas.

– Debería haberlas analizado, ¿no?

– Lo ha hecho, pero no tiene intención de darnos los resultados. No está dispuesto a hacer nada que nos facilite el trabajo.

Lynley soltó un juramento entre dientes y volvió a colocar las prendas en la caja de cartón.

– ¿Qué vamos a hacer? – preguntó Havers.

El sabía la respuesta. Necesitaba a Saint James, la precisión mecánica de su mente tan adiestrada, la rápida e infalible certeza de su habilidad técnica. Necesitaba un laboratorio donde realizar las pruebas y un forense experto de su confianza. Desde cualquier ángulo que lo examinara, la solución estaba inequívocamente en Saint James.

Contempló la caja abierta a sus pies y se entregó al placer efímero de maldecir al hombre de Richmond. Pensó que Webberly estaba equivocado y él era la última persona a la que debería haber encargado el caso, pues Nies veía en ello la condena de Londres, lo veía con demasiada claridad, y consideraba a Lynley y el problema que tuvo con él como su único error grave.

Reflexionó en sus opciones. Podría pasar el caso a otro inspector: MacPherson podría presentarse en Keldale y hacerse cargo del asunto en un par de días. Pero MacPherson ya estaba bastante ocupado con los crímenes del Destripador. Sería inconcebible apartarle del único caso en el que tanto se requería su pericia sólo porque Nies no podía hacer las paces con su pasado. También podría telefonear a Kerridge, en Newby Wiske. Después de todo, Kerridge era el superior de Nies. Pero implicar a Kerridge, haciéndole morder el freno para compensar de algún modo el caso de los Romaniv, era más absurdo si cabía. Además, Kerridge no tenía los papeles, los resultados de las pruebas de laboratorio, las declaraciones. Lo único que tenía era un odio inflexible hacia Nies y la incapacidad de entenderse con éste. La situación era un tremendo torbellino político de ambición frustrada, errores y venganza. Lynley estaba harto de ello.

Pusieron un vaso ante él, sobre la mesa. Alzó la vista y se encontró con la serena mirada de Stepha.

– Creo que le irá bien un poco de cerveza Odell.

El rió brevemente.

– ¿Beberá conmigo, sargento?

– No, señor -replicó Barbara, y cuando él creía que iba seguir con su anterior conducta exasperante, de funcionario que no se aparta ni un ápice de las normas cuando está de servicio, añadió-: pero le agradecería un cigarrillo, si no le importa.

Él le ofreció la pitillera dorada y el encendedor de plata.

– Fume todos los que quiera.

Ella encendió un pitillo.

– Ponerse el vestido de los domingos para ir a cortarle la cabeza a papá… Eso no tiene sentido.

– Sí que lo tiene -dijo Stepha.

– ¿Por qué?

– Porque era domingo. Se había vestido para ir a la iglesia.

Lynley y Havers se miraron, dándose cuenta simultáneamente de lo que significaban las palabras de Stepha.

– Pero a Teys le mataron un sábado por la noche -dijo Havers.

Lynley miró el vestido metido en la caja.

– Roberta debió de levantarse como de costumbre el domingo por la mañana, se puso la ropa para ir a la iglesia y esperó a su padre. Este no estaba en la casa, por lo que probablemente la chica supuso que se encontraba en alguna parte de la granja. Como es natural, no se preocupó, puesto que él regresaría a tiempo para acompañarla a la iglesia. Probablemente jamás se había perdido una misa. Pero ante la tardanza de William empezó a sentirse preocupada y fue en su busca.

– Y le encontró en el granero -concluyó Havers-. Pero la sangre del vestido… ¿Cómo cree que llegó a mancharse así?

– Supongo que estaba conmocionada. Debió de haber cogido el cadáver y estrecharlo en su regazo.

– ¡Pero no tenía cabeza! ¿Cómo podría…?

Lynley no hizo caso de la interrupción.

– Volvió a dejar el cuerpo en el suelo y, todavía bajo el shock, se quedó allí sentada hasta que llegó el padre Hart y la encontró.

– Pero entonces… ¿por qué dijo que ella le había matado?

– Nunca dijo tal cosa -replicó Lynley.

– ¿Qué quiere decir?

– Lo que dijo fue: “Lo he hecho yo, y no lo lamento” -puntualizó Lynley con decisión.

– Eso me parece una confesión.

– En absoluto. -Lynley deslizó los dedos alrededor de la mancha del vestido y examinó las distancias entre las manchas en la falda.- Pero, desde luego, indica algo.

– ¿Qué?

– Que Roberta sabe muy bien quién mató a su padre.


Lynley se despertó sobresaltado. La luz matinal se filtraba en la estancia formando franjas delicadas que cruzaban el suelo hasta la cama. Una fría brisa movía las cortinas y acarreaba los gratos sonidos de los pájaros que despertaban y el balido lejano de las ovejas, pero nada de esto llegaba a su conciencia. Permaneció en el lecho sintiéndose deprimido y desesperado, consumido por un deseo ardiente. Ansiaba volverse y encontrar a Deborah a su lado, su cabellera extendida sobre la almohada, los ojos cerrados, sumida en el sueño. Ansiaba despertarla y notar con los labios y la lengua los sutiles cambios físicos que serían reveladores de su deseo.

Apartó las sábanas con gesto de impaciencia. Era absurdo que se entregara a tales fantasías. Empezó a vestirse a toda prisa, desordenadamente. Tenía que irse de allí.

Cogió un suéter y salió de la habitación, bajó corriendo la escalera y se encontró en la calle. Entonces se dio cuenta de que sólo eran las seis y media de la mañana.

El valle estaba cubierto por una espesa niebla que giraba delicadamente alrededor de los edificios y cubría el río. A su derecha, la calle que conducía a lo alto del pueblo estaba desierta, con todos los postigos cerrados. Ni siquiera el verdulero colocaba sus cajas en la acera. Las ventanas de Sinji estaban oscuras, la puerta de la capilla wesleyana cerrada, lo mismo que el salón de té.

Se dirigió al puente, pasó cinco minutos arrojando guijarros al río y finalmente se fijó en la iglesia.

Encaramada en su altozano, Santa Catalina dominaba apaciblemente el pueblo, y Lynley se dijo que aquél era el exorcista que necesitaba para expulsar los demonios de su pasado. Hacia allí encaminó sus pasos.

Era un templo pequeño. Rodeado de árboles y un viejo y descuidado cementerio, elevaba al cielo su espléndida fachada normanda. El semicírculo de su ábside tenía varios vitrales, mientras que el campanario, en el otro extremo, albergaba un grupo susurrante de palomas. Observó un momento su aleteo en los bordes del tejado y luego avanzó por el sendero de grava hasta la entrada con sotechado del cementerio. Se sintió inmerso en la paz del camposanto.

Deambuló entre las tumbas, mirando las lápidas apenas legibles a causa de los estragos del tiempo. La niebla matinal había humedecido la exuberante maleza que amenazaba con ocultar por completo algunas lápidas. El musgo florecía en superficies que nunca veían el sol, y los árboles cobijaban los lugares donde seres olvidados mucho tiempo atrás descansaban para siempre.

Un curioso grupo de cipreses italianos retorcidos se arqueaban sobre unas lápidas volcadas, a pocos metros de la iglesia. Sus contornos eran desconcertantes, extrañamente humanoides, como si intentaran proteger las tumbas que estaban debajo. Intrigado, Lynley avanzó en aquella dirección, y entonces la vio.

Era muy típico de ella: se había subido las perneras de los vaqueros descoloridos, se había quitado los zapatos y había penetrado descalza en la alta y húmeda vegetación, a fin de captar las tumbas con los mejores ángulos y luz. Cuán propio de ella, asimismo, era haberse olvidado por completo de su entorno: no le importaba la franja de barro que se extendía desde el tobillo a la pantorrilla, la hoja carmesí que se había enredado en su cabello ni el hecho de que él estaba tan cerca, observando sus movimientos y ansiando sin esperanza que todo volviera a ser como antes entre ellos.

La niebla baja ocultaba y revelaba a intervalos. La luz del sol a través de las ramas moteaba débilmente las piedras. Un pájaro inquisitivo observaba con ojos brillantes desde una tumba cercana. Lynley apenas pensaba en ello, pero sabía que Deborah lo captaría todo con su cámara.

Buscó a Saint James, suponiendo que estaría sentado no lejos de allí, contemplando embelesado el trabajo de su esposa. Pero no estaba a la vista. Era evidente que ella se encontraba sola.

Lynley tuvo la sensación de que la iglesia le había traicionado con su promesa anterior de consuelo y paz. “No hay nada que hacer, Deb -pensó mientras la miraba-. Nada puede cambiar mis sentimientos. Quiero que le dejes, que le traiciones, que vuelvas a mí, porque me perteneces.”

Ella levantó la vista, se apartó el cabello del rostro y le vio. Por la expresión de su rostro, él supo en seguida que era como si hubiera dicho sus palabras en voz alta.

– Oh, Tommy.

No fingiría, desde luego, no evitaría el silencio con una charla insustancial, al estilo de Helen, para soslayar la emoción del encuentro. En lugar de hacer eso, ella se mordió el labio, como si él la hubiera golpeado, y se volvió hacia el trípode, en el que hizo unos ajustes innecesarios.

Lynley se aproximó.

– Lo siento mucho -le dijo. Ella siguió manoseando inútilmente su equipo, con la cabeza gacha y el cabello ocultándole el rostro-. No puedo superarlo. Intento ver claramente el camino a seguir, pero es en vano. -Ella desviaba el rostro, como si examinara el contorno de las colinas-. Trato de convencerme de que lo nuestro terminó de la mejor manera para todos, pero no me lo creo. Te sigo queriendo, Deb.

Entonces ella se volvió, con el rostro muy pálido y los ojos brillantes y humedecidos por las lágrimas.

– No puedes seguir así. Tienes que cambiar de actitud.

– Mi razón lo acepta así, pero nada más. -Una lágrima solitaria descendió por la mejilla de la mujer. El movió la mano para enjugarla, pero se contuvo y dejó caer el brazo al costado. – Esta mañana me desperté con tales deseos de hacer el amor contigo de nuevo que tuve la impresión de que si no salía de la habitación en seguida empezaría a arañar las paredes, por pura frustración, adolescente si quieres. Creí que la iglesia sería un bálsamo para mí, pero no se me ocurrió que tú pudieras estar en este cementerio tan de mañana. -Miró el equipo fotográfico-. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Dónde está Simon?

– Sigue en el Hall… Me desperté temprano y salí a ver el pueblo.

El percibió la falsedad de sus palabras.

– ¿Está enfermo? -le preguntó bruscamente.

Ella contempló las ramas de los cipreses. La respiración entrecortada de Simon la había despertado poco antes de las seis. Yacía con tal inmovilidad que por un terrible momento ella le creyó agonizante. Se esforzaba por no hacer ruido al respirar, y ella supo de inmediato que su único pensamiento había sido no despertarla. Pero cuando le cogió la mano, él aferró sus dedos con fuerza. “Te traeré la medicina”, le susurró, y después de administrársela observó el rostro sin expresión del hombre que luchaba por dominar el dolor. “¿Puedes… dejarme solo durante una hora, amor mío?” Era la parte de su vida que no toleraba compañía, la parte que ella jamás podría compartir. Le dejó solo.

– Verás… Esta mañana tenía dolores.

Lynley percibió el impacto de las palabras. Comprendía muy bien todo lo que implicaban.

– Dios mío, no hay escapatoria, ¿verdad? -dijo amargamente-. Incluso eso es por mi culpa.

– ¡No! -exclamó ella horrorizada-. ¡No digas eso! ¡Jamás! ¡No te hagas eso a ti mismo! ¡Tú no tienes la culpa!

Como había hablado con tanta rapidez, sin pensar en la impresión que sus palabras causarían en Lynley, de repente le pareció que había dicho más de la cuenta, mucho más de lo que había querido decir, y volvió a su equipo fotográfico, quitó la lente, desmontó la cámara y se puso a guardar cada pieza en su lugar del estuche.

El la observó. Sus movimientos eran convulsivos, como una película antigua proyectada a una velocidad inadecuada. Tal vez ella se dio cuenta y comprendió lo que revelaba su actitud, pues cesó en sus movimientos, con la cabeza gacha y una mano sobre los ojos. Los rayos del sol incidían en su cabellera, que tenía el color del otoño. La muerte del verano.

– ¿Sigue en el Hall, Deb? ¿Le has dejado allí? -No quería saberlo, pero ella necesitaba decírselo. Ni siquiera ahora él podía permitir que esa necesidad quedara sin respuesta.

– Me pidió que… Ha sido por los dolores. No quiere que le vea sufrir y cree que me protege haciendo que le deje solo cuando tiene una crisis. -Levantó la vista al cielo, como si buscara alguna señal. Los delicados músculos de su garganta se movían-. Verte excluida de esta manera es muy duro. Lo detesto.

Lynley comprendió.

– Eso es porque le quieres, Deb.

Ella le miró un momento antes de replicar.

– Sí, Tommy, le quiero. Él es mi otra mitad, forma parte de mi alma. -Acercó una mano vacilante a su brazo y le tocó ligeramente-. Ojalá encuentres a alguien que te quiera así. Es lo que necesitas. Pero yo… yo no puedo ser esa persona, ni siquiera deseo serla.

Él palideció al oír estas palabras. Tratando de dominarse, dirigió su atención a la tumba que estaba a sus pies.

– ¿Es ésta la fuente de tu inspiración matinal? -le preguntó con repentina jovialidad.

– Sí -respondió ella, procurando que el tono de su voz tuviera la misma ligereza-. He oído hablar tanto del bebé de la abadía que sentí deseos de ver su tumba.

– “Como la llama al humo” -leyó Lynley-. Curioso epitafio para un niño.

– Soy bastante aficionado a Shakespeare -dijo una voz meliflua a sus espaldas.

Al volverse, vieron al padre Hart en el sendero de gravilla, a unos pasos de ellos, con las manos cruzadas sobre el estómago. Con la sotana y el sobrepelliz parecía un gnomo espiritual. Se había aproximado a ellos sin hacer ruido, como una aparición que se materializa entre la niebla.

– Cuando me toca a mí decidir, una cita de Shakespeare siempre me parece lo más apropiado para una lápida. Es intemporal y poético, proporciona significado a la vida y a la muerte.

Se palpó los bolsillos de la sotana y sacó un paquete de Players. Encendió uno distraídamente y sujetó la cerilla entre los dedos antes de guardarse de nuevo el paquete. Eran movimientos sonambúlicos, como si no tuviera conciencia de lo que hacía.

Lynley reparó en la palidez amarillenta de su piel y la humedad crónica de sus ojos.

– Le presento a la señora Saint James, padre Hart -dijo en tono amable-. Está tomando fotografías de su tumba más famosa.

El sacerdote salió de su ensoñación.

– ¿Más famosa…? -Perplejo, su mirada pasó del hombre a la mujer antes de fijarse en la tumba. Sus ojos se velaron, mientras el cigarrillo se consumía entre sus dedos manchados de nicotina-. Ah, sí, ya veo. -Frunció el ceño-. Durante años me he preguntado quién podría haberle hecho eso a un recién nacido, abandonarlo desnudo a la intemperie, para que muriese. Necesité un permiso especial para enterrar aquí a la pobre criatura.

– ¿Un permiso especial?

– La niña estaba sin bautizar, pero la llamo Marina. -Parpadeó rápidamente y cambió de tema-. Si ha venido a ver tumbas famosas, señora Saint James, entonces le interesará visitar la cripta.

– Parece un relato de Edgar Allan Poe -observó Lynley.

– En absoluto. Es un lugar sagrado.

El sacerdote arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó. Entonces se agachó y, con un gesto que no parecía del todo consciente, recogió la colilla y se la guardó en el bolsillo. Entonces echó a andar en dirección a la iglesia. Lynley cargó con el equipo fotográfico de Deborah y siguieron al padre Hart.

– Aquí está enterrado San Cedd -iba diciendo el viejo clérigo-. Entren, por favor. Me estaba preparando para la misa diaria, pero primero se lo mostraré. -Abrió las puertas de la iglesia con una llave enorme y les indicó que pasaran-. Hoy en día la misa diaria tiene pocos fieles. A la gente sólo le interesa la del domingo. William Teys era el único fiel que asistía todos los días, y ahora no está… bueno, en más de una ocasión me he encontrado diciendo misa con la iglesia completamente vacía.

– Era íntimo amigo suyo, ¿verdad? -le preguntó Lynley.

El sacerdote agitó la mano que estaba a punto de encender la luz.

– Era… como un hijo.

– ¿Le habló alguna vez de los problemas que tenía para dormir, de su necesidad de tomar somníferos?

La mano se agitó de nuevo. El sacerdote titubeó. A Lynley le pareció que la pausa era demasiado larga y se movió un poco para ver mejor el rostro del anciano a la luz mortecina. Estaba mirando el interruptor, pero sus labios se movían como si rezara y le temblaban las manos.

– ¿Se encuentra bien, padre?

– Sí, sí, estoy bien. Es que… con frecuencia el recuerdo de aquel hombre… – El sacerdote se irguió con un esfuerzo, como quien reúne las piezas dispersas de un rompecabezas en un montón-. Mire, inspector, William era un buen hombre, pero un espíritu turbado. Nunca me habló de que tuviera dificultades para dormir, pero ahora que me lo dice usted no me sorprende en absoluto.

– ¿Por qué?

– Porque, al contrario que tantas almas turbadas, que se ahogan en alcohol o rehúyen sus dificultades de cualquier otro modo, William siempre cogía las suyas por los cuernos y hacía lo posible para superarlas. Era un hombre fuerte y decente, pero tenía unas cargas tremendas.

– ¿Cargas como el hecho de que Tessa le dejara y Gillian huyera de casa?

El sacerdote cerró los ojos al oír el segundo nombre. Tragó saliva con dificultad, produciendo un sonido rasposo.

– Tessa le hizo daño, pero Gillian le devastó. Desde que ella se marchó de casa, ya no fue nunca el mismo hombre.

– ¿Cómo era esa chica?

– Era… era un ángel, inspector, un sol. -La mano temblorosa encendió rápidamente las luces, y el sacerdote hizo un gesto hacia la iglesia-. Bueno, ¿qué les parece?

Desde luego, no era el interior que podría esperarse en una iglesia de pueblo. Estas tienden a ser pequeñas, cuadradas, puramente funcionales, con una ausencia de color, línea o belleza. Aquella iglesia era distinta. Quienquiera que la hubiese construido había pensado en las catedrales, pues en el extremo oeste se alzaban dos grandes columnas cuya finalidad, sin duda, había sido aguantar un peso mucho más considerable que el del tejado de Santa Catalina.

– Ah, se ha fijado en eso -murmuró el padre Hart, siguiendo la dirección de la mirada de Lynley desde las columnas de ábside-. Aquí tenía que haber estado la abadía, y Santa Catalina debió haber sido la iglesia abacial. Pero surgió un conflicto entre los monjes y buscaron otro solar, junto a Keldale Hall. Fue un milagro.

– ¿Un milagro? -preguntó Deborah.

– Un auténtico milagro. Si hubieran construido la abadía aquí, donde reposan los restos de San Cedd, habría sido destruida en tiempos de Enrique VIII. ¿Imaginan la destrucción de la iglesia donde está enterrado San Cedd? -El tono del sacerdote logró transmitir todo el horror de semejante devastación-No, Dios intervino en el desacuerdo entre los monjes, y como los cimientos de esta iglesia ya estaban puestos y la cripta terminada, no hubo motivo para desenterrar el cuerpo del santo, así que lo dejaron aquí con una pequeña capilla. -Se dirigió con lentitud a una escalera de piedra que partía del pasillo principal y se perdía en la oscuridad-. Es por aquí -les indicó.

La cripta era una segunda iglesia diminuta en las profundidades de la iglesia principal de Santa Catalina. Era una bóveda, arqueada al estilo normando y con columnas poco ornamentadas. Al fondo había un sencillo altar de piedra, con dos cirios y un crucifijo, y a los lados se alineaban piedras de una edificación anterior de la iglesia, piezas preservadas para la posteridad. Era un lugar húmedo y mohoso, mal iluminado y con olor a marga. Un moho verdoso cubría las paredes.

Deborah se estremeció.

– Pobre hombre. Aquí hace demasiado frío. Quizás preferiría estar enterrado en algún otro sitio, al sol.

– Aquí está más seguro -respondió el sacerdote. Se dirigió reverentemente al altar, se arrodilló y pasó unos instantes meditando.

Vieron cómo movía los labios y luego se detenía, como si estuviera en comunicación con un dios desconocido. Una vez terminada su plegaria, sonrió beatíficamente y se incorporó.

– Le hablo a diario -susurró el padre Hart, porque se lo debemos todo.

– ¿En qué sentido? -inquirió Lynley.

– El nos salvó. El pueblo, la iglesia, la vida del catolicismo en Keldale. – Mientras hablaba pareció como si el rostro se le iluminara.

Lynley pensó un instante en Montressor y reprimió el impulso de buscar el mortero y los ladrillos.

– ¿El hombre en sí o sus reliquias? -preguntó.

– El hombre, su presencia, sus reliquias, todo -replicó el sacerdote. Alzó los brazos, abarcando la cripta, y añadió con entusiasmo-: Les dio valor para conservar su fe, inspector, para permanecer fieles a Roma durante los días terribles de la Reforma. Entonces los sacerdotes se ocultaron aquí. Cubrieron la escala con un suelo falso y los sacerdotes del pueblo permanecieron ocultos durante años. Pero el santo estuvo constantemente con ellos, y Santa Catalina nunca cayó en poder de los protestantes. -Las lágrimas brillaban en sus ojos y buscó un pañuelo-. Les ruego que me disculpen. Cuando hablo de San Cedd me emociono… Es tal privilegio tener sus reliquias aquí, estar en comunión con él… No sé si pueden comprenderlo.

Tutearse con un antiguo santo cristiano era demasiado exaltante para el buen hombre. Lynley procuró cambiar de tema.

– Los confesionarios de arriba parecen tallas isabelinas -le dijo afablemente-. ¿Lo son?

El hombre se enjugó los ojos, se aclaró la garganta y les sonrió con los labios todavía algo convulsos.

– Así es. En principio no tenían que ser para confesionarios y por eso el tema de las tallas es tan secular. En general, uno no espera ver hombres y mujeres jóvenes enlazados en una danza en las tallas de una iglesia, pero son bonitas, ¿verdad? Creo que la luz en esa parte de la iglesia es demasiado escasa para que los penitentes vean las puertas claramente. Supongo que algunos de ellos creen que representa a los hebreos abandonados a su suerte mientras Moisés ascendía al Sinaí.

– ¿Qué representa exactamente? -preguntó Deborah mientras seguían al menudo sacerdote escalera arriba.

– Me temo que es una bacanal pagana -replicó el anciano. Lo dijo con una sonrisa de disculpa, y luego les deseó los buenos días y desapareció por una puerta tallada cerca del altar.

Se quedaron mirando la puerta que se cerró tras el sacerdote.

– Qué hombre tan extraño. ¿Cómo le has conocido, Tommy?

Lynley siguió a Deborah al exterior de la iglesia.

– Fue quien nos trajo toda la información del caso. Él encontró el cadáver.

Le habló brevemente del crimen y ella escuchó como siempre lo hacía, sin apartar los ojos verde claro de su rostro.

– ¡Nies! -exclamó cuando él hubo completado el relato-. ¡Qué terrible para ti, Tommy! ¡Qué injusto!

El pensó que era muy propio de Deborah ir al tuétano del asunto, ver bajo la superficie del problema que realmente le asediaba.

– Webberly creyó que mi presencia podría hacerle cooperar más, sabe Dios por qué -dijo secamente-. Por desgracia, parece que ejerzo el efecto contrario en ese hombre.

– ¡Pero es terrible! Después de lo que Nies te hizo pasar en Richmond, ¿por qué te asignaron este caso? ¿No podías haberlo rechazado?

Su rostro pálido reflejaba indignación. El le sonrió.

– Normalmente, no nos dan esa opción, Deb. ¿Te llevo de regreso al Hall?

– Oh, no -se apresuró ella a responder-. No es necesario. Tengo…

– Claro. Lo he dicho sin pensar. -Lynley dejó el estuche de material fotográfico y contempló entristecido las palomas que se aposentaban en el campanario de la iglesia. Ella le tocó el brazo.

– No se trata de eso -le dijo suavemente-. Tengo ahí el coche. Probablemente no lo has visto.

Entonces Lynley vio el Escort azul aparcado bajo un castaño que alfombraba el suelo con sus crujientes hojas otoñales. Recogió el estuche y lo llevó al vehículo. Ella le siguió en silencio. Abrió el portaequipajes y miró a Lynley mientras éste colocaba el estuche. Luego dedicó más tiempo del necesario a ponerlo en una posición segura para el corto trayecto de regreso al Hall. Finalmente, como era inevitable, sus ojos se encontraron.

Él la contemplaba, escrutando apasionadamente sus facciones, como si fuera a desvanecerse para siempre sin que le quedara más que su imagen en la mente.

– Recuerdo el piso de Paddington -le dijo-, las tardes en que hacíamos allí el amor.

– No lo he olvidado, Tommy.

Su voz era tierna. Por alguna razón, eso sólo le hizo sentirse más herido. Desvió la vista.

– ¿Le dirás que nos hemos visto?

– Claro que sí.

– ¿Y lo que hemos hablado? ¿Le contarás eso?

– Simon sabe lo que sientes. Es tu amigo, y yo también.

– No quiero tu amistad, Deborah -dijo él.

– Lo sé, pero espero que algún día lo aceptes.

Él volvió a notar sus dedos en el brazo. Se lo apretó, a modo de despedida. Luego abrió la portezuela del coche, se deslizó dentro y se marchó.


Lynley caminó de regreso a la hostería, sintiendo que el manto de la desolación le pesaba más alrededor de los hombros. Acababa de llegar a la casa de Odell cuando se abrió la puerta del huerto y una niña bajó los escalones. Poco después apareció un pato, que seguía sus pasos.

– ¡Espera aquí, Dougal! -gritó Bridie-. Ayer mamá te puso más comida en el cobertizo.

El pato, que de todos modos era incapaz de bajar los escalones, esperó pacientemente mientras la niña abría la puerta del cobertizo y desaparecía en su interior. Regresó poco después, arrastrando un voluminoso saco. Lynley observó que llevaba un uniforme escolar, pero estaba muy arrugado y no demasiado limpio.

– Hola, Bridie -le dijo.

Ella levantó la cabeza. Lynley observó que, tras el fracaso del día anterior, su cabello había sido arreglado de un modo más experto. Se preguntó quién lo habría hecho.

– Tengo que darle de comer a Dougal -dijo la niña-, y también he de ir a la escuela. Odio la escuela.

Lynley se acercó a ella. El pato observó sus movimientos, cauteloso, mirándole con un ojo mientras no apartaba el otro del desayuno prometido. Bridie echó una generosa cantidad de comida al suelo y el pato aleteó ansiosamente.

– Bueno, Dougal, vamos allá. -Cogió cuidadosamente el ave y la puso sobre el suelo húmedo, tras lo cual contempló enternecida cómo el pato atacaba el alimento-. Lo que más le gusta es el desayuno -le confió a Lynley, mientras ocupaba su lugar de costumbre en el escalón superior. Apoyó el mentón en las rodillas y miró encandilada al pato. Lynley se sentó a su lado.

– Te han arreglado muy bien el pelo -comentó el inspector-. ¿Te lo ha hecho Sinji?

– No. Ha sido la tía Stepha.

– ¿De veras? Pues lo ha hecho muy bien.

– Es muy mañosa para estas cosas -reconoció Bridie, indicando con su tono que había otras cosas que no se le daban tan bien a la tía Stepha-. Pero ahora tengo que ir a la escuela. Ayer mamá no me dejó ir. Dijo que era demasiado humillante. -Movió la cabeza con gesto desdeñoso-. Es mi pelo, no el suyo.

– Bueno, las madres tienden a tomarse las cosas personalmente. ¿No te habías dado cuenta?

– Podría haberlo tomado como lo hizo tía Stepha. Cuando me vio se echó a reír. -Saltó los escalones y llenó un lebrillo de agua-. Toma, Dougal -gritó. El pato, entregado por entero al desayuno, no le hizo caso, quizás temeroso de que le arrebataran la comida si no la tomaba con la mayor rapidez posible. Dougal era un pato que jamás corría riesgos, y el agua podía esperar. Bridie se acercó a Lynley. Permanecieron en silencio mientras miraban cómo el pato se atracaba. Entonces Bridie suspiró. Miró las puntas rasguñadas de sus zapatos y los frotó en vano con un dedo sucio-. De todos modos, no sé por qué he de ir a la escuela. William no fue nunca.

– ¿Nunca?

– Bueno… no fue desde los doce años. Si mamá se hubiera casado con William, nunca habría tenido que ir a la escuela. Bobba no iba.

– ¿Nunca?

Bridie concretó la información.

– William no la obligaba a ir después de los dieciséis. No sé qué voy a hacer si tengo que esperar hasta esa edad. Mamá me obligará a ir. Quiere que vaya a la universidad, pero yo no quiero.

– ¿Qué preferirías hacer?

– Cuidar de Dougal.

– Ya. Bueno, este pato tiene un aspecto muy saludable, pero no vivirá eternamente. Siempre es conveniente tener algo de lo que echar mano.

– Siempre puedo ayudar a tía Stepha.

– ¿En la hostería?

Ella asintió. Dougal había dado cuenta de su desayuno y ahora bebía el agua con fruición.

– Se lo digo a mamá, pero es inútil. Ella siempre está con lo mismo: “No quiero que te pases la vida en esa hostería”. -Imitó con una exactitud desconcertante la voz aturdida de Olivia Odell-. Si William y mamá se hubieran casado, todo habría sido diferente, yo podría haber dejado la escuela, aprender en casa. William era muy listo y me habría enseñado. Estoy segura de que lo habría hecho.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque siempre nos leía a mí y a Dougal. -El pato, al oír su nombre, avanzó hacia ellos, caminando con su peculiar estilo ladeado-. Pero lo que más sabía era cosas de la Biblia. -Bridie se lustró un zapato frotándolo con el talón enfundado en un calcetín-. No me gusta mucho la Biblia, sobre todo el Antiguo Testamento. William decía que era porque no lo entendía, y le decía a mamá que no me daban instrucción religiosa. Era muy simpático y me contaba historias, pero no las entendía muy bien, no comprendía que nadie tuviera nunca problemas por eso de, ¿cómo se dice?… ah, sí, yacer.

– ¿Cómo?

– Unos yacen con otros continuamente. Por lo menos eso es lo que dicen las historias. Y a nadie le dicen nunca que eso está mal.

– Ah, yacer…-Lynley miró al pato, el cual examinaba los cordones de sus zapatos con su pico experto -. Bueno, las cosas son muy simbólicas en la Biblia -dijo jovialmente-. ¿Qué más leías?

– Nada, sólo la Biblia. Creo que es lo único que leían William y Bobba. Procuré que me gustara, pero no hubo manera. No se lo dije a William, porque era cariñoso conmigo y no quería ser ruda con él. Creo que trataba de conocerme, porque si se hubiera casado con mamá, siempre estaríamos juntos.

– ¿Querías que se casara con tu mamá?

La niña cogió el pato y lo puso en el escalón, entre ellos. Dougal dirigió una mirada desinteresada a Lynley y empezó a acicalarse las plumas brillantes.

– Papá me leía -dijo Bridie, sin responder a la pregunta del inspector. Lo dijo en un tono algo más bajo y con una concentración total en las puntas de sus zapatos-. Y entonces se marchó.

– ¿Se marchó? -Lynley se preguntó si estas palabras eran un eufemismo para referirse a su muerte.

– Un día se marchó. -Bridie apoyó el mentón en las rodillas, atrajo al pato a su lado y contempló el río-. Ni siquiera se despidió. -Tocó la suave cabeza del pato y la besó; el ave le respondió tocándole la mejilla con el pico-. Yo me habría despedido -susurró.


– ¿Usaría la palabra “ángel” o “sol” para referirse a alguien que bebe, suelta juramentos y corre por ahí como un loco? -le preguntó Lynley.

La sargento Havers alzó la vista, removió el café con la cucharilla y reflexionó un instante.

– Supongo que depende de su manera de definir la lluvia, ¿no cree?

El sonrió.

– Supongo que sí. -Puso su plato a un lado y miró a Havers pensativamente. La sargento no tenía mal aspecto aquella mañana: se había dado unos toques de color en los párpados, mejillas y labios, y era evidente que se había ondulado un poco el cabello. Incluso su atuendo había mejorado visiblemente, pues llevaba una falda de tweed marrón con un pulóver a juego. Aunque el color no fuese el que más armonizaba con la tonalidad de su piel, por lo menos suponía una considerable mejoría con respecto al espantoso traje azul del día anterior.

– ¿Por qué me ha hecho esa pregunta?-inquirió.

– Stepha describió a Gillian como una persona desenfrenada, una borracha.

– Que corría por ahí como una loca.

– Sí, pero el padre Hart dijo que era un sol.

– Es curioso.

– Dijo que Teys quedó devastado cuando ella se marchó de casa.

Havers enarcó sus espesas cejas y, sin pensar en cómo su acción definía de nuevo la relación entre ellos, le sirvió a Lynley una segunda taza de café.

– Bueno, eso explica por qué han desaparecido sus fotos, ¿no? Ese hombre había dedicado su vida a sus hijas y esperaba que el esfuerzo tuviera una recompensa. Una de ellas se desvanece en la noche.

Estas últimas palabras evocaron algo a Lynley. Buscó entre los papeles del expediente que estaba sobre la mesa, entre ellos, y sacó la foto de Russell Mowrey que Tessa le había dado.

– Quiero que muestre esto hoy en el pueblo -le dijo.

Havers cogió la fotografía, pero su expresión era inquisitiva.

– Pero usted dijo que este hombre se encuentra en Londres.

– Ahora sí, pero no necesariamente tres semanas atrás. Si Mowrey estuvo aquí por entonces, tuvo que preguntar a alguien la dirección de la granja. Alguien tuvo que verle. Concéntrese en la parte alta del pueblo y los parroquianos de las tabernas. También puede ir al Hall. Si nadie le ha visto…

– Volvemos a Tessa -concluyó ella.

– O alguien más con un motivo. Parece haber varios.


Madeline Gibson abrió la puerta. Lynley había cruzado el jardín, donde dos niños jugaban a la guerra, pasó junto a un triciclo roto y una muñeca desmembrada y evitó un plato de huevos fritos y ya fríos en uno de los escalones de la entrada. La mujer observó todo esto con una mirada de indiferencia, y se arrebujó en la bata de color verde esmeralda que se adaptó a la forma de los pechos altos y puntiagudos. No llevaba nada debajo y no hizo nada por ocultar que el inspector no podía haber llegado en un momento más inoportuno.

Fijó en Lynley sus ojos sensuales.

– Ponte los pantalones, Dick -dijo desde la puerta-. Es Scotland Yard. -Sonrió perezosamente y sostuvo la puerta abierta-. Entre, inspector. -Le dejó en el pequeño recibidor, entre los juguetes y la ropa sucia, y se dirigió a la escalera.- ¡Dick! -llamó de nuevo.

Se volvió, cruzó los brazos sobre el pecho y siguió mirando a Lynley, sin dejar de sonreír. Una rodilla y un muslo bien formados se mostraban entre los pliegues del fino satén.

Hubo un movimiento en el piso de arriba, el murmullo de un hombre, y un instante después apareció Richard Gibson. Bajó ruidosamente la escalera y, al ver a su esposa, le dijo:

– Por Dios, Mad, vístete, ¿quieres?

– Tú no estabas vestido hace cinco minutos -replicó ella, mirándole sonriente, y subió la escalera despacio, revelando cuanto podía su esbelto cuerpo.

Gibson la contempló divertido e irónico.

– Debería ver cómo es cuando lo desea de veras -le confió.- Ahora sólo está bromeando.

– Sí, ya veo.

El granjero rió con un sonido nasal.

– Al menos eso la hace feliz, inspector, por algún tiempo. -Examinó el caos que reinaba en la casa y sugirió-: Salgamos.

Lynley pensó que el jardín era un lugar aún menos atractivo para charlar que la maloliente casa, pero no dijo nada y siguió al otro.

– Id con vuestra madre -ordenó Gibson a los dos niños que jugaban.

Con el pie empujó el plato hasta el borde del escalón. El escuálido gato de la familia salió de entre la maraña de arbustos secos y moribundos y empezó a devorar los restos de huevos y tostadas. Era la manera de comer codiciosa y subrepticia de un carroñero, y a Lynley le recordó a la mujer de arriba.

– Ayer vi a Roberta -le dijo a Gibson.

El otro se había sentado en el escalón y se ataba los cordones de sus pesados zapatos.

– ¿Cómo está? ¿Ha mejorado algo?

– No. La última vez que nos vimos, señor Gibson, no mencionó usted que había firmado los papeles para el ingreso de Roberta en el sanatorio.

– No me lo preguntó, inspector. -Terminó de atarse los cordones y se puso en pie-. ¿Acaso esperaba que la entregara a la policía de Richmond?

– No exactamente. ¿Ha hecho gestiones para buscarle un abogado?

Lynley se dio cuenta de que Gibson no esperaba que la policía se preocupara por la representación legal de una asesina confesa. La pregunta le sorprendió. Agitó los párpados y pasó un momento introduciendo los faldones de su camisa de franela bajo el cinto de los tejanos azules. Tardó en responder.

– ¿Un abogado, dice usted? No.

– Es curioso que se haya ocupado de internarla en un centro sanitario pero no hay movido un dedo por sus intereses legales. Y también es conveniente, ¿no es cierto?

Gibson apretó las mandíbulas.

– Yo diría que no.

– ¿Puede explicarse, entonces?

– No creo que tenga que darle explicaciones -dijo Gibson-, pero me parece que los problemas mentales de Bobby eran más apremiantes que los legales.

– Desde luego, y si la consideran incompetente para afrontar un juicio, como ocurrirá sin duda, usted está en buena posición, ¿verdad?

Gibson le miró de frente.

– Lo estoy, sí, señor -replicó, enojado-. Entonces tendré plena libertad para quedarme con la granja y la casa, para tirarme a mi mujer sobre la mesa del comedor, si me da la gana. Y todo ello sin tener alrededor a Bobby. Eso es lo que quería oír, ¿no es cierto, inspector? -Movió el rostro hacia adelante, con ademán de beligerancia, pero al ver que el otro no reaccionaba ante esta agresión, retrocedió. Sus palabras, sin embargo, no reflejaban menos enojo-. Ya estoy hasta la coronilla de que la gente crea que haría daño a Bobby, que nada podría hacernos más felices a Madeline y a mí que verla encerrada para siempre. ¿Cree acaso que no sé que eso es lo que piensa todo el mundo? ¿Cree que Madeline no lo sabe? -Rió amargamente.- Tiene razón, no le busqué un abogado sino que lo busqué para mí, y si puedo conseguir que la declaren mentalmente incompetente, lo haré. ¿Cree que eso es peor que verla acabar en la cárcel?

– ¿Cree entonces que ella mató a su padre? -preguntó Lynley, impasible.

Los hombros de Gibson se hundieron.

– No sé qué pensar. Lo único que sé es que Bobby no es la misma muchacha que conocía cuando me marché de Keldale. Aquella chica no habría hecho daño a una mosca. Pero la de ahora… es una extraña.

– Quizás eso tenga que ver con la desaparición de Gillian.

– ¿Gillian? -Gibson rió incrédulamente-. Yo diría que la huida de Gilly fue un alivio para todos los interesados.

– ¿Por qué?

– Digamos que Gilly estaba demasiado adelantada para sus años. -Volvió la cabeza hacia la casa-. Digamos que, comparada con ella, Madeline parece la Virgen María. ¿Está claro?

– Perfectamente. ¿Le sedujo a usted?

– Desde luego, eso es ser directo. Deme un cigarrillo y se lo contaré. -Encendió el pitillo que Lynley le ofrecía y miró los campos que se iniciaban al otro lado de la calle sin pavimentar. Más allá, el camino que conducía al páramo del Alto Keel serpenteaba entre los árboles-. Tenía diecinueve años cuando me fui de Keldale, inspector, y no quería marcharme. Bien sabe Dios que era lo último que deseaba hacer. Pero sabía que, si no me iba, la situación acabaría siendo infernal.

– Pero ¿durmió con su prima Gillian antes de marcharse?

Gibson soltó una risotada.

– Dormir no es la palabra más apropiada tratándose de una chica como Gillian. Quería dominar la situación y lo lograba, inspector. Podía hacerle a un hombre cosas… mejor que un pendón de alta categoría. Me volvía loco cuatro veces al día.

– ¿Qué edad tenía ella?

– Tenía doce años la primera vez que me miró como no se mira a un primo, trece la primera vez que… lo hizo. Luego, durante dos años casi me volvió loco.

– ¿Me está diciendo que se fue de aquí para huir de ella?

– No, no soy tan noble. Me marché para huir de William. Si seguíamos de aquel modo, era inevitable que él acabara descubriéndolo, y no quería que sucediera tal cosa. Quise poner fin al asunto.

– ¿Por qué no hablo con William de lo que ocurría?

Gibson le miró con ojos muy abiertos.

– Para él, ninguna de sus hijas podía hacer nada malo. ¿Cómo iba a decirle que Gilly, la niña de sus ojos, venía a mí como una gata en celo y me trabajaba como una puta? Jamás lo habría creído. La verdad es que incluso a mí me costaba creerlo.

– Ella se fue de Keldale un año después que usted, ¿verdad?

El hombre arrojó la colilla a la calle.

– Eso es lo que dicen.

– ¿No volvió a verla?

Gibson desvió la vista.

– No, jamás, y eso fue una bendición.


Marsha Fitzalan era una mujer encorvada y marchita, con un rostro que le recordaba a Lynley esas muñecas hechas con manzanas talladas: era una masa de arrugas delicadas que se extendían desde las mejillas rosadas hasta los ojos. Estos eran azules y danzaban en su rostro con interés y diversión, comunicando a todo el que la miraba que, si su cuerpo era viejo, el corazón y la mente seguían tan frescos como en la juventud.

– Buenos días -dijo sonriente, y entonces, tras consultar su reloj, rectificó-: o más bien buenas tardes. Usted es el inspector Lynley, ¿verdad? Supuse que vendría por aquí más tarde o más temprano. He hecho pastel de limón.

– ¿Para la ocasión? -preguntó Lynley.

– Desde luego -replicó ella-. Pase.

Aunque vivía en una de las casas municipales, el aspecto de la vivienda no podría haber sido más distinto que el de la casa de Gibson.

El jardín estaba dispuesto en parterres, cada uno con flores bien cuidadas: alisos y prímulas, bocas de dragón y geranios. Habían sido preparadas para el invierno, y el terrón herboso alrededor de cada planta, recién removido, daba una sensación de pulcritud. En dos de las losas pasaderas que conducían a la casa había sendos montoncitos de alpiste, y cerca de una ventana colgaba un juego de campanitas cuyas seis notas, cuando las movía el viento, se oían por encima del estrépito que producían los niños Gibson, en la casa de al lado.

El contraste con la vivienda de los Gibson continuaba en el interior, donde los efluvios de un pebete le recordaron a Lynley las largas tardes pasadas en el dormitorio de su abuela, en Howenstow. La diminuta sala de estar estaba cómodamente amueblada, aunque con piezas baratas, y dos de sus paredes tenían estanterías de libros desde el suelo hasta el techo. Encima de una mesita, bajo la única ventana, había una colección de fotografías, y varios tapices de punto colgaban sobre un viejo receptor de televisión.

– ¿Quiere pasar a la cocina, inspector? -le preguntó Marsha Fitzalan-. Ya sé que no está bien recibir en la cocina, pero siempre me he sentido mucho más cómoda en ella. Mis amigos me dicen que eso se debe a que crecí en una granja, donde la vida siempre se centra en la cocina, ¿no es cierto? Supongo que nunca lo he superado. Por favor, siéntese a la mesa. ¿Tomará pastel y café? Parece hambriento. Supongo que es soltero. Los solteros nunca comen tan bien como deberían, ¿verdad?

Lynley recordó de nuevo a su abuela, aquella inequívoca seguridad del amor incondicional. Mientras contemplaba a la anciana que preparaba el refrigerio en una bandeja, con manos firmes, sin el más leve temblor, Lynley tuvo la certeza de que Marsha Fitzalan tenía la respuesta.

– ¿Puede hablarme de Gillian Teys? -le preguntó.

Las manos de la anciana se detuvieron. Se volvió hacia él, sonriente.

– ¿Gilly? Será un placer para mí. Gillian Teys era la criatura más adorable que jamás conocí.

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