CAPÍTULO DOCE

El la miró desconcertado. Esperó que apareciese su máscara de desenvoltura, la llegada del hombre ilusorio que reía, bailaba y tenía una respuesta ingeniosa para todo. Pero no ocurrió nada. Stepha estaba en su habitación, como si se hubiera materializado, surgiendo de ninguna parte, y parecía haber destruido su única línea de defensa. Lo único que quedaba en su repertorio de actitudes cautivadoras era la capacidad de afrontar sin un pestañeo la mirada de aquella mujer.

Tenía que dotar de realidad al momento, cerciorarse de que ella no era un sueño forjado por su mente fatigada. Alargó la mano y tocó su cabellera, asombrándose de la suavidad del pelo.

Ella le cogió la mano y besó la palma y la muñeca. Su lengua recorrió la longitud de los dedos.

– Déjame amarte esta noche, déjame expulsar la locura.

Le hablaba en un susurro, y él se preguntó si su voz formaba parte de un sueño. Pero las manos suaves de Stepha le acariciaban las mejillas, la mandíbula y la garganta, y cuando se inclinó para besarle y sintió el movimiento de la lengua femenina en su boca, supo que formaba parte de una ardiente realidad, un proceso que asediaba calmosamente los muros almenados de su pasado.

Quería huir del asalto, escapar a aquel puerto cargado de dicha que le había mantenido bien protegido durante el último año, un año durante el cual todo deseo había estado ausente, todo anhelo muerto, toda vida incompleta. Pero ella no le permitió ninguna evasión, mientras destruía a conciencia los bastiones tras los que se había ocultado, él volvió a experimentar no una dulce liberación, sino aquella terrible necesidad de poseer a otra persona en cuerpo y alma.

No podía hacerlo, no permitiría que sucediera. Buscó desesperadamente unas últimas y precarias defensas, tratando inútilmente de volver a ser la criatura insensata que rechazaba la vida, pero en su lugar había renacido, callado y vulnerable, el hombre que había permanecido intacto desde el principio bajo aquél caparazón defensivo.

– Háblame de Paul.

Ella se irguió, apoyándose en un codo, le tocó los labios con un dedo y lo deslizó por su contorno. La luz incidía en su cabello, en los hombros y los senos. Era de fuego y leche, aromatizada casi imperceptiblemente con la dulzura de las violetas de Devon.

– ¿Por qué?

– Porque quiero conocerte, porque era tu hermano, porque murió.

Ella desvió la mirada.

– ¿Qué te dijo Nigel?

– Que la muerte de Paul cambió a todo el mundo.

– Es cierto.

– Bridie dijo que se había ido sin despedirse.

Stepha se tendió a su lado.

– Paul se suicidó, Thomas -susurró, estremeciéndose, y él la abrazó-. No se lo dijimos a Bridie. Dijimos que había muerto de la enfermedad de Huntington, y así fue, en cierto modo. Fue esa dolencia lo que le mató. ¿Has visto alguna vez a uno de esos enfermos? Es el baile de san Vito, no pueden controlar el movimiento de su cuerpo, se retuercen, se tambalean, saltan y caen, y al final pierden la razón. Pero Paul no. Por Dios, Paul no.

Se le quebró la voz y aspiró hondo. El acarició el cabello y la besó en la cabeza.

– Lo siento.

– El tenía la razón suficiente para saber que ya no reconocía a su mujer, no sabía el nombre de su hija ni tenía ningún control de su cuerpo. Y también tuvo la razón suficiente para decidir que era hora de morir. -Tragó saliva-. Yo le ayudé. Tenía que hacerlo. Era mi hermano gemelo.

– Eso no lo sabía.

– ¿Nigel no te lo dijo?

– No. Nigel está enamorado de ti, ¿verdad?

– Sí -respondió ella sin embages.

– ¿Vino a Keldale para estar cerca de ti?

Ella asintió.

– Nigel, Paul y yo fuimos juntos a la universidad. Hubo un tiempo en que pude haberme casado con Nigel. Entonces no estaba tan agriado y enfurecido como ahora. Me temo que yo soy la causa de su irritación. Pero nunca me casaré.

– ¿Por qué no?

– Porque la enfermedad de Huntington es hereditaria y yo soy portadora. No quiero trasmitírsela a un hijo. Ya es suficiente con ver a Bridie y pensar, cada vez que tropieza o deja caer algo, que ha contraído la maldita enfermedad. No sé qué haría si tuviera un hijo propio. Probablemente la preocupación me volvería loca.

– No es necesario que tengas hijos, puedes adoptarlos.

– Eso es lo que dicen los hombres, claro, lo que siempre dice Nigel. Pero, a mi modo de ver, el matrimonio no tiene sentido si no puedo tener mi propio hijo, un hijo mío y sano.

– ¿Era un bebé sano el de la abadía?

Ella se incorporó para mirarle.

– ¿De servicio, inspector? Curiosos tiempo y lugar para eso, ¿no crees?

El sonrió irónicamente.

– Lo siento. Me temo que ha sido un acto reflejo. -Entonces añadió, impenitente-: ¿Lo era?

– ¿Dónde oíste hablar del bebé de la abadía? No, no me lo digas. En Keldale Hall.

– Tengo entendido que se trata de una leyenda convertida en realidad.

– Algo así. La leyenda, que los Burton-Thomas divulgan siempre que pueden, es que a veces, por la noche, se puede oír el llanto de un bebé procedente de la abadía. Pero la realidad es muy prosaica. Es un ruido que produce el viento cuando sopla con fuerza suficiente desde el norte, a través de una grieta en la pared entre el transepto norte y la nave. Sucede varias veces al año.

– ¿Cómo lo sabes?

– Cuando éramos adolescentes, mi hermano y yo acampamos allí durante quince días, hasta que descubrimos el origen del sonido. Naturalmente, no decepcionamos a las Burton-Thomas diciéndoles la verdad. Pero si he de ser sincera, ni siquiera el sonido de ese viento se parece mucho al llanto de un bebé.

– ¿Y el bebé auténtico?

– Volvemos a eso, ¿eh? -Apoyó el mentón en el pecho de Lynley-. No sé muchos detalles de esa historia. Ocurrió hace tres años. El padre Hart encontró a la niña, se las arregló para soliviantar a todo el pueblo y a Gabriel Langston le tocó investigar lo ocurrido. Pobre Gabriel. Nunca pudo descubrir nada en absoluto. El furor se extinguió al cabo de unas semanas. Hubo un funeral, al que asistieron todos los vecinos que tienen conciencia y así terminó el asunto. Todo fue bastante sórdido.

– ¿Y te alegraste cuando terminó?

– Sí, no me gusta la sordidez, no la quiero en mi vida. Sólo deseo risas y alegría.

– Quizás temes sentir otra cosa.

– Así es, pero lo que más temo es acabar como Olivia, amar tanto a una persona para que luego desaparezca brutalmente de mi vida. Ya no soporto estar cerca de ella. Después de la muerte de Paul, pareció internarse en una espesa niebla de la que nunca más ha salido. No quiero ser así, jamás. -Pronunció la última palabra con una dura nota de enojo, pero cuando alzó la cabeza, las lágrimas brillaban en sus ojos-. Por favor, Thomas -susurró, y el cuerpo del hombre respondió con la voraz llama del deseo.

La atrajo hacia sí bruscamente, sintió el calor y la pasión de Stepha, oyó su grito de placer y notó que la locura se disipaba.

– ¿Qué me dices de Bridie?

– ¿Qué quieres que te diga?

– Es una niña solitaria, siempre con su pato.

Stepha se rió. Se volvió de lado y su espalda suave le presionó agradablemente.

– Bridie es una niña especial, ¿verdad?

– Olivia parece tenerle poco apego… es curioso. Es como si Bridie estuviera creciendo sin padres.

– Olivia no siempre ha sido así, pero Bridie ha salido a Paul, es igual que él, y creo que eso hiere a Olivia. Todavía no ha superado la desaparición de Paul, ni creo que lo logre nunca.

– Entonces, ¿por qué volvió a casarse?

– Lo hizo por Bridie. Paul era un padre muy enérgico, y Olivia parece haberse sentido obligada a sustituirlo. Supongo que William estaba deseoso de ser el sustituto. -Su voz era cada vez más somnolienta-. No sé exactamente cómo pensó que le iría a ella, pero creo que estaba más interesada en controlar a Bridie. Las cosas habrían salido bien, porque William era muy bueno con Bridie, y Roberta también.

– Según Bridie, tú también lo eres.

Ella bostezó.

– ¿Ah, sí? Le arreglé el pelo a la pobrecilla. No estoy segura de que sea buena en nada más.

– Alejas a los fantasmas -susurró él-. Eres muy buena para eso.

Pero ella ya se había dormido.

Al despertar se encontró con la realidad inequívoca. Ella yacía como una niña, encogida, con las rodillas hacia arriba y los dos puños cerrados bajo el mentón. Lo que soñaba le hacía fruncir el ceño, y tenía una hebra de pelo entre los labios. Lynley sonrió.

Consultó el reloj y vio que eran las seis y media. Se inclinó y besó el hombro desnudo de Stepha. Ella despertó en seguida, sin mostrarse en absoluto confusa por estar en la habitación de Lynley. Alzó la mano, le tocó la mejilla y le atrajo hacia sí.

El la besó en la boca y en el cuello, y oyó el cambio delicado en su respiración que indicaba el placer que sentía cuando le tocó el seno. Deslizó la mano a lo largo de su cuerpo y ella suspiró.

– Thomas… -El levantó la cabeza y contempló las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes de Stepha-. He de irme.

– Todavía no.

– Mira que hora es.

– Dentro de un momento. -Se inclinó sobre ella y sintió la caricia de sus manos en la cabeza.

– Tú… yo… Oh, Dios mío. -Se echó a reír, dándose cuenta de cómo la traicionaba su cuerpo.

El sonrió.

– Entonces vete, si es preciso.

Ella se irguió, le besó por última vez y se dirigió al baño. El permaneció tendido, rebosante de una satisfacción que no había creído poder experimentar de nuevo, y escuchó los ruidos familiares que ella hacía. Se preguntó cómo había podido sobrevivir a aquel año de aislamiento. Entonces ella regresó, sonriente, pasándose el cepillo por el cabello enmarañado. Cogió la bata gris y alzó garbosamente un brazo para ponérsela. Fue entonces, al hacer ese movimiento bajo la luz de la mañana incipiente, cuando él vio en el cuerpo de Stepha la evidencia inequívoca de que había sido madre.


Cuando Barbara oyó que la puerta de la habitación de Lynley se abría y cerraba suavemente, se levantó. Había estado tendida de costado, la mirada fija en la pared y los dientes tan apretados que le dolía la mandíbula. Durante seis horas, desde que les oyó y supo que estaban juntos, se había esforzado por ahogar sus sentimientos.

Ahora se dirigió a la ventana, sintiendo las piernas entumecidas y se quedó mirando insensible el paisaje que emergía de las últimas sombras. El pueblo parecía sin vida, un sitio carente de color o sonido, y ella pensó en lo apropiado que era.

El inequívoco y rítmico chirrido de la cama la había enloquecido. Siguió y siguió hasta que ella quiso gritar, golpear la pared hasta que el ruido cesara. Pero el silencio, que se entabló del mismo modo repentino, fue peor. Golpeó sus tímpanos con pulsaciones airadas que ella finalmente llegó a reconocer como los latidos de su corazón. Y entonces la cama empezó a chirriar de nuevo, interminablemente. Y el grito ahogado de una mujer.

Aplicó una mano seca y cálida al vidrio de la ventana y percibió su fría humedad con sorpresa indiferente. Deslizó los dedos, trazando líneas que examinó minuciosamente.

¿Dónde había ido a parar el amor no correspondido hacia Deborah? Se dijo que había sido una estúpida al modificar su idea sobre aquel hombre. Nunca había dejado de ser el mismo que la noche anterior: un semental, un toro, un macho que tenía que demostrar su virilidad entre las piernas de cada mujer que conocía.

“Bien, anoche lo demostró, inspector. La llevó directamente al cielo tres o cuatro veces, ¿verdad? Es todo un experto en esas lides, desde luego.”

Rió en silencio, tristemente. Había sido todo un placer descubrir que él era como siempre le había considerado: un gato callejero que merodeaba en busca de cualquier hembra en celo, bien disfrazado bajo un barniz refulgente de crianza de clase alta. ¡Pero qué capa tan fina, al fin y al cabo! Bastaba rascar la superficie de aquel hombre para que rezumara la verdad.

El agua del baño empezó a fluir ruidosamente en la habitación contigua, y aquél sonido le pareció a Barbara como un estallido de aplausos. Se apartó de la ventana y decidió cómo se enfrentaría a la jornada.


– Vamos a tener que despanzurrar la casa habitación por habitación-dijo Lynley.

Estaban en el estudio. Havers se había acercado a las estanterías y hojeaba con semblante hosco un ejemplar muy usado de las hermanas Brönte. El la observó. Aparte de las respuestas monosilábicas e inexpresivas a cada observación que él había hecho durante el desayuno, la sargento no había abierto la boca. El frágil hilo de comunicación establecido entre ellos parecía haberse roto. Para empeorar las cosas, había vuelto a ponerse el horrendo vestido azul claro y las ridículas medias de color.

– ¿Me está escuchando, Havers? – inquirió él severamente.

Ella volvió la cabeza lentamente, con insolencia.

– Cada palabra… inspector.

– Entonces empiece por la cocina.

– Uno de los dos sitios que corresponden a una mujercita.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Nada en absoluto – replicó ella, y salió de la habitación.

Lynley la siguió con la mirada, perplejo. ¿Qué demonios le había ocurrido a aquella mujer? Habían trabajado muy bien los dos juntos, pero ahora ella actuaba como si apenas pudiera esperar a desbaratarlo todo y volver a vestir el uniforme. No tenía sentido. Webberly le estaba ofreciendo una oportunidad de redimirse. Si esto era así, ¿por qué ella se empeñaba en justificar todos los prejuicios que tenían en su contra los demás inspectores en el Yard? Suspiró y se obligó a no seguir pensando en ella.

Saint James ya estaría en Newby Wiske, con el cadáver del perro envuelto en una bolsa de polietileno, en el maletero del coche, y las ropas de Roberta en una caja de cartón sobre el asiento trasero. Llevaría a cabo la autopsia, supervisaría las pruebas e informaría de los resultados con su eficiencia habitual. Gracias a Dios. La participación de Saint James aseguraría que por lo menos una parte del caso se manipulara correctamente.

Kerridge, el comisario jefe de Yorkshire, estuvo encantado al saber que Allcourt-Saint James acudiría para usar su bien equipado laboratorio. Todo cuanto sirviera para clavar otro clavo en el ataúd de Nies sería bien recibido. Lynley meneó la cabeza, disgustado, se dirigió al escritorio de William Teys y abrió el cajón superior.

No contenía ningún secreto. Había tijeras, lápices, un arrugado mapa del condado, una cinta para máquina de escribir y un carrete de papel adhesivo. El mapa le interesó al instante y lo desplegó ansioso: quizás estuviera señalada en él la localización de la hija mayor de Teys. Pero no tenía ninguna señal ni criptograma.

Los demás cajones estaban tan carentes de hechos pertinentes como el primero: un bote de pegamento, dos cajas de felicitaciones navideñas sin usar, tres paquetes de fotografías tomadas en la granja, libros de cuentas, registros de los corderos nacidos, una bolsa de caramelos para la tos…Nada en absoluto de Gillian.

Lynley se retrepó en la silla. Su mirada se posó en el atril sobre el que estaba la Biblia. De repente tuvo una idea y abrió el libro por la página marcada previamente. Leyó: “Después Faraón le dijo a José: “Puesto que Dios te ha hecho saber sobre todo esto, no hay nadie tan discreto y sabio como tú. Estarás en persona al frente de mi casa, y todo mi pueblo te obedecerá sin reserva. Sólo por el trono seré más grande que tú.” Y Faraón se quitó el anillo de su mano y lo colocó en la mano de José, y le vistió con prendas de lino fino y le puso un collar alrededor del cuello. Y le hizo montar en el segundo carro de honor que tenía, para que clamaran delante de él: “Arrodillaos”, poniéndose así ante toda la tierra de Egipto”.

– ¿Busca la guía del Señor?

Lynley alzó la vista. Havers estaba apoyada en la puerta del estudio, su cuerpo sin atractivo silueteado por la luz de la mañana y el rostro inexpresivo.

– ¿Ha terminado con la cocina? -le preguntó.

– He hecho una breve pausa -dijo mientras entraba en la habitación-. ¿Tiene un cigarrillo?

El le ofreció la pitillera y se acercó a las estanterías. Examinó los volúmenes, buscando uno de Shakespeare. Lo encontró y empezó a hojearlo.

– Dígame, inspector. ¿Daze es pelirroja?

La extraña pregunta tardó unos instantes en surtir efecto. Cuando Lynley alzó la vista, Havers volvía a estar al lado de la puerta, deslizando los dedos con expresión meditativa por el marco de madera, al parecer indiferente a la respuesta que él pudiera darle.

– ¿Cómo ha dicho?

Ella abrió la pitillera y leyó la inscripción.

– “Querido Thomas. Siempre nos quedará París, ¿verdad? Daze.” -Le miró fríamente, y fue entonces cuando él reparó en lo pálida que estaba, en los semicírculos oscuros bajo los ojos, en el temblor de la mano que sostenía la pitillera de oro-. Aparte de su uso bastante trillado de Bogart, ¿es pelirroja? Sólo se lo pregunto porque parece preferirlas. ¿O lo cierto es que le sirve cualquiera?

Aterrado, Lynley se dio cuenta demasiado tarde de cuál era el cambio producido en Barbara y de que él era el responsable. No podía decir nada, carecía de una respuesta rápida, pero supo en seguida que no era necesario, pues ella estaba decidida a rechazar la respuesta.

– Havers…

Ella levantó una mano para interrumpirle. Estaba totalmente pálida, con una expresión desabrida, y su tono era tenso y agudo.

– Mire, inspector, no es nada correcto que un hombre no acuda a la habitación de la mujer para su cita amorosa. Me sorprende que no lo supiera. Con la experiencia que usted tiene, se diría que una pequeña cortesía social como esa sería lo último que olvidaría. Desde luego, no es más que un pequeño desliz, y probablemente no molesta a una mujer en absoluto, sobre todo si se compara con el éxtasis de joder con usted.

El término vulgar, pronunciado en tono airado por Barbara, era brutal, y Lynley retrocedió un paso, profundamente disgustado.

– Lo siento, Barbara.

– ¿Por qué lo siente? -replicó ella, forzando una risa gutural-. En el calor de la pasión nadie piensa que puedan oírle. Yo jamás lo hago. -En sus labios apareció una frágil sonrisa-: Y anoche la pasión llegó a extremos insospechados, ¿no es cierto? No podía dar crédito a mis oídos cuando la cama empezó a crujir en el segundo asalto. ¡Y tan pronto! Dios mío, apenas sin descanso.

Él vio cómo se acercaba a un estante y pasaba un dedo por el lomo de un libro.

– No sabía que podía oírnos. Le pido disculpas, Barbara. Lo siento muchísimo.

Ella giró sobre sus talones con rapidez.

– ¿Por qué lo siente? -repitió, esta vez en un tono más alto-. Está de servicio las veinticuatro horas del día, y, además, la culpa no es suya. ¿Cómo iba a saber que Stepha aullaría como una loba?

– No obstante, no tenía la intención de herir sus sentimientos…

– ¡No ha herido mis sentimientos en absoluto! -exclamó ella, con una risa chillona-. ¿De dónde ha sacado semejante idea? Digamos que simplemente me ha picado la curiosidad. Mientras le oía enviar a Stepha a la luna, tres o cuatro veces, me preguntaba si Deborah también aullaba.

Era un disparo en la oscuridad, pero el dardo dio en el blanco. Lynley comprendió que ella lo había visto, pues su rostro se iluminó con una expresión de triunfo.

– Eso no es asunto suyo, ¿no cree?

– ¡Claro que no! ¡Lo sé perfectamente! Pero durante su segunda sesión con Stepha, la cual duró una hora por lo menos, pensé sin poder evitarlo en el pobre Simon. El esfuerzo para igualarse con usted debe de haber sido descomunal.

– Ya está bien, Havers. Ha conseguido lo que quería, y cuando se quita los guantes, dispara a matar. ¿O acaso estoy mezclando las metáforas?

– ¡No se atreva a ser condescendiente conmigo! -gritó ella-. ¿Quién diablos se cree que es?

– Su oficial superior, para empezar.

– Claro, inspector, tiene razón. Ahora es el momento de hacer uso de la autoridad. Bien, ¿qué hago? ¿Sigo trabajando? No le importe que no esté en muy buena forma. Es que anoche no pude pegar ojo.

Cogió un libro del estante y lo arrojó al suelo. Lynley se dio cuenta de que se esforzaba para contener las lágrimas.

– Barbara…-Ella siguió cogiendo libros, pasando las páginas bruscamente y tirándolos al suelo. Los volúmenes estaban enmohecidos y húmedos, e impregnaban el aire con efluvios desagradables-. Escúcheme. Hasta ahora ha hecho un buen trabajo. No cometa una tontería.

La sargento se volvió hacia él, temblorosa.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Tiene una oportunidad de volver al Departamento. No la estropee por estar enojada conmigo.

– ¡No estoy enojada! ¡Usted me importa un bledo!

– Comprendo. En ese caso, zanjemos el asunto.

– De todos modos, ambos sabemos por qué me asignaron a usted. Querían una mujer en este caso y sabían que yo era segura. -Pronunció la última palabra en tono despectivo-. En cuanto esto haya terminado, volverán a enviarme a la calle.

– ¿Qué está diciendo?

– Vamos, inspector, no soy una estúpida. Me he mirado al espejo.

Lo que se desprendía de estas palabras dejó pasmado a Lynley.

– ¿Cree que le han hecho volver al Departamento porque Webberly cree que me llevaría a cualquier otra agente a la cama? -Ella no respondió-. ¿Es eso lo que cree? -repitió. Ella continuó silenciosa-. Maldita sea, Havers…

– ¡Es lo que sé! -gritó Barbara-. Pero lo que Webberly no sabe es que cualquier rubia o morena está segura con usted estos días, no sólo los adefesios como yo. Ahora le gustan las pelirrojas, como Stepha, sustitutas de la que perdió.

– ¡Eso no tiene nada que ver con esta conversación!

– ¡Claro que tiene que ver! ¡Si no estuviera tan desesperado por recuperar a Deborah, no se habría pasado media noche dándole leña a Stepha y no habríamos tenido esta repugnante discusión!

– Entonces vamos a dejarlo, ¿de acuerdo? Le he pedido disculpas. Ha dejado usted absolutamente claros sus sentimientos y suposiciones, por extravagantes que sean. Creo que hemos dicho lo suficiente.

– Eso, puede llamarme extravagante -dijo ella con aspereza-. ¿Y usted? No se quiere casar con una mujer porque su padre es un sirviente, contempla cómo su propio amigo se enamora de ella, se pasa el resto de su vida lamentándose de ello y, sin embargo, me tacha de extravagante.

– Los hechos que expone no son del todo exactos -replicó él en tono glacial.

– Oh, tengo todos los hechos que necesito, y cuando los pongo juntos, la palabra más apropiada para describirlos es “extravagantes”. En primer lugar, está enamorado de Deborah Saint James y no se molesta en negarlo. En segundo lugar, ella está casada con otro. En tercer lugar, es evidente que usted tuvo una relación sentimental con ella, lo cual nos lleva inevitablemente al cuarto hecho: pudo haberse casado con ella, pero prefirió no hacerlo y va a pagar por esa estúpida decisión, ese prejuicio intolerante de clase superior por el resto de su condenada vida.

– Parece tener mucha confianza en mi atracción fatal por las mujeres. Cualquier mujer que se acuesta conmigo sólo está deseosa de casarse conmigo. ¿No es eso?

– ¡No se ría de mí! -gritó ella enfurecida.

– No me río de usted, y tampoco voy a seguir con esta discusión.

Lynley se dirigió hacia la puerta.

– ¡Ah, muy bien! ¡Huya, huya! ¡Eso es lo que esperaba de usted, Lynley! ¡Vaya a acostarse otra vez con Stepha! ¿O quizás con Helen? ¿Se pone una peluca pelirroja para excitarle? ¿Le permite que la llame Deb?

El sintió la ira como una corriente que avanzaba impetuosa por sus venas. Se obligó a mantener la calma y consultó su reloj.

– Escuche, Havers, voy a ir a Newby Wiske para ver los resultados de los análisis de Saint James. Dispondrá usted de… unas tres horas para registrar esta casa y encontrar algo, cualquier cosa, Havers, que me conduzca a Gilllian Teys. Puesto que tiene esa notable capacidad para reunir hechos dispersos, no tendrá ningún problema. Pero si no tiene nada que informarme dentro de tres horas, considérese despedida. ¿Está claro?

– ¿Por qué no me despide ahora mismo y acabamos con el asunto de una vez? -gritó ella.

– Porque me gusta saborear sin prisas mis placeres. -Se acercó a ella y le cogió la pitillera que sostenía su mano lacia-. Daze es rubia -le dijo.

Barbara soltó un bufido.

– Eso es difícil de creer. ¿Se pone una peluca roja en esos momentos íntimos?

– No lo sé. -Giró la pitillera, revelando la A en antigua caligrafía artística que adornaba la cubierta-. Pero es una pregunta interesante. Si mi padre viviera, se lo preguntaría. Esta pitillera era suya. Daze es mi madre.

Lynley recogió el volumen de Shakespeare y salió de la estancia.

Barbara se quedó inmóvil, esperando que remitieran lo violentos latidos de sus venas, enfrentándose poco a poco a la terrible enormidad que acababa de cometer.

“Ha hecho un buen trabajo hasta ahora… Tiene una oportunidad de regresar al Departamento. No la estropee porque está enojada conmigo.”

¿No era eso exactamente lo que había hecho? La necesidad de enfurecerse con él, de castigarle, de insultarle por ceder a la atracción de una mujer hermosa había vencido a todas sus buenas intenciones cuando empezó a trabajar en el caso. No acertaba a comprender cómo había podido llegar a perder el dominio de sí misma hasta tal extremo.

¿Estaba celosa? ¿Acaso por un instante de locura había pensado que Lynley podría mirarla y no verla como era realmente: una mujer fea y rechoncha, encolerizada con el mundo, amargada, sin amigos y terriblemente sola? ¿Había abrigado la secreta esperanza de que aquel hombre llegara a interesarse por ella? ¿Era eso lo que le había impulsado a atacarle aquella mañana? La idea era claramente absurda.

No, no era posible. Tenía de él un conocimiento suficiente para no ser tan ignorante.

Se sintió exhausta, y pensó que aquella casa la deprimía, tener que trabajar en semejante habitáculo de espectros. Cuando llevaba cinco minutos allí, sentía deseos de gritar, de subirse por las paredes, de tironearse salvajemente el pelo.

Fue a la puerta del estudio y miró el santuario de Tessa, al otro lado de la sala de estar. La mujer le sonreía amablemente, pero ¿no había cierta expresión de victoria en sus ojos? ¿No era como si Tessa hubiera sabido desde el principio que ella, Barbara, fracasaría cuando entrara en la casa y percibiera su silencio y frialdad?

Lynley le había dado tres horas. Sólo tres horas para descubrir el secreto de Gillian Teys.

Era ridículo, amargamente risible. Lynley sabía que iba a fracasar, que tendría la satisfacción de enviarla a Londres, donde, de nuevo caída en desgracia, volvería a ponerse en uniforme. ¿De qué serviría intentarlo? ¿Por qué no abandonar en seguida y no darle a aquel hombre el gusto de rebajarla?

Se arrojó sobre el sofá de la sala de estar. La imagen de Tessa la contemplaba, comprensiva. Pero… ¿y si encontrara a Gillian? ¿Y si tenía éxito allí donde el mismo Lynley había fracasado? ¿Importaría entonces realmente que él volviera a enviarla a la calle? ¿No sabría entonces, de una vez por todas, que servía para algo, que podría haber formado parte de un equipo?

Era una idea. Ociosamente, tiró de la desgastada tapicería del sofá. El sonido de sus dedos al rozar los hilos era el único ruido de la casa, excepto el lejano susurro de los ratones, apenas audible, como un pensamiento formado a medias.

Miró pensativa la escalera.


Estaban sentados ante una mesa de Las Llaves y la Vela, la céntrica y más próspera taberna de Newby Wiske. La mayoría de los parroquianos que la llenaban a la hora de comer se habían ido y, aparte de ellos mismos, sólo quedaban los habituales que, encorvados sobre la barra, consumían sus jarras de cerveza.

Empujaron sus platos a un lado de la mesa y Deborah vertió el café que acababan de servirles. En el exterior, el cocinero y el lavaplatos echaban desperdicios al cubo de la basura, al tiempo que discutían ruidosamente sobre un caballo de tres años que correría en Newmarket y en el que el cocinero había invertido sin duda una parte considerable de su salario semanal.

Saint James echó una generosa cantidad de azúcar al café. Lynley esperó pacientemente hasta que disolvió la cuarta cucharada agitando el líquido con parsimonia.

– ¿No las cuenta?

– Me temo que no -replicó Deborah.

– Es increíble, Saint James. ¿Cómo puedes tomar un brebaje tan dulzón?

Su amigo le tendió los resultados de los análisis.

– Necesito algo para recuperarme del hedor de ese perro. Estás en deuda conmigo por esto, Tommy.

– Desde luego. ¿Qué has encontrado?

– El animal murió de hemorragia causada por una herida en el cuello. Parece ser que la causaron con un cuchillo cuya hoja tendría unos doce centímetros de largo.

– Entonces no era un cortaplumas.

– Supongo que era un cuchillo de cocina o de carnicero. Algo así. ¿Vieron los forenses todos los cuchillos de la granja?

Lynley revisó las hojas del expediente que había llevado consigo.

– Así parece, pero el cuchillo en cuestión no se encontró por ningún lado.

Saint James se quedó pensativo.

– Eso es intrigante. Casi sugiere… -Hizo una pausa y dejó de lado la idea-. Bien, la chica ha admitido que mató a su padre, el hacha está en el suelo…

– Sin ninguna huella en el mango -le interrumpió Lynley.

– Cierto, pero a menos que la Sociedad Protectora quiera entablar un juicio por crueldad hacia los animales, no hay verdadera necesidad de tener el arma que mató al perro.

– Empiezas a decir lo mismo que Nies.

– ¡No lo permita Dios! -Saint James removió su café y estaba a punto de echarle más azúcar cuando su esposa, con una sonrisa beatífica, apartó el azucarero de su alcance. El gruñó en broma y añadió-: Sin embargo, había algo más. Barbitúricos.

– ¿Qué?

– Barbitúricos -repitió Saint James-. Aparecieron en el análisis de drogas. Mira. -Le tendió el informe de toxicología por encima de la mesa.

Lynley lo leyó, sorprendido.

– ¿Quieres decir que el perro estaba drogado?

– Sí. La cantidad de droga residual que apareció en las pruebas indica que el animal estaba inconsciente cuando lo degollaron.

– ¡Inconsciente! -Lynley examinó el informe y lo arrojó sobre la mesa-. Entonces no lo mataron para silenciarlo.

– En efecto. No habría producido ningún ruido.

– ¿Había suficiente barbitúrico para acabar con él? ¿Trataría alguien de matarle con la droga y luego, al fracasar, decidió pasar al cuchillo al pobre animal?

– Supongo que es posible, pero, en vista de lo que me has contado sobre el caso, eso no tiene mucho sentido.

– ¿Por qué no?

– Porque esa persona desconocida primero habría tenido que entrar en la casa, conseguir la droga, administrársela al perro, esperar a que hiciera efecto, darse cuenta de que no iba a matarle, ir en busca de un cuchillo y terminar el trabajo. ¿Y qué hacía el perro durante todo ese tiempo? ¿Esperar pacientemente a que lo degollaran? ¿No se habría puesto a ladrar, armando un escándalo?

– Espera. Vas demasiado rápido para mí. ¿Por qué esa persona habría tenido que entrar en la casa para buscar la droga?

– Porque era la misma que había tomado William Teys, y supongo que guardaba sus somníferos en la casa, no en el granero.

Lynley asimiló esta información.

– Tal vez alguien la llevaba consigo.

– Tal vez. Supongo que la persona pudo haberla administrado al perro, esperó a que surtiera efecto, degolló al animal y esperó a que Teys entrara en el granero.

– ¿Entre las diez y las doce de la noche? ¿Qué habría estado haciendo Teys en el granero a esas horas?

– A lo mejor buscaba al perro.

– ¿Por qué? ¿Por qué el granero? ¿Por qué no lo buscó en el pueblo, adonde siempre iba el perro? Y además, ¿por qué iba a buscarlo? Todo el mundo dice que el perro deambulaba a sus anchas. ¿Por qué iba a preocuparse de súbito por el animal precisamente aquella noche?

Saint James se encogió de hombros.

– Lo que Teys se proponía es cuestión a debatir, si te empeñas en descubrir quién mató al animal. Sólo una persona pudo haberlo liquidado… Roberta.


Salieron de la taberna y Saint James extendió el vestido de seda sobre el capó del Bentley, haciendo caso omiso de las miradas de un grupo de ancianos turistas que pasaban en busca de recuerdos fotográficos, con las cámaras colgadas del cuello. Señaló una mancha en la parte interior del codo de la manga izquierda, la mancha parecida a un charco entre la cintura y las rodillas y la misma sustancia en el puño blanco de la manga derecha.

– Las pruebas indican que toda esta sangre es del perro. -Se volvió hacia su esposa-. ¿Quieres demostrarlo, cariño, como hiciste en el laboratorio? En esta extensión de césped.

Deborah se arrodilló, sentándose sobre los talones. Su vestido se posó sobre el suelo como un manto. Saint James se colocó detrás de ella.

– Si tuviéramos un perro dispuesto a cooperar, se vería mejor, pero haremos cuanto podamos. Roberta, que probablemente podía recoger las píldoras de su padre, drogó anteriormente al perro, quizás con la cena, asegurándose así de que el animal permaneciera en el granero. Lo hizo de modo que el animal no se derrumbara en el pueblo. Una vez que el perro estuvo inconsciente, se arrodilló en el suelo tal como lo hace Deborah. Sólo en esta postura la sangre mancharía el vestido en los lugares precisos en los que lo ha hecho. Levantó la cabeza del perro y la sostuvo sobre el brazo doblado. -Dobló suavemente el brazo de Deborah para demostrarlo-. Entonces cortó la garganta del perro con la mano derecha.

– Eso es una locura -dijo Lynley con voz ronca-. ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

– Espera un momento, Tommy. La cabeza del perro está apartada de ella. Le clava el cuchillo en la garganta, lo cual produce el charco de sangre en la falda del vestido. Entonces tira del cuchillo hacia arriba con la mano derecha, hasta completar el trabajo. -Señaló las zonas concretas en el vestido de Deborah-. Hay sangre en el codo, donde sostuvo la cabeza, sangre en la falda, vertida del cuello, y sangre en la manga y el puño derecho, desde donde clavó el cuchillo y continuó el corte. -Saint James tocó suavemente el cabello de su mujer-. Gracias, cariño.

Le ayudó a incorporarse.

Lynley se dirigió al coche y examinó el vestido.

– Francamente, no veo qué sentido tiene. ¿Por qué diablos haría una cosa así? ¿Me estás diciendo que la chica se vistió el sábado por la noche con sus mejores prendas de domingo, se dirigió tranquilamente al granero y degolló al perro por el que sentía cariño desde la infancia? -Alzó la vista-. ¿Por qué?

– No puedo darte la respuesta. No puedo decirte lo que estaba pensando, sino sólo lo que hizo.

– Pero, ¿no pudo haber ido al granero, encontrado el perro muerto y, presa de pánico, lo cogió, colocó la cabeza en su brazo y entonces se manchó de sangre?

Hubo una pausa muy breve.

– Es posible, pero improbable.

– Pero es posible. ¿Es realmente posible?

– Sí, pero improbable, Tommy.

– Entonces, ¿qué escena imaginas?

Deborah y Saint James intercambiaron una mirada. Estaban incómodos y Lynley comprendió que habían discutido el caso y compartían una opinión que sólo divulgarían a regañadientes.

– ¿Y bien? -les instó-. ¿Están diciendo que Roberta mató al perro, que su padre se personó en el granero y descubrió lo que había hecho, que tuvieron una discusión tremenda y entonces ella le decapitó?

– No, no. Es muy posible que Roberta no matara a su padre, pero sin duda estaba presente cuando ocurrió. Tuvo que estar allí.

– ¿Por qué?

– Porque la sangre que cubre todo el borde de su vestido es de Teys.

– Tal vez fue al granero, encontró su cuerpo y, en su conmoción, cayó de rodillas.

Saint James meneó la cabeza.

– Esa idea no se sostiene.

– ¿Por qué no?

Señaló la prenda sobre el capó del coche.

– Fíjate en la forma. La sangre de Teys ha sido salpicada, y sabes tan bien como yo lo que eso significa. Sólo pudo llegar ahí de una manera.

Lynley permaneció un momento silencioso.

– Estaba en pie cuando sucedió -concluyó.

– Tuvo que estar de pie. Si ella misma no lo hizo, tenía que estar allí mismo mientras otra persona descargaba el hacha.

– ¿Está protegiendo a alguien, Tommy? -preguntó Deborah al ver la expresión del rostro de Lynley.

Él no replicó en seguida. Pensaba en las formas: formas de palabras, de imágenes, de conductas. Pensaba en lo que uno aprende, cuándo lo aprende y cuándo puede ponerlo en uso práctico. Pensaba en el conocimiento y en cómo, a la postre, se combina inevitablemente con la experiencia y señala hacia lo que es la verdad incontrovertible. Se levantó para responder a la pregunta con otra propia.

– Dime, Saint James, ¿hasta dónde llegarías para salvar a Deborah?

Era una pregunta peligrosa. Se hizo una pausa de silencio. Quizás era mejor dejar inexploradas aquellas aguas.

– ¿“Cuarenta mil hermanos”? ¿Con eso es con lo que estamos ahora? -La voz de Saint James no había cambiado, pero su sombría expresión era una advertencia.

– ¿Hasta dónde llegarías? – insistió Lynley.

– ¡No sigas por ahí, Tommy! – exclamó Deborah, tendiendo la mano en un gesto para impedir que siguiera adelante, para evitar que hiciera un daño irreparable al cristal delicado de su frágil paz.

– ¿No dirías la verdad? ¿Sacrificarías tu vida? ¿Hasta dónde llegarías para salvar a Deborah?

Saint James miró a su esposa, la cual estaba completamente pálida; la emoción hacía que el rostro le temblara ligeramente y las lágrimas asomaban a sus ojos. Y él comprendió. Aquello no era una lucha cuerpo a cuerpo ante una tumba de Elsinor, sino la pregunta fundamental.

– Haría cualquier cosa – replicó él, mirando a su mujer-. Lo haría, sí, por Dios. Haría lo que fuera.

Lynley asintió.

– Es lo que suele hacer la gente por los seres a los que ama, ¿no?


Lynley eligió a Tchaikovski: la sinfonía número 6 Patética. Sonrió mientras las notas del primer movimiento llenaban el coche. Helen nunca se lo habría permitido.

– ¡No, querido Tommy, de ninguna manera! -habría protestado-. ¡No hagamos que nuestra depresión mutua nos aboque al suicidio! -Entonces ella habría buscado entre todas las cintas para encontrar algo adecuadamente animado: Strauss, como siempre, a todo volumen y acompañado de las absurdas observaciones de Helen-: Imagínalas, Tommy, deslizándose por el bosque con sus falditas cortas. ¡Es totalmente religioso!

Aquél día, sin embargo, el tema grave de la Patética con su implacable exploración del sufrimiento espiritual del hombre era adecuada para su estado de ánimo. No podía recordar la última vez que se había sentido tan abrumado por un caso. Experimentaba la sensación de que un peso enorme, que no tenía nada que ver con la responsabilidad de llegar al fondo del asunto, presionaba sobre su corazón, y conocía su origen. El asesinato, su naturaleza atávica y sus consecuencias inefables, era una hidra, cada una de cuyas cabezas, cortada implacablemente en un esfuerzo para llegar al “cuerpo prodigioso semejante al de un perro” de culpabilidad, dejaba en su lugar dos cabezas más venenosas que la anterior. Pero al contrario que tantos de sus casos anteriores, en los que la mera rutina le bastaba para avanzar hasta el meollo del mal – deteniendo el flujo de sangre, impidiendo más crecimiento y dejándole personalmente indemne tras el encuentro-, aquel caso le afectaba mucho más íntimamente.

Sabía por instinto que la muerte de William Teys no era más que una de las cabezas de la serpiente, y el conocimiento de que otras ocho aguardaban para presentarle batalla -y, más aún, que ni siquiera había llegado a conocer la verdadera naturaleza del mal al que se enfrentaba-, le inundaba de ansiedad nerviosa. Pero se conocía a sí mismo bastante bien para saber que su desolación y su desespero se debían a algo más que la muerte de un hombre en un granero de Keldale.

Tenía que ocuparse de Havers, pero más allá de la sargento estaba la verdad, pues por debajo de sus acusaciones mordaces e infundadas, de su fealdad y su dolor, las palabras que le dijo eran veraces. ¿Acaso no había intentado pasar el último año de su vida en una búsqueda infructuosa de una sustituta de Deborah? No de la manera que Havers había sugerido, sino de un modo mucho más insincero que un acoplamiento indiferente, el mero encuentro de dos cuerpos, la experiencia momentánea del placer y luego la separación, siguiendo cada uno su camino sin que el encuentro les hubiera afectado. Eso, por lo menos, era cierta clase de expresión, una entrega momentánea, por breve que fuera. Pero durante el último año de su vida, no le había dado nada a nadie.

Detrás de su comportamiento, ¿no se encontraba la certeza de que había mantenido su dura soledad durante aquel año no por Deborah, sino porque se había convertido en sumo sacerdote de una religión cuyo único fiel era él mismo, un celebrante inmerso en la devoción al pasado? En esta religión retorcida, había escrutado minuciosamente a cada mujer que se cruzaba en su vida, y las había encontrado a todas deficientes en comparación con Deborah, no la Deborah de carne y hueso, sino una diosa mística que sólo vivía en su mente.

Vio entonces que no había deseado olvidar el pasado, que, por el contrario, había hecho todo lo posible para mantenerlo vivo, como si su intención hubiera sido desposarse con él y no con Deborah.

Entonces comprendió que también sería preciso enfrentarse a Stepha. Había hechos que debía poner en claro, pero no se sentía con ánimo para hacerles frente. Todavía no.

Cuando concluía el último movimiento de la sinfonía, penetró en el camino que enlazaba los páramos con Keldale. Las hojas de otoño salían despedidas al paso del Bentley, dejando detrás una nube roja, dorada y amarilla, heraldo del invierno. Aparcó ante la hostería y miró durante un momento las ventanas, preguntándose aturdido cómo y cuándo iba a reunir los fragmentos desperdigados de su vida.

Havers debía de haberle visto llegar, pues salió a la puerta en cuanto él desconectó el motor del vehículo. Soltando un gruñido, Lynley se preparó para otro enfrentamiento, pero ella no le dio ocasión de hacer ninguna observación preliminar.

– He encontrado a Gillian -le anunció.

Загрузка...