— Ya no parece tan cálido sin ella, ¿verdad? — comentó Leslie, observando el diseño— ¿No lo ves más oscuro?
Así era. El mar, antes chispeante, se había tornado lúgubre allá abajo. Hasta los colores habían cambiado. Los suaves tonos pastel, los plateados, los dorados, habían dado paso a carmesíes y borravinos; los senderos se habían convertido en carbón.
Me moví en el asiento, inquieto:
— Hubiera querido tener tiempo de hacerle más preguntas antes de que se fuera.
¿Por qué estará tan segura de que podemos hacer esto sin ayuda? — preguntó Leslie.
— Si es una nosotros avanzada, ha de saberlo. — Ajá.
— Podríamos elegir un lugar y ver qué ocurre, ¿no te parece?
Ella asintió:
— Pero quiero hacer lo que Pye dijo: elegir algo importante, buscar lo que pesa más.
Cerró los ojos, concentrada. Minutos después los abrió.
— ¡Nada! Nada me atrae. ¿No es extraño? Déjame pilotear y prueba tú.
De inmediato me sentí rígido y tenso. No es miedo, pensé. Es cautela, la simple tensión de cualquier humano del siglo XX.
Aspiré hondo, cerré los ojos, me relajé por un instante y de pronto me atacó la desesperación por descender.
— ¡Corta la potencia! ¡Ahora! ¡Acuatiza!
Nos detuvimos bajo el claro de luna, a pocos metros de una tosca tienda de múltiples ángulos. Su techo era de cuero cosido; a lo largo de las costuras chorreaba la pez; las paredes, de pesado color de tierra, adquirían reflejos de cereza a la luz de las antorchas de centinela. Desde el desierto, a nuestro alrededor, provenía el resplandor de cien fogatas encendidas en la arena, voces alcohólicas, rudas y fuertes, pataleos y relinchos de caballos.
A la entrada de la tienda había dos guardias a los que habríamos tomado por centuriones, si no hubieran estado tan harapientos. Cubiertos de cicatrices, maltrechos, eran hombres bajos, vestidos con túnicas que les sentaban mal, ceñidas con bronce; llevaban cascos y botas de cuero y hierro para protegerse del frío, espadas cortas y dagas al costado.
Fuego y oscuridad, me estremecí. ¿En qué habíamos caído por mi culpa?
Sin dejar de observar a los guardias, giré la cabeza hacia Leslie y la tomé de la mano. Los hombres no la veían; de lo contrario, ¡qué bocado habría sido para ellos!
— ¿Tienes alguna idea de lo que hacemos aquí? — susurré.
— No, querido — respondió ella, también susurrando— El aterrizaje corrió por tu cuenta.
A poca distancia estalló una riña; los hombres bramaban y se debatían. Nadie nos prestó atención.
— Supongo que la persona a quien debemos ver está en la tienda — dije.
Ella le echó una mirada aprensiva.
— Si es un tú alternativo no hay de qué preocuparse, ¿verdad?
— Tal vez no hace falta que conozcamos a éste. Creo que ha habido un error. Vámonos.
— Richie, tal vez esto es lo que importa más. Tiene que haber una razón para que estemos aquí, algo que debemos aprender. ¿No sientes curiosidad por saber qué es?
— No — dije. Sentía tanta curiosidad por el ocupante dé la tienda como por conocer la araña de una tela de treinta metros — Esto me da mala espina.
Ella vaciló un momento y echó una mirada en derredor, preocupada.
— Tienes razón. Un vistazo y nos vamos. Sólo quiero ver quién…
Antes de que pudiera detenerla, se deslizó a través de la pared de la tienda. Un segundo después oí su alarido.
Corrí detrás de ella y vi que una silueta bestial le buscaba el cuello, con un cuchillo centelleante en la mano.
— ¡NO!
Salté hacia adelante en el momento mismo en que el atacante de Leslie caía a través de ella, sorprendido; el puñal repiqueteó suavemente en la alfombra.
El hombre era bajo, cuadrado y muy veloz. Recuperó su arma antes de que cesara de rodar y se levantó como el rayo para arrojarse hacia mí, sin un ruido. Me hice a un lado lo mejor que pude, pero él captó mi movimiento y me golpeó directamente en el vientre.
Me mantuve allí y lo dejé pasar a través de mi cuerpo, como una roca a través de la llama, hasta que se estrelló contra uno de los postes que sostenían la tienda. La madera crujió, mientras el techo se curvaba hacia adentro.
Perdido el puñal en el choque, el hombre se apartó del poste girando como un torbellino. Después de sacudir la cabeza, sacó una segunda daga de su bota y se lanzó al ataque de un salto. Voló a través de mí, a la altura del hombro, y aterrizó sobre un escabel de madera, de esquina afilada, haciendo trizas un candelero.
Un momento después estaba nuevamente de pie, con los ojos reducidos a ranuras de cólera, los brazos curvados hacia nosotros como los de un luchador y la daga siempre en la mano. Se arrastró hacia adelante, alerta, inspeccionándome. Apenas llegaba al hombro de Leslie, pero esos ojos expresaban el asesinato.
De pronto se volvió. Aferró el cuello de la blusa de Leslie y tiró de él hacia abajo con la celeridad de relámpago. Después se quedó mirando, atontado, la mano vacía.
— ¡Bueno, basta! — le dije. Giró en redondo y me apuntó una puñalada a la cabeza.
— ¡BASTA DE VIOLENCIA! — grité.
Se detuvo, fulminándome con la mirada. Lo que asustaba en esos ojos no era su crueldad, sino su inteligencia. Cuando ese hombre destruía no era por casualidad.
— ¿Sabes hablar? — pregunté, aunque no esperaba que dominara nuestro idioma— ¿Quién eres?
Frunció el ceño, respirando con dificultad. Y entonces, para asombro mío, respondió. Cualquiera fuera su idioma, nos comprendíamos. Se tocó el hecho.
— At-Elah — dijo, orgulloso — ¡At-Elah, el Azote Divino!
— ¿At-Elah? — repitió Leslie — ¿Atila?
— ¡Atila el huno?
El guerrero sonrió ferozmente ante mi asombro. Luego volvió a entornar los ojos.
— ¡Guardia! — ladró.
Uno de los rufianes apostados afuera entró de inmediato, golpeándose el pecho con el puño a manera de saludo.
Atila nos señaló con un gesto.
— No me advertiste que tenía visitas — dijo, con suavidad.
El soldado, con expresión aterrorizada, recorrió el ambiente con la mirada.
— ¡Pero si no tienes visitas, oh, Grande!
— ¿No hay ningún hombre en este cuarto? ¿No hay ninguna mujer?
— ¡No hay nadie!
— Eso es todo. Lárgate.
El guardia hizo nuevamente el saludo, giró en redondo y marchó apresuradamente hacia la abertura de la tienda.
Atila fue más veloz. Su mano describió una turbulencia, como la de una cobra al atacar, y sepultó la daga en la espalda del guardia, con un ruido sordo.
El efecto fue asombroso, como si el golpe, en vez de matar al hombre, lo hubiera partido en dos. El cuerpo cayó a la entrada, casi sin hacer ruido, mientras el fantasma del hombre marchaba hasta su puesto, sin saber que había muerto.
Leslie me miró, horrorizada.
El asesino arrancó su daga del cadáver.
— ¡Guardia! — llamó. Apareció el otro soldado maltrecho — Llévate esto.
Oímos el golpe del saludo y el ruido del cuerpo, llevado a la rastra.
Atila volvió hacia nosotros, deslizando el cuchillo húmedo en la vaina de la bota.
— ¿Por qué? — dije.
El se encogió de hombros y levantó la cabeza, desdeñoso.
— Si mi guardia no ve lo que yo veo en mi propia tienda…
— No — dije— ¿Por qué eres tan cruel? ¿Por qué tanto asesinato, tanta destrucción? No sólo la de este hombre; ¡destruyes ciudades completas, pueblos enteros, sin motivo alguno!
Estaba lleno de desprecio.
— ¡Cobarde! ¿Preferirías que yo ignorara las agresiones de un imperio maligno? ¿A los imperialistas romanos y sus títeres lacayos? ¡Infieles! ¡Dios me dice que limpie de infieles la tierra y yo obedezco la palabra de Dios! — Sus ojos refulgían. — Llorad y lamentaos, tierras del Poniente, porque contra vosotros descargaré mi azote; sí, el azote de Dios matará a vuestros hombres; bajo la rueda de mi carruaje caerán vuestras mujeres, y vuestros hijos bajo los cascos de mi caballo.
— La palabra de Dios — dije— Sílabas vacuas, más poderosas que las flechas, porque nadie se atreve a enfrentárseles. ¿Con qué simplicidad roban los astutos el poder a los tontos!
Me miró con los ojos muy abiertos.
— ¡Has pronunciado mis palabras!
— Primero vuélvete inmisericorde — proseguí, horrorizado de lo que yo mismo estaba diciendo— Después proclama que eres el Azote de Dios; tus ejércitos se henchirán con aquellos que son demasiado obtusos, para imaginar a un Dios amante, demasiado asustadizos para desafiar a uno malvado. Grita que Dios promete mujeres, naranjas, vino, todo el oro de Persia cuando mueran con la sangre de los infieles en sus espadas, y tendrás una fuerza que convertirá las ciudades en escombros. Para tomar el poder, pronuncia la palabra de Dios, pues esa palabra es lo que mejor cambia el miedo por furia contra cualquier enemigo que tú elijas.
Nos mirábamos fijamente, Atila y yo. Eran sus propias palabras. También habían sido las mías. El lo sabía; yo también.
¡Qué fácil había sido verme a mí mismo en Tink, en Atkin, en su mundo de suave creatividad! ¡Qué difícil era ahora reconocerme en ese revoltijo de odio! Yo llevaba tanto tiempo con ese antiguo combatiente enjaulado dentro de mí, encadenado en su mazmorra portátil, que me negaba a reconocerlo cuando lo veía cara a cara.
El me volvió la espalda, se alejó algunos pasos y se detuvo. No podía matarnos, no podía obligarnos a salir. Su única alternativa era imponerse mentalmente.
— ¡Se me teme como se teme a Dios! — advirtió.
¿Qué pasa con la inteligencia cuando cree en las mentiras que inventa para otros? ¿Se convierte en locos remolinos que desaparecen por trasnochados desagües?
Por fin habló Leslie, con la voz cargada de tristeza.
— Si crees que el poder proviene del miedo — dijo —, te encierras con quienes comercian con el miedo. No es gente muy brillante. ¡Qué tonta elección para un hombre dotado con tu mente! Si al menos la aprovecharas para…
— ¡MUJER! — rugió— ¡SILENCIO!
— Eres temido por quienes honran el miedo — continuó ella, con suavidad— Podrías ser amado por quienes honran al amor.
El acomodó su silla y tomó asiento frente a mí, de espaldas a Leslie; en todas las líneas de su rostro se reflejaba una amargo enojo, en tanto citaba sus escrituras:
— Dice Dios: Derribaré tus altas torres y tus murallas serán reducidas a ruina, y ni una piedra de tu ciudad se mantendrá sobre otra. Son las órdenes de Dios. No tengo órdenes de amar.
Si la cólera podía hervir, ese hombre era su caldero.
— Odio a Dios — dijo — Odio lo que El ordena. ¡Pero no hay otro Dios que hable!
No respondimos.
— Tu Dios de amor nunca levanta Su espada contra mí, nunca muestra Su rostro. — Se levantó de un salto, elevó la maciza silla en una mano y la estrelló en el suelo, deshaciendo la madera en astillas. — Si es tan poderoso, ¿por qué no Se interpone en mi camino?
El enojo es miedo, comprendí. Toda persona enojada es una persona asustada, que teme perder algo. Y en mi vida había visto a otra persona tan enojada como ese espejo de mi propio luchador salvaje, mi yo interior preso tras barras y candados.
— ¿Por qué tienes tanto miedo? — pregunté. Me acechaba, con fuego en los ojos.
— ¡Cómo te atreves! — estalló— ¡Te atreves a decir que At-Elah tiene miedo! ¡Te haré cortar en pedazos para alimento de los chacales!
Apreté los puños, desesperado.
— ¡Pero si no puedes tocarme, At-Elah! No puedes hacerme daño, como tampoco yo a ti. ¡Soy tu propio espíritu, llegado desde dos mil años hacia adelante, en el futuro!
— ¿No puedes hacerme daño? — dijo.
— ¡No!
— ¿Me lo harías si pudieras?
— No.
Lo pensó por un momento.
— ¿Por qué no? ¡Soy la Muerte, el Azote de Dios! — Basta de mentiras, por favor— le dije— ¿Por qué tienes tanto miedo?
Si la silla no hubiera estado reducida a pedazos, la habría destrozado entonces.
— ¡Porque estoy solo en un mundo demente! — aulló— ¡Dios es malvado! Dios es cruel! Y yo debo ser el más cruel de todos para ser rey. ¡Dios ordena: mata o muere!
De pronto suspiró hondamente, pasada la furia.
— Estoy solo entre monstruos— dijo, en voz tan baja que apenas oímos— Nada tiene sentido.
— Es demasiado triste— dijo Leslie, angustiada— Basta.
Giró sobre sus talones y se marchó a través de la pared de la tienda. Yo permanecí un momento más, observándolo. Era uno de los hombres más salvajes de la historia, pensé. De haber podido, nos habría matado. ¿Por qué me inspiraba pena?
Seguí a Leslie y la encontré de pie al otro lado del claro desértico, frente al fantasma del guardia asesinado. A ella la angustia le impedía ver nada; él, hecho una masa de aflicción, veía cargar su cadáver en una carreta y se preguntaba qué había pasado.
— Tú me ves, ¿verdad? — preguntó a Leslie— No he muerto, ¿verdad? porque estoy… ¡aquí! ¿Has venido para llevarme al paraíso? ¿Eres mi mujer?
Ella no respondió.
— ¿Lista para partir? — le pregunté.
El hombre giró violentamente al oír mi voz.
— ¡NO! ¡No me llevéis!
— Empuja el acelerador, Leslie — dije.
— Esta vez hazlo tú— replicó ella, con voz cansada — No puedo pensar.
— Sabes que no soy muy bueno para estas cosas. Ella permaneció inmóvil, como si no me oyera, mirando el desierto.
Tengo que intentarlo, pensé. Me relajé lo mejor posible en ese lugar, imaginé el Avemarina a nuestro alrededor y estiré la mano hacia el acelerador.
Nada.
Gruñón, pensé, ¡vamos!
— ¡Mujer! — chilló el huno-espíritu— ¡Ven aquí! Mi esposa no se movió. Al cabo de un momento el hombre marchó hacia nosotros, lleno de brusca resolución. Los mortales no pueden tocarnos, me dije, pero ¿qué pasará con los fantasmas de los guardias bárbaros?
Me interpuse entre Leslie y él.
— No logro que salgamos de aquí — dije a mi esposa, desesperado — ¡Hazlo tú!
El guardia se lanzó al ataque.
¡Con qué celeridad volvemos atrás cuando se nos amenaza! La antigua mente-Atila se hizo cargo; las perversas habilidades del hombre de la tienda eran mías. Jamás te defiendas; cuando se te ataca, ¡ataca!
Yo también me arrojé, en una fracción de segundo, contra la cara del guerrero; en el último instante me dejé caer para chocar contra él por debajo de las rodillas. Era sólido, sí. Y yo también.
No es limpio golpear por debajo de las rodillas, pensé.
Al diablo con lo limpio, dijo esa mente primitiva.
El hombre cayó por sobre mí y forcejeó para levantarse, un segundo antes de que yo lo golpeara con todas mis fuerzas en la nuca, desde atrás.
Los caballeros no atacan desde atrás.
¡Mata! vitoreaba el bruto interior.
Mi intención era utilizar la mano como hacha contra la parte inferior de su mentón, pero el mundo se evaporó a mi alrededor, transformado en la atronadora cabina de nuestro hidroavión durante el despegue. ¡Luz! Un cielo limpio barrió con aquella escena oscura.
— ¡Basta, Richard! — gritó Leslie.
Detuve mi mano en medio del aire, un momento antes de que desmayara al altímetro. Me volví hacia ella, todavía con ojos de bull-dog.
— ¿Estás bien?
Ella asintió con la cabeza, trémula; sin apartar la mano del acelerador, llevó al Avemarina hacia arriba. — No pensé que podría tocarnos — dijo.
— Era un fantasma. Nosotros también — expliqué — Allí ha de estar la diferencia.
Me dejé caer en el asiento, exhausto, incrédulo. Atila había convertido todas sus elecciones en odio y destrucción, en nombre de un dios perverso que no existía. ¿Por qué?
Por un rato volamos en silencio; mis ruedecillas iban reduciendo la marcha después del gran esfuerzo. Por dos veces, como teniente moderno y como antiguo general, me había visto bajo la imagen de un destructor y no sabía por qué. ¿Acaso a los veteranos militares, aun en tiempos de paz, los persigue la idea de lo que pudo haber sido, de lo que pudieron haber hecho?
— ¿Atila el Huno, yo? — dije — ¡Sin embargo, comparado con el piloto que incineró a Kiev, Atila era un gatito mimoso!
Leslie quedó pensativa por un largo instante.
— ¿Qué significa todo esto? — dijo, al fin— Sabemos que los acontecimientos son simultáneos, pero ¿evoluciona la conciencia? En esta vida, una vez dejaste que el gobierno te preparara para asesino. Ahora eso sería imposible. ¡Has cambiado, has evolucionado!
Me tomó de la mano. — Tal vez Atila sea también parte de mí, parte de todo el que alguna vez ha tenido un pensamiento asesino. Tal vez por eso olvidamos las otras existencias que hemos vivido en el momento de nacer: para comenzar de nuevo, para concentrarnos en hacerlo mejor esta vez.
Hacer mejor ¿qué cosa? estuve a punto de decir. Pero oí las palabras expresar el amor antes de formular la pregunta.
— Tienes razón.
Tenía la sensación de que el hidroavión estaba manchado y sucio desde nuestro último descenso. Abajo centelleaba el agua limpia.
— ¿Te molestaría si bajara para un chapuzón? Para lavar a Gruñón.
Ella me miró preguntas.
— Acto simbólico, supongo.
Me besó en la mejilla, adivinándome los pensamientos.
— Mientras no descubras cómo se vive para otra persona, ¿por qué no te haces responsable por la vida de Richard Bach y dejas que Atila responda por la suya?
Tocamos las olas a media potencia y aminoramos la marcha, pero sin detenernos; la llovizna, a setenta y cinco kilómetros por hora; fuentes de profunda nieve en polvo hacían estallar colas de gallo a alta presión, en tanto yo movía la palanca de mandos a derecha e izquierda, para borrar el recuerdo de esa vida perversa.
Levanté el acelerador dos o tres centímetros, con la intención de dejar que la llovizna pasara hacia delante al aminorar nosotros la marcha. Así fue, pero eso, como era de esperar, nos dejó caer en un mundo diferente.