— ¿Estás segura de que no hay mapas? — pregunté.
Pye sonrió.
— No hay mapas.
La lectura de cartas es una parte tan importante del vuelo…, pensé. Ponemos un punto en nuestro papel: aquí estamos. Otro punto: aquí deseamos ir. Entre ellos, un torrente de ángulos, rumbos y distancias, derroteros y tiempos. Ahora, en un infinito país que nunca habíamos visto, la brújula no funcionaba y no teníamos mapas.
— Aquí la guía es la intuición — dijo Pye — Un plano de vosotros sabe cuanto se puede saber. Buscad ese plano, pedidle orientación y confiad en que os llevará adonde más necesitéis ir. Probad.
Leslie cerró inmediatamente los ojos y se relajó a mi lado, haciendo lo posible por seguir las instrucciones. El diseño se desplegaba allá abajo, sereno; nuestra extraña pasajera guardaba silencio; mi esposa estaba quieta desde hacía tanto tiempo que bien podía haber estado durmiendo.
— Gira a la derecha — dijo Leslie por fin, suavemente.
No me dijo si debía ser un viraje cerrado o abierto, no me indicó los grados.
Elegí hacerlo con suavidad; moví el timón y el anfibio se inclinó graciosamente en el giro.
Al cabo de un momento ella dijo:
— Ya está bien.
Las alas se nivelaron.
— Desciende unos ciento cincuenta metros. Reduje la potencia y nos deslizamos más cerca de las olas.
Esto no es tan extraño, pensé. Los psíquicos que tratan de recordar otras vidas imaginan el camino por lo que les parece correcto, franqueando muros, atravesando puertas, hasta que llegan. ¿Por qué considerar extraño liberar la misma potencia para pilotear el Avemarina, dejando que busque a los nosotros alternativos que nuestro guía interior más desea hacernos conocer? Y si no resulta, ¿qué perdemos con intentarlo?
— Gira otra vez a la derecha — dijo Leslie. De pronto, casi de inmediato —: Recto. Y desciende otros ciento cincuenta metros.
— Así estaremos apenas por encima del agua — advertí.
Ella asintió con la cabeza, los ojos aún cerrados: —Prepárate para aterrizar.
En el diseño, allá abajo, no se habían producido cambios: infinita complejidad, hasta donde alcanzaba la vista. Torbellino irisados, intersecciones y paralelas daban paso a desvíos bruscos, curvas y abanicos; los tonos pastel, al plateado. Chisporroteando por sobre todo eso, el cristalino mar de ese mundo extraño.
Me volví hacia Pye, pero ella, a manera de respuesta, miró un mudo «espera y verás».
— Giro a la derecha — dijo Leslie —. Casi hemos llegado. Un poquitito a la izquierda… ¡Corta la energía y acuatiza!
Corté el acelerador y la quilla tocó las olas de inmediato. Leslie abrió los ojos ante el sonido del agua y observó, con tanta ansiedad como yo, el mundo que se disolvía en llovizna. El Avemarina desapareció, y Pye con él. Leslie y yo caímos juntos por un ocaso dorado, junto a los árboles de una ribera y, después, a lo largo de una vieja casa de piedra.
Nos detuvimos en la sala, penumbrosa y gris, de techos bajos; un hogar cerrado con tablas en un rincón, ondulantes suelos de madera marcada, un cajón de naranjas a manera de mesa, un destartalado piano vertical contra una pared. Hasta la luz de ese cuarto era gris.
En una silla vieja, frente al piano, se sentaba una joven delgada. Su pelo era largo y rubio; sus ropas estaban raídas. El estante de las partituras, frente a ella, desbordaba pesados libros de Beethoven, Bach, Schumann. Tocaba de memoria una sonata de Beethoven, sonido glorioso a través de ese instrumento ruinoso.
Leslie observaba todo, abrumada.
— Es mi casa — susurró —, ¡la casa de Upper Black Eddy! ¡Richie, ésa soy yo!
Miré con fijeza. Mi esposa me había dicho que, de niña, no había tenido mucho que comer, pero esa muchacha estaba al borde de la desnutrición. No era de extrañar que Leslie rara vez recordara el pasado. Si el mío hubiera sido tan triste, yo tampoco recordaría.
La muchacha no reparó en nosotros. Continuó tocando como si estuviera en el cielo.
Ante la puerta que comunicaba con la cocina apareció una mujer; se quedó escuchando la música en silencio, con un sobre abierto en la mano. Era menuda y de facciones hermosas, pero estaba tan demacrada y desharrapada como la muchachita.
— ¡Mamá! —gritó Leslie, con voz quebrada.
La mujer no nos vio, no respondió. Esperó en silencio hasta que cesó la música.
— Maravilloso, querida — dijo la espalda de la muchacha, meneando tristemente la cabeza— De veras. Estoy orgullosa de ti. ¡Pero es algo sin futuro!
— Mamá, por favor… — dijo la muchacha.
— Tienes que ser realista — prosiguió la madre —. Los pianistas se venden por docena. Recuerda lo que te dijo el sacerdote: que su hermana nunca pudo ganarse la vida con el piano. ¡Y eso, después de años y años de estudio!
— ¡Oh, mamá! —La muchacha levantó los brazos en un gesto de exasperación. — ¡No vuelvas otra vez con lo de la hermana del sacerdote! ¿No te das cuenta de que esa mujer es una pianista malísima, que no pudo ganarse la vida con el piano porque lo toca horriblemente mal?
La madre pasó eso por alto.
— ¿Sabes cuánto estudio necesitarás? ¿Sabes lo que cuestan esos estudios?
La muchacha apretó los dientes y miró hacia el frente, hacia sus partituras, asintiendo con aire sombrío:
— Sé exactamente cuánto cuestan. Ya tengo tres empleos, mamá. Conseguiré ese dinero.
La mujer suspiró.
— No te enfades conmigo, tesoro. Sólo trato de ayudarte. No quiero que dejes pasar estas maravillosas oportunidades como yo lo hice y después lo lamentes por toda tu vida. Envié tu fotografía a Nueva York porque sabía que podía ser tu solución. ¡Y lo que importa es que has ganado! ¡Te han aceptado!
Puso el sobre en el atril del piano y agregó:
— Cuanto menos, échale un vistazo. Tienes la oportunidad de trabajar como modelo para una de las mayores agencias de Nueva York y de terminar con esta lucha sin fin… ¡Trabajos de camarera, de fregona, matarte trabajando!
— ¡No me mato trabajando!
— ¡Mira cómo estás! Flaca como un espárrago. ¿Crees que podrás seguir así, acumulando todas tus clases en dos días a la semana, yendo y viniendo porque no puedes permitirte pasar en Filadelfia más de una noche a la semana? No puedes. ¡Tienes sólo diecisiete años y estás exhausta! ¿Por qué no entras en razones?
La muchacha permanecía rígida y silenciosa. La madre la observaba, meneando la cabeza, desconcertada.
— A cualquier muchacha le encantaría ser modelo. ¡Y tú quieres rechazar la oportunidad! Escucha, tesoro: ve y haz la prueba por un año o dos y ahorra todo lo que puedas. Entonces podrás seguir con la música, si aún lo deseas.
La chica alargó la mano para tomar el sobre y lo devolvió a su madre por sobre el hombro, sin mirar.
— No quiero ir a Nueva York — dijo, tratando de dominar su enojo —. No me importa haber ganado o no. No quiero ser modelo. Y. no me molesta luchar, si con eso puedo hacer lo que me gusta.
La madre le arrebató la carta, ya perdida la paciencia.
— ¿No puedes pensar en otra cosa que no sea ese piano?
— ¡No!
La jovencita ahogó cualquier diálogo con las manos, llenando la habitación con los sonidos de las partituras que tenía adelante; sus dedos eran mariposas en un segundo, acero al siguiente. ¿Cómo puede tener tanta energía en brazos tan flacos? me pregunté.
La madre la contempló por un momento. Sacó la carta del sobre, la dejó abierta sobre el cajón de naranjas y salió por la puerta trasera. La chica siguió tocando.
Por lo que Leslie me había contado, yo sabia que ofrecería un recital en Filadelfia al día siguiente. Se levantaría a las cuatro de la mañana para iniciar un viaje de ochenta kilómetros: seis horas a pie, en autobús, en trolebús. Asistirla a sus clases de secundaria durante todo el día; por la noche tocaría en su recital. Después dormiría en la estación de autobuses hasta que se iniciaran las clases de la mañana; de ese modo ahorraba el alquiler de un cuarto para comprar música.
Leslie se apartó bruscamente de mí para acercarse a la muchacha. Se detuvo a su lado, pero ella la ignoró.
Yo contemplaba la música, extrañado. Era nueva. Eran las mismas partituras, ya amarillentas, que aún honran nuestro piano.
Por fin la jovencita se volvió hacia Leslie; una cara pálida y adorable, de facciones parecidas a las de su madre y ojos azules que relampagueaban resentimiento.
— Si usted es de la agencia de modelos — dijo, al borde del enojo —, la respuesta es no. Gracias, pero no. Leslie meneó la cabeza.
— No vengo en nombre de Conover — dijo. La muchacha la miró por un largo instante; después se levantó, boquiabierta, atónita.
— Usted… ¡Usted se parece a mí! — exclamó —. ¡Usted es yo! ¿Cierto?
Mi esposa asintió.
La jovencita la miraba.
— ¡Pero es adulta!
Rodeada por su pobreza y sus sueños, contempló su futuro, observó en silencio a mi esposa; por fin se quebró su pétrea muralla de decisión. Volvió a caer en la silla y escondió el rostro entre las manos.
— ¡Ayúdame! — lloró — ¡Por favor, ayúdame!