11

Bajo nosotros pasaban kilómetros y kilómetros, en tanto viajábamos en silencioso júbilo. Si al menos no hubiera una sola posibilidad en trillones, pensé. Si todo el mundo pudiera volar a este lugar siquiera una vez en cada existencia…

Un luminoso esplendor de coral apareció bajo el agua, imán para los dos, y Leslie inclinó el Avemarina a su alrededor.

— ¡Qué bello! — exclamó — ¿Aterrizamos?

— Creo que sí. ¿Qué indica tu intuición? ¿Qué estamos tratando de hallar?

— Lo que más importa.

Asentí.

Nos detuvimos en un sitio que (lo habría jurado) era la Plaza Roja después del oscurecer. Bajo nosotros, adoquines; grandes paredes inundadas de luz levantadas a nuestra derecha; cúpulas doradas en forma de cebolla contra el cielo de la noche invernal. Sin duda alguna, estábamos en medio de Moscú, sin visa ni guía.

— Oh-oh — farfullé.

La muchedumbre del atardecer pasaba apresuradamente junto a nosotros, con pieles y grandes abrigos, fruncido el ceño contra los copos de nieve.

— ¿Podrías decir dónde estamos con sólo observar a las gentes? — preguntó Leslie —. Haz de cuenta que son neoyorquinos con sombreros de piel. ¿Los diferencias?

La plaza no era lo bastante estrecha para estar en Nueva York; le faltaba el miedo de las calles nocturnas. Pero aparte de la ciudad, al buscar la diferencia entre ese pueblo y el norteamericano me costó captarla.

— No es por los sombreros — dije — Parecen rusos como el día siguiente al jueves parece viernes.

— ¿Podrían ser norteamericanos? — preguntó ella —. Si esto fuera Minneapolis y viéramos a estas personas, ¿diríamos que son rusos? — Hizo una pausa. — ¿Parezco rusa, yo?

La miré de soslayo, con la cabeza inclinada. En esa muchedumbre soviética, ojos azules, pómulos altos, pelo dorado…

— ¡Qué bellas sois las mujeres rusas!

— Spasibo — dijo, muy casta.

De pronto una pareja se detuvo en la multitud; iban del brazo, apenas a seis metros de distancia. Nos miraron como si fuéramos marcianos llenos de tentáculos, bajados de un cielo negro.

Los otros peatones les echaron una mirada rápida por aquella brusca detención y los esquivaron. La pareja no prestaba atención; ambos mantenían los ojos pegados a nosotros, en tanto sus compatriotas caminaban a través de nosotros sin preocuparse, como si fuéramos hológrafos invisibles proyectados en su paso.

— ¡Hola! — saludó Leslie, agitando un poco la mano.

Nada. Nos miraban como si no comprendieran. ¿Acaso nuestra extraña capacidad de dominar cualquier idioma nos fallaba allí, en la Unión Soviética?

— Hola — intenté yo — ¿Cómo estáis? ¿Nos buscabais?

La mujer fue la primera en recobrarse. El pelo oscuro le caía en cascadas desde el gorro de piel; nos inspeccionó, ojos curiosos.

— ¿Sí? —preguntó con una sonrisa desconcertada —. ¡En ese caso, os deseamos buenas noches!

Se acercó un poco más, trayendo consigo al hombre a una distancia menor de la que él habría preferido.

— Sois norteamericanos — dijo él.

No me di cuenta de que había estado conteniendo el aliento hasta que volví a respirar.

— ¿Cómo os dais cuenta? — pregunté —. ¡Hace un momento estábamos hablando de eso!

— Es que parecéis norteamericanos.

— ¿En qué sentido? ¿Hay algo del Nuevo Mundo en nuestros ojos?

— Vuestros zapatos. A los norteamericanos se los reconoce por los zapatos.

— Leslie se echó a reír.

— ¿Y cómo distinguís a los ingleses?

El vaciló; luego esbozó la más pequeña de las sonrisas.

— A los ingleses no se los distingue — dijo —. Ya son demasiado distinguidos.

Todos reímos. Qué extraño, pensé; hace menos de un minuto que nos conocemos y los cuatro actuamos ya como si pudiéramos ser amigos.

Les contamos quiénes éramos y qué había pasado, pero creo que, si algo los convenció de que éramos reales, fue nuestro extraño estado de irrealidad. Sin embargo, Tatiana e Iván Kirilov quedaron tan fascinados con nosotros por ser norteamericanos como por ser yos alternativos de un mundo alternativo.

— Por favor — dijo Tatiana— ¡venid a casa! No está muy lejos.

Yo siempre había pensado que, si elegimos como adversarios a los soviéticos, es porque se nos parecen mucho: son bárbaros maravillosamente civilizados. Sin embargo, el apartamento de los Kirilov no era bárbaro, sino tan cálido y luminoso como lo habríamos tenido nosotros.

— Pasad — dijo Tatiana, conduciéndonos a la sala — Poneos cómodos, por favor.

En el sofá dormitaba una gatita calicó.

— Hola, Petrushka — saludó ella —. ¿Te has portado bien?

Se sentó junto a la gata y la puso en su regazo para acariciarla. Petrushka la miró parpadeando, se enroscó hasta convertirse en un balón y volvió a quedarse dormida.

Grandes ventanas daban al este, esperando el sol de la mañana. Contra la pared opuesta se veían enormes estanterías para libros, discos y grabaciones de la misma música que escuchamos en casa: Bartok, Prokofiev, Bach; A Crow of One, de Nick Jameson; Private Dancer, de Tina Turner. Muchos libros: tres estantes sobre conciencia, el morir y la percepción extrasensorial. Sospeché que, de todos ésos, Tatiana no había leído ni uno. Faltaban las computadoras. ¿Cómo podían vivir sin computadoras?

Según descubrimos, Iván había sido ingeniero aeronáutico, miembro del Partido, y había hecho bastante carrera en el ministerio de Aviación.

— Al viento relativo no le importa que piloteemos alas soviéticas o estadounidenses — observó —. Si excedemos el ángulo crítico de ataque, perdemos sustentación, ¿verdad?

— Con alas estadounidenses, no — le dije, muy serio —. Las alas norteamericanas nunca pierden sustentación.

— Ah, ésas. — Asintió con la cabeza. — Sí, hemos probado esas alas que no pierden sustentación. ¡Pero no hallamos el modo de hacer que los pasajeros abordaran un avión que no podía aterrizar! Tuvimos que cazar a tus alas norteamericanas con redes para enviarlas de regreso a Seattle…

Nuestras esposas no escuchaban.

— ¡En esos últimos veinte años me volví loca! — decía Tatiana — El gobierno no quería que nada funcionara demasiado bien. Si es menos eficiente, piensan que crea más trabajo para mantener a todo el mundo ocupado. ¡A mí me parece demasiada burocracia! No tenemos por qué soportar ese desastre. ¡Sobre todo en la oficina de filmaciones, donde nuestro trabajo consiste en comunicar! Pues se ríen y me dicen: «Tatiana, no te alteres.» Pero ahora ha llegado la perestroika, ha llegado la glasnost, y las cosas se mueven.

— ¿Ahora puedes alterarte? — preguntó su esposo.

— Varia — protestó ella —, ahora puedo esmerarme, puedo simplificar. ¡No me altero nunca!

— A nosotros nos gustaría simplificar nuestro gobierno — suspiró Leslie.

— Vuestro gobierno comienza a parecerse al nuestro, lo cual es estupendo — dije —, ¡pero el nuestro comienza a parecerse al vuestro, lo cual es espantoso!

— Es mejor parecernos que destrozarnos — comentó Iván —. Pero ¿has leído los periódicos? ¡No podemos creer que vuestro presidente haya pronunciado esas palabras!

— ¿Lo del Imperio del Mal? — dijo Leslie —. Ese presidente solía tornarse algo dramático en sus discursos.

— No — corrigió Tatiana —. Insultar así era tonto, pero de eso ha pasado mucho tiempo. En cambio ahora… ¡lee!

Tomó el periódico y buscó la cita en cuestión para leérnosla. — La momentánea mancha de radiación en suelo extranjero es mejor que la mancha permanente del comunismo en la mente de los niños norteamericanos, dijo el líder capitalista. Estoy orgulloso del valor de mis compatriotas y les agradezco sus plegarias. Y prometo por Dios, de acuerdo con Su voluntad, conducir a la libertad hasta su victoria final.

Se me enfrió la sangre. Cuando aparece el dios de los odios, ¡cuidado!

— Oh, vamos — dijo Leslie —. ¿Radiación momentánea? ¿La victoria final de la libertad? ¿De qué está hablando?

— Dice que tiene mucho apoyo popular — observó Iván —. ¿Es cierto que el pueblo norteamericano quiere aniquilar al pueblo de la Unión Soviética?

— Por supuesto que no — respondí — Es el modo de hablar de los presidentes. Siempre dicen que tienen todo el apoyo del pueblo. A menos que haya una muchedumbre gritando y apedreando la Casa Blanca en los informativos de la noche, esperan que lo creamos.

— Nuestro pequeño mundo está creciendo — comentó Tatiana —. En los últimos tiempos llegamos a pensar que gastamos demasiado en defendernos de los norteamericanos, pero ahora… ¡Estas palabras nos parecen demenciales! Quizá no estemos gastando demasiado en defensa, sino demasiado poco. ¿Cómo salir de esta terrible… noria que jamás se detiene? Si todos corremos y corremos, ¿Quién sabe cuándo hay bastante?

— Imaginad que heredáis una casa que nunca habíais visto — dije —. Un día vais a visitar vuestra casa y veis que las ventanas están llenas de…

— ¡Armas! — exclamó Iván, atónito. ¿Era posible que un norteamericano conociera la metáfora que un ruso había inventado para sí? — Ametralladoras, cañones y misiles, que apuntan por sobre los terrenos hacia otra casa, no muy apartada. Y en esa casa las ventanas también están llenas de armas que apuntan hacia la nuestra. En esas casas hay armamento suficiente para aniquilarse entre sí cien veces. ¿Qué haríamos si heredáramos una casa así?

Me hizo un gesto, con la palma hacia arriba, para que prosiguiera con el cuento, si me era posible.

— ¿Vivir con las armas y decir que eso es paz? — propuse —. ¿Comprar más armas porque el hombre de la otra casa compra más armas? Se descascara la pintura, hay filtraciones en el techo, ¡pero las armas están bien engrasadas y apuntadas!

Leslie intervino.

— ¿Es más probable que el vecino dispare si retiramos armas de nuestras ventanas o si ponemos más?

— Si quitamos algunas armas de nuestras ventanas — replicó Tatiana —, de modo que sólo podamos matarlo noventa veces, ¿eso lo llevará a disparar por considerarse más fuerte que nosotros? No lo creo. Por lo tanto, retiro una pequeña pistola vieja.

— ¿Unilateralmente, Tatiana? — apunté — ¿Sin años de negociaciones? ¿Vas a desarmar unilateralmente, cuando él tiene todos esos cañones y cohetes apuntados a tu dormitorio?

Ella dio una sacudida de cabeza, desafiante. — ¡Unilateralmente!

— Hazlo — asintió su esposo — y después invita al vecino al tomar el té. Le sirves unos pasteles y le comentas: «Fíjese, heredé esta casa de mi tío, como usted heredó la suya. Tal vez los dueños anteriores se tenían encono, pero yo no tengo nada contra usted. ¿Hay filtraciones en su tejado, como en el mío?»

Plegó las manos frente a sí y continuó:

— ¿Qué hará el hombre? ¿Comer nuestros pasteles y después volver a su casa para disparar contra nosotros? — Se volvió hacia mí con una sonrisa. — Los norteamericanos son locos, Richard. ¿Sois así de locos? Después de comer nuestros pasteles, ¿volverías a vuestra casa para disparar contra nosotros?

— Los norteamericanos no somos locos — aseguré —. Somos astutos.

Me miró de reojo.

— ¿Estáis convencidos de que Norteamérica gasta miles de millones en misiles y sistemas teleguiados de alta tecnología? No es así. Estamos ahorrando miles de millones. ¿Cómo, te preguntas? — Lo miré a los ojos, sin sonreír.

— ¿Cómo? — preguntó.

— ¡Nuestros misiles no tienen sistemas de teleguiado, Iván! Ni siquiera ponemos cohetes en ellos: sólo cabezas nucleares. El resto es cartón pintado. Mucho antes de Chernobyl, fuimos lo bastante sagaces como para darnos cuenta; ¡no importa dónde estallen las cabezas nucleares!

Iván me miró, solemne como un juez.

— ¿Que no importa?

Sacudí la cabeza.

— Los astutos norteamericanos comprendimos dos cosas. Primero, comprendimos que, dondequiera pusiéramos un silo misilístico, no construiríamos un sitio de lanzamiento, sino un sitio de impacto. En cuanto sacamos la primera palada de tierra, vosotros marcáis el lugar para apuntarle quinientos megatones. Segundo: Chernobyl fue un pequeñísimo accidente nuclear al otro lado del mundo, que no equivale siquiera a la centésima parte de una cabeza nuclear, pero seis días después estábamos botando leche en Wisconsin al filtrar vuestros rayos gama.

El ruso arqueó una gruesa ceja.

— Y entonces os disteis cuenta…

Asentí.

— Si hay diez millones de megatones listos para estallar unos contra otros, ¿a quién le importa dónde estallen? ¡Todo el mundo muere! ¿A qué gastar millones en cohetes y computadoras? Al primer misil ruso que caiga contra nosotros, los liquidamos: hacemos volar Nueva York, Texas y Florida y vosotros estáis condenados. Y mientras tanto os arruináis fabricando misiles. — Lo miré, astuto como un coyote. — ¿De dónde crees que sacamos el dinero para construir Disneylandia?

Tatiana me miraba, boquiabierta.

— Máximo secreto — advertí —. Mis viejos compañeros de la Fuerza Aérea son ahora generales del Comando Misilístico Estratégico. Los únicos misiles norteamericanos que tienen motores de verdad son los MRP.

— ¿Qué MRP? — repitió ella, mirando a su esposo. Ambos eran miembros de la jerarquía del Partido, pero ninguno había oído hablar de eso.

— Misiles de relaciones públicas. De vez en cuando disparamos uno para causar efecto.

— Y ponéis cuatrocientas cámaras a tomar fotografías — dijo Iván —. Los presentáis por televisión, no para los norteamericanos, sino para los soviéticos.

— Por supuesto — dije —. ¿Nunca os habéis preguntado por qué todas las fotografías de misiles que publicamos parecen del mismo cohete? ¡Es porque son del mismo cohete!

Ella miró a su esposo (juro que él ni siquiera había esbozado la menor sonrisa) y estalló en una carcajada.

— Si la KGB está sintonizando esta conversación — sugerí — y recibe sólo la parte rusa del diálogo, ¿qué pensará?

— ¿Y qué pensará la CIA, si está escuchando la parte norteamericana? — preguntó Iván.

— Si la CIA está escuchando — reconocí —, ¡estamos aviados! Nos tildarán de traidores por haber revelado el Primer Secreto Norteamericano: que no vamos a bombardearos, sino a arruinaros haciéndoos comprar partes de cohete.

— Si nuestro gobierno lo descubre… — dijo Tatiana.

— …no tendrá que construir misiles en absoluto — completó Leslie —. Podréis sentaros aquí, sin armas, Nosotros no podemos atacaros porque nuestros misiles tienen aserrín en vez de motores. ¡Oh, podríamos enviarlos a Moscú por correo certificado y activarlos con silbatos para perros! Pero de qué serviría…

— …si seis días después nos aniquilaría nuestra propia radiación — completé —. Si os bombardeamos, nos perdemos el fútbol del domingo. Y no olvidéis, vosotros dos, que la primera regla del capitalismo es Crear Consumidores. ¿Creéis por un minuto que perderíamos preciosos consumidores, los beneficios de la industria cosmética, los de la industria publicitaria? ¡Por Dios! ¿Comprendéis?

El suspiró y miró a Tatiana, que asintió casi imperceptiblemente.

— La Unión Soviética también tiene sus secretos — intervino Iván —. Para ganar la carrera armamentista necesitamos que Norteamérica nos subestime, que pase por alto los cambios. Norteamérica debe pensar que, para la Unión Soviética, la ideología es más importante que la economía.

— Vosotros estáis construyendo submarinos — señalé — y transportes aéreos para tropas. Vuestros misiles tienen motores que funcionan.

— Por supuesto. Pero ¿no ha notado la CIA que nuestros nuevos submarinos no llevan misiles y que tienen ventanillas de vidrio? — Hizo una pausa y volvió a mirar a su esposa. — ¿Se lo decimos?

Ella asintió con firmeza.

— Los submarinos dan ganancia… — comenzó Iván.

— ¡…usados para turismo de aguas profundas! — terminó ella — ¡El primer país que lleve a los turistas al fondo del mar será rico!

— ¿Vosotros pensáis que hacemos transportes aéreos de tropas? — continuó él —. Pensadlo mejor. No son transportes, sino propiedades inmobiliarias flotantes. Para las personas a las que les encanta viajar, pero no abandonar la casa. Ciudades libres de contaminación, con los campos de tenis más grandes del mundo, y que viajan adonde quieras vivir. Tal vez a climas cálidos.

— Programas espaciales — continuó —. ¿Sabéis cuántas personas hacen fila para ir al espacio, en paseos de dos horas, al precio que pidamos? ¡Hará calor en Siberia — concluyó, presumido como un gato — el día en que la Unión Soviética vaya a la bancarrota!

A mí me tocó entonces quedar atónito.

— ¿Vais a vender viajes espaciales? ¿Y el comunismo?

— ¿Y qué? — Se encogió de hombros. — A los comunistas también nos gusta el dinero.

Leslie se volvió hacia mí.

— ¿Qué te dije?

— ¿Qué te dijo? — preguntó Iván.

— Que sois como nosotros — respondí — y que debíamos venir a ver con nuestros propios ojos.

— Para muchos norteamericanos — dijo Leslie —, la guerra fría terminó con un programa de televisión en el que los soviéticos conquistaban a Estados Unidos y reemplazaban nuestro gobierno por el vuestro. Al final todo el país estaba medio muerto de tedio y no podía creer que alguien pudiera ser tan obtuso. Como teníamos que verlo con nuestros propios ojos, el turismo a Rusia se triplicó de la noche a la mañana.

— ¿Y no somos tan aburridos? — preguntó Tatiana.

— No tanto — repliqué —. Parte del sistema soviético es realmente obtuso, pero parte de la política norteamericana también pondría en trance a un pavo. Lo que resta, por ambos bandos, no es tan malo. Cada uno elige lo que es más importante para sí. Vosotros sacrificáis la libertad en aras de la seguridad; nosotros, la seguridad por la libertad. Vosotros no tenéis pornografía; nosotros no tenemos leyes que prohiban viajar. ¡Pero ni los unos ni los otros somos tan aburridos que haya llegado el momento de pedir el fin del mundo!

— En cualquier conflicto — dijo Leslie — podemos defendernos o podemos aprender. La defensa ha hecho del mundo un sitio inhabitable. ¿Qué ocurriría si, en cambio, eligiéramos aprender? ¿Si en vez de decir tú me asustas dijéramos tú me interesas?

— Creemos que nuestro mundo se está inclinando poco a poco a intentar eso — dije.

Me preguntaba qué habíamos ido a aprender de ellos. ¿Ellos es Nosotros? ¿Los americanos son soviéticos son chinos son africanos son árabes son asiáticos son escandinavos son indios? ¿Diferentes expresiones del mismo espíritu surgidas de diferentes elecciones diferentes giros en el infinito esquema de la vida en el espacio-tiempo?

¡Cómo cambiaba todo al conocerlos! A partir de esa noche ya no podríamos elegir iniciar una guerra contra Tatiana e Iván Kirilov, así como no podríamos bombardearnos a nosotros mismos. Al dejar ellos de ser recortes del Imperio del Mal para convertirse en prójimos vivientes, en personas que trataban tanto como nosotros de encontrar sentido al mundo, todo temor que pudiéramos tenerles había desaparecido. Para nosotros cuatro, la noria se detenía.

— En la Unión Soviética tenemos un cuento sobre el lobo y el conejo bailarín — dijo Iván, levantándose para representar la fábula.

— ¡Chist! — susurró Tatiana, levantando las manos para pedir silencio — ¡Escuchad!

Iván la miró, sobresaltado.

Afuera, la oscuridad había empezado a gemir, gravemente, con lentitud, como si toda la ciudad sufriera.

Gruñían las sirenas por cientos, hasta alcanzar decibeles que equivalían al chillido, haciendo repiquetear las ventanas.

Tatiana se levantó de un salto, con los ojos gran des como platos.

— ¡Vania! — gritó —. ¡Los norteamericanos! Corrimos a las ventanas. Por doquier centelleaban luces en la oscuridad.

— ¡Esto no puede ser! — dijo Leslie.

— ¡Es! — aseguró Iván.

Giró hacia nosotros, levantando las manos en desolada angustia. Después corrió a un armario, del que sacó dos bolsos con alguna ropa, y entregó uno a su esposa. Ella metió a Petrushka, casi dormida, en uno de los bolsos, y ambos salieron a toda carrera, dejando la puerta abierta a sus espaldas.

Iván reapareció un momento después, incrédulo.

— ¿Qué esperáis? — gritó —. ¡Tenemos cinco minutos! ¡Vamos!

Los cuatro bajamos corriendo dos tramos de escalera hasta el revuelo de las calles, donde una masa de gente aterrorizada se apretujaba hacia las entradas del metro. Los padres iban con bebés en los brazos y niños aferrados a sus abrigos, para no caer. Los ancianos se esforzaban por avanzar con la muchedumbre. Algunos, aterrorizados, iban. dando empellones y gritando; otros, serenamente, sabiendo que la huida era inútil.

La multitud pasaba en torrentes a través de nosotros. Iván se dio cuenta y sujetó a Tatiana para apartarla del río desesperado. Estaba sin aliento.

— Vosotros… Richard y Leslie — dijo, conteniendo las lágrimas, sin furia ni odio hacia nosotros —, vosotros sois los únicos que podéis escapar. — Se detuvo para tomar aliento y sacudió la cabeza. — No vengáis con nosotros. Id… volved por donde vinisteis. — Hizo un gesto de asentimiento y logró esbozar una sonrisa quebrada. — ¡Volved a vuestro mundo y decidles! ¡Decidles cómo es esto! ¡No dejéis que os ocurra también a vosotros…!

Y se los llevó la multitud.

Leslie y yo, inermes y desesperados en aquella calle de Moscú, contemplamos la pesadilla hecha realidad; no nos importaba escapar; no nos importaba vivir o morir. ¿A qué decir nada a nuestro mundo? pensé. No se trata de que tu mundo no lo supiera, Iván, sino de que sabía y se mató a sí mismo, aun así. ¿Sería el nuestro diferente?

De pronto la ciudad tronó, estremecida, y se fundió en agua que volaba contra el parabrisas del hidroavión. Por largo rato, después del despegue, Leslie mantuvo la mano en el acelerador. Y por largo rato ni ella ni yo dijimos una palabra.

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