20

Tensos como flechas, observamos el agua que subía a nuestro encuentro.

— Prepárate — dijo.

— Cuando toquemos el agua, será cuestión de abrir la puerta y saltar — apuntó ella, ensayándolo una vez más.

— ¡En efecto!

— ¡No te olvides! — recomendó, sujetando con fuerza la cerradura de la cabina transparente.

— No te olvides tú tampoco — dije —, cualquiera sean las apariencias.

La quilla del barco volador hendió las olas. Cerré los ojos para que no me engañaran las apariencias. CABINA TRANSPARENTE.

Sentí que Leslie se impulsaba hacia arriba al mismo tiempo que yo, con el viento rugiendo contra nosotros.

¡SALTAR!

Me arrojé por sobre la borda y, en ese instante, abrí los ojos. Habíamos saltado de nuestro avión, no al agua, sino al espacio vacío. Caíamos juntos, dando tumbos, sin paracaídas, directamente hacia Los Angeles.

— ¡LESLIE!

Tenía los ojos cerrados y el aullido del viento no le permitió oírme.

Mentiras, me dije. Estoy viendo mentiras. En el momento en que negué aquella visión se produjo un juomp, como si hubiéramos chocado con una pared de almohadas. Al abrir los ojos vi que ambos estábamos en la cabina de Gruñón. Una silenciosa concha de luz dorada estalló y se fue. Esta vez ocupábamos los asientos de los pilotos. Ronroneábamos por el cielo, tan a salvo como gatos en una alfombra.

— ¡Lo logramos, Richie! — gritó ella, echándome los brazos al cuello con un chillido de placer —. ¡Lo logramos! ¡Eres un genio!

— Cualquier cosa en la que creyéramos habría dado resultado — dije modestamente, aunque no estaba seguro de eso. Si ella asegura que soy un genio, me dije, tendré que aceptarlo.

— No importa — manifestó Leslie, gozosa —. ¡Hemos regresado!

Llevábamos un rumbo de 142 grados, la brújula magnética marcaba un estable sudeste. Los instrumentos de navegación zumbaban y el loran refulgía de números anaranjados. El asiento trasero estaba desocupado. Allá abajo, el único diseño era el de las calles y los tejados; la única agua centelleaba en azul desde las piscinas de los patios traseros.

Leslie señaló dos aviones a la distancia.

— Tránsito allá —dijo — y allá.

— Ya los vi.

Miramos las radios al mismo tiempo.

— ¿Lo intentamos?

Ella asintió, con los dedos cruzados.

— Hola, Centro de Los Angeles — dije —. Avemarina uno Cuatro Bravo. ¿Nos tienen en el radar?

— Afirmativo. Uno Cuatro Bravo es contacto de radar tránsito a una en punto, tres kilómetros, hacia el norte, altitud desconocida.

El de la Torre de Control no preguntó dónde habíamos estado ni sugirió que hubiéramos desaparecido de su pantalla por un trimestre; tampoco oyó el coro de vítores y hurras que estalló en la cabina de Gruñón.

Leslie me tocó la rodilla.

— Dime qué viste la primera vez, cuando…

— Un cielo azul como las flores, un océano de aguas bajas sobre el diseño. Pye, Jean-Paul, Iván y Tatiana, Linda y Krys…

— Está bien. — Leslie meneó la cabeza. — No fue un sueño. Sucedió.

Volamos hasta Santa Mónica como Scrooges a su regreso, encantados con la Navidad de esta existencia.

— ¿Y si es verdad? — dijo Leslie —. ¿Y si todos, en todas partes, son algún aspecto de quienes nosotros somos, así como nosotros somos algún aspecto de los demás? ¿Cómo cambiaría eso nuestro modo de vivir?

— Buena pregunta — dije. En el loran se encendió la marca de los quince kilómetros. Bajé el morro un poquito más y lo sostuve allí. — Buena pregunta…

Aterrizamos en la única y ancha pista del aeropuerto de Santa Mónica; carreteamos hasta el aparcamiento y apagué el motor. Casi esperaba que la escena saltara mil años cuando nos detuviéramos, pero no fue así. Se mantuvo: veintenas de aviones silenciosamente aparcados a nuestro alrededor, el susurro del tránsito en el paseo Centinela, la vieja planta aérea de Douglas, gigante erguido en el extremo de la pista.

Ayudé a mi esposa a bajar del avión. Pasamos un largo instante de pie en la superficie de nuestro propio planeta, en nuestro propio tiempo, abrazados.

— ¿Estás sobrecogida? — le susurré contra el pelo. Ella se echó atrás para mirarme a los ojos y asintió.

Bajé nuestras maletas del avión. Extendimos la cabina transparente sobre el parabrisas y la sujetamos con fuerza.

Al otro lado de la rampa de aparcamiento, un muchacho dejó un Luscombe Silvaire a medio lustrar, subió a un camión de combustible y circuló hasta detenerse frente al Avemarina.

Era un muchachito, no mayor de lo que yo había sido en los tiempos en que desempeñaba el mismo oficio. Lucía el mismo tipo de chaqueta de cuero que yo en aquellos días, aunque la suya tenía el nombre DAVE cosido sobre el bolsillo izquierdo. ¡Qué fácil era verme a mí mismo en él, cuánto podíamos decirle de sus futuros, que ya eran verdad, de las aventuras que en ese momento aguardaban su elección!

— Buenas tardes — nos saludó — ¡Bienvenidos a Santa Mónica! ¿Les cargo un poco de combustible?

Nos echamos a reír. ¡Qué extraño, volver a necesitar combustible!

— Sí, por supuesto — dije —. El viaje ha sido largo.

— ¿Dónde han estado? — preguntó él.

Miré a mi esposa pidiendo ayuda, pero ella no me la ofreció; sin comprometerse, esperaba mi respuesta.

— Oh, volando por allí — dije, manso.

Dave luchó con una palanca y aplicó la bomba de combustible del camión.

— Todavía no he piloteado ningún Avemarina — dijo —, pero dicen que pueden descender casi en cualquier parte. ¿Es cierto?

— Sí que es cierto — le aseguré —. Este avión te lleva a cualquier sitio que puedas imaginar.

Загрузка...