12

— ¿Por qué? —pregunté —. ¿Qué tiene de estupendo el asesinato en masa, para que nadie en la historia del mundo haya encontrado nunca una solución más inteligente a los problemas? ¿Nada, aparte de matar a todos los que no estén de acuerdo? ¿Es ése el límite de la inteligencia humana? ¿Aún somos neanderthalenses? Zog asustado, Zog mata. ¿Es…? ¡No puedo creer que todo el mundo haya sido tan… estúpido! Que nadie haya podido…

La frustración nunca acaba las frases. Miré a Leslie, miré las lágrimas que le llenaban los ojos y le corrían por la cara. Lo que me llevara a una ira inmensa había causado en ella un inmenso dolor.

— Tatiana… — dijo, tan destrozada como si hubiéramos esperado el bombardeo — Iván… Tan dulces, divertidos, adorables… Y Petrushka… ¡Oh, Dios!

Y rompió en sollozos.

Le tomé la mano y se la palmeé con suavidad. ¡Cuanto habría deseado que Pye hubiera estado allí! ¿Qué habría dicho ante nuestra furia y nuestras lágrimas?

Maldición, pensé, pese a toda la belleza que podemos ser, pese a toda la gloria que tantos son ya, ¿debe reducirse todo a que el más despreciable de los rufianes del mundo presione algún botón y ponga fin a la luz? ¿No hay nadie en el esquema a quien se le haya ocurrido algo mejor que…?

¿Lo oí o lo imaginé?

Gira a la izquierda. Vuela hasta que el diseño se tome ambarino allá abajo.

Leslie no preguntó por qué girábamos ni hacia dónde nos encaminábamos. Tenía los ojos cerrados, pero las lágrimas seguían cayendo.

Le estreché la mano y la desperté de la desesperación.

— Resiste, queridita — dije —, creo que vamos a ver cómo es un mundo sin guerras.

No distaba mucho de allí. Accioné el acelerador, la quilla tocó el agua, el mundo se convirtió en espuma y…

Salimos invertidos, quizá a mil ochocientos metros de altitud. Luego el avión apuntó directamente hacia abajo.

Por una fracción de segundo pensé que el Ave-marina estaba fuera de control; de inmediato comprendí que no era Gruñón el que aullaba hacia abajo con nosotros, sino un avión de combate a toda marcha.

La cabina era pequeña; si Leslie y yo no hubiéramos sido fantasmas, no habríamos podido caber en ella de ese modo, codo a codo, detrás del piloto.

Allá adelante, es decir, allá abajo, a ciento cincuenta metros, otro avión de combate viró en el aire, desesperado por escapar. El panorama que se veía por nuestro parabrisas me dejó helado: un círculo de diamantes abarcaba casi por completo las alas del otro avión; el punto brillante de nuestra mira perseguía su cabina.

¿Un mundo sin guerras? ¡Después de lo ocurrido en Moscú, íbamos a ver cómo alguien estallaba en pedazos en el aire!

La mitad de mí se encogió de espanto; la otra mitad lo observaba todo objetivamente. Este avión no es a chorro, apuntaba esa segunda mitad; no es Mustang, ni Spitfire ni Messerschmitt; no es ninguno de los aviones que hayan existido jamás. El piloto de combate que hay en mí también observaba y aprobaba: Buen pilotaje. Sigue al blanco suavemente hasta tenerlo al alcance de sus armas, asciende cuando el blanco asciende, gira cuando el blanco gira y se deja caer con él, una vez más.

Leslie estaba rígida a mi lado, sin respirar, con los ojos clavados en el avión de abajo. La tierra aullaba hacia nosotros. La rodeé con un brazo y la estreché con fuerza.

Si hubiera podido tomar la palanca de mandos y poner al avión en dirección contraria, si hubiera podido apelar al acelerador, lo habría hecho. El ruido de la cabina no me permitía chillar a ese piloto, empeñado en su matanza.

En las alas del avión fijo en nuestra mira se veían las estrellas rojas de la República Popular de China. ¡Oh, Dios! pensé, ¿acaso la locura se ha extendido a todos los mundos existentes? ¿También estamos en guerra con China?

El avión chino parecía, en verdad, un aparato para exhibiciones acrobáticas, pintado de azul celeste por abajo, de verdes y pardos por arriba. Pese al ruido y a la acción, nuestro indicador de velocidad aerodinámica marcaba sólo cuatrocientos cincuenta kilómetros por hora. Si esto es la guerra, pensé, ¿dónde están los propulsores a chorro? ¿En qué año estamos?

El blanco giró sobre sí mismo y aceleró tanto para escapar que de la punta de sus alas surgieron rastros de vapor. Nuestro piloto hizo lo mismo, negándose a soltar la presa. Aunque nosotros no sentíamos la fuerza de la gravedad que actuaba sobre él, vimos que su cuerpo se aplastaba bajo la tensión y su casco se alargaba hacia el suelo.

Soy yo, pensé. Soy otra vez piloto. ¡Malditos sean los militares! ¿Cuántas veces tengo que cometer el mismo error? Heme aquí, a punto de matar a alguien. Y lo lamentaré por el resto de mi vida…

El blanco se volteó cerradamente hacia la derecha; después, desesperado, invirtió el giro. Estaba a muy poca distancia, bien en el centro de los diamantes. El yo alternativo accionó el gatillo que tenía en la palanca de mandos. Las ametralladoras dispararon; fuegos artificiales ensordecidos en las alas y, de inmediato, una bocanada de humo blanco que brotaba del motor del otro avión.

Dos palabras de nuestro piloto:

— ¡Listo! — dijo — Casi…

¡Era la voz de Leslie! No era un yo alternativo el que piloteaba ese avión, sino una Leslie alternativa.

En la mira se encendió un mensaje: BLANCO AVERIADO.

— ¡Maldición! — dijo la piloto— ¡Vamos, Linda!

Se aproximó aún más a la presa y mantuvo el gatillo pulsado en una larga ráfaga. En la cabina se olía pólvora.

El humo blanco se tomó negro; nuestro parabrisas se manchó con el aceite del motor de su víctima. BLANCO DESTRUIDO.

— ¡Ahora sí! ¡Ahora sí!— exclamó la piloto. Nos llegó apenas la voz en la radio:

— ¡Líder Delta, a la derecha! ¡Ya! ¡Ya! ¡A la derecha!

La piloto no giró la cabeza para ver el peligro: desvió la palanca de mandos hacia la derecha y tiró de ella como para salvar la vida. Demasiado tarde.

De inmediato nuestro parabrisas se puso negro con aceite lubricante caliente; una lata de humo renegrido estalló bajo la cubierta del motor. La máquina tartamudeó y se detuvo; la hélice estaba inmóvil.

En la cabina sonó una campanilla, como la que marca el fin de cada round en los campeonatos de pugilismo. DERRIBADO, decía el mensaje en la mira..

De inmediato reinó el silencio. Sólo el áspero grito del viento, afuera, y el humo harapiento de la lata.

Torcí el cuello para mirar hacia atrás; miré por sobre nuestro río de negrura hacia el rugir de un motor que se nos ponía a la par: un avión igual al blanco que acabábamos de despachar. El hombre que había disparado contra nosotros pasó en su cabina, apenas a quince metros de distancia, y nos saludó con la mano, riendo, jubiloso.

Nuestra piloto se levantó el visor del casco y devolvió el saludo.

— ¡Oh, Xiao, maldición! — murmuró —. ¡Ya me la pagarás!

El otro nos dejó atrás, entre el destello de sus relucientes pinturas. Después torció hacia arriba el morro de su avión y ascendió en ángulo cerrado, para enfrentarse a nuestro compañero, que se arrojaba contra él en un aullido, buscando venganza. Medio minuto después ambos aviones giraban en semicírculos, trabados en combate, hasta perderse de vista.

En nuestra cabina no había llamas; apenas quedaba una voluta de humo. Nuestra piloto, considerando que acababa de perder una batalla, parecía tan serena como una tostada ennegrecida.

— Hola, Líder Delta— dijo una voz en la radio, alta en el silencio— ¡Su cámara no funciona! Aquí una luz me indica que ha sido derribada. ¡No me diga que sí!

— Lo siento, instructor— dijo la piloto —. A veces se gana, a veces se pierde, maldición. Fue Xiao Xien Ping.

— Excusas, excusas. Cuénteselo a sus admiradores. ¡Aposté doscientos dólares a que Linda Albright volvería hoy convertida en triple as! ¡Perdidos! ¿Dónde va a aterrizar?

— El más cercano es el Tres de Shanghai. Podría llegar al Dos, si usted quiere.

— No, el Tres está bien. La anotaré para un rescate desde el Tres de Shanghai, para mañana. Llámeme esta noche, ¿quiere?

— Está bien. — Ella parecía deprimida —. Lo siento, instructor.

La voz se quebró.

— No siempre se puede ganar.

El cielo estaba radiante, con unos pocos cúmulos de verano, y teníamos altitud de sobra para planear hasta el aeropuerto. Aun con el motor fuera de funcionamiento y el parabrisas lleno de aceite, el aterrizaje no sería difícil. Ella tocó un sintonizador de radio.

— Tres de Shanghai — dijo Linda al micrófono aquí Líder Delta de Estados Unidos, diez sur a cinco. Derribada para aterrizar, por favor.

La torre de control estaba esperando su llamado.

— Líder Delta de Estados Unidos, aterrice número dos en patrón motor apagado, pista dos ocho ocho. Bienvenida a Shanghai…

— Gracias.

Suspiró, encorvada en el asiento.

Por fin me atreví a hablar con ella.

— Hola — dije —. ¿Te molestaría explicarnos qué está pasando?

En su lugar, el respingo me habría arrojado fuera del avión, pero Linda Albright no pareció sorprenderse ante mi presencia ni por mi pregunta. Respondió enojada, sin preocuparse por quien preguntaba.

— Acabo de perder un día para mi equipo— dijo, amargada, descargando el puño contra el tablero —. Se supone que soy la gran estrella de este grupo, pero acabo de hacer que perdamos diez puntos en las Semi-finales Internacionales. No me importa si tengo compañero de combate. no me importa nada más. Jamás en mi vida… ¡Jamás en mi vida dejaré de mirar hacia atrás! — Exhaló un profundo suspiro. De pronto escuchó sus propias palabras y giró para mirar hacia atrás: a nosotros.

— ¿Quiénes sois?

Se lo dijimos. Para cuando hubo planeado hasta la posición debida para aterrizar, ya había aceptado nuestras palabras, como si los visitantes de universos paralelos cayeran por su casa cada dos o tres días. Aún estaba obsesionada por esos diez puntos.

— ¿Aquí esto es un deporte? — pregunté —. ¿habéis convertido el combate aéreo en deporte?

— Así dicen — respondió, ceñuda —. Juegos Aéreos, los llaman. ¡Pero no son juegos, sino un gran negocio! En cuanto una sale de las ligas menores, prácticamente se convierte en gran profesional y aparece por televisión en todo el mundo, vía satélite. En los Simples del año pasado derribé a Xiao Xien Ping en veintiséis minutos, pero ¡maldición! Acabo de dejar que ese hombre me devore sólo por no mirar atrás y ahora soy noticia vieja.

Bajó la palanca del tren de aterrizaje con violencia, como si con eso pudiera alterar lo que había ocurrido.

— Las ruedas están abajo y trabadas— dijo, aún echando chispas.

Al compañero de combate le corresponde vigilar los alrededores, pero el suyo había avisado demasiado tarde. El avión chino había venido directamente desde el sol, en giro amplio, para liquidarla en una sola pasada.

Planeamos en el acercamiento a la pista indicada. Nuestras ruedas gorjearon suavemente sobre el cemento; carreteamos hasta detenernos sobre una línea roja, apenas fuera de la pista. Las cámaras de televisión estiraban el cuello, alertas.

Lo que había a nuestro alrededor no era tanto un aeropuerto como un enorme estadio, con inmensos palcos levantados a ambos lados de las pistas gemelas. Parecía haber unas doscientas mil personas en los palcos; diez gigantescas pantallas para luz diurna mostraban un primer plano de nuestro avión al aterrizar.

A pocos metros de la línea roja había otros dos aviones norteamericanos y el chino que Linda había derribado. Todos, como el nuestro, estaban ennegrecidos de hollín y bañados en aceite desde el motor a la cola. Varios equipos trabajaban en los otros aparatos: los limpiaban, reponían el humo y cargaban aceite. Los otros, empero, no tenían sartas de marcas victoriosas pintadas bajo el nombre del piloto, en la cabina.

Los periodistas y las cámaras corrieron hacia nosotros, solicitando entrevistas.

— Detesto esta parte — protestó la piloto —. En este momento, el Canal de Guerra está diciendo en todo el mundo que Linda Albright fue derribada, atacada por la retaguardia, como una novata cualquiera. Suspiró. —Oh, bueno. Pongamos buen semblante, Linda.

Un momento después, el pequeño avión estaba en primer plano, como un mosquito bajo los microscopios. En las inmensas pantallas se veía la imagen de la piloto en el momento de abrir la cabina transparente y de quitarse el casco; se la vio sacudir su larga cabellera oscura y apartarla de la cara. Se la notaba disgustada, descontenta consigo misma. A nosotros no se nos veía.

El anunciador del estadio fue el primero en llegar a ella.

— ¡Linda Albright, campeona norteamericana de clase A! — dijo al micrófono, en perfecto inglés —. Victoriosa en excelentísima batalla contra Chung Li Huan, pero infortunada víctima de Xiao Xien Ping, de Szechwan. ¿Puede decirnos algo sobre sus combates de hoy, señorita Albright?

Frente a la línea roja había una muchedumbre de fanáticos de los Juegos Aéreos, casi todos con las insignias del escuadrón local en los sombreros y las chaquetas; en su mayoría eran chinos. Saboreaban el momento, observando los monitores de video y sin dejar de echar vistazos entre las cámaras, para ver a Linda Albright en persona. ¡Qué bienvenida se le brindaba a la celebridad del día! Bajo su imagen, en la pantalla, se leía LINDA ALBRIGHT, N4 2 Estados Unidos, y una hilera de 9,8 y 9,9. El público hizo silencio al hablar ella.

— El honorable Xiao figura entre los jugadores más caballerescos que honran los cielos del mundo — dijo; los altavoces traducían simultáneamente sus palabras —. Mi mano está abierta en señal de respeto por el valor y la habilidad de vuestro gran piloto. Estados Unidos de América se sentirá profundamente honrado si alguien tan humilde como yo obtiene la oportunidad de enfrentarlo nuevamente en los cielos de este bello país.

La muchedumbre enloqueció. Para ser estrella de los Juegos Aéreos no bastaba, al parecer, con saber cuándo accionar un gatillo.

El locutor tocó sus audífonos y asintió rápidamente.

— Gracias, señorita Albright — dijo —. Le estamos agradecidos por su visita al Estadio Tres y esperamos que disfrute su visita a nuestra ciudad. Le deseamos la mejor de las suertes en la continuación de estos Juegos Internacionales. — Giró hacia la cámara —. Vamos ahora a Zuan Kai Lee, en vuelo en la zona cuatro, donde se está desarrollando una batalla importante…

Las pantallas reproducían una vista aérea; tres aviones chinos volaban en formación para interceptar a ocho norteamericanos. El estadio emitió una exclamación masiva; todas las miradas se volvieron hacia la acción que se iniciaba. Esos tres gozaban de una confianza suprema o estaban desesperados por ganar puntos y gloria; de un modo u otro, la visión de su valor era magnética.

La batalla se transmitía desde las cámaras conectadas a todos los aviones y, además, desde una red de aviones-cámara; el director de televisión debía de tener veinte imágenes entre las cuales escoger. Y se avecinaban novedades. Desde la pista se elevaron, aullando, dos escuadrillas de cuatro aviones chinos, que ascendieron a toda velocidad para unirse a la batalla y volcar las posibilidades en su favor, antes de que el desastre de la zona cuatro pasara a la historia del deporte.

Linda Albright se quitó el cinturón de seguridad y bajó de su avión, toda encanto y elegancia, con un traje de piloto de seda color fuego, ceñido como malla de bailarina, chaqueta de satén azul con estrellas blancas y una bufanda a rayas blancas y rojas.

Esperamos, en tanto los periodistas se agolpaban para obtener sus entrevistas con la estrella recién bajada-del-cielo. El adiestramiento de los pilotos debía de incluir tanto tacto y cortesía como acrobacia aérea y artillería: para cada pregunta Linda tenía una respuesta inesperada, modesta y confiada a un tiempo. Cuando hubo terminado, la muchedumbre la acosó con sus propias preguntas y le presentó programas escritos en chino, con su fotografía a toda página, para que los autografiara.

— Si así son las cosas cuando pierde en un país extranjero— dijo Leslie —, ¿qué pasará cuando gana en su patria?

Por fin la policía le abrió paso hasta una limosina; media hora después estábamos juntos en un lugar tranquilo: habitaciones en el último piso de un hotel, desde cuyas ventanas se veía el estadio-aeropuerto por un lado, la ciudad y el río por el otro. La ciudad era como la Shanghai de nuestro propio tiempo, pero más grande aún, más alta, más moderna. La pantalla de televisión pasaba reposiciones y comentarios de los Juegos Aéreos.

Linda Albright tocó un tablero de instrumentos para apagarlo y se dejó caer en el sofá, exclamando:

— ¡Qué día!

— ¿Cómo ocurrió?— preguntó Leslie — ¿Cómo se llegó a…?

— Falté a mi propia regla — dijo su yo alternativo —: mirar siempre atrás. Xiao es un piloto estupendo; podríamos haber tenido un combate maravilloso, pero…

— No— corrigió mi esposa—; preguntaba cómo se iniciaron los Juegos. ¿Y por qué? ¿Qué representan?

— Es cierto que sois de otro tiempo, ¿eh? — dijo la piloto — De alguna utopía donde no hay competencias, ¿verdad? Un mundo sin guerras, aburrido como el polvo.

— Nuestro mundo no carece de guerras— dije— Y no es aburrido, sino estúpido. Mueren miles de personas, millones. La política nos causa miedo; las religiones nos enfrentan mutuamente.

Ella ahuecó un almohadón para poner detrás de su cabeza.

— También entre nosotros mueren miles— dijo, disgustada —. ¿Cuántas veces creéis que me han matado en mi carrera? No muchas desde que me hice profesional, toco madera, pero hay días como el de hoy. En 1980, todo el equipo norteamericano fue derribado por tres días consecutivos. Sin protección aérea por tres días, podéis imaginaros lo que nos pasó en Tierra y Mar. Los polacos… Bueno— exclamó, levantando las manos y meneando la cabeza —, no había modo de detenerlos. Nos borraron de la competencia internacional. ¡Tres divisiones, trescientos mil jugadores! Eliminaron a todo el equipo norteamericano. ¡Cero!

El relato calmó su enfado contra la derrota de ese día.

— Claro que no fuimos los únicos — agregó —. Los polacos aniquilaron también a la Unión Soviética, a Japón y a Israel. Finalmente, cuando derrotaron a Canadá por la copa de oro, ya os imagináis. En Polonia se volvieron locos. ¡Hasta compraron un canal propio para celebrar!

Parecía casi orgullosa al recordarlo.

— No comprendes — dijo Leslie — Nuestras guerras no son juegos. No nos limitamos a matar a los jugadores en tablas de puntaje. ¡En nuestras guerras la gente muere de verdad!

La chispa se apagó.

— En las nuestras también, a veces — dijo Linda —. En los Juegos Aéreos hay colisiones en el aire. El año pasado, los británicos perdieron un barco de Juegos Marítimos con toda su tripulación, en una tormenta. Pero los peores son los Juegos Terrestres, porque se trata de maquinaria rápida en terrenos escarpados. En mi opinión, al saberse en cámara ponen un poco más de coraje que de sentido común. Demasiados accidentes…

— ¿No comprendes lo que Leslie te dice? — le pregunté —. Para nosotros, en la vida real, las cosas se vuelven mortalmente graves.

— Mira — insistió ella —, cuando quiera se trata de había tenido en cuenta. De pronto se mostró solidaria y preocupada.

— ¡Oh, disculpad! — dijo —. Cómo iba yo a imaginar… Nosotros también tuvimos guerras, hace años. Guerras mundiales, hasta que comprendimos que la próxima sería nuestro fin.

— ¿Qué hicisteis? ¿Cómo la evitasteis?

— No la evitamos — dijo —. Cambiamos. — Sonrió al recordar —. Fueron los japoneses los que iniciaron todo, con sus ventas de automóviles. Hace treinta años, Matsumota ingresó en las carreras aéreas norteamericanas; fue un recurso publicitario: pusieron el motor del automóvil Sundai a un avión de carrera. En las Carreras Aéreas Nacionales montaron microcámaras en las alas y consiguieron una buena filmación, que convirtieron en avisos publicitarios. A nadie le importó que hubieran terminado cuartos: las ventas del Sundai ascendieron hasta perderse de vista.

— ¿Y eso cambió el mundo?

— En cámara lenta, sí. A continuación apareció Gordon Bremer, el promotor de los espectáculos aéreos, con la idea de poner en los aviones para espectáculos microcámaras de TV y armas de rayo láser; estipuló las reglas y ofreció grandes premios a los pilotos de combate. Por un mes o dos se trató sólo de un espectáculo local, pero de pronto el combate aéreo se convirtió en un deporte espectacular, como nadie lo hubiera imaginado. Es un juego en equipos, con estrellas, con toda la estrategia del karate, el ajedrez, el fútbol y la esgrima, en tres dimensiones, rápido y ruidoso. Parece más peligroso que el infierno.

Sus ojos volvieron a chisporrotear. Lo que había atraído a Linda Albright a ese deporte aún mantenía su hechizo sobre ella. No resultaba extraño que se destacara tanto.

— Con esas cámaras era como si cada espectador estuviera en la cabina. ¡No había nada igual! Todas las semanas, el Derby de Kentucky, las Quinientas Millas lograr algo, las cosas siempre se vuelven peligrosas y mortalmente graves. Ahora tenemos la estación de Marte, con los soviéticos, y el año que viene será la misión Alfa del Centauro, en la que participan prácticamente todos los científicos del mundo. Pero una industria multimillonaria no va a detenerse sólo por algunos accidentes.

— No hay modo de hacerte entender, ¿eh? — insistió Leslie —. No estamos hablando de accidentes; no estamos hablando de juegos ni de competencias. Hablamos de asesinatos en gran escala. Intencionales y premeditados.

Linda Albright se incorporó para mirarnos, asombrada.

— ¡Dios mío! — exclamó de pronto —. ¡Estáis hablando de guerra!

Le parecía tan inconcebible que ni siquiera lo de Indianápolis y la Supercopa, todo en un solo espectáculo. Cuando Bremer empezó a transmitir el juego a toda la nación, fue como si hubiera acercado una chispa a un fardo de estopa. De inmediato se convirtió en el segundo de los deportes televisados en Norteamérica; después, en el primero. Por fin, los Juegos Aéreos norteamericanos se transmitieron por satélite a todo el mundo. ¡Cosa de locos!

— Dinero — sugirió Leslie.

— ¡Dinero, por supuesto! Las ciudades principales adquirían franquicias sobre los equipos de Juegos Aéreos; después se formaron equipos nacionales con los semifinalistas. Por fin (y fue entonces cuando todo cambió de verdad) se creó la competencia internacional, una especie de Olimpíada Aérea profesional. Durante siete días, doscientos millones de televisores sintonizaban esos juegos; todos los países que podían poner aviones en el aire combatían como desesperados. ¿Os imagináis lo que eran los ingresos por publicidad, considerando lo numeroso del público? Algunos países pagaron sus deudas externas con las ganancias de esa primera competencia.

Los dos escuchábamos, hechizados.

— Resulta increíble que haya ocurrido tan súbitamente. Todas las ciudades que tenían un aeropuerto y unos cuantos aviones patrocinaban su propio equipo de aficionados. En cuanto a las metrópolis, en pocos años los niños de las barriadas pobres se convirtieron en héroes deportivos. Cualquiera que se considerara dotado de rapidez mental, inteligencia y valor, y quisiera convertirse en astro internacional de la televisión, podía ganar más dinero que un presidente. Mientras tanto las Fuerzas Aéreas estaban de capa caída. En cuanto los pilotos terminaban su adiestramiento, renunciaban para incorporarse a los Juegos. Y nadie se enrolaba, naturalmente. ¿Quién puede tener interés en trabajar como oficial por un sueldo bajo, viviendo según la ley militar en alguna base aérea olvidada de Dios, cumpliendo tiempo en simuladores que son más examen y tensión nerviosa que vuelo, piloteando aviones enormes, mortíferos, poco divertidos, si lo único seguro es que uno será el primero en morir en caso de guerra? ¡Muy pocos, en verdad!

Por supuesto, pensé. Si en mi niñez hubieran existido equipos voladores civiles, la posibilidad de ganarse una plaza en la velocidad atronadora y una gloria distinta de la militar, el joven Richard no se habría enrolado en la Fuerza Aérea; habría sido tan ridículo como ofrecerse voluntariamente para la cárcel.

— Pero si hay tanto dinero en juego — dije —, ¿por qué seguís piloteando aviones a hélice? Disponéis de ¿cuánto? ¿Seiscientos caballos de fuerza? ¿Por qué no aviones a chorro?

— Novecientos caballos de fuerza — respondió la piloto —. Los aviones a chorro son demasiado aburridos. Su velocidad duplica la del sonido, o poco menos. Una batalla breve duraba medio segundo; una larga podría haber durado treinta segundos. Y durante casi todo ese período, los aviones estaban fuera de la vista. Con un parpadeo te perdías la acción. Después de que pasó el encanto de la novedad, los espectadores se cansaron de los aviones a chorro. No es fácil vivar a un técnico universitario que pilotea una computadora supersónica con alas.

— Comprendo el atractivo de los juegos para los pilotos — dijo Leslie —, pero ¿qué pasó con la Marina y el Ejército?

— No tardaron en seguir los mismos pasos. El Ejército tenía tantos tanques y tropas en Europa que acabó por pensar: «¿Por qué no poner algunas cámaras en ellos para sacar provecho de tanto hierro?» Y la Marina, por supuesto, no iba a quedar atrás. Entraron en los juegos a lo grande: el primer año, dos semanas de Juegos Marítimos: la Copa de América con cañones láser. Se los llamó Juegos de la Tercera Guerra Mundial, pero los militares eran lentos y algo aburridos. En televisión no se puede ganar con zánganos que no saben pensar por cuenta propia y con máquinas que no funcionan: se gana anotando puntos. Eso pasó de moda con mucha celeridad. Entonces intervino la industria privada, con equipos civiles de Mar y Tierra, más ligeros, más veloces, más inteligentes. Los militares abandonaron los Juegos por vergüenza. No podían mantener a los soldados, los conductores de tanques, los comandantes de naves, porque el dinero y la gloria estaban en los equipos de combate civiles.

En su teléfono parpadeaban las luces. Ella no les prestaba atención, concentrada en el deleite de explicar los Juegos a esos dos extraños, provenientes de un planeta guerrero.

— Ya nadie pensaba en combatir de verdad, porque participar en los Juegos requería mucho adiestramiento y mucha planificación. No tenía sentido planear una guerra que podía ser realidad en algún tiempo futuro, si existía la gratificación instantánea de combatir en el momento y de ganar dinero con eso.

— Y los militares, ¿tuvieron que cerrar la tienda? — pregunté, bromeando.

— Por fuerza, después de un tiempo. Por algunos años, los gobiernos siguieron dando fondos a los ejércitos, pero la revuelta impositiva y otras protestas pusieron fin a esa contribución.

— ¿Y los militares murieron? — pregunté —. ¡Gracias a Dios!

— ¡Oh, no! — rió Linda —. La gente los rescató.

— ¿La gente qué? — se extrañó Leslie.

— ¡Oh, no me interpretéis mal! ¡Nosotros amamos a los militares! Todos los años busco sus pequeños casilleros en mi formulario de impuestos y les doy una fortuna. ¡Porque cambiaron! Primero aprendieron a aligerarse; se deshicieron de tanta burocracia y dejaron de gastar el dinero por toneladas en tanta chatarra. Comprendieron que la única posibilidad de conseguir fondos era hacer algo que no estuviera al alcance de los Juegos… y hacerlo bien. Cosas peligrosas, estimulantes, que requirieran los recursos de naciones enteras: ¡colonias en el espacio! Diez años después teníamos en funcionamiento la estación de Marte y ahora vamos rumbo a Alfa del Centauro.

Se me ocurrió que podía dar resultado. Hasta entonces no había pensado — que hubiera ninguna alternativa a la guerra, salvo la paz total. Era un error.

— ¡Esto podría dar resultado! — dije a Leslie.

— Lo da, claro — afirmó ella— Aquí lo ha dado.

— ¡Resultados! — exclamó Linda —. Esa fue otra cosa: los resultados que tuvo en la economía. Se produjo una demanda monstruosa de elementos para lograr la excelencia en los Juegos. Mecánicos, técnicos, pilotos, estrategas, planificadores, grupos de apoyo… La cantidad de dinero es increíble. No sé cuánto se paga a los gerentes, pero un buen jugador puede ganar millones; un as, decenas de millones. Entre el sueldo básico, las bonificaciones por triunfo y los premios por descubrimiento cuando hallamos y adiestramos a un nuevo jugador… bueno, ganamos más de lo que podemos gastar. Hay peligro, lo suficiente como para mantenernos satisfechos… y algo más de lo suficiente, a veces. Sobre todo en la primera vuelta: no es cuestión de quedarse dormida, porque hay cuarenta y ocho combatientes a los manotazos en un solo bloque de video…

Se oyó un suave campanilleo a la puerta.

— Y los requerimientos del periodismo dejan contentos a los vanidosos más grandes del mundo, como yo— agregó Linda, mientras iba a atender —. Naturalmente, nadie tiene que adivinar quién ganará el año próximo; basta esperar al 21 de junio para verlo en televisión satelital. Mucha gente apuesta a los favoritos, por supuesto. A veces una se siente como caballo de carrera. Disculpadme un minuto.

Y abrió la puerta.

El hombre estaba escondido tras un ramo gigantesco de flores primaverales.

— Pobre querida— dijo su voz— Esta noche necesitamos consuelo, ¿verdad?

— ¡Krys!

Ella le echó los brazos al cuello. El marco de la puerta encerró a dos siluetas en relucientes trajes de piloto, mariposas entre las flores. Miré a Leslie y le pregunté, en silencio, si no era hora de retirarnos. Su yo alternativo se vería en figurillas para continuar una conversación con personas a las que su amigo no podía ver. Pero al volverme hacia la puerta comprendí que no habría dificultades: el hombre era yo.

— ¿Qué estás haciendo aquí, cariñito? — preguntó Linda —. ¡Deberías estar en Taipei! ¿No estabas cumpliendo el tercer tiempo en Taipei?

El hombre se encogió de hombros, con la vista baja, y frotó su bota en la alfombra.

— ¡Pero fue un combate grandioso, Linda! — aseguró.

Ella quedó boquiabierta.

— ¿Te derribaron?

— Sólo fue una avería. Ese líder de escuadrilla, compatriota tuyo, es un piloto increíble. — Hizo una pausa para saborear el asombro de la mujer y estalló en una carcajada —. Pero no tanto. Olvidó que el humo blanco no es humo negro. A último momento bajé el tren de aterrizaje, giré con el acelerador a fondo y en cuanto lo tuve en la mira, ¡se la di! Pura suerte, pero el director dijo que lucía estupendo en la pantalla. ¡Un combate de veintiún minutos! Como por entonces Taipei estaba fuera de nuestro radio, llamé al Tres de Shanghai. Y al aterrizar vi a tu avión allí, ¡negro como una oveja! En cuanto terminé con las entrevistas, se me ocurrió que a mi esposa le haría falta levantar un poco el ánimo…

En ese momento miró al otro lado de la habitación y, al vernos, giró nuevamente hacia Linda.

— Ah, estás con periodistas. Disculpa. ¿Te dejo por un rato?

— No son periodistas — replicó ella, observándolo. Y a nosotros —: Richard, Leslie, os presento a mi esposo: Krysztof Sobieski, el as del equipo polaco.

El hombre no era tan alto como yo; su pelo era más claro; sus cejas, más hirsutas. En la chaqueta blanca y carmesí se leía: Escuadrilla 1— Equipo Combate Aéreo de Polonia. Fuera de esos detalles era como estar observando mi propia imagen sobresaltada. Nos saludamos, mientras Linda explicaba nuestra presencia con tanta sencillez como le era posible.

— Comprendo— dijo, intranquilo; nos aceptaba sólo porque su esposa lo hacía —. El lugar de donde venís, ¿se parece mucho al nuestro?

— No — respondí —. Tenemos la sensación de que vosotros habéis construido vuestro mundo sobre la base de los juegos, como si todo vuestro planeta fuera una feria de diversiones, un carnaval. Nos parece algo extraño.

— Acabáis de decirme que vuestro mundo está edificado sobre la base de la guerra, la guerra de verdad, asesinato masivo premeditado e intencional; que es un planeta dedicado a la autodestrucción — dijo Linda —. ¡Eso sí que es extraño!

— Esto puede pareceros una feria de diversiones— explicó el esposo, apresuradamente —, pero hay paz, mucho trabajo y prosperidad. Hasta la industria de armamentos prospera notablemente, pero ahora los aviones, los tanques y los barcos vienen con cañones que disparan municiones de fogueo, equipos flamígeros y medidores láser. ¿Para qué combatir, para qué matarnos, si podemos ofrecer el mismo combate por televisión satelital y seguir con vida para gastar nuestras ganancias? No tiene sentido matarse en una sola batalla. ¿Acaso los actores se matan en una sola película? Los juegos son una gran industria. Algunos dicen que apostar en ellos está mal, pero a nosotros nos parece mejor apostar que… ¿cómo decís vosotros? ¿Desintegrarnos mutuamente?

Llevó a su esposa al sofá y siguió hablando sin soltarle la mano.

— ¡Y Linda no les ha hablado del alivio de no tener que odiar a nadie! Hoy he visto a mi esposa derribada por un piloto chino. Me vuelvo loco, odio al hombre que le disparó, odio a los chinos, odio la vida? Lo único que odiaría es estar en el pellejo de ese pobre hombre, la próxima vez que mi Linda se encuentre con él en el aire. ¡Porque es la Número Dos del equipo norteamericano! — Miró el ceño fruncido de su mujer.

Supongo que no os lo ha dicho, ¿eh?

— Si no miro hacia atrás — dijo ella —, seré la Número Ultimo. Nunca me sentí tan estúpida, Krys, nunca me sentí tan… Cuando quise darme cuenta se había encendido la luz de Derribado y ¡puf! Motor detenido. Y allá iba Xiao, como una flecha, riendo como loco…

Las luces del tablero telefónico, que en un principio se encendían de vez en cuando, se tornaron más insistentes. Por fin sonaron los teléfonos: un torrente de llamadas prioritarias de productores, directores, funcionarios del equipo, funcionarios municipales, solicitudes del periodismo y la televisión, invitaciones urgentes. Si aquellos dos hubieran vivido en nuestra época, los habríamos tomado por estrellas del rock en plena fama.

Cuántas cosas a preguntarles, pensé. Pero no sólo tenían que planear la estrategia del día siguiente con sus equipos, sino también conversar entre ellos y dormir.

Nos levantamos mientras ambos hablaban por teléfono y nos despedimos con un gesto silencioso. Linda cubrió el micrófono de su aparato con la mano.

— ¡No os vayáis! Sólo tardaremos un segundo.

Krys hizo lo mismo. — ¿Esperad! ¡Podemos cenar juntos! ¡Quedaos, por favor!

— Gracias, pero no — rehusó Leslie —. Ya nos habéis dedicado demasiado tiempo.

— Felices aterrizajes para ambos — les deseé —. Y usted, señora Albright-Sobieski, desde ahora en adelante miremos atrás, ¿eh?

Linda Albright se cubrió la cara, fingiendo vergüenza, ruborizada, y su mundo desapareció.

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