7

El severo cuarto desapareció en llovizna arremolinada y el motor rugió allá arriba.

Pye apartó la mano del acelerador y se acomodó en el asiento trasero para observarnos, cálido apoyo.

— ¡Llevaba una vida tan dura! — comentó Leslie, secándose las lágrimas —. ¡Estaba tan sola! ¿Es justo que nosotros recibamos las recompensas de su valor y sus esfuerzos?

— Recuerda que ella escogió esa vida — dijo Pye — También escogió las recompensas.

— ¿Qué recompensas? — preguntó Leslie.

— ¿Acaso no es ahora parte de ti?

Por supuesto, me dije. Su amor por la música, su mente empecinada y firme, hasta su cuerpo, pulido y modelado por años de decisiones, ¿no estaban con nosotros en ese mismo instante, mientras volábamos?

— Supongo que sí — dijo Leslie —. Pero me gustaría saber qué le pasó después.

— Le pasó de todo — dijo Pye — Siguió con su música y la abandonó, fue a Nueva York y no fue, es una famosa concertista de piano, se suicidó, es profesora de matemáticas, es una estrella de cine, es activista política, es embajadora ante Argentina. A cada giro que tomas en tu vida, con cada decisión que tomas, te conviertes en madre de todos tus yos alternativos. Tú eres sólo una de sus hijas.

Nivelé el hidroavión a unos cien metros por sobre el agua y llevé el acelerador hacia atrás, hasta lograr potencia de crucero. No hay necesidad de altitud cuando el mundo entero es apto para aterrizar.

Allá abajo seguían pasando los diseños, infinitos senderos y colores bajo el agua.

— Complicado, ¿no? — dije.

— Es como un tapiz — observó Pye —. Hebra por hebra, es simple. Trata de tejer por metro y se enreda un poco.

— ¿No echas de menos a tus yos anteriores? — pregunté a nuestra guía —. ¿No nos extrañas a nosotros?

Ella sonrió.

— ¿Cómo extrañaros, si nunca estamos separados? Aunque no vivo en el espacio-tiempo, estoy siempre con vosotros.

— Pero Pye — observé —, tú tienes cuerpo. Quizá no sea igual al nuestro, pero tiene cierto tamaño, cierto aspecto.

— No, no tengo cuerpo. Percibes mi presencia y escoges percibirla como cuerpo. Podrías haber elegido entre un amplio espectro de otras percepciones, todas ellas útiles, ninguna cierta.

Leslie se volvió a mirarla.

— ¿Cuál es la percepción más elevada que podríamos haber escogido?

Yo también me volví. Y vi una estrella blanquiazulada de luz pura, un arco de carbono en la cabina. El mundo se volvió incandescente.

Nos apartamos con brusquedad. Cerré los ojos con fuerza, pero ese esplendor seguía rugiendo. Por fin el fuego desapareció. Pye nos tocó en el hombro y volvimos a ver.

— Lo siento — dijo —. ¡Qué desconsiderada he sido! No podéis verme tal como soy; no podéis tocarme tal como soy. No podemos hablar en palabras y decir toda la verdad, porque el lenguaje no puede describir… Cuando digo yo y no expreso nosotros-vosotros-todo-espíritu-Uno, estoy diciendo una mentira; pero no hablar con palabras es perder esta oportunidad de conversar. Más vale una mentira bien intencionada que el silencio, o que la falta de toda conversación.

Mis ojos aún estaban en llamas por aquella luz. — Dios mío, Pye, ¿cuándo aprenderemos a hacer eso?

Ella se echó a reír.

— Ya lo sabéis. Lo que debéis aprender, en el espacio-tiempo, es a mantener vuestras luces apagadas.

Quedé más intrigado que nunca; me ponía nervioso necesitar de esa persona. Por muy amable que pareciera, era ella quien manejaba nuestra vida.

— Pye, cuando queramos volver de esos yos alternativos en los que aterrizamos, ¿cómo debemos hacer para que el avión nos lleve?

— No necesitáis el avión, en absoluto. Ni tampoco el diseño. Los formáis con vuestra imaginación y hacéis con ellos lo que os place. Y tal como lo imagináis, así parece ser vuestro mundo.

— ¿Imagino que pongo la mano en el acelerador? ¿Cómo puedo poner la mano en el acelerador si estoy en otro mundo? ¿Cómo puedo estar en dos lugares al mismo tiempo? ¡Si tú no nos hubieras sacado de allí, estaríamos atrapados en 1952!

— No estáis en dos lugares al mismo tiempo, sino en todas partes al mismo tiempo. Y sois vosotros los que gobernáis vuestros mundos, no a la inversa. ¿Os gustaría probar otra vez?

Leslie me tocó la rodilla y tomó los mandos.

— Prueba, queridito — dijo — Dime hacia dónde ir.

Me arrellané en el asiento, con los ojos cerrados.

— Recto hacia adelante — dije; me sentía tonto. Con la misma facilidad habría podido decir: «Recto hacia arriba».

El motor nos acunó por un rato. De pronto, aunque no veía nada, percibí una súbita sensación de voluntad en lo oscuro.

— Gira a la derecha — dije —. Bien a la derecha.

Sentí que el avión se inclinaba al girar. Entonces vi líneas luminosas: una fina hebra de niebla extendida verticalmente; otra horizontal. Estábamos a la izquierda del punto donde se cruzaban, cerca del centro.

— Está bien. Recto.

La cruz bajó un poco más y empezó a centrarse.

— Empieza a descender. Un poquito a la izquierda…

Ahora la imagen mental era tan clara como las agujas de un instrumento para el aterrizaje e igualmente exacta. ¡Qué real parece nuestra imaginación!

— Abajo un poquito — dije —. Estamos en trayectoria de planeo, en línea central. Un poquito más a la izquierda. Deberíamos de estar a punto de tocar agua, ¿no?

— Uno o dos metros más — dijo Leslie.

— Bien. Ahora, cierra la potencia — dije.

Oí que las olas rozaban la quilla de nuestro barco volador; al abrir los ojos vi que el mundo desaparecía, envuelto en llovizna. Después todo se convirtió en negrura móvil, en difusas formas plateadas que se estremecían en la oscuridad. Por fin nos detuvimos.

Estábamos de pie en una ancha explanada de cemento… ¡Una base aérea! Luces azules para pistas de circulación en los bordes, pistas a la distancia, aviones de combate a chorro en tierra, plata bajo el claro de luna.

— ¿Dónde estamos? — susurró Leslie.

Los aviones de combate, de los que había filas y más filas, eran Sabrejets F-86F norteamericanos. De inmediato adiviné dónde estábamos.

— En la base Williams de la Fuerza Aérea, en Arizona. Escuela para pilotos de combate. Es 1957 — murmuré — Yo solía caminar por aquí a la noche, sólo para estar con los aviones.

— ¿Por qué hablamos en susurros? — preguntó ella.

En ese momento apareció un jeep de la Policía Aérea por el extremo de una pista; venía patrullando y avanzó hacia nosotros. Aminoró la marcha, giró alrededor de un avión aparcado a nuestra derecha y se detuvo.

Aunque no podíamos ver al policía, sí oímos su voz.

— Disculpe, señor — dijo —, ¿podría mostrarme su documento de identidad?

Respondió una voz baja, con unas cuantas sílabas que no captamos.

— Está hablando conmigo — dije a Leslie —. Recuerdo esto.

— Por cierto, señor. — La voz del policía. — Sólo es una verificación. No hay problema.

Un momento después, el jeep retrocedió para esquivar el ala; su conductor puso la primera, apretó el acelerador y viró alrededor del avión. Si nos vio, no dio señales de que así fuera. Antes de que pudiéramos hacernos a un lado, los fanales delanteros eran soles deslumbrantes que estallaban hacia nosotros.

— ¡CUIDADO! — grité, demasiado tarde.

Leslie lanzó un alarido.

El jeep siguió en línea recta hacia nosotros, pasó a través de nuestros cuerpos sin pensarlo dos veces y continuó su marcha, siempre acelerando.

— Oh — dije — Disculpa. Me había olvidado.

— ¡Cuesta acostumbrarse! — reconoció ella, sin aliento.

Ante el morro del avión apareció una silueta.

— ¿Quién anda por allí? ¿Estáis bien?

Usaba un traje de piloto de nylon oscuro y una chaqueta; lo mismo era un difuso fantasma a la luz de la luna. En la chaqueta, bordadas en blanco, las alas de piloto y las barras amarillas de teniente segundo.

— Ve tú —susurró Leslie — Estaré esperándote allí.

Asentí y le di un abrazo.

— Estoy bien — dije —. ¿Autorización para reunirme con usted?

Sonreí ante mi propia expresión; después de tantos años, volvía a hablar como los cadetes.

— ¿Quién es? ¿Por qué tenía que hacer preguntas difíciles?

— Teniente segundo Bach, Richard D., señor — respondí —. A-O-tres-cero-ocho-cero-siete-siete-cuatro, señor.

— ¿Eres tú, Mize? — Rió entre dientes —. ¿Qué haces por aquí, payaso?

Phil Mizenhalter, me dije. Qué gran tipo. Dentro de diez años habrá muerto, derribado en Vietnam con su F-105.

— No soy Mize — respondí— Soy Richard Bach.

Tú venido del futuro, de treinta años a partir de ahora. El forzó la vista en la oscuridad.

— ¿Quién dices que eres?

Si insistimos con esto, pensé, tendremos que acostumbrarnos a esa pregunta.

— Soy usted, teniente. Usted mismo, con un poco más de experiencia. Soy el que cometió todos los errores que usted va a cometer y se las compuso para sobrevivir.

El se acercó un poco más para inspeccionarme en la oscuridad. Aún pensaba que todo eso era una broma.

— ¿Voy a cometer errores? — dijo, con una sonrisa —. Cuesta creerlo.

— Podríamos llamarlos experiencias inesperadas de aprendizaje.

— Creo que puedo manejarme con ellos — dijo.

— Ya has cometido el peor — insistí — unirte a los militares. Lo inteligente seria renunciar ahora. No, lo inteligente no: sería lo sabio.

— ¡Jo! — exclamó —. ¡Acabo de graduarme como piloto! Aún me cuesta creer que soy un piloto de la Fuerza Aérea y tú me dices que renuncie. Qué bien. ¿Qué más sabes?

Si pensaba que eso era un juego, estaba dispuesto a jugar.

— Bueno — dije —, en el pasado que yo recuerdo, creía estar usando a la Fuerza Aérea para aprender a volar. En realidad, la Fuerza Aérea me estaba usando a mí y yo no lo sabía.

— ¡Pero yo sí lo sé! — exclamó — Ocurre que amo a mi país. Y si hay que combatir para mantenerlo libre, quiero participar.

— ¿Te acuerdas del teniente Wyeth? Háblame del teniente Wyeth.

Me miró de soslayo, intranquilo.

— Se llamaba Wyatt — corrigió — Instructor en adiestramiento previo al vuelo. No sé qué le pasó en Corea, pero se volvió un poquito loco. Se plantó frente a nuestra clase y escribió en la pizarra, en letras bien grandes: ¡ASESINOS! Después giró en redondo, con cara de muerte sonriente, y dijo: «¡Esos son ustedes!» Se llamaba Wyatt.

— ¿Sabes qué vas a descubrir en tu futuro, Richard? — dije —. Vas a descubrir que el teniente Wyatt era la persona más cuerda de cuantas conocerás en la Fuerza Aérea.

El sacudió la cabeza.

— Fíjate — dijo —: de vez en cuando imagino cómo sería conocerte, hablar con el hombre que voy a ser dentro de treinta años. Tú no eres como él. ¡En absoluto! ¡El estará orgulloso de mí!

— Yo también estoy orgulloso de ti — dije —, pero por motivos diferentes de los que imaginas. Estoy orgulloso porque sé que estás poniendo lo mejor de ti. Pero no me enorgullezco de que lo mejor de ti se ofrezca para matar gente, para asolar aldeas atacándolas desde aviones, a ametralladora, cohetes y napalm, aldeas llenas de niños y mujeres aterrorizados.

— ¡Ni hablar de eso! — dijo —. ¡Yo voy a estar en la defensa!

No dije una palabra.

— Bueno, lo que me gustaría hacer es dedicarme a la defensa aérea. Me limité a mirarlo en la oscuridad.

— Caramba, quiero servir a mi país y haré cualquier cosa que…

— Podrías servir a tu país de diez mil maneras diferentes — le aseguré —. Vamos, di, ¿por qué estás aquí? ¿Lo sabes siquiera? ¿Eres tan franco contigo mismo?

Vaciló.

— Quiero volar.

— Antes de enrolarte en la Fuerza Aérea sabías volar. Podrías haber piloteado Piper Cubs y Cessnas.

— No son lo bastante… rápidos.

— No son como los que figuran en las propagandas, ¿verdad? Los Cessnas no son como los aviones de las películas.

Silencio. Luego:

— No.

— Bueno, ¿por qué estás aquí?

— Porque hay algo en el alto desempeño… — Se contuvo, ya tan sincero como le era posible. — Hay algo en los aviones de combate. Hay una gloria que no se encuentra en otro sitio.

— Háblame de esa gloria.

— La gloria proviene de un… dominio de la cosa. Al pilotear este avión — dijo, dando una palmadita amorosa al ala —, no estoy chapoteando en el barro, no estoy atado a escritorios, ni a edificios ni a nada en mundo. Puedo volar a una velocidad superior a la del sonido, a doce mil metros de altura, donde prácticamente no ha estado nunca otro ser viviente. Algo en mí sabe que no somos seres del suelo, me dice que no tenemos límites, y como más logro acercarme a vivir lo que sé cierto es piloteando uno de éstos. Da la causalidad de que es un avión de combate.

Por supuesto. Por eso había deseado yo la velocidad, el deslumbramiento, el rayo. Nunca lo había dicho con palabras, nunca lo había expresado en mis pensamientos. Me limitaba a sentirlo.

— Detesto que cuelguen bombas a los aviones — continuó él — pero no puedo evitarlo. De lo contrario no habría aparatos como éste.

Sin ti, pensé, la guerra moriría. Moví la mano hacia el Sabre. Hasta el día de hoy sigo considerándolo como el avión más hermoso de cuantos se han construido.

— Hermoso — dije —. Carnada.

— ¿Carnada?

— Los aviones de combate son carnada. El pez eres tú.

— ¿Y cuál es el anzuelo?

— El anzuelo te matará cuando lo descubras — dije —. El anzuelo es que tú, Richard Bach, ser humano, eres personalmente responsable por cada hombre, mujer y niño que mates con esta cosa.

— ¡Un momento! Yo no soy responsable. No tengo nada que ver en decisiones como ésa. Obedezco órdenes…

— La guerra no es excusa, la Fuerza Aérea no es excusa, las órdenes no son excusas. Cada asesinato te perseguirá hasta tu muerte; todas las noches despertarás gritando y volverás a matar a cada uno, otra vez, otra vez más.

Se puso tieso.

— Mira, sin la Fuerza Aérea, si nos atacan… ¡Estoy aquí para proteger nuestra libertad!

— Dijiste que estabas aquí porque deseabas volar y por la gloria.

— Al volar protejo a mi país…

— Eso es lo que dicen también los otros, palabra por palabra. Los soldados rusos, los soldados chinos, los soldados árabes, los soldados puntos suspensivos de la nación puntos suspensivos. Se les enseña el lema «En Nosotros Confiamos», «Defiende a la Patria, a la Matria, contra Ellos.» Pero el Ellos de los otros, Richard, ¡eres tú!

Súbitamente perdió la arrogancia.

— ¿Recuerdas los modelos de aviones? — dijo, casi suplicante —. Mil modelos de aviones, y un diminuto yo piloteaba cada uno de ellos. ¿Recuerdas lo de trepar a los árboles para mirar hacia abajo? Yo era el pájaro que esperaba volar. ¿Recuerdas haberte arrojado desde los trampolines, fingiendo que eso era volar? ¿Recuerdas el primer ascenso, en el Globe Swift de Paul Marcus? Por días enteros no volví a ser el de antes. ¿Nunca más volví a ser el de antes!

— Así es como está planeado — observé.

— ¿Planeado?

— En cuanto aprendiste a ver, ilustraciones. En cuanto aprendiste a escuchar, cuentos y canciones. En cuanto aprendiste a leer, libros, letreros, banderas, películas, estatuas, tradición, clases de historia, juramentos de lealtad, saludos a la bandera. Por un lado, Nosotros; por el otro, Ellos. Ellos nos harán daño si no estamos atentos, suspicaces, furiosos, armados. Obedece las órdenes, haz lo que se te dice, defiende a tu país.

«Se alienta en el niño varón la curiosidad por las máquinas que se mueven: automóviles, barcos, aviones. Después se les pone ante los ojos lo más excelso de esas máquinas mágicas en un solo lugar: en los cuarteles, en las fuerzas armadas de todos los países del mundo. Metes a los automovilistas en tanques de un millón de dólares, botas a los amantes del mar en cruceros nucleares y ofreces a los futuros pilotos (a ti, Richard) los aviones más veloces de la historia. Todo tuyo, y también usarás este vistoso casco y esta visera, y pintarás tu propio nombre en el flanco de la cabina.

«Te incitan: ¿Eres lo bastante bueno? ¿Eres lo bastante recio? Te alaban: ¡Elite! ¿Artillero de primera! Te envuelven en banderas, te prenden alas en el bolsillo y galones en los hombros y medallas de cintas coloridas, todo simplemente por hacer lo que te ordenan quienes manejan tus hilos.

«A los afiches de reclutamiento no se les aplican las normas de propaganda veraz. Las ilustraciones muestran aviones a chorro. No dicen: A propósito, si no te matas piloteando este avión, morirás en la cruz de tu responsabilidad personal con respecto a las personas que mates con él.

«Aquí no se trata de los ignotos otros, Richard, sino de ti, que te tragas la carnada y estás orgulloso de eso. Orgulloso como un pez libre con tu bonito uniforme azul, ensartado en este bello avión, arrastrado por los hilos hacia tu propia muerte, tu propia muerte agradecida, orgullosa, honorable, patriótica, inútil y estúpida.

«Y a Estados Unidos no le importará, ni le importará a la Fuerza Aérea, ni tampoco al general que dé las órdenes. Al único que alguna vez le importarán las personas que hayas matado será a ti. A ti, a ellos, a sus familias. Vaya gloria, Richard…

Giré en redondo y me alejé, dejándolo junto al ala del avión. Pensaba: ¿Acaso el adoctrinamiento predestina tanto la vida que no hay manera de cambiar? ¿Acaso yo cambiaría, me prestaría atención, si estuviera en lugar de él?

No levantó la voz ni me llamó. Habló como si no se hubiera enterado de mi partida.

— ¿Cómo que yo soy responsable?

Qué extraña sensación. Estaba hablando conmigo mismo, pero su mente ya no era mía cuando de cambiarla se trataba. Sólo podemos transformar nuestra vida en esa eternidad de una fracción de segundo que es nuestro ahora. Si nos apartamos un momento de ese ahora se convierte en la elección de otra persona.

Agucé el oído para captar su voz:

— ¿A cuántas personas mataré?

Caminé otra vez hacia él.

— En 1962 te enviarán a Europa con el 4784 Escuadrón de Combate Táctico. Se llamará a eso «la crisis de Berlín». Memorizarás rutas hacia un objetivo primario y dos secundarios. Existe una buena posibilidad de que, dentro de cinco años, dejes caer una bomba de veinte megatones en la ciudad de Kiev.

Lo observé antes de continuar:

— La ciudad es conocida sobre todo por su industria editorial y fílmica, pero lo que a ti te interesará son los ferrocarriles, en el medio de la ciudad, y las fábricas de herramientas mecánicas en los lindes.

— ¿A cuántas personas…?

— Ese invierno habrá novecientas mil almas en Kiev. Si obedeces las órdenes, los pocos miles que sobrevivan a tu ataque lamentarán no haber muerto con los otros.

— ¿Novecientas mil personas?

— Animos caldeados, orgullo nacional en juego, seguridad del mundo libre— dije —, un ultimátum tras otro…

— ¿Y yo arrojaré…? ¿Arrojaste tú esa bomba? — Estaba tenso como el acero, escuchando su futuro.

Abrí la boca para decir que no, que los soviéticos se echaron atrás, pero mi mente se puso plateada de ira. Un yo alternativo, desde el holocausto de un pasado diferente, me aferró por el cuello y escupió furia, con una voz de navaja ronca, desesperada por hacerse oír.

— ¡Por supuesto que sí! No hice preguntas, como tú no las haces. Me dije que, si estábamos en guerra, el presidente era quien conocía todos los datos, tomaba las decisiones y era responsable. Sólo al despegar se me ocurrió que el presidente no puede ser responsable por la bomba arrojada porque el presidente no sabe pilotear aviones.

Luché por recobrar el mando y perdí.

— El presidente no distingue una tecla lanzamisiles de un pedal de timón de cola; el comandante en jefe no sabe poner en marcha el motor ni corretear por la pista. Sin mí, es sólo un inofensivo tonto sentado en Washington y el mundo se las compondría, de algún modo, para seguir adelante sin su guerra nuclear. ¡Pero ese tonto me tenía a mí, Richard! Como él no sabia matar a un millón de personas, yo lo hice por él. Su arma no era la bomba: su arma era yo. En ese entonces no llegué a comprenderlo: en todo el mundo somos un puñado los que sabemos cómo hacerlo, y sin nosotros no podría haber guerra. Destruí a Kiev, ¿puedes creerlo? Incineré a novecientas mil personas porque algún loco… ¡me lo ordenó!

El teniente estaba boquiabierto. Me observaba.

— ¿Te enseñaron ética en la fuerza Aérea — siseé —. ¿Alguna vez estudiaste una materia llamada Responsabilidad del piloto de combate? ¡Ni lo estudiaste ni lo estudiarás en tu vida! La Fuerza Aérea te dice que obedezcas las órdenes, que hagas lo que se te indica: por tu país, para bien o para mal. No te dice que después tendrás que vivir con tu conciencia a cuestas, para bien o para mal. Obedeces las órdenes de aniquilar a Kiev y, seis horas después, un tipo que te resultaría muy simpático, un piloto llamado Pavel Chernov, obedece otras órdenes e incinera Los Angeles. Mueren todos. Si al matar a los rusos te asesinas a ti mismo, ¡para qué matarlos, al fin y al cabo?

— Pero yo… prometí obedecer órdenes.

De inmediato el loco me soltó el cuello, desesperado, y desapareció. Probé una vez más con la lógica.

— ¿Qué te harán si salvas un millón de vidas desobedeciendo las órdenes? — pregunté —. ¿Tildarte de piloto no profesional? ¿Someterte a corte marcial? ¿Matarte? ¿Qué sería peor: eso o lo que habrías hecho a la ciudad de Kiev?

Me miró en silencio por un largo instante. Por fin dijo:

— Si pudieras decirme cualquier cosa y yo prometiera recordar, ¿qué me dirías? ¿Que estás avergonzado de mí?

Suspiré, súbitamente cansado.

— Oh, hijo, las cosas me serían mucho más fáciles si te limitaras a mantener la mente cerrada y a insistir en que haces lo correcto al obedecer órdenes. ¿Por qué tienes que ser tan buen tipo?

— Porque soy tú, hombre— dijo.

Sentí un toquecito en el hombro. Al levantar la vista me encontré con el lustre del pelo dorado bajo el claro de luna.

— ¿No nos presentas? — dijo Leslie.

Las sombras mostraban a una hechicera en la noche. Me erguí de inmediato, captando un destello de sus intenciones.

— Teniente Bach — dije — te presento a Leslie Parrish. Tu alma gemela, tu futura esposa, la mujer que estás buscando, la que hallarás al final de muchas aventuras, al principio de la mejor.

— Hola — dijo ella.

— Yo… eh… hola — tartamudeó él —. ¿Mi esposa, dijiste?

— Puede llegar ese momento— respondió ella, con suavidad.

— ¿Estás seguro de que te refieres a mí?

— En este momento hay una joven Leslie que inicia su carrera— replicó ella—; se pregunta dónde estás, quién eres, cuándo os vais a encontrar…

El joven estaba apabullado por esa visión. Llevaba años soñando con ella, amándola, seguro de que lo esperaba en algún lugar del mundo.

— No puedo creerlo — dijo —. ¿Tú vienes de mi futuro?

— De uno de tus futuros— respondió Leslie.

— Pero ¿cómo podemos encontrarnos? ¿Dónde estás ahora?

— No podremos encontrarnos mientras no abandones la carrera militar. En algunos futuros no nos encontraremos jamás.

— ¡Pero si somos almas gemelas tenemos que encontrarnos! — protestó él —. ¡Las almas gemelas nacen para pasar la vida en pareja!

Ella dio un paso atrás, un paso pequeño.

— Tal vez no.

Nunca ha estado más adorable que esta noche, pensé. ¡Tanto, que él quiere volar a través del tiempo para conocerla!

— No se me ocurrió que algo pudiera… ¿Qué poder existe que pueda mantener separadas a dos almas gemelas? — preguntó él.

¿Era mi esposa la que hablaba o una Leslie alternativa de su propio futuro diferente?

— Mi queridísimo Richard — dijo —, ¿en ese futuro en que bombardearás Kiev y tu amigo, el piloto ruso, bombardeará Los Angeles? El estudio de la Twentieth Century-Fox, donde yo estaré trabajando, está a menos de un kilómetro y medio con respecto al punto de detonación. Un segundo después de que caiga la primera bomba, yo habré muerto.

Se volvió hacia mí, con un destello de terror en los ojos, perdida la finalidad de nuestra vida en pareja. Ese otro yo gritaba: «¡Hay algunos futuros en que…! ¡Las almas gemelas no siempre se encuentran!»

Estuve a su lado de inmediato, rodeándola con un brazo, abrazándola hasta que el terror pasó.

— No podemos alterar eso— le dije.

Ella asintió, desaparecida la angustia; lo sabía antes que yo.

— Tienes razón— dijo con tristeza. Y se volvió hacia el teniente — No nos toca a nosotros elegir, sino a ti.

Lo mejor que podíamos decir estaba dicho. Lo mejor que sabíamos, también él lo sabía.

En algún punto de nuestro futuro simultáneo, Leslie hizo lo que Pye nos había indicado. Era tiempo de partir; cerrando los ojos, imaginando el mundo del diseño, impulsó hacia adelante el acelerador del Ave-marina.

El cielo nocturno, los aviones de combate, la base aérea se estremecieron a nuestro alrededor. El teniente también, diciendo: «¡Esperad…!»

Y desapareció.

Buen Dios, pensé. Mujeres, niños y hombres, amantes y panaderos, actrices, músicos, comediantes, médicos y bibliotecarios, el teniente los mataría a todos sin misericordia cuando algún presidente así se lo ordenara. Cachorritos, pájaros, árboles, flores y fuentes, libros, museos y cuadros; quemaría viva a su propia alma gemela y nada de cuanto dijéramos podría impedirlo. ¡El es yo y no puedo impedírselo!

Leslie, que me leía la mente, me tomó de la mano.

— Escucha, Richard, querido. Tal vez no pudimos impedírselo — dijo — Pero tal vez sí.

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