Ya en el aire otra vez, buscamos cualquier pista que el diseño pudiera ofrecemos, cualquier señal de un camino para volver a casa. Los senderos, por supuesto, iban en todas direcciones al mismo tiempo.
— Digo yo — murmuró Leslie —: ¿vamos a pasarnos la vida asomando la cabeza en vidas ajenas mientras buscamos la propia?
— No, queridita, está aquí no más — mentí — ¡Tiene que estar! Sólo hay que ser pacientes hasta descubrir la clave, cualquiera sea.
Ella me miró.
— Te sientes mucho más despejado que yo, en estos momentos. ¿Por qué no eliges un sitio para probar?
— ¿Por intuición, una vez más?
En cuanto cerré los ojos comprendí que ya estaba.
— ¡Recto hacia adelante! Prepárate para aterrizar.
Estaba solo, tendido en la cama de una habitación de hotel. Mi gemelo, mi gemelo. exacto, incorporado sobre un codo, con la vista perdida por la ventana. No era yo, pero se me parecía tanto que tuve la seguridad de no estar lejos de casa.
Las puertas de vidrio enmarcaban un balcón que daba a un campo de golf; atrás, altos árboles de follaje perenne. Nubes bajas. El castigo parejo de la lluvia sobre el techo. Si no empezaba a atardecer, las nubes eran tan densas y oscuras que el mediodía se había convertido en crepúsculo.
Leslie y yo estábamos de pie en un balcón igual, al otro lado del cuarto, mirando hacia adentro.
— Tengo la sensación de que tiene una depresión espantosa. ¿Y tú? —me susurró ella.
Asentí:
— Es extraño que se esté allí, tendido, sin hacer nada. ¿Dónde está Leslie?
Ella meneó la cabeza; lo observaba, preocupada.
— Me siento incómoda en esta situación — dijo —. Creo que deberías hablar a solas con él.
El hombre permanecía inmóvil, pero no dormía.
— Ve, tesoro — me instó Leslie — Creo que te necesita.
El mantenía la vista clavada en lo gris; apenas movió la cabeza cuando aparecí. En el cubrecama, a su lado, había una computadora portátil, con la luz de funcionamiento encendida; la pantalla permanecía tan en blanco como la cara de su dueño.
— Hola, Richard — saludé — No te asustes. Soy…
— Ya sé —suspiró —: la proyección de una mente perturbada.
Y volvió los ojos a la lluvia. Pensé en un árbol derribado por el rayo, incapaz de moverse.
— ¿Qué pasó? —pregunté.
No hubo respuesta.
— ¿Por qué estás tan deprimido?
— No resultó —dijo, al fin —. No sé que pasó. — Otra pausa. — Me ha abandonado.
— ¡Leslie? ¡Que Leslie te abandonó?
La silueta tendida en la cama hizo un imperceptible gesto de asentimiento.
— Dijo que, si yo no abandonaba la casa, se iría ella, porque ya no me soportaba más. Quizá sea yo el que huyó, pero es ella quien dio por terminado el matrimonio.
Imposible, pensé. ¿Qué podía haber inducido a una Leslie alternativa a decirle que no lo soportaba más? Mi Leslie y yo habíamos pasado juntos muchos períodos terribles: años de lucha, después de mi quiebra; a veces estábamos tan exhaustos que apenas podíamos continuar, tan presionados que perdíamos la perspectiva y la paciencia; otras veces reñimos. Pero nunca fue tan grave, nunca nos separamos, nunca ninguno de los dos dijo: «Si no te vas tú, me voy yo.» ¿Qué podía haberles pasado, tanto peor que lo soportado por nosotros?
— No me dirige la palabra. — La voz era tan nerviosa como el cuerpo. — En cuanto trato de analizar las cosas con ella, se marcha.
— ¿Qué hiciste? — inquirí —. ¿Te dedicaste a la bebida, a las drogas? ¿Te…?
— No seas idiota — protestó, irritado —. ¡Yo soy yo! — Cerró los ojos. — Sal de aquí. Déjame en paz.
— Lo siento — dije —. He sido torpe. Pero no logro imaginar qué puede haber provocado una ruptura entre vosotros dos. ¡Debió de ser algo monumental!
— ¡No! — aseguró él —. Pequeñeces, ¡fueron todas pequeñeces! Por una parte, esa montaña de trabajo: impuestos, contabilidad, películas, libros, mil solicitudes y ofrecimientos de todo el mundo. Hay que hacerlo y hacerlo bien, según ella. Así que pone manos a la obra como si estuviera loca; no descansa nunca. Hace años me prometió que mi vida no volvería a ser el desastre que era antes de conocerla. Y lo dijo en serio.
Siguió divagando, divagando, feliz de poder hablar siquiera con una proyección de su mente.
— A mí no me interesan las trivialidades; nunca me interesaron. Ella se encarga de hacerlo todo; maneja tres computadoras con una mano; con la otra, mil formularios, requisitos y fechas límite. Va a cumplir con esa promesa aunque muera en el intento, ¿comprendes?
Dijo esa última frase como si hubiera querido decir: «…aunque me mate en el intento.» Estaba resentido, amargado.
— No tiene tiempo para mí. No tiene tiempo para nada que no sea el trabajo. Y yo no puedo ayudarla porque tiene un miedo espantoso de que le vuelva a arruinar todo.
«Le recuerdo que éste es un mundo de ilusiones, que no debe tomarlo tan en serio, y decido pilotear el avión por un rato. Es una verdad simple, pero cuando me voy ella me fulmina con la mirada, como si quisiera desintegrarme.»
Se tendió en la cama como si fuera el diván de un analista.
— Ha cambiado. La tensión nerviosa la ha cambiado. Ya no es encantadora, divertida ni bella. Es como si estuviera encaramada a una topadora para arrasar un lote y tuviera que mover tal cantidad de papel antes del 15 de abril, del 30 de diciembre, del 26 de septiembre, y fuera a quedar sepultada en la montaña si deja de moverse. Cuando le pregunto qué ha sido de nuestra vida, me grita que si yo me hiciera cargo de una parte del trabajo quizá lo comprendería.
Si yo no hubiera estado seguro de que ese hombre era yo, habría dicho que deliraba.
Sin embargo, yo mismo había estado a punto de tomar ese camino una vez, de volverme tan loco como él lo parecía. Es muy fácil perderse en un tifón de detalles, postergar las cosas más importantes de la vida porque se está seguro de que nada puede amenazar a un amor tan bello. Y descubrir un día que la vida, en sí, se ha convertido en un detalle, que en el proceso nos hemos convertido en desconocidos para quien más amamos.
— Yo he pasado por lo mismo — dije, forzando un poco la verdad —. ¿Te molestaría que te hiciera una sola pregunta?
— Anda, pregunta — dijo — Nada puede molestarme. Esto es el fin de nuestra pareja. No fue culpa mía. ¡Las pequeñeces pueden ser fatales, sí, pero aquí se trata de nosotros! ¡Almas gemelas! ¿Te das cuenta? Si vuelvo a mis viejas costumbres, si por algunos días no soy muy pulcro, ella se queja de que le estoy dando más trabajo cuando ya está medio ahogándose. Redacta listas de pequeñas cosas que debo hacer y yo las postergo por un tiempo; olvido algo tan tonto como cambiar una bombilla. Y ella me acusa de obligarla a cargar con toda la responsabilidad. ¿Te das cuenta de lo que quiero decir?
«Es cierto que yo debería ayudar, pero ¡constantemente! Y aun si no lo hago, ¿te parece motivo suficiente para romper un matrimonio? No, no creo. Pero guijarro a guijarro, todo se amontona y de pronto el puente mismo se viene abajo. Le dije que reaccionara, que mirara el lado luminoso de la vida, pero ¡nooooo! Nuestro matrimonio, que antes era amor y respeto, se ha convertido en tensiones, trabajo sin fin y enfado. ¡Ella no se da cuenta de qué es lo más importante! Está…
— Oye, hombre, explícame algo — intervine. El dejó de quejarse y me miró, sorprendido de encontrarme todavía allí.
— ¿Por qué debe pensar ella que tú vales la pena? — pregunté— ¿Qué hay en ti de maravilloso para que ella deba estar enamorada?
Frunció el ceño y abrió la boca, pero no pudo pronunciar una palabra. Como si yo fuera un brujo que le había robado el habla. Después apartó la vista, desconcertado, hacia la lluvia.
— ¿Cómo era la pregunta? — preguntó al cabo. La repetí, con paciencia:
— ¿Qué hay en ti que tu esposa deba amar? Lo pensó otra vez. Por fin, con un encogimiento de hombros, se dio por vencido.
— No lo sé.
— ¿Te muestras cariñoso con ella? — pregunté. Sacudió apenas la cabeza.
— Ya no — reconoció —, pero es difícil, considerando que…
— ¿Eres comprensivo, le prestas apoyo?
— ¿Francamente? — Pensó un poco más. — En realidad, no.
— ¿Eres sensible, receptivo para con ella? ¿Compasivo, abnegado?
— No puedo decir que sí. —Estaba ceñudo. — No. Analizaba todas mis preguntas. Me pregunté si necesitaba reunir coraje para responder o si el esclarecimiento lo estaba llevando a la simple verdad.
— ¿Eres comunicativo y buen conversador, entretenido, interesante, entusiasta, inspirador, lleno de revelaciones?
Se incorporó por primera vez para mirarme fijo. — A veces. Bueno, muy pocas. — Una larga pausa. — No.
— ¿Eres romántico? ¿Considerado? ¿La agasajas con dulces pequeñeces?
— No.
— ¿Eres buen cocinero? ¿Ordenado y limpio en la casa?
— No.
— ¿Eres digno de confianza? ¿Sabes resolver problemas? ¿La alivias de sus tensiones?
— En verdad, no.
— ¿Comerciante astuto?
— No. ¿Eres su amigo?
Esa pregunta lo obligó a pensar por más tiempo.
— No, no lo soy — dijo, por fin.
— Si hubieras mostrado todos esos defectos en tu primera cita con ella, ¿crees que ella habría aceptado una segunda cita?
— No.
— En ese caso, ¿por qué no te ha dejado hasta ahora? — pregunté —. ¿Por qué ha seguido a tu lado? Levantó la vista, dolorido.
— ¿Porque está casada conmigo?
— Probablemente.
Ambos guardamos silencio, pensándolo.
— ¿Te parece que podrías cambiar? — le pregunté — ¿Convertir todos esos noes en síes?
Me miró otra vez, ojeroso por sus respuestas.
— Es posible, por supuesto. Antes yo era su mejor amigo, era…
Hizo una pausa, tratando de recordar qué había sido.
— ¿Te haría mal recobrar esas cosas, esas cualidades? — le pregunté aún —. ¿Te sentirías… disminuido de algún modo por practicarlas?
— No.
— ¿Qué puedes perder si lo intentas?
— Nada, supongo.
— ¿Crees que podrías ganar algo, en cambio?
— ¡Ganaría muchísimo! — dijo, al fin, como si la idea acabara de ocurrírsele, flamante — Creo que ella podría volver a amarme. Y en ese caso los dos seríamos felices. — Volvió a recordar. — Cada momento de los que pasamos juntos era una gloria. Era romántico. Explorábamos ideas, descubríamos verdades esclarecidas… Siempre era estimulante. Si tuviéramos tiempo volveríamos a ser así.
Hizo una pausa y pronunció su verdad más genuina:
— En realidad, podría ayudarla un poco más. Pero me he acostumbrado a que ella lo haga todo; es más fácil dejar que lo haga ella. Pero si la ayudara, si cumpliera con mi parte, creo que recobraría mi autorrespeto.
Se levantó para mirarse en el espejo; sacudió la cabeza y comenzó a pasearse por la habitación. La transformación era notable. Me pregunté si en verdad habría comprendido así, con tanta facilidad.
— ¿Cómo no me di cuenta solo? — se extrañó, mirándome de soslayo — Bueno, en realidad creo que así fue.
— Necesitaste años para descender adonde estás — dije, voz de la cautela —. ¿Cuántos necesitarás para ascender otra vez?
La pregunta lo sorprendió.
— Ninguno — aseguró —. ¡He cambiado! ¡No veo la hora de intentarlo!
— ¿AM, tan de pronto?
— Una vez que comprendes el problema no hace falta tiempo para cambiar — dijo, con la cara encendida por el entusiasmo — Si alguien te entrega una serpiente de cascabel, no necesitas mucho tiempo para dejarla caer, ¿verdad? ¿Debo seguir sosteniendo esta serpiente sólo porque se trata de mí mismo? ¡No, gracias!
— Mucha gente diría que sí.
Se sentó en la silla, junto a la ventana, para mirarla.
— Yo no soy mucha gente — replicó —. Llevo dos días tendido aquí, pensando que esas dos almas amantes, Leslie y yo, habían escapado a un futuro diferente, donde estaban felices y juntos, y nos habían dejado en esta dimensión miserable, donde ni siquiera podemos dialogar.
«Estaba tan seguro de que la culpa era de ella que no encontraba salida, porque para mejorar las cosas era ella quien debía cambiar. Pero ahora… ¡si es culpa mía, yo puedo cambiarlo todo! Si cambio y mantengo ese cambio por un mes, y aun así somos desdichados, entonces hablaremos de cambiar a Leslie!»
Se levantó para pasearse otra vez. Me miraba como si yo fuera un terapeuta brillante.
— ¡Mira, todo por un par de preguntas! ¿Por qué hizo falta que te presentaras tú, venido de no sé dónde? ¿Por qué no me hice yo mismo esas preguntas? ¡Hace meses!
— ¿Por qué? — pregunté a mi vez.
— No sé. Estaba tan sepultado en mi resentimiento contra ella y todos los problemas… como si ella fuera la causa y no la que trataba de solucionarlos. Y no dejaba de autocompadecerme, recordando lo diferente que había sido la mujer a quien yo tanto amaba.
Se sentó otra vez en la cama y, por un momento, ocultó la cabeza entre las manos.
— ¿Sabes en qué estaba pensando cuando entraste? ¿Cuál es el último acto de un hombre desesperado…?
Caminó hasta el balcón y contempló el panorama como si no hubiera lluvia en los vidrios, sino pleno sol.
— La respuesta es: «Cambiar.» Si no puedo cambiar mi propia mente, ¡merezco perderla! Pero ahora que comprendo, sé cómo hacerla feliz. Y cuando ella es feliz… — Se interrumpió para dedicarme una gran sonrisa. — ¡Mira, no tienes idea!
— ¿Podrás convencerla de que te has reformado? — pregunté —. No todos los días abandonas la casa sin que nada te importe y vuelves convertido en el tipo amante con el que ella se casó.
Después de pensarlo volvió a entristecerse por un momento.
— Tienes razón — reconoció —. Ella no tiene motivos para creerlo. Quizá tarde días en saberlo, o meses… o no lo sepa nunca. Quizá no quiera volver a verme nunca más. — Caviló otro poquito y se volvió hacia mí. — La verdad es que el hecho de cambiar o no, depende de mí. El que ella se dé cuenta y lo que piense al respecto depende de ella.
— Si no te escucha — sugerí —, ¿cómo vas a explicarle lo que ha ocurrido?
— No lo sé —confesó, con suavidad — Tendré que buscar el modo. Tal vez lo perciba en mi voz.
Se acercó al teléfono y marcó un número.
Era como si yo ya hubiera desaparecido, a tal punto se concentró en su llamada, colmado por un futuro que había estado a punto de perder.
— Hola, tesoro — dijo —. Si quieres cortar, comprendo, pero he descubierto algo que quizá quieras saber.
Escuchó, la mente vuelta ojos clavados en una esposa que estaba a ciento cincuenta kilómetros de distancia.
— No, llamé para decirte que tú tienes razón — prosiguió —. El problema está en mí. Estaba equivocado. He sido egoísta e injusto para contigo y no sé cómo empezar a decirte cuánto lo lamento. Soy yo quien debe cambiar. ¡Y ya he cambiado!
Escuchó un poco más.
— Queridita, te amo con todo mi corazón. Más aún porque ahora comprendo lo que has soportado para seguir conmigo hasta ahora. ¡Y juro que te alegrarás de haber hecho el esfuerzo!
Volvió a escuchar y sonrió. Una sonrisa mínima.
— Gracias. En ese caso ¿tendrías tiempo… para una única cita con tu marido, antes de no volver a verlo nunca más?