6

Mi esposa se arrodilló junto a la jovencita que había sido, mirándola.

— Todo está bien — le dijo, tranquilizadora — Todo saldrá bien. ¡Tienes mucha suerte! ¡De veras!

La muchacha se incorporó para mirarla con incredulidad, mientras se enjugaba las lágrimas con las manos.

— ¿Suerte? ¿Esto te parece suerte? — Casi reía de esperanza a través de los surcos dejados por las lágrimas.

— Suerte, don, privilegio. ¡Has averiguado qué te gusta! Muy pocas personas de tu edad lo han averiguado. Algunos no llegan jamás a saberlo. Tú ya lo sabes.

— La música.

Mi esposa asintió, mientras se ponla de pie.

— Estás tan bien dotada… Eres inteligente y talentosa, amas la música y tienes tanta voluntad como el mejor. ¡Nada puede detenerte!

— ¿Por qué tengo que ser tan pobre? Si al menos…

Este piano está… ¡escucha! — Tocó el teclado cuatro veces, ocho notas en veloces octavas. Hasta yo me di cuenta de que adentro había cuerdas rotas. — El sol; sostenido y el re no suenan. Ni siquiera tenemos dinero: para afinarlo… — Descargó el puño contra las teclas amarillas. — ¿Por qué?

— Para que puedas demostrar que la voluntad, el amor y el esfuerzo pueden arrancarte de la pobreza y la desesperación. Y tal vez algún día conozcas a alguna, otra muchachita que viva en la pobreza. Entonces, cuando ella te diga: «Oh, a ti te resulta todo fácil porque eres una pianista famosa, eres rica; pero yo no tengo para comer y sólo cuento con esta ruina para practicar», entonces tú podrás transmitirle este poquito de experiencia y ayudarla a resistir.

La muchacha quedó pensativa.

— Estoy gimoteando y no sé por qué —dijo — ¡Detesto los gimoteos!

— Ante mí puedes quejarte — dijo Leslie.

— ¿Podré resistir? ¿Triunfaré? —preguntó la jovencita.

— La decisión es tuya, más de lo que supones. — Leslie me echó una mirada. — Si jamás abandonas lo que te interesa, si te interesa tanto que estés dispuesta a luchar así para tenerlo, te prometo que tu vida estará llena de éxitos. Será una vida difícil, porque la excelencia no es fácil, pero buena.

— ¿Podría tener una vida fácil y mala?

— Esa también es una decisión.

— ¿Y una vida fácil y feliz? — Chisporroteaba la travesura.

Las dos mujeres se echaron a reír.

— Es posible — dijo Leslie —. Pero tú no escogerías una vida fácil, ¿verdad?

La muchacha la miró con aire de aprobación.

— Quiero hacer lo mismo que hiciste tú.

— No — dijo Leslie, con una sonrisa triste —. Sigue tu propio curso, escoge tu propio camino.

— ¿Eres feliz?

— ¡Sí!

— Entonces quiero hacer lo que tú hiciste. Leslie estudió a la muchacha por un momento y, decidida a confesarle lo peor, prosiguió:

— No creo que quieras eso. He pasado por momentos tan terribles que ya no quería vivir. Muchas veces. Hasta traté de ponerle fin…

La muchacha contuvo el aliento.

— ¡Yo también!

— LO sé —dijo Leslie —. Sé lo difícil que es la vida para ti.

— Pero tú triunfaste. ¿Cómo?

Leslie apartó la cara, avergonzada de decírselo.

— Acepté el empleo de Conover. Abandoné el piano.

La muchacha quedó aturdida; aquello le parecía increíble.

— ¿Cómo pudiste? ¿Y… y el amor, la voluntad? Leslie volvió a mirarla.

— Sé lo que haces en Filadelfia: duermes en la estación de autobuses y gastas el dinero del alojamiento y de la comida en comprar partituras. Mamá se desmayaría si se enterara. Vives al borde del desastre.

La chica asintió.

— Yo era igual — dijo mi esposa —. Pero me quedé sin uno de los empleos y no pude seguir, ni aun pasando hambre. Estaba desesperada y furiosa, pero tuve que aceptarlo: mamá tenía razón. Me prometí que iría a Nueva York por sólo un año; trabajaría día y noche, ahorraría hasta el último centavo y ganaría lo suficiente para mantenerme hasta recibir el diploma.

La frase acabó en melancólicos recuerdos.

— ¿Pero no ganaste nada?

— No. Gané mucho. El éxito, en un principio, me cayó encima como un aguacero: trabajos de modelo y después la televisión. Al cabo de un año estaba en Hollywood, contratada por la Twentieth Century-Fox, trabajando en cine. Pero tenía éxito en un trabajo que no me gustaba. Nunca me consideraba lo bastante buena ni lo bastante bonita; siempre me sentía fuera de lugar entre la gente hermosa. Como podía ayudar a la familia, no me parecía correcto renunciar para volver a la música. Pero tampoco escogí seguir en el cine; simplemente me quedé: una decisión por abandono.

Hizo una pausa, recordando.

— No ponía el corazón en eso, ¿comprendes? Por eso sólo me permitía un éxito limitado. Cada vez que las cosas amenazaban con ir más allá, yo rechazaba la mayor parte, huía o me enfermaba; hacía algo para arruinarlo. Nunca tomé claramente la decisión de triunfar de verdad.

Guardaron silencio por un momento, pensativas ambas.

— ¿Y cómo quejarme de las cosas buenas que me estaban pasando? No podía decir nada a nadie. Me sentía sola. — Leslie suspiró. — Y bien. Cuando abandoné la música obtuve tanto éxito como pude tolerar. Tuve aventuras, desafíos, entusiasmo, un tremendo aprendizaje…

— No parece tan malo… — comentó la jovencita. Mi esposa asintió.

— Lo sé. Por eso resultaba tan difícil comprender, tan difícil dejarlo. Pero años después me di cuenta de que, al abandonar la música, abandoné mi oportunidad de llevar una vida apacible y gozosa, haciendo lo que realmente me gustaba. La abandoné por largo tiempo, cuanto menos.

Yo escuchaba, sorprendido. Apenas comenzaba a comprender lo que aquello debía de haber sido, lo que mi esposa había descartado al pasar de la música al hielo de su carrera cinematográfica.

La muchacha parecía totalmente confundida.

— Bueno, eso fue cierto en tu caso, pero ¿sería cierto en el mío? ¿Qué debería hacer yo?

— Tú eres la única en el mundo que puede responder a esa pregunta. Averigua qué quieres en realidad y hazlo. No te pases veinte años viviendo por abandono, si puedes decidir ahora mismo seguir la dirección de tu amor. ¿Qué es lo que quieres, en realidad?

Ella lo supo de inmediato.

— Quiero aprender. Quiero ser excelente en lo mío — dijo — Quiero dar algo bello al mundo.

— Lo harás. ¿Qué más?

— Quiero ser feliz. No quiero ser pobre.

— Sí. ¿Qué más?

La muchacha iba entusiasmándose con el juego.

— Quiero creer que hay un motivo que da sentido al vivir, un principio que me ayude a pasar los malos ratos y también los buenos. No es la religión, porque ya lo he intentado, de veras, y en vez de darme respuestas sólo me dicen: «Ten fe, hija mía».

Leslie frunció el ceño al recordar. La joven prosiguió, súbitamente intimidada:

— Quiero creer que en el mundo hay alguien tan solo como yo. Quiero creer que vamos a encontrarnos y… a amarnos, y que nunca volveremos a estar solos.

— Escucha — dijo mi esposa —: todo cuanto has dicho, todo cuanto quieres creer ya es cierto. Quizá tardes algún tiempo en encontrar algunas de esas cosas; otras tardarán mucho más. Pero eso no quita que sean verdad en este mismo instante.

— ¿También ese alguien a quien amar? ¿Hay realmente alguien para mí? ¿El también existe?

— Se llama Richard. ¿Quieres conocerlo?

— ¿Conocerlo ahora? — exclamó ella, con los ojos maravillados.

Mi esposa alargó una mano hacia mí. Salí de tras la muchacha, feliz de que ese aspecto de alguien tan querido quisiera conocerme.

Ella me miró sin decir palabra.

— Hola — dije, yo también algo abrumado. ¡Qué extraño, mirar aquella cara, tan diferente de la mujer que yo amaba, tan la misma cosa!

— Pareces… demasiado… muy adulto para mí.—Por fin había hallado una forma diplomática de decir «viejo»

— Por la época en que vas a conocerme te encantarán los hombres mayores — le aseguré.

— ¡A mí no me encantan los hombres mayores! — protestó mi esposa, echándome los brazos a la cintura— Me encanta este hombre mayor.

La muchacha nos observaba.

— ¿Puedo preguntar… si vosotros sois realmente felices como pareja? — Lo dijo como si le costara creerlo.

— Más felices de lo que puedas imaginar— le dije. — ¿Cuándo te conoceré? ¿Dónde? ¿En el conservatorio?

¿Debía decirle la verdad? ¿Qué aún pasaría por otros veinticinco años, un matrimonio fracasado, otros hombres? ¿Que faltaban una vida y media a partir del momento en que estaba, junto a su maltrecho piano, para que nos conociéramos?

Miré la pregunta a mi esposa.

— Pasará bastante tiempo — dijo ella, con suavidad.

— Oh…

Pasará bastante tiempo parecía haberla hecho sentir más sola que nunca. Se volvió hacia mí.

— Y tú, ¿qué decidiste ser? — preguntó —. ¿Tú también eres pianista?

— No — dije —. Soy piloto de aviones.

Ella miró a Leslie, desilusionada.

— …pero estoy aprendiendo a tocar la flauta.

Me di cuenta de que no le impresionaban los flautistas aficionados. Lo dejó pasar, decidida a descubrir mi aspecto más interesante, y se inclinó hacia mí, muy seria.

— ¿Qué puedes enseñarme? — preguntó —. ¿Qué sabes?

— Sé que todos estamos en la escuela — dije —. Y tenemos algunos cursos obligatorios: Sobrevivencia, Alimentación y Techo— enumeré con intención. Ella sonrió con aire culpable, comprendiendo que yo había oído de sus secretos para ahorrar dinero —. ¿Sabes qué otra cosa sé?

— ¿Qué?

— Que ni las discusiones, ni los hechos ni los argumentos te harán cambiar de idea. A nosotros nos es fácil ver la solución de tus problemas; todo problema es fácil cuando ya lo has solucionado. Pero ni siquiera tu propio yo futuro, materializado de la nada frente a ti para decirte, palabra por palabra, lo que te pasará en los próximos treinta y cinco años, podrá hacerte cambiar de idea. Lo único que te hará cambiar es tu propia comprensión individual, personal.

— ¿Quieres que aprenda eso de ti? — La muchacha rió.— Toda mi familia me cree terca y extraña. Te odiarían si escucharan cómo me alientas:

— ¿Por qué crees que hemos venido a verte? — preguntó Leslie.

— ¿Porque pensasteis que me mataría? — sugirió la jovencita —. ¿Por que a ti te habría gustado que algún yo futuro se hubiera presentado ante ti a esta edad para decirte: «No te preocupes, sobrevivirás»? ¿No es así?

Leslie asintió.

— Prometo sobrevivir— dijo la muchacha —. Más aún, prometo que te alegrarás de que yo viva; prometo que te sentirás orgullosa de mí.

— Ya lo estoy — aseguró Leslie— ¡Los dos estamos orgullosos de ti! Mi vida estaba en tus manos y no me dejaste morir; no abandonaste, pese a que a tu alrededor todo era desesperación. Tal vez no hemos venido a salvarte; tal vez vinimos para agradecerte que abrieras el camino, que posibilitaras el encuentro entre Richard y yo, para que pudiéramos ser felices. Tal vez vinimos a decirte que te amamos.

El mundo empezó a estremecerse a nuestro alrededor. El triste escenario se borroneó. Se nos estaba arrancando de allí.

Ella, al comprender que nos íbamos, se enjugó las lágrimas de los ojos.

— ¿Volveré a veros?

— Eso esperamos… — dijo Leslie, también entre lágrimas.

— ¡Gracias por venir! — gritó aún —. ¡Gracias!

Debemos de haber desaparecido para ella, pues a través de la niebla la vimos reclinarse contra el piano, con la cabeza gacha por un momento. Luego se sentó en la vieja silla y sus dedos comenzaron a moverse sobre el teclado.

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