Volábamos envueltos en el amor de Mashara, aún llenos de imágenes de su bello planeta. ¡Qué adecuado nos parecía tener amigos en otros mundos que no fueran el nuestro!
Algunas de nuestras exploraciones habían sido un goce; otras, horror. Pero nuestras curvas de aprendizaje ascendían sin cesar. Habíamos visto y palpado cosas que no habríamos podido imaginar en cien vidas. Y queríamos más.
A poca distancia, el diseño tomaba un color rosado intenso y los senderos relumbraban, dorados. No me hizo falta la intuición para saber que yo deseaba tocar esos colores. Miré a Leslie. Ella asintió con la cabeza.
— ¿Lista para cualquier cosa?
— Creo que sí…
Me dedicó su impresión de pasajera aterrorizada, con los brazos alzados contra la pantalla antideslumbrante.
Cuando salimos de la llovizna del acuatizaje nos encontramos deslizándonos ociosamente por el agua. No nos habíamos movido de la cabina. ¡Eso no era océano y el diseño había desaparecido!
Flotábamos en un lago de montaña, pinos y abetos descendiendo hasta la playa color miel, agua centelleante bajo nosotros, sol reverberando en la arena. Flotamos a la deriva por un instante, tratando de comprender.
— ¡Leslie! — grité — ¡Es aquí donde practico acuatizajes! ¡Esto es el lago Healey! ¡Hemos salido del diseño!
Ella buscó alguna señal que indicara lo contrario. — ¿Estás seguro?
— Bastante.
Volví a verificar. Empinadas cuestas boscosas a la izquierda, árboles bajos al final del lago. Más allá de los árboles debía de estar el valle.
— ¡Hurra! — exclamé.
Pero la palabra sonó a hueco y la dije solo. Me volví hacia Leslie. Tenía la cara marcada por la desilusión.
— Ya sé que debería alegrarme, pero cuando apenas empezábamos a aprender, quedando aún tanto por captar…
Tenía razón. Yo también me sentía burlado, como si se hubieran encendido las luces y los actores se retiraran del escenario antes de finalizar la obra.
Bajé el timón de agua y presioné el pedal para girar hacia la playa. Leslie aspiró bruscamente.
— ¡Mira! — señaló.
Al girar, justo delante del ala derecha, con el morro apoyado en la arena, había un Martín Avemarina.
— ¡Ajá! — dije —. Es como te digo, estoy seguro. Aquí practica todo el mundo. Estamos en casa, sí.
Toqué el acelerador y cruzamos el lago, susurrantes, rumbo al otro hidroavión.
No se veía movimiento por ninguna parte, ni la menor señal de vida. Apagué el motor y recorrimos en silencio los últimos metros. La proa rozó suavemente la arena, a sesenta metros del otro aparato.
Me quité los zapatos, me hundí en el agua hasta los tobillos y ayudé a Leslie para que descendiera. Después levanté la proa del barco volador y la deslicé treinta centímetros más hacia la costa.
Leslie se acercó al otro Avemarina, mientras yo fijaba el ancla en la arena.
— ¡Hola! — saludó —. ¡Hola!
— ¿No hay nadie? — pregunté, acercándome a ella.
No respondió. Estaba de pie junto al otro hidroavión, mirando el interior de la cabina.
Ese barco volador era un gemelo de Gruñón; estaba pintado con el mismo diseño blanco-y-arco-iris que nosotros habíamos creado. El interior de la cabina era del mismo color; tenía la misma tela y la misma alfombra en el suelo; era nuestro propio diseño, incluida la pantalla antideslumbrante hecha a medida y los carteles del tablero de instrumentos.
— ¿Coincidencia? — preguntó Leslie —. ¿Otro hidroavión exactamente igual a Gruñón?
— Extraño. Muy extraño.
Alargué la mano para tocar la caja del motor. Aún estaba caliente.
— Oh-oh — murmuré, asaltado por una sensación extraña.
Tomé a Leslie de la mano y ambos emprendimos el regreso a nuestro propio aparato. A medio camino ella se detuvo y volvió atrás.
— ¡Mira eso! No hay más huellas que las nuestras. ¿Cómo pudo alguien acuatizar, bajar de su avión y desaparecer sin dejar una sola huella?
Permanecimos entre los dos Gruñones, atónitos.
— ¿Estás seguro de que hemos vuelto a casa?
— preguntó ella —. Se diría que aún estamos en el diseño.
— ¿Un duplicado del lago Healey? — pregunté —. ¿Y cómo es posible que nosotros mismos dejemos huellas si aún somos fantasmas?
— Tienes razón. Y si hubiéramos aterrizado en el diseño, aquí habría algún aspecto de nosotros — completó ella.
Quedó sin palabras por un momento; miraba hacia el otro Avemarina, desconcertada.
— Si todavía estamos en el esquema, esto podría ser una prueba— sugerí — Puesto que aquí no parece haber nadie, la lección podría ser que ellos están, bajo alguna otra forma. No podemos estar separados de nosotros mismos. Nunca estamos solos, a menos que así lo creamos.
A seis metros de distancia centelleó un rayo rubí. Allí, de blusa y jeans blancos, estaba nuestra alter-yo india.
— ¿Por qué os amo? ¡Porque os acordáis! — Nos tendió los brazos.
— ¡Pye! — Mi esposa corrió a abrazarla.
En ese lugar, con diseño o sin él, no éramos fantasmas: las dos se abrazaron.
— ¡Cuánto me alegro de verte! — exclamó Leslie —. No te imaginas dónde hemos estado. Las personas más adorables, las más perversas… Oh, Pye, tenemos tanto que contarte, hay tanto que necesitamos saber…
Pye se volvió hacia mí.
— ¡Es una alegría volver a verte! — le aseguré, abrazándola también —. ¿Por qué te marchaste tan de súbito?
Sonriente, caminó hasta la orilla y se sentó en la playa, cruzada de piernas; dio unas palmaditas en la arena para indicarnos que hiciéramos lo mismo.
— Porque estaba bastante segura de lo que sucedería — declaró —. Cuando amas a alguien y sabes que ese alguien está listo para aprender y crecer, lo dejas en libertad. ¿Cómo habríais podido aprender, cómo habríais sentido vuestras experiencias, sabiendo que yo estaba allí, como escudo entre vosotros y vuestras elecciones?
Se volvió hacia mí, sonriente.
— Este es un lago Healey alternativo — confirmó —. El hidroavión fue para divertirme. Me hicisteis recordar lo mucho que me gusta volar; por eso reproduje vuestro Gruñón y partí para practicar y hallaron. Toda una sorpresa, ¿verdad? acuatizar con las ruedas bajas en el agua.
Vio mi espanto y levantó una mano.
— Me di cuenta a tiempo. Un momento antes de tocar el agua, convoqué la habilidad de ese aspecto de mí que más hábil es con los hidroaviones, y tú me chillaste: «¡Ruedas arriba!» Gracias.
Tocó a Leslie en el hombro.
— ¡Qué observadora fuiste al notar que yo no dejaba huellas en la arena! Eso fue para recordaros que debéis elegir vuestro propio camino, seguir vuestro más elevado sentido del bien y no el ajeno. Pero ya lo sabéis.
— Oh, Pye — exclamó Leslie —, ¿cómo seguir nuestro más elevado sentido del bien, qué hacer en un mundo que…? ¿Conoces a Iván y a Tatiana?
Ella asintió.
— ¡Los amábamos! — dijo Leslie, con la voz quebrada —. ¡Y fueron norteamericanos quienes los mataron! ¡Fuimos nosotros, Pye!
— No fuisteis vosotros, querida. ¿Cómo puedes pensar que vosotros seríais capaces de matarlos? — Levantó el mentón de Leslie para mirarla a los ojos. — Recuerda que nada en el diseño es azar, nada carece de motivo.
— ¿Qué motivo pudo haber? — le espeté — ¡Tú no estuviste allá, no experimentaste ese terror!
La noche vivida en Moscú volvió en torrentes, como si nosotros hubiéramos asesinado a nuestra propia familia en la oscuridad.
— El esquema tiene todas las posibilidades, Richard — dijo ella, con suavidad —, una absoluta libertad de elección. Es como un libro. Cada acontecimiento es una palabra, una frase, parte de una historia sin fin; cada letra permanece para siempre en la página. Lo que cambia es la conciencia, que elige qué leer y qué dejar a un lado. Cuando encuentras una página sobre la guerra nuclear, ¿te desesperas o la lees para ver qué dice? ¿Morirás leyendo la página o pasarás a otras páginas, más sabio por lo que hayas leído?
— No morimos — reconocí —. Y espero que ahora seamos más sabios.
— Compartisteis una página con Tatiana e Iván Kirilov; al final de la lectura esa página fue vuelta. Aún existe, en este momento, a la espera de poder cambiar el corazón de quienquiera elija leerla. Pero después de haber aprendido no es necesario que volváis a leerla. Habéis pasado más allá de esa página, y ellos también.
— ¿Es cierto eso? — preguntó Leslie, atreviéndose a la esperanza.
Pye sonrió.
— ¿Acaso Linda Albright no se parecía un poquito a Tatiana Kirilova? Y Krysztof ¿no os hizo pensar lejanamente en vuestro amigo Iván? Esos pilotos de los Juegos Aéreos, ¿no transformaron en entretenimiento el horror de la guerra, salvando a su mundo de la destrucción? ¿Quiénes creéis que son?
— ¿Los mismos — dijo Leslie— que leyeron con nosotros esa página sobre una noche terrible en Moscú?
— ¡Sí! —confirmó Pye.
— ¿Y son también nosotros? — pregunté.
— ¡Sí! — Sus ojos chisporroteaban. — ¡Tú y Leslie, Linda, Tatiana y Mashara, Jean-Paul, Atila, Iván, Atking, Tink y Pye, todos, somos, uno!
Diminutas olas lamían la arena; se oía el viento suave entre los árboles.
— Existe un motivo por el que os encontré —dijo —, un motivo por el que encontrasteis a Atila. ¿Os interesan la paz y la guerra? Caéis en páginas que os hacen comprender profundamente la paz y la guerra. ¿Teméis veros separados o morir y perderos mutuamente? Caéis en vidas que os hablan de la separación y de la muerte. Lo que aprendáis cambiará el mundo a vuestro alrededor por siempre. ¿Amáis la tierra y os preocupa que la humanidad la esté destruyendo? Veis lo peor y lo mejor que puede suceder y aprendéis que todo depende de vuestra propia elección individual.
— ¿Eso significa que creamos nuestra propia realidad? — pregunté — Sé que así dicen, Pye, pero no estoy de acuerdo…
Ella rió con alegría y señaló el horizonte, hacia el este.
— Es temprano, muy temprano por la mañana — dijo, con la voz súbitamente grave y misteriosa —. Está oscuro. Nos encontramos en una playa como ésta. El primer resplandor del alba. Hace frío.
Estábamos con ella en el frío y en la oscuridad, viviendo su historia.
— Frente a nosotros tenemos un caballete y una tela; en la mano, pinturas y pinceles.
Era coma estar hipnotizado por aquellos ojos oscuros. Sentí la paleta en la mano izquierda, los pinceles en la derecha: pinceles con toscos mangos de madera.
— Ahora se eleva la luz en el cielo. ¿La veis? — continuó — El firmamento se está convirtiendo en fuego, corre el oro, prismas de hielo se funden en el amanecer.
Vimos, atónitos de colores.
— ¡Pintad! — nos alentó Pye — ¡Captad ese amanecer en la tela! ¡Recibid su luz en la cara, por los ojos, vertedlo en arte! ¡Pronto ya, pronto! ¡Vivid el alba con vuestro pincel!
No soy pintor, pero en mi mente estaba esa gloria convertida en audaces pinceladas sobre la tela. Imaginé el caballete de Leslie; vi su propio amanecer, maravillosamente delicado, cuidadosos rayos entremezclados en un estallar de estrellas en óleos.
— ¿Listo? — preguntó Pye — ¿Pinceles arriba? Asentimos.
— ¿Qué habéis creado?
En ese momento yo habría pintado a nuestra maestra, tan oscuramente luminosa.
— Dos amaneceres muy distintos— dictaminó Leslie.
— Dos amaneceres, no— corrigió Pye— El artista no crea el amanecer. Crea…
— ¡Oh, por supuesto? — exclamó Leslie —. ¡El artista crea el cuadro!
Pye asintió.
— ¿El amanecer es la realidad, el cuadro lo que de él hacemos? — inquirí.
— ¡Exacto! — dijo Pye —. Si cada uno de nosotros tuviera que crear su propia realidad, ¿imagináis el caos? ¡La realidad estaría limitada a lo que cada uno de nosotros pudiera inventar!
Asentí, imaginando. ¿Cómo crear amaneceres sin haberlos visto? ¿Qué hacer con una noche negra como principio del día? ¿Se me habría ocurrido el cielo? ¿La noche, el día?
Pye prosiguió:
— La realidad no tiene nada que ver con las apariencias, con nuestra estrecha manera de ver. La realidad es el amor expresado, un amor puro y perfecto, jamás rozado por el espacio y el tiempo. ¿Alguna vez os sentisteis uno con el mundo, con el universo, con todo lo que existe, al punto de que os abrumara el amor? — Paseó la mirada entre Leslie y yo. — Eso es la realidad. Eso es la verdad. Lo que de ello hagamos depende de nosotros, como el cuadro del amanecer depende del artista. En vuestro mundo, la humanidad se ha alejado de ese amor. Vive en el odio, las luchas del poder, las manipulaciones de la tierra misma, por sus propios motivos estrechos. Si continúa así, nadie verá el amanecer. El amanecer existirá siempre, por supuesto, pero la gente de la tierra nada sabrá de él. Y al fin, hasta los relatos de su belleza desaparecerán del conocimiento.
Oh, Mashara, pensé. ¿Es preciso que tu pasado sea nuestro futuro?
— ¿Cómo podemos llevar el amor a nuestro mundo? — preguntó Leslie. — ¡Hay tantas amenazas, tantos… Atilas!
Pye calló por un momento, buscando un cuento para narrarnos. Por fin dibujó en la arena un pequeño cuadrado.
— Supongamos que vivimos en un sitio horrible: Ciudad Amenaza — propuso, tocando el cuadrado— Cuanto más tiempo pasamos aquí, menos nos gusta. Hay violencia, destrucción, no nos gusta la gente, no nos gustan sus elecciones, no nos sentimos a gusto aquí. ¡Ciudad Amenaza no es nuestro hogar!
Trazó una línea ondulante que se alejaba del cuadrado, toda ángulos y retrocesos. Al final de esa línea dibujó un círculo.
— Así, un día preparamos nuestro equipaje y nos alejamos de allí, buscando la ciudad de la Paz. — Siguió con el dedo la difícil ruta que había trazado, marcando todos sus giros y desvíos. — Elegimos virajes a la izquierda y a la derecha, autopistas y atajos; seguimos el mapa de nuestras mejores esperanzas y al fin nos encontramos aquí, en este dulce rincón.
Paz era el círculo trazado en la arena; allí se detuvo el dedo de Pye. Mientras hablaba fue plantando ramitas verdes en la arena, como si fueran árboles.
— En Paz encontramos un hogar; a medida que vamos conociendo a la gente, descubrimos que comparten los mismos valores por los que nosotros vinimos. Cada uno ha hallado su propia ruta, ha seguido su propio mapa hasta este lugar, donde el pueblo ha elegido el amor, la alegría y la bondad, entre sí, para con la ciudad y para con la tierra. No necesitamos convencer a todos los que viven en Ciudad Amenaza de que se muden con nosotros a Paz; no necesitamos convencer a nadie más que a nosotros mismos. Paz ya existe y quienquiera lo desee puede mudarse allá cuando así lo decida.
Nos miró, casi tímida en su relato.
— El pueblo de Paz ha descubierto que el odio es el amor sin los datos necesarios. ¿A qué decir mentiras que nos separen y nos destruyan, si la verdad es que somos uno? El pueblo de Ciudad Amenaza es libre de escoger la destrucción, así como nosotros somos libres de escoger la paz. Con el tiempo, otros en Ciudad Amenaza pueden cansarse de la violencia; tal vez sigan su propio mapa hasta Paz y elijan, como nosotros, dejar la destrucción atrás. Si todos toman esa decisión, Ciudad Amenaza se convertirá en una población fantasma.
Trazó en la arena un número ocho, una suave ruta curva entre Paz y Ciudad Amenaza.
— Y un día, el pueblo de Paz recordará, curioso, y quizá visite las ruinas de Ciudad Amenaza; entonces descubrirá que, una vez desaparecidos los destructores, la realidad vuelve a ser visible: arroyos límpidos, en vez de venenos torrentosos; nuevos bosques que surgirán entre las rutas y las minas, pájaros cantando en el aire puro.
Pye plantó otras ramitas en la nueva ciudad.
— Y los habitantes de Paz arrancan el letrero que cuelga en los lindes, torcido, el letrero que dice «Ciudad Amenaza», y lo reemplazan por un cartel nuevo: «Bienvenidos a Amor». Algunos vuelven para retirar los escombros, reconstruyen con suavidad las calles perversas y prometen que la ciudad hará justicia a su nombre. Elecciones, queridos míos, ¿comprendéis? ¡Todo consiste en elecciones!
En ese momento, en ese extraño lugar, lo que ella decía tenía sentido.
— ¿Qué podéis hacer? — preguntó —. En la mayor parte de los mundos, las cosas no cambian por medio de milagros súbitos. El cambio se produce con el girar de una hebra frágil y trémula entre país y país: los primeros Juegos Aéreos para aficionados en el mundo de Linda Albright; en el vuestro, los primeros bailarines, cantantes o películas soviéticas que se presentaron al público norteamericano. Lentamente, poco a poco, siempre eligiendo la vida.
— ¿Y por qué no de la noche a la mañana?
— pregunté —. En ninguna parte está escrito que el cambio rápido sea imposible.
— Claro que el cambio rápido es posible, Richard — replicó ella —. El cambio se produce a cada segundo, lo percibas o no. Vuestro mundo, con su primera hebra de esperanza de un futuro en paz, es tan cierto como el mundo alternativo que terminó en 1963 o en el primer día de su última guerra. Cada uno de nosotros elige el destino de nuestro mundo. Las mentes deben cambiar antes que los acontecimientos.
— ¡Entonces lo que dije al teniente era cierto! — exclamé — Uno de mis futuros, en 1963, fue que los soviéticos no se echaron atrás. Y yo inicié una guerra nuclear.
— Por supuesto. El diseño tiene miles de caminos que llegan a su fin en ese año, miles de Richards alternativos que eligieron experiencias de muerte allí. Tú no lo hiciste.
— Un momento — dije —. En los mundos alternativos que no sobrevivieron, ¿no había personas inocentes que estaban paseando cuando estallaron, quedaron congelados, se evaporaron, fueron comidos por las hormigas o lo que fuera?
— Por cierto. ¡Pero la destrucción de su planeta es lo que ellos eligieron, Richard! Algunos eligieron por abandono: no les interesaba; otros, porque creían que la mejor defensa era un buen ataque; otros pensaban que no estaba en su poder evitarlo. Un modo de elegir un futuro es considerarlo inevitable.
Hizo una pausa y dio unos golpecitos al círculo de los árboles diminutos.
— Cuando elegimos la paz, vivimos en paz.
— ¿Existe un modo de hablar con las personas que viven allí, una manera de dirigirnos a los nosotros alternativos cuando necesitamos saber lo que ellos han aprendido? — preguntó Leslie.
Pye le sonrió.
— Es lo que estáis haciendo ahora.
— Pero ¿cómo lo hacemos — intervine —, sin meternos en un hidroavión y encontrar la única oportunidad en billones de pasar a una dimensión diferente para reunirnos contigo?
— ¿Quieres algún modo de conversar con cualquier yo alternativo que se te ocurra?
— Por favor — pedí.
— No es muy misterioso, pero da resultado — aseguró Pye — Imagina al yo con quien querrías hablar, Richard; haz de cuenta que le preguntas cuanto necesitas saber. Haz de cuenta que escuchas la respuesta. Prueba.
De pronto me sentí nervioso.
— ¿Yo? ¿Ahora?
— ¿Por qué no?
— ¿Cierro los ojos?
— Si así lo prefieres:..
— Sin ritos, supongo.
— Si el rito te hace sentir más cómodo — aceptó ella —, aspira hondo e imagina que una puerta se abre hacia una habitación llena de luz multicolor; ves a esa persona moviéndose a la luz, o en una bruma. O puedes olvidarte de las luces y la bruma para fingir sólo que oyes una voz; a veces somos mejores para percibir sonidos que para visualizar. También puedes olvidarte de la luz y el sonido y limitarte a pensar que el conocimiento de esa persona fluye hacia el tuyo. Y también olvidarte de la intuición e imaginar que la próxima persona a quien encuentres te dará la respuesta si preguntas… y preguntar. O pronunciar una palabra que para ti sea mágica. Como gustes.
Elegí la imaginación y una palabra. Con los ojos cerrados, imaginé que, cuando hablara, encontraría frente a mí a un yo alternativo que me dijera lo que necesitaba saber.
Me relajé. Visualicé colores suaves, flotantes tonos pastel. Cuando diga la palabra veré a esta persona, pensé. No hay prisa.
Los colores se movieron a la deriva, nubes detrás de mis ojos.
— Uno — dije.
En un destello de obturador vi: el hombre estaba de pie junto al ala de un viejo biplano, posado en el heno; detrás de él, cielo azul y un fulgor de sol. Aunque no le veía la cara, la escena tenía la serenidad del verano en Iowa; oí su voz como si estuviera sentado con nosotros en la playa.
— Antes de que pase mucho tiempo, necesitarás todos tus conocimientos para poder rechazar las apariencias — dijo —. Recuerda que, para pasar de un mundo al siguiente en tu hidroavión interdimensional, necesitas el poder de Leslie y ella necesita tus alas. Juntos, voláis.
El obturador volvió a cerrarse, haciéndome abrir los ojos en un respingo.
— ¿Algo? — preguntó Leslie.
— ¡Sí! —respondí —. Pero no estoy muy seguro de cómo darle uso. — Le conté lo que había visto y oído. — No comprendo.
— Comprenderás cuando haga falta — aseguró Pye —. Cuando se encuentra el conocimiento antes que la experiencia, no siempre tiene sentido.
Leslie sonrió.
— No todo lo que aprendemos aquí es práctico. Pye volvió a trazar en la arena el número 8, pensativa.
— Nada es práctico hasta que lo comprendemos — dijo —. Hay algunos aspectos de vosotros que os adorarían como a Dios porque piloteáis un Martín Avemarina. Otros de los que podríais conocer os parecerían mágicos en sí.
— Como tú — observé.
— Como ocurre con cualquier mago — replicó ella —, parezco mágica porque no sabéis cuánto he practicado. Soy un punto de la conciencia que se expresa a sí misma en el diseño, al igual que vosotros. Como vosotros, nunca nací y no puedo morir jamás. Recordad que hasta el separar el yo del vosotros implica una diferencia que no existe.
Así como eres uno con la persona que eras hace un segundo, hace una semana — continuó Pye —, así como eres uno con la persona que serás dentro de un momento o de una semana, así también eres uno con la persona que eras hace una vida entera, la que eres en una vida alternativa, la que serás cien vidas hacia adelante en lo que llamas futuro.
Se sacudió la arena de las manos y se puso de pie.
— Debo irme — dijo —. No olvidéis los artistas y el amanecer. Pase lo que pase, cualesquiera sean las apariencias, la única realidad es el amor.
Se inclinó hacia Leslie y le dio un abrazo de despedida.
— ¡Oh, Pye! — dijo mi esposa —. ¡No nos gusta que te marches!
— ¿Irme? ¡Puedo desaparecer, pequeños, pero jamás dejaros! ¿Cuántos de nosotros hay, después de todo?
— Uno, querida Pye — dije, abrazándola a manera de despedida.
Ella se echó a reír.
— ¿Por qué os amo? — preguntó —. Porque os acordáis.
Y desapareció.
Leslie y yo pasamos un largo rato sentados en la playa, cerca del dibujo que Pye había hecho en la arena, siguiendo con el dedo el 8 dibujado por ella, amando sus pequeñas ciudades, sus bosques y el relato que nos había hecho.
Por fin caminamos hasta Gruñón, abrazados. Recogí el cable del ancla, ayudé a Leslie a ingresar a la cabina, empujé el hidroavión para alejarlo de la playa y trepé a bordo. El Martín se alineó lentamente con la brisa. Puse en marcha el motor.
— ¿Qué vendrá ahora? — me pregunté.
— Es extraño — dijo Leslie —. Cuando acuatizamos aquí y pensé que habíamos salido del esquema me entristecí de que todo terminara. Ahora siento que… Al ver otra vez a Pye, algo ha quedado completo para mí. ¡Hemos aprendido tanto, en tan poco tiempo! Me gustaría volver a casa para pensarlo, para aclarar significados.
— ¡También a mí! —aseguré.
Nos miramos por un largo instante y nos pusimos de acuerdo sin decir una palabra.
— Bien — dije —, a casa iremos. Ahora debemos aprender cómo.
Alargué la mano hacia el acelerador y lo empujé hacia adelante. No hubo imaginación ni esfuerzo por ver. El motor de Gruñón rugió, impulsando al hidroavión hacia adelante. ¿Por qué me cuesta tanto este simple acto cuando no puedo ver el acelerador? pensé.
En el momento en que Gruñón despegó del agua, el lago de montaña desapareció y nos vimos otra vez en el aire, por sobre todos los mundos posibles.