Allí donde nos detuvimos, la hierba se extendía a nuestro alrededor como un estanque esmeraldino ahuecado entre las montañas. El crepúsculo arrojaba llamaradas desde las nubes carmesíes.
Suiza, pensé de inmediato; hemos aterrizado en una postal de Suiza. Hacia abajo, en el valle, se veía una arboleda, súbitas casas, altos tejados en pico, una cúpula de iglesia. Había una carreta en la ruta de la aldea, impulsada no por un tractor ni por un caballo, sino por una especie de vaca.
No había nadie en las cercanías: ni un sendero, ni un caminito de cabras. Sólo ese lago de hierbas, salpicadas de flores silvestres, medio rodeada por rocosas cuestas coronadas de nieve.
— ¿Por qué supones que…? — pregunté — ¿Dónde estamos?
— En Francia — dijo Leslie. Lo dijo sin pensar. Antes de que yo pudiera preguntarle cómo lo sabía, ella aspiró bruscamente. — Mira.
Señalaba una hendidura en la roca; allí había un anciano de tosca túnica parda, arrodillado en el suelo, cerca de una pequeña fogata. Estaba soldando; un blanco amarillento brillante chisporroteaba y danzaba en las rocas, detrás de él.
— ¿Qué hace un soldador aquí arriba? — me extrañé.
Ella lo observó por un momento.
— No está soldando — corrigió, como si estuviera recordando la escena en vez de observarla— Está orando.
Se puso en marcha hacia él y yo la seguí, decidido a guardar silencio. Así como yo me había visto en Atila, ¿mi esposa se veía en ese ermitaño?
Ya más cerca, vimos con toda seguridad que no había allí soldador alguno. Ni ruido, ni humo. Era un pilar refulgente, del color del sol, que palpitaba.sobre el suelo, a menos de un metro del anciano.
— …y al mundo has de dar tal como has recibido — dijo una voz suave, surgida de la luz— Has de dar a todos cuanto ansíen saber la verdad de dónde provenimos, el motivo de nuestro existir y el rumbo que se extiende hacia adelante, en el sendero de nuestro hogar por siempre.
Nos detuvimos algunos metros más atrás, transfigurados por el espectáculo. Sólo una vez había visto yo ese brillo, años antes, aturdido por un vistazo accidental de lo que, hasta el día de hoy, sigo llamando Amor. La luz que veíamos en esos momentos era la misma, tan radiante que reducía el mundo a una nota al pie de página, a un opaco asterisco.
De pronto, un instante después, la luz desapareció. Bajo el sitio donde había estado flotando quedó un manojo de papeles dorados, una escritura en caligrafía grandiosa.
El hombre permanecía arrodillado y en silencio, con los ojos cerrados, sin percibir nuestra presencia.
Leslie se adelantó para recoger ese refulgente manuscrito. En ese lugar místico, su mano no pasó a través del pergamino.
Esperábamos encontrarnos con letras rúnicas o jeroglíficos, pero descubrimos que las palabras estaban en nuestro idioma. Naturalmente, pensé. El anciano las leería como si estuviera en francés; un persa, como si estuvieran en su propia lengua. Así ha de ser la revelación: no es el idioma lo que importa, sino la comunicación de las ideas.
Eres criatura de la luz, leímos. De la luz vienes y a la luz volverás; a cada paso, rodeándote, está la luz de tu ser infinito.
Volvió una página.
Por elección tuya moras ahora en el mundo que tú has creado. Lo que albergas en tu corazón será verdad; eso que más admiras, en eso te convertirás.
No temas ni te espantes ante la apariencia que es la oscuridad, ante el disfraz que es el mal, ante el manto vacío que es la muerte, porque tú los has elegido como desafíos. Son las piedras en las que eliges amolar el agudo filo de tu espíritu. Sabe que siempre, en derredor de ti, está la realidad del amor, y a cada momento tienes el poder de transformar tu mundo por obra de lo que has aprendido.
Las páginas seguían, por cientos. Las hojeamos, heridos por el sobrecogimiento.
Eres la vida, inventando la forma. No puedes morir a espada o por vejez, así como no puedes morir al franquear una puerta para pasar de un cuarto a otro. Cada cuarto te da su palabra para que la pronuncies; cada pasaje, su canción para que la cantes.
Leslie me miró, luminosos los ojos. Si esas escrituras podían conmovernos tanto, pensé, a nosotros, gente del siglo XX, ¿qué efecto no tendrían en las gentes de ese siglo, cualquiera fuese…? ¡El XII!
Volvimos al manuscrito. No había en él palabra sobre ritos, indicaciones para el culto, invocación de fuego y destrucción sobre los enemigos, desastres para los incrédulos; nada de crueles dioses como el de Atila. No mencionaba siquiera templos, sacerdotes, rabinos, congregaciones, coros, costumbres ni días de guardar. Era una escritura redactada para el amante ser interior y sólo para él.
Echemos a rodar estas ideas en este siglo, pensé, clave para reconocer nuestro poder sobre la convicción, el poder del amor, y el terror desaparecerá. ¡Con esto, el mundo puede esquivar la Edad de las Tinieblas!
El anciano abrió los ojos y nos vio, por fin. Permanecía tan sereno como si hubiera leído toda aquella escritura. Me echó un vistazo y fijó la mirada en Leslie por un largo instante.
— Soy Jean-Paul le Clerc — dijo — Y vosotros sois ángeles.
Antes de que nos recobráramos de nuestro desconcierto, el hombre se echó a reír gozosamente.
— ¿Visteis la luz? — preguntó.
— ¡Inspiración! — exclamó mi esposa, entregándole las páginas doradas.
— Inspiración, sí. — Se inclinó en una reverencia como si la recordara y ella, cuanto menos, fuera un ángel. — Estas palabras son la clave de la verdad para quienquiera las lea; son la vida para quienes escuchen. Cuando yo era niño, la Luz prometió que las páginas llegarían a mis manos en la noche en que vosotros aparecierais. Ahora que soy viejo habéis venido, y ellas también.
— Cambiarán el mundo — dije.
El me miró con extraña expresión.
— No.
— Pero te fueron dadas…
— …como prueba — dijo él.
— ¿Prueba?
— He viajado mucho — explicó —. He estudiado las escrituras de un centenar de credos, desde Catay hasta los países del Norte. — Sus ojos chisporrotearon. — Y pese a mis estudios, he aprendido. Toda gran religión comienza en la luz. Pero sólo el corazón puede retener la luz. Las páginas, no.
— Pero tienes en las manos… — dije — Debes leer eso. ¡Es bello!
— En las manos tengo papel — dijo el anciano —. Entrega estas palabras al mundo y serán amadas y comprendidas por aquellos que ya saben su verdad. Pero antes de dárselas debemos darles nombre. Y eso será su muerte.
— ¿Dar nombre a una cosa bella equivale a matarla?
Me miró, sorprendido.
— Dar nombre a una cosa es inocuo. Dar nombre a estas ideas es crear una religión.
— ¿Por qué?
Me sonrió, entregándome el manuscrito.
— Te entrego estas páginas… ¿…?
— Richard — dije.
— Te entrego estas páginas, Richard, recibidas directamente de la Luz del Amor. ¿Quieres darlas, a tu vez, al mundo, a las gentes ansiosas de saber qué dicen, a quienes no han tenido el privilegio de estar presentes aquí en el momento en que era entregado el don? ¿O quieres guardar estas escrituras sólo para ti?
— ¡Quiero darlas, por supuesto!
— ¿Y cómo llamarán a tu don?
— ¿Adónde quiere llegar? me pregunté.
— ¿Importa eso?
— Si tú no le das un nombre, otros lo harán. Las llamarán El Libro de Richard.
— Comprendo. Está bien. Las llamaré de cualquier modo… Las páginas.
— ¿Y salvaguardarás Las Páginas? ¿O permitirás que otros las corrijan, cambien lo que no comprenden, eliminen lo que gusten y lo que no les guste?
— ¡No! Nada de cambios. ¡Fueron entregadas por la Luz! ¡Nada de cambios!
— ¿Estás seguro? ¿Ni una línea aquí o allá, con buen motivo? «La mayoría no comprenderá», «Esto podría ser ofensivo», «El mensaje no está claro»…
— ¡Nada de cambios!
Arqueó las cejas, interrogante.
— ¿Quién eres tú para insistir?
— Estaba aquí cuando fueron entregadas — repliqué —. ¡Yo mismo las vi aparecer!
— En ese caso, ¿te has convertido en Custodio de las Páginas?
— No es preciso que sea yo. Puede ser cualquiera, siempre que prometa no hacer cambios.
— ¿Pero alguien ha de ser Custodio de las Páginas?
— Alguien, sí. Supongo.
— Y así se inicia el sacerdocio paginiano. Quienes dan la vida para proteger un orden de pensamiento se convierten en sacerdotes de ese orden. Sin embargo, cualquier orden nuevo, cualquier manera nueva, es cambio. Y el cambio es el fin del mundo tal como es.
— Estas páginas no representan ninguna amenaza — dije —. ¡Son amor y libertad!
— Pero el amor y la libertad son el fin del miedo y la esclavitud.
— ¡Por supuesto! — exclamé, enfadado. ¿Adónde quería llegar ese anciano? Y Leslie, ¿por qué guardaba silencio? ¿Acaso no estaba de acuerdo en que eso era…?
— Quienes medran con el miedo y la esclavitud — dijo le Clerc —, ¿recibirán gozosos el mensaje de las Páginas?
— Probablemente no, pero no podemos permitir que esta… esta luz… se pierda.
— ¿Prometes proteger la luz? — dijo él. — ¡Por supuesto!
— Los otros paginianos, tus amigos, ¿la protegerán también?
— Sí.
— Y si quienes medran con el miedo y la esclavitud convencen al rey de esta tierra de que eres peligroso, si marchan contra tu casa, si llegan con espadas, ¿cómo vas a proteger las Páginas?
— ¡Escaparé llevándomelas!
— ¿Y cuando se te persiga, se te atrape, se te acorrale?
— Si tengo que luchar, lucharé —dije —. Son principios más importantes que la vida. Hay ideas por las que vale la pena morir.
El anciano suspiró.
— Y así se iniciaron las Guerras Paginianas — dijo —. Armaduras y espadas, escudos y estandartes, caballos, fuego y sangre en las calles. No serán guerras breves. A ti se unirán millares de verdaderos creyentes, decenas de millares, rápidos, fuertes, sagaces. Pero los principios de las Páginas desafían a los gobernantes de todas las naciones que mantienen su poder mediante el miedo y las tinieblas. Decenas de millares marcharán contra vosotros.
Por fin comenzaba a comprender lo que le Clerc trataba de decirme.
— Para ser reconocidos — prosiguió —, para diferenciarnos entre los otros, necesitaréis un símbolo. ¿Qué símbolo elegirás? ¿Qué signo impondrás a tus estandartes?
Se me hundía el corazón bajo el peso de sus palabras, pero luché aún.
— El símbolo de la luz — respondí — El signo de la llama.
— Y así será —dijo él, como si leyera la historia no escrita — que el Signo de la Llama se enfrentará al Signo de la Cruz en los campos de batalla de Francia, y la Llama prevalecerá, gloriosa victoria. Y las primeras ciudades de la Cruz serán arrasadas por tu puro fuego. Pero la Cruz se unirá con la Media Luna, y sus ejércitos unidos llegarán en enjambres desde el sur, desde el este, desde el norte, cien mil hombres armados contra tus ochenta mil.
Oh, basta, quería decir yo. Ya conozco lo que sigue.
— Y por cada soldado de la Cruz y cada guerrero de la Media Luna que matéis protegiendo vuestro don, cien odiarán tu nombre. Sus padres, sus esposas, sus hijos y sus amigos odiarán a los paginianos y a las malditas Páginas por el asesinato de sus seres amados. Y cada paginiano despreciará a los cristianos y a su maldita Cruz, y a todos los musulmanes y a su maldita Media Luna, por el asesinato de los suyos.
— ¡No! — grité.
Pero cada una de sus palabras era verdad.
— Y durante las Guerras se erigirán altares, se construirán catedrales y cúpulas alrededor de las Páginas. Quienes busquen el crecimiento espiritual y el entendimiento se encontrarán, en cambio, cargados de nuevas supersticiones y de nuevos límites: campanas y símbolos, reglas y cánticos, ceremonias, plegarias y vestiduras, incienso y ofrendas de oro. El corazón del Paginismo pasará del amor al oro. Oro para construir templos más grandes, oro para comprar espadas con las que convertir a los no creyentes y salvarles el alma.
Y cuando tú mueras, Primer Custodio de las Páginas, oro para construir imágenes tuyas. Habrá enormes estatuas, frescos grandiosos y cuadros que conviertan esta escena en arte inmortal. Mira, tejidos en este tapiz: aquí la Luz, aquí las Páginas, aquí la bóveda celeste abierta al Paraíso. Aquí, arrodillado, Richard el Grande con su centelleante armadura. Aquí, el encantador Angel de la Sabiduría, con las Sagradas Páginas en la mano; aquí, el viejo le Clerc ante su humilde fogata, en las montañas, testigo de la visión.
¡No! pensé. ¡Imposible!
Pero no era imposible; era inevitable.
— Da estas páginas al mundo y habrá otra poderosa religión, otro sacerdocio, otro Nosotros y otro.
Ellos, los unos contra los otros. En el curso de cien años, un millón de personas habrá muerto por las palabras que tenemos en nuestras manos; en mil años, decenas de millones. Y todo por este papel.
No había rastros de amargura en su voz; tampoco se tornaba cínica o fatigada. Jean-Paul le Clerc estaba colmado por el aprendizaje de toda una vida, en serena aceptación de lo que había descubierto.
Leslie se estremeció.
— ¿Quieres mi abrigo? — pregunté.
— No, wookie, gracias — respondió —. No es por frío.
— No es por frío — dijo le Clerc. Se inclinó para recoger una rama en ascuas de la fogata y la arrimó a las páginas doradas — Esto te hará entrar en calor.
— ¡No! — Le arranqué los pergaminos. — ¡Cómo vas a quemar la verdad!
— La verdad no se quema. La verdad espera a todos cuantos quieran hallarla — dijo —. Sólo se quemarán estas páginas. La elección es tuya. ¿Quieres que el paginismo se convierta en la próxima religión de este mundo? — Sonrió. — Seréis santos de la iglesia…
Miré a Leslie y vi en sus ojos el mismo horror que yo sentía en los míos.
Ella tomó la rama de sus manos y la acercó a los bordes del pergamino. La llamarada creció hasta convertirse en un amplio capullo de blanco sol bajo nuestros dedos. Un momento después dejábamos caer aquellas astillas luminosas al suelo. Allí ardieron por un instante más y quedaron oscuras.
El anciano suspiró su alivio.
— ¡Qué bendito atardecer! — exclamó —. ¡Cuán rara vez se nos da la oportunidad de salvar al mundo de una nueva religión!
Luego se enfrentó a mi esposa con una sonrisa esperanzada.
— ¿Lo salvamos? — preguntó.
Ella le devolvió la sonrisa.
— Sí. En nuestra historia, Jean-Paul le Clerc, no se dice una palabra sobre los paginianos ni sobre sus guerras.
Se miraron en tierna despedida, escépticos amantes. Después, con una pequeña reverencia dedicada a nosotros dos, el anciano giró en redondo y escaló la montaña hacia la oscuridad.
Las fieras páginas aún ardían en mi mente, inspiración hecha cenizas.
— Pero ¿y los que necesitan lo que esas páginas dicen? — pregunté a Leslie — ¿Cómo podrán… cómo podremos aprender lo que en ellas estaba escrito?
— Le Clerc está en lo cierto — aseguró ella, siguiendo al anciano con la vista hasta que ya no pudo distinguirlo —: quien ansía la verdad y la luz puede encontrarlas por propia cuenta.
— No estoy seguro. A veces nos hace falta un maestro.
Se volvió hacia mí.
— Prueba con esto — sugirió —. Supón que deseas honrada, sincera, profundamente saber quién eres, de dónde viniste y por qué estás aquí. Supón que estás dispuesto a no descansar hasta averiguarlo.
Asentí con la cabeza. Me imaginé resuelto, determinado, indetenible, ansioso de aprender, revisando bibliotecas en busca de libros y artículos, asistiendo a conferencias y seminarios, llevando diarios de mis esperanzas y especulaciones, anotando intuiciones, meditando en cumbres montañosas, siguiendo la pista de los sueños y las coincidencias, interrogando a desconocidos…todos los pasos que doy cuando aprender importa más que nada.
— Sí —dije.
— Ahora — continuó ella —, ¿te imaginas no descubriéndolo?
Uf, pensé. ¡Cómo sabe hacerme ver, esta mujer! A manera de respuesta me incliné en una reverencia.
— Milady le Clerc, princesa del Conocimiento. Ella me hizo una lenta reverencia en la oscuridad.
— ¡Milord Richard, príncipe de la Llama!
Intimo y silencioso en el claro aire de la montaña, la tomé en mis brazos. Las estrellas ya no estaban allá arriba, sino a nuestro alrededor. Eramos uno con las estrellas, uno con le Clerc, con las páginas y su amor, uno con Pye, Tink, Atkin y Atila, uno con todo lo que existe, lo que alguna vez fue o será. Uno.