8 Mott Street

Esa es mi idea de una Navidad feliz -dice June mientras muerde un donut relleno de mermelada de frambuesa y cierra los ojos. Luego mastica y sorbe su café-. ¿Sabes?, el sexo en las fiestas es el mejor. Tienes buena comida, una conversación inteligente o, en vuestro caso, una pelea que prepara el ánimo para que te lleven al huerto. Después de una riña lo necesitas. Sacar las manías fuera.

– Suena como si hubieras estado allí -digo. Claro que… ¿dónde no ha estado June?

– Oh, podría contarte acerca de un día de San Patricio en Dublín, que te haría…

– June -dice la abuela. Ha entrado al taller con el abrigo puesto y la bufanda atada debajo de la barbilla. Deja su bolso y se quita los guantes y el abrigo.

– Iba a contarle a Valentine sobre el granuja con acento irlandés que conocí en las vacaciones de 1972. Seamus no tenía vergüenza, créeme, era un hombre encantador.

– Me gustaría que escribieras un libro. De esa manera disfrutaríamos los detalles como una experiencia literaria -dice la abuela, colgando su abrigo-, y tendríamos la opción de pedir el libro en la biblioteca… o no.

– No os preocupéis, nunca escribiré un libro. No puedo ser tan explícita cuando escribo. -June da la vuelta al papel de patrones en la mesa de cortar como si fuera un matador moviendo un capote-. Sólo lo soy en la vida real.

– La señal de una verdadera artista -le digo mientras caliento la plancha.

– ¿Qué os parece? -dice la abuela, que se quita el pañuelo que le cubre la cabeza. Se gira con lentitud para mostrar el nuevo color de pelo. ¡El cabello blanco se ha esfumado! Ahora va de castaño claro, con un corte a lo garçonne, en largas capas que caen hacia delante. Tiene mechas de color dorado pálido alrededor del rostro, donde solía haber pequeños rizos apretados. Sus ojos negros brillan al contrastar con su piel rosada y el cálido color caramelo de su cabello-. He usado el vale de regalo de Eva Scrivo que me disteis por Navidad. ¿Qué os parece?

– Dios Todopoderoso, Teodora, te has quitado veinte años de encima -dice June sorprendida-. Y yo te conocí hace veinte años, así que te lo digo con franqueza.

– Gracias -dice la abuela, que sonríe abiertamente-. Quería una apariencia nueva para mi viaje a Italia.

– Bueno, pues ahí la tienes -le digo.

– Quiero decir nuestro viaje a Italia -dice la abuela, mirándome-. Valentine, quiero que vengas conmigo.

– ¿En serio?

Sólo he estado en Italia en un viaje del colegio y me encantaría visitar el país con mi abuela. Cuando mis abuelos iban a Italia era estrictamente por negocios, a comprar suministros, conocer a compañeros artesanos, compartir información y aprender nuevas técnicas. Por lo general, durante un mes. Cuando era pequeña iban cada año, aunque los últimos años tuvieron que espaciar los viajes e iban cada dos o tres. Al morir el abuelo, hace diez, la abuela reanudó los viajes anuales.

– Abuela, ¿estás segura de que quieres que te acompañe?

– Ni siquiera contemplaría la idea del viaje sin ti. Quieres ganar el concurso de los escaparates de Bergdorf, ¿no? -pregunta la abuela mientras hojea sus archivos-. Pues necesitamos los mejores materiales, ¿no crees?

– Por supuesto.

Estamos esperando el diseño del vestido que nos prometió Rhedd Lewis. He aprendido que los únicos que trabajan con fechas límite en el mundo de la moda son los que hacen las cosas, no los que las venden.

June baja las tijeras y mira a la abuela.

– No has llevado a nadie a Italia en años, al menos desde que Mike murió.

– Sé que no lo he hecho -dice con tranquilidad.

– Entonces, ¿a qué se debe? -pregunta June, uniendo el papel de patrones al cuero.

– Ha llegado el momento -dice la abuela. Luego echa un vistazo al taller y se asoma a los contenedores de plástico, buscando algo que hacer--. Además, algún día Valentine se encargará del negocio y necesita conocer a todas las personas con las que tengo trato.

– Me gustaría que partiéramos esta misma noche. Por fin veré el Spolti Inn y conoceré a los curtidores e iré a las sederías del Prato. Lo he esperado toda mi vida.

– Y los italianos te esperan a ti -dice June.

– June, tengo una relación -le explico, y me pregunto si se habrá enterado de lo ocurrido la víspera de Navidad.

– Lo sé, pero es la ley de la selva. Mi experiencia me ha ensañado que siempre que salía con un hombre, atraía a más. Y en Italia, créeme, los hombres hacen cola.

– Por las propinas: porteros, camareros y botones de hotel -le digo.

– No hay nada de malo en que un hombre haga el trabajo duro por ti -dice June, guiñando un ojo.

– Valentine tendrá mucho trabajo. No le quedará tiempo para hacer amistades.

– Qué mal -suspira June.

– Esa es la verdadera razón por la que te llevo -dice la abuela-. Harás el trabajo mientras yo hago amistades.

Pienso en esas llamadas desde Italia para pedir cuero a altas horas de la noche, que parecían alargarse más de lo necesario. Pienso en el hombre de la fotografía enterrada en el fondo del tocador de la abuela y recuerdo nuestras conversaciones sobre el tiempo, que se derretía como hielo entre sus manos. ¿En realidad me está llevando a Italia para enseñarme y poder dejar la compañía de zapatos Angelini en mis manos o hay algo más? Esperaba que la abuela volviera a casa después de su visita a Eva Scrivo con una versión de su peinado anterior; corto, con volumen y de color plata, pero ha entrado aquí pareciendo la versión tercera edad de la Posh Beckham que va a una noche al bingo para jubilados. ¿A qué es debido?

Alguien llama a la puerta.

– Que comience el martirio -dice June con alegría.

– Abuela, viene Bret a nuestra reunión.

– ¿Tan pronto? -dice la abuela en un tono que me indica que preferiría que esta reunión no se llevara a cabo.

– Abuela, te pido por favor que tengas la mente abierta.

– He cambiado mi cabello por completo, puedes asumir que estoy abierta a nuevas cosas.

Abro la puerta. Roman está de pie en la entrada con un ramo de rosas rojas en una mano, la otra la esconde detrás de su espalda.

– ¡Qué sorpresa! -digo.

– Buenos días -dice Roman, y se inclina para besarme mientras me entrega las flores-, pasaba por aquí.

– ¡Son preciosas! Gracias, pasa.

Roman me sigue al interior del taller. Lleva unos téjanos, una cazadora de piloto de lana, y en los pies, unos zuecos amarillos de plástico con unos gruesos calcetines blancos.

– ¿No tienes frío en los pies?

– No con mis calcetines Wigwam -dice sonriente-, ¿te preocupas por mí?

– Sólo por tus pies. Tenemos que trabajar tu calzado, ahora estás con una zapatera. Me hiciste dejar la lasaña Lean Cuisine, y yo no puedo dejarte ir por ahí con zuecos de plástico. Me encantaría hacerte un par de botas de cabritilla.

– No diría que no -dice, riéndose. De su espalda, Roman hace aparecer otros dos ramos de flores, y le da uno a la abuela y otro a June-. Para las chicas de los zapatos Angelini.

Ellas se deshacen en agradecimientos. Luego, Roman nota el cabello de la abuela.

– Teodora, me gusta tu pelo.

– Gracias -ella agita el ramo frente a Roman-, no debiste.

– Falta un mes para el día de San Valentín -dice June, oliendo su ramo.

– Todos los días son San Valentine para mí -dice Roman, y me mira-. Bueno, ¿cuántos de tus novios han usado esta frase?

– Todos -le digo.

En el cuarto de baño lleno dos jarrones de cristal tallado con agua, le doy uno a la abuela y el otro a June. Encuentro un tercer jarrón y lo lleno con agua para mi ramo.

La abuela arregla sus rosas en el jarrón y dice:

– Es grato descubrir que todavía hay hombres que saben cómo complacer a una dama.

– En todos los sentidos -dice June, guiñándome un ojo.

La abuela coloca las flores de June en el otro jarrón mientras el taller cae en un silencio de muerte, sólo interrumpido por el susurro del papel de patrones mientras June lo corta. Roman, que es un tío bueno, da vueltas a los cepillos de la máquina de teñir, esperando que alguien diga algo que no esté relacionado con su/mi/nuestra vida sexual.

– Y ni siquiera habéis probado mi comida -le dice Roman a June.

– Estoy impaciente -brama June.

– Vale, June -le advierto.

Una cosa es que June nos cuente su vida sexual cuando sólo estamos las chicas y otra totalmente diferente es pintar el retozón cuadro Los buenos pobos de ayer frente a Roman.

Alguien abre la puerta principal.

– Buenos días, señoras -grita Bret desde el vestíbulo.

Bret entra en la tienda con un traje de Armani azul marino, una llamativa corbata amarilla y camisa blanca. Lleva unos mocasines Dior negros, lustrados y con borlitas.

Bret le ofrece la mano a Roman y dice:

– Bret Fitzpatrick.

– Roman Falconi -dice él a su vez, dándole un firme apretón de manos.

– Supongo que estás aquí buscando unos zapatos de boda… -bromea Bret.

– ¿Qué, tenéis algo del número cuarenta y tres? -Roman mira a la abuela y a June y luego a mí.

Aquí están, mi pasado y mi futuro en colisión frontal. Los examino, es obvio que me gustan altos y con trabajo. También soy la hija de mi madre y, por lo tanto, soy criticona. Los zuecos de Roman parecen zapatos de payaso gigantes junto a los lisos y brillantes mocasines de Bret. Si me dieran a elegir, preferiría que en este momento mi novio llevara zapatos serios.

– Bret es un viejo amigo -dice la abuela.

– Nos está ayudando a encontrar nuevas oportunidades de negocio para la tienda -explico.

Roman mira a Bret y asiente, luego dice:

– Bueno, no os interrumpo más. Tengo que irme. Faicco vende unas piernas de ternera estupendas, vienen de una granja de agricultura ecológica en Woodstock. Nuestro plato especial para esta noche es el ossobuco.

Roman me da un beso de despedida.

– Gracias por las flores -dice la abuela, sonriendo.

– Por las mías también -dice June.

– Ya nos veremos, chicas -dice Roman, y se da media vuelta para irse-. Encantado de conocerte.

– El gusto es mío -dice Bret mientras Roman se va.

– No ha sido embarazoso para nada -dice June mientras sostiene con los labios fruncidos un alfiler-. Algo nuevo conoce a algo viejo.

– ¿Es tu nuevo novio? -dice Bret, mirando la puerta.

– Es chef -alardea la abuela.

– Del Ca' d'Oro, en Mott Street -respondo antes de que Bret pregunte.

Cuando éramos pareja, nuestra comunicación era similar a un buen juego de Jeopardy! Y, para ser honesta, a veces echo de menos esa conexión.

– He oído hablar de él, se supone que es muy bueno -dice Bret con agrado.

Es bueno saber que mi antiguo novio no siente ni un ápice de celos hacia el nuevo, aunque quizá me hubiera gustado que los sintiera, aunque sólo fuera un poco.

– Te recomiendo el risotto -digo yo.

Bret se sienta y abre su cartera. Saca una carpeta que pone «Zapatos Angelini»-Quiero consultaros algo -dice-. ¿Habéis hablado acerca de la posibilidad de expandir vuestra marca?

– Valentine mencionó algunas cosas -empieza la abuela.

– Abuela, hoy llevas el cabello diferente, ¿te has hecho algo?

– Es un nuevo corte de pelo.

– Y un chapuzón en nuestra Señora del Tinte -dice June riéndose-. Y lo sé porque yo misma tiño mi cabello.

– Bueno, te queda muy bien, abuela -dice Bret.

Estoy impresionada con la habilidad de Bret para suavizar al cliente con reservas. Debe de ser un fenómeno con los fondos de inversión.

– June -continúa Bret-, ¿te importa que hable de negocios con ellas?

– Imaginad que no estoy aquí.

– Valentine me ha explicado el concepto de explotar una marca. Bueno, sabes que tenemos este negocio desde hace cien años, así que nuestra marca es conocida y ha sido puesta a prueba. Es lo que es. Eso es lo que no entiendo. -La abuela se aparta el flequillo hacia un lado-. Hacemos zapatos de boda a partir de nuestros primeros diseños, de nuestro catálogo, si quieres. Los hacemos a mano y no podemos hacerlos más rápido. ¿Cómo podríamos atender a una clientela más numerosa de la que ya tenemos?

– ¿Valentine? -Bret me pide que responda.

– No lo haríamos, abuela, no con nuestros diseños de base. No podríamos. No, tenemos que diseñar un nuevo zapato, uno que se pueda producir a gran escala en una fábrica. Introduciríamos una colección secundaria más asequible.

– ¿Zapatos más baratos?

– En precio sí, pero no en calidad.

– Os seré sincera. No sabría cómo hacerlo -comenta la abuela.

– A los inversores les gustaría saber que el producto que ellos financian tiene potencial de amplia distribución y, de esa manera, un mayor margen de beneficio. Eso se hace creando algo que esté a la moda, y que tanto para el diseñador como para el fabricante sea factible -dice Bret, y le entrega a la abuela un informe que dice: «Creación de una marca, CRECIMIENTO Y OBTENCIÓN DE BENEFICIOS EN LOS PEQUEÑOS NEGOCIOS»-. Bueno, si seguís mi lógica, creo que juntos podemos obtener los fondos que os financien el tiempo y los materiales necesarios para que el negocio crezca en nuevas direcciones.

– Tiene sentido -digo de modo alentador, pero cuando miro a la abuela compruebo que ella no parece convencida.

– Vamos a ver: los inversores quieren una institución venerable, que se identifique con una marca de calidad, que ofrezca una idea que pueda producirse a gran escala -continúa Bret-. Y aquí está el atractivo, no tiene que ser un zapato de boda.

– Ya veo -dice la abuela mirándome.

– He pensado en crear algo nuevo que forme parte de nuestra marca, pero que no se aleje de nuestro trabajo tradicional en el taller -explico-. Tiene que ser un producto externo, creado aquí, desarrollado aquí, pero fabricado en otro lugar.

– ¿En China? -pregunta la abuela.

– Probablemente, o en España, Brasil, Indonesia, quizás en Italia -le digo.

– ¿No hay fábricas estadounidenses que hagan zapatos?

– Unas cuantas.

– ¿Podríamos usar una de ellas?

– Abuela, lo estoy mirando ahora.

No quiero que esta conversación se centre en la discusión Made in USA, algo que a la abuela le encanta defender. Debo mantener su mente centrada en la idea principal, y en la operación de crecimiento.

– No nos preocupemos en este momento por el tema de la producción -dice Bret, para apoyarme-. Centrémonos en el trabajo por venir.

– Abuela, tengo que diseñar el primer zapato. Estoy pensando en un zapato informal, pero a la moda. Quizá también accesorios. Tal vez, cuando crezcamos con el tiempo, los incluyamos.

– Oh, no, por Dios, ¡cinturones no! -interrumpe June-. Lo siento, sé que se supone que debería ser más sorda que una tapia, pero a veces una chica tiene que hablar sin temor. Ya hemos probado los accesorios, son un desastre. Mike hizo cinturones, los vendió a Saks y nos los devolvieron, ¿os acordáis? -La abuela asiente-. Usó un tipo de cuero suave, una piel de cabritilla chulísima que, después de un par de usos, se estiraba como goma de mascar. Los clientes se enfadaron y los de Saks estaban indignados. Nos devolvieron todos los cinturones. -June niega con la cabeza-. Todos.

– Y Mike dijo: «Nunca jamás». Decía que debíamos atenernos a lo que conocíamos.

– Bueno, abuela, nosotros no nos podemos permitir ese lujo. Debemos arriesgarnos, si no lo hacemos, si no nos llega algo que revitalice nuestro negocio y lo traslade al siguiente nivel, el año que viene desapareceremos.

– De acuerdo -dice Bret, y me pasa la carpeta-. Vosotras dos tenéis mucho que hablar. Yo diré a mis compañeros que estáis creando un catálogo de ideas para ellos.

– También les puedes decir que iremos a Italia para traer las últimas innovaciones en materiales aplicadas al diseño clásico -le digo.

– Val, nunca creí que diría algo así, pero hablas como un hombre de negocios.

– Creo en esta compañía.

– Eso es evidente -termina Bret. Besa a la abuela en la mejilla, luego a June y a mí-. Seguid así, vosotras sabéis lo que hacéis.

Bret nos deja la carpeta y se va.

– Realmente cree en ti -dice June.

– Me conoció cuando… -digo yo-. Hay mucho que decir a favor de eso.


Ca' d'Oro cierra los lunes, así que para Roman y para mí ésa es nuestra noche para salir. Roman suele venir a Perry Street a cocinar, o vamos a su casa y cocina allí. Sin embargo, esta noche ha invitado a mi familia a cenar al restaurante, para corresponder a la cena de Navidad y como penitencia por haberse perdido el ochenta cumpleaños de la abuela en el Carlyle. Creo que no podría existir un mejor escenario, pues quiero que mi familia lo conozca en su propio ambiente. Ca' d'Oro es la obra maestra de Roman: explica quién es, muestra el alcance de sus talentos culinarios y demuestra que está en verdad inmerso en el mundo de la restauración de Manhattan.

He ido al restaurante cuando he terminado de trabajar en el taller. He preparado la larga mesa del salón, he encendido las velas y he puesto como centro de mesa un jarrón bajo con plantas verdes y violetas. Ahora estoy en la cocina y hago de pinche para Roman. Preparar comida es un respiro de hacer zapatos, básicamente porque puedo probar las recetas mientras él las prepara.

– ¿Así que él es tu tipo? -dice Roman, y coloca una delgada lámina de pasta sobre la bandeja para hacer los raviolis.

Después sigo yo, pongo en la frágil hoja de pasta una pequeña cantidad del relleno creación de Roman, una mezcla cremosa de boniato, trocitos de trufa, parmesano añejo y hierbas.

– Me preguntaba cuánto tardarías en preguntarme por Bret.

– Es un hombre de negocios de traje y corbata, ¿le van bien las cosas?

– Mucho.

– Seguís siendo amigos, así que la separación no habrá sido dolorosa.

– Lo fue un poco, pero antes éramos amigos, así que ¿por qué no seguir siéndolo después?

– ¿Qué pasó?

– Una carrera en Wall Street y la fabricación de zapatos no se complementan. Ahora puedo mirar la situación con perspectiva y apreciarla por lo que era. Lo que funcionaba entre nosotros eran nuestros orígenes. Uno de cada.

– ¿Uno de cada? -repite Roman. Coloca otra lámina de pasta sobre el relleno, luego coloca la prensa cortadora sobre la masa y secciona doce raviolis de tamaño normal, que pone en la tabla de cortar enharinada. Coge los cuadrados uno por uno y los alinea en una bandeja de madera, luego los espolvorea con harina de maíz amarilla-. Explícame eso.

– Nunca debe haber dos de lo mismo en una relación. Tienes que mezclar. Irlandés, Fitzpatrick, e italiana, yo. Un judío y un católico compensan la culpa y la vergüenza bastante bien. ¿Un protestante y un católico? Tienen un margen muy reducido. Mis padres nos alentaron a casarnos con nuestros iguales, pero demasiado de lo mismo engendra el melodrama.

– ¿Dos italianos? -me pregunta.

– Es bueno si son de diferentes lugares.

– Bien, yo soy de la Apulia y tú eres… ¿De dónde eres?

– De la Toscana y de Calabria.

– ¿Entonces estamos bien?

– Estamos bien -le aseguro.

– Quizá son las profesiones las que lo estropean todo. ¿Qué tal un chef y una zapatera? ¿Funciona?

Me pongo de puntillas y le beso:

– Eso depende.

– Pero ¿qué pasa si ambos sois puro melodrama? El melodrama de la creatividad y el riesgo. ¿Qué tal si es esa clase de pasión lo que os mantiene juntos?

– Entonces es obvio que tengo que revisar mi norma.

– Bien -dice Roman, y coloca otra lámina de pasta sobre la prensa. Relleno los huecos con cuidado-. ¿Por qué no vas al comedor y descansas?

– No, gracias, me gusta ayudar. Además, si no lo hago, nunca te vería.

– Lo siento -dice con ternura-. Riesgo profesional.

– No lo puedes evitar, y no deberías. Amas tu trabajo y yo amo que lo ames.

– Eres la primera mujer con la que salgo que lo entiende.

– Además, te sirvo más aquí de lo que tú podrías ayudarme en el taller. No te veo cosiendo adornos rosados en zapatos de novia.

– Soy muy malo con la aguja y el hilo.

Roman coloca la última lámina de pasta sobre los huecos, cierra la prensa, la abre y una docena de raviolis cuadrados brotan de la rejilla. Los coloca en la bandeja de madera con los demás. Luego abre el horno y revisa el asado de cerdo y los vegetales, que se cuecen a fuego lento en una reducción de vino que inunda la cocina de olor a mantequilla, salvia y vino de borgoña tibio. Observo mientras él hace malabares diestramente en la preparación de la comida. Se sumerge en su trabajo; es obvio que se entrega y que le dedica mucho tiempo. Roman también investiga. Ensaya las nuevas recetas y sus combinaciones, pone las cosas a prueba, rechaza ideas, reemplaza las viejas con las nuevas.

A pesar de mis profundos sentimientos (y de los suyos), a veces me pregunto cómo construiremos una relación si casi no nos vemos. Recuerdo una entrevista con Katharine Hepburn en la que decía que, en una relación con un hombre, el trabajo de una mujer consistía en ser adorable. Intento ser una novia comprensiva que no cause bullas ni estrés, que esté más que al tanto de las presiones que tiene en el trabajo para no ser una más. Para ser justos, él hace lo mismo por mí. Pienso que mientras ambos estemos en el mismo lugar, este acuerdo funcionará bien y nos llevará a la siguiente fase (sea cual sea).

– ¡Hola, chicos! -dice mi madre. Ha entrado en la cocina y deja unas bolsas-. Acabo de hacer unas compras en el centro, no me puedo resistir a una ganga y en esto nadie iguala a Chinatown. Chinelas de seda por dos dólares. -Sostiene una bolsa llena de ellas.

– Ya sé cuál es mi regalo de las próximas Navidades.

– Dentro de doce meses ya lo habrás olvidado. Tus hermanas están aquí, los chicos están aparcando. ¿Estáis haciendo raviolis?

– Es la especialidad de la noche -dice Roman.

– Mmmmm.

– ¿Dónde está papá? -pregunto.

– Está detrás de la barra, llenando la coctelera de manhattans. ¿Te parece bien, Roman?

– Claro, sentíos como en casa. Esta noche va de eso -dice Roman, y sonríe.

– ¡Es maravilloso! Tenemos nuestro propio chef en su propio restaurante de moda cocinando para nosotros. ¡Es más de lo que merezco!

– Te veré en la barra, mamá.

Mi madre vuelve al comedor mientras levanto la bandeja de los raviolis terminados, la coloco en un anaquel portátil con ruedas y lo llevo hacia la mesa de trabajo.

– Sabes que mi madre está muy impresionada contigo.

– Lo sé. Si te ganas a la madre, ya tienes a la hija.

Me estiro para besar a Roman.

– Mi madre no tiene nada que ver con esto.

Roman me da una cesta con bastoncitos de pan casero para que la lleve a la barra.

Mamá y papá están sentados en los taburetes, dando la espalda al restaurante. Los pies de papá, con unos Merrells negros de ante, descansan sobre la barra que hay en la parte baja del taburete, mientras que los de mamá, con unos botines de cabritilla de color marrón oscuro y tacón alto, cuelgan por encima de esa barra, como los de un niño. Tess y Jaclyn están de pie, cerca de la barra. Tess lleva un vestido rojo de cóctel y Jaclyn unos pantalones negros de maternidad que hacen juego con un enorme jersey de cuello alto. Jaclyn levanta la mano y dice:

– Sí, ya lo sé, tengo el tamaño de un autobús.

– No he dicho nada -digo yo, mientras le doy un abrazo rápido.

– Lo he visto en tus ojos.

– De hecho estaba pensando en lo guapa que estás.

Jaclyn se acerca la cesta del pan y toma un bastoncito.

– Buen intento -dice, masticando-, pero la talla de mis pantalones pasa de la cuarenta.

– Tus pantalones deberían jugar a la bolsa -bromea mi padre.

– No tiene gracia, papá -dice Jaclyn, masticando.

– ¿Cómo te sientes? -digo yo, poniendo las manos en los hombros de mi padre.

– Tu madre me ha llevado por todo Chinatown como si fuera un rickshaw desbocado. Yo moriré, y ella tendrá un suministro de chinelas para toda la vida.

– ¿Dónde están vuestros maridos? -le pregunto a Tess.

– Aparcando.

– Gracias a Dios que los chicos se caen bien -dice mamá, agitando en círculos su manhattan color borgoña antes de darle un trago-. Ya sabéis que eso no suele pasar con los cuñados.

Tess me lanza una mirada cargada de intención.

– Vaya si lo sabemos, mamá -le recuerdo. A veces mi madre no tiene la más mínima idea; después de todo, no ha habido más que frialdad con Pamela durante años.

– ¿Vendrán Pamela y Alfred? No lo han confirmado.

– Todavía estamos desterrados -dice Tess, y se encoge de hombros-. Pamela no ha hablado con ninguno de nosotros desde el exabrupto de Navidad.

– ¿Has telefoneado para disculparte? -pregunta mi madre.

– No sabría qué decir. Además, es cosa de Valentine, fue ella quien lo soltó.

– Todos la llamábamos Clic-clac. Y ella nos llama las hermanas albóndiga a nuestras espaldas y nunca he recibido una disculpa por eso. -De repente parece como si tuviera cinco años.

– Mamá, tú también has hecho comentarios acerca de su tamaño -dice Jaclyn mientras pesca una cereza en su Ginger Ale y se la mete en la boca.

– En general, sobre su tamaño, sobre que es pequeña, sí, pero nunca específicamente sobre sus pies.

– Res, trasero, manos, no importa -declara papá-. Estáis diciendo tonterías y lo cierto es que habéis herido los sentimientos de Pamela. Ahora la integridad del arco iris depende de vosotras. En este momento hay un agujero en nuestro arco iris porque no sois capaces de guardaros vuestras opiniones. Alguien tiene que llamarla y arreglar las cosas.

– Tiene razón. Debemos llamarla -dice mi madre.

– ¡Yo no quiero llamar! -dice Jaclyn, y coge otro bastón-cito-. ¡No puedo! Todos los días me siento mareada hasta el mediodía y la verdad es que no aguanto más estrés, estoy exhausta. Ha formado parte de esta familia durante años. ¡Debería estar curtida! Sí, somos un pandilla difícil, ¿y qué?, mientras formes parte de ella te lo comes con patatas. ¿Clic-clac? Es casi como decirle «Flaca flacucha».

– Las hormonas del embarazo han llegado -susurra mi madre-. Debe de ser un niño.

Charlie y Tom entran en el restaurante y saludan a mis padres. Roman sale de la cocina con un plato de flores de calabacín fritas. Lo deja sobre la barra y luego agita las manos.

– Yo ya te doy las cuatro estrellas, por el aparcamiento. Ha sido un acierto -dice Charlie, quitándose el abrigo.

– Aparcar en Litle Italy está tirado -dice papá-. Los italianos saben cómo atraer los negocios, ¿verdad, Roman? Cuando probemos tu comida, te diremos si puedes quedarte con el tuyo -remata papá, que le guiña un ojo a Roman.

Roman fuerza una sonrisa, pero mi padre no lo nota. La abuela llega y se quita el sombrero. Agita su nuevo cabello y da unas vueltas, como una modelo. Charlie y Tom silban, mientras mis hermanas se maravillan del cabello castaño de la abuela.

– ¡Mamá! ¡Eres castaña de nuevo! -dice mi madre, y aplaude con alegría-. ¡Por fin has escuchado mi consejo!

Papá se gira en su taburete y dice con aprobación:

– Alguien ha dejado atrás el Geritol.

– Mamá, ahora puedes quitarle a tu edad otros cinco años -propone Tess.

– ¡Por fin! ¡Si los ochenta son los nuevos sesenta, tengo cuarenta!

– Eso me convierte en un pervertido -dice mi padre mientras bebe de su copa-. Con tus extravagantes cálculos, soy tan viejo que podría ser tu padre.

– ¿Qué hay de malo en relacionarse con un hombre mayor? -dice mi madre, encogiéndose de hombros.

– Alfred está al llegar -anuncia la abuela.

– Me dijo que no vendría -dice mi madre, que pasa detrás de la barra para servir un manhattan a la abuela.

– Pero yo le he dicho que tenía que venir -dice la abuela. Pone su bolso de mano sobre un taburete de la barra-. Estoy harta de esta tonta disputa. He visto suficientes en mi vida. Una riña familiar se estanca, conforme pasa el tiempo se convierte en una guerra de cien años y de pronto nadie recuerda cuál fue el conflicto que la empezó.

– Yo soy del mismo padecer, abuela.

– Parecer -mamá corrige a papá.

– ¿Debemos esperar a Alfred para empezar? -le pregunta Roman a la abuela-. Me adelanto y voy trayendo la comida -añade, dirigiéndose a la cocina.

– ¿Me necesitas? -pregunto yo.

– Ya me hago cargo -dice por encima del hombro.

Percibo el tono exasperado de Roman. Mi familia no ha hecho más que quejarse desde que llegaron. Mi novio ha hecho un gesto de cansancio cuando mi familia ha insistido en sacar la disputa de Navidad con Pamela. Nadie tendría que pasar por eso dos veces.

– Han llegado los esbozos del vestido de novia -dice la abuela, y me da un sobre gris con las letras «bg» que saca de su bolso-. Entregados en mano a nombre de Bergdorf Goodman.

El dibujo del vestido de novia para el que tenemos que hacer un zapato está trazado con tinta y acuarelas en un grueso papel de dibujo. La silueta muestra fragmentos de chifón que parecen cortados con un cuchillo para bistec y cosidos al azar en una especie de envoltorio ajustado. Parece un vestido de seda que acabó accidentalmente en la lavadora. Es horrible.

– ¿Quién necesita zapatos con este vestido? Necesitas un abrigo -digo yo, y le paso el dibujo a Tess.

– Uno que se abroche del cuello a los tobillos -comenta la abuela, negando con la cabeza-. ¿Quiénes son Rag and Bone?

– Dos diseñadores que están muy de moda -le digo.

Mamá se pone sus gafas para leer, con ellas examina el diseño y dice:

– ¡Uy, uy, uy! ¿Se está practicando una nueva política de austeridad? -Le pasa el dibujo a Jaclyn-. No entiendo por qué no usarían a alguien como Stella McCartney. Ella es clásica, Romántica y juguetona.

– Y tu madre estaba enamorada de su padre. Paul era su Beatle favorito -añade mi padre.

– No pienso disculparme por mi buen gusto -dice mi madre, agitando su bebida.

Roman trae un plato de raviolis a la mesa. Jaclyn me da el dibujo y dice:

– ¿Por qué estas cosas no pueden ser bonitas? ¿Por qué todo tiene que ser tan feo? -Jaclyn llora, luego golpea la mesa con las manos-. ¿Qué me pasa? ¿Por qué estoy llorando? -solloza-. No estoy llorando en mi cabeza…, dentro de mi cabeza. ¡Estoy cuerda! Es sólo un vestido, no me importa ese vestido -gimotea-, pero no puedo parar.

Roman va detrás de la barra, saca una caja de pañuelos y los pone sobre la mesa, junto a Jaclyn.

– Ya, ya -dice mi madre, apoyando el brazo alrededor de Jaclyn para tranquilizarla.

– ¡Dios, quisiera poder beber! ¡Cuatro meses más sin nada para empinar el codo! -dice Jaclyn mientras se pone las manos en la cabeza y llora-. ¡Necesito un trago!

Roman suspira con lentitud mientras escruta la mesa. Tiene la misma mirada que en la pelea de Nochebuena. Trata de no juzgar, pero está definitivamente molesto. La buena comida no importa cuando se la sirves a personas enfadadas.

Alfred hace su entrada, y con él entra una ráfaga de aire frío. Da la mano a Roman y dice con un tono igual de helado que el viento de invierno que arrastra:

– Encantado de verte de nuevo.

– Me alegra que pudieras venir -dice Roman con amabilidad, pero le mira como si tener a seis de los Roncalli ya fuera demasiado para su restaurante.

Alfred no hace ningún movimiento para quitarse el abrigo. Lo que hace es pasear la mirada por encima de nuestras cabezas, negándose a mirarnos a los ojos. Finalmente, camina hasta mi madre y la besa en la mejilla, luego estrecha la mano de mi padre.

– No puedo quedarme. La abuela me ha pedido que pasara a saludar, pero me tengo que ir pronto.

Tess mira su plato de entremeses vacío, mientras enormes lágrimas caen sobre el jersey de Jaclyn como si fueran rocío.

– ¿Qué pasa, Jaclyn? -le pregunta Alfred.

– ¡No lo sé! -solloza.

– Alfred, por favor, quédate por lo menos a los entrantes -implora mi padre.

¿Qué puede hacer Alfred? ¿Decir que no a su padre enfermo? Alfred acerca una silla y dice:

– Sólo un momento.

– Estupendo -dice Roman, forzando otra sonrisa-. Tenemos los entrantes y, la especialidad de la casa, raviolis de trufa. Luego hay asado de cerdo con tubérculos a la parrilla.

– Me gustaría ver el menú -bromea mi padre. Todos ríen menos Roman.

Nos sentamos. Alfred se coloca en el extremo de la mesa, cerca de la abuela. Mi padre se sienta en una de las cabeceras y Roman en la otra, más cerca de la cocina. Para picar hay una fuente de rollos de salami, láminas de jamón cocido dulces y rosadas, brillantes aceitunas, tomates secados al sol, trozos de parmesano fresco y hojuelas de atún cubiertas de aceite de oliva. Roman ofrece una cesta de pan casero, recién salido del horno, para que la pasemos.

Jaclyn le muestra el dibujo del vestido a Alfred.

– ¿Qué es esto?

– El vestido de Bergdorf.

Alfred lo mira y dice:

– Debe de ser una broma.

– Definitivamente es un reto de diseño -digo, forzando una sonrisa.

– ¿De verdad crees que esto cambiará el destino de la compañía de zapatos? -dice mientras niega con la cabeza.

– Lo único que nos queda es intentarlo -digo en el mismo tono, resistiéndome a la tentación de contraatacar. Le quito el dibujo, lo deslizo dentro de su sobre de nuevo y lo pongo en la mesa detrás de mí. Una tranquilidad tediosa se establece en la mesa. Roman inspecciona nuestros platos y se asegura de que sus invitados tengan lo que necesitan. Se levanta con rapidez y rellena nuestras copas de vino.

– ¿Cómo te sientes? -le pregunta Charlie a mi padre.

– Bastante bien, Ghuck. Bueno, a veces me escuecen mis partes inferiores…

– No mientras comemos, cariño -dice mamá.

– ¡Eh!, él preguntó. Y sí tengo una sensación de escozor.

– ¿Cuándo partes para Italia, abuela? -pregunta Alfred para cambiar de tema.

– En abril, Valentine viene conmigo.

– ¿Por qué?

– Voy a conocer a los proveedores -explico.

– En abril, me encanta Italia en abril -dice Roman mientras cruza los brazos.

– Deberías venir con nosotras -le digo, y le aprieto la mano.

– Quizá lo haga.

– Yo me uniría, pero es la temporada de siembra en Forest Hills -dice mi madre en broma.

– Para que quede constancia, no podemos tener más flora y fauna en Austin Street -dice mi padre, balanceando su tenedor hacia mi madre.

– Cariño, dices eso y luego, voilà, aparece otro maravilloso rododendro o una enredadera de polemonios amarillos proliferando en algún lugar del jardín.

– Siempre hay lugar para otro polemonio -digo yo, pasando el pan a Jaclyn, que encuentra tan graciosa la palabra polemonio que no puede parar de reír.

– ¿Ahora qué?

– No lo sé -se ríe, nerviosa-, es como si hubiera comido mucho azúcar y estuviera en una atracción del parque de Six Flags. Por dentro no me estoy riendo. Lo juro -vuelve a reír-, ja, ja, ja.

– Yo nunca tuve esos cambios de humor cuando estuve embarazada -dice Tess.

– ¿Bromeas? Eras como Glenn Cióse con permanente. Te escondías en los armarios, leías mis correos electrónicos. Jurabas que tenía una aventura -dice Charlie.

– No lo recuerdo -insiste Tess-. Pero ¿el parto? Esa es otra historia. -Tess corta un trozo de pan en dos y le pone mantequilla-. Dicen que lo olvidas, pero no.

– Tess, me estás asustando -dice Jaclyn. Tom le da una palmada en la mano.

Roman me mira y arquea las cejas. Se pone de pie, coge la fuente de los raviolis y va sirviendo alrededor de la mesa. Advierto que está a punto de estallar. Entre el escozor de la ingle de mi padre, las quejas de Tess y Charlie y el lloriqueo de Jaclyn, ésta no es precisamente la clase de conversación ligera que va bien con unos raviolis hechos a mano. ¿Qué le pasa a mi familia? Parecen casi molestos de estar aquí, como si ir a un restaurante de moda en Manhattan fuera un sacrificio extremo. Además de su hosco ánimo, parecen olvidar la cantidad de trabajo que Roman ha puesto en esta comida para ellos.

Intento enmendar la situación y digo:

– Roman, los raviolis están para chuparse los dedos.

– Gracias. -Roman toma asiento.

¿Por qué no están elogiando su comida? Doy un puntapié a Tess por debajo de la mesa.

– ¡Ay! -exclama ella.

– Perdona -digo yo, mirándola, pero ella no coge la indirecta.

Cuando Tess salía con Charlie, me desviví por hacer que se sintiera aceptado. Escuché las monótonas disquisiciones de Charlie sobre cómo instalar sistemas de seguridad en el hogar hasta que los ojos me dieron vueltas en la cabeza, como aceitunas de Martini. Cuando Jaclyn empezó a salir seriamente con Tom, ella nos advirtió de que era «tímido», para que nos asegurásemos de incluirle en todas las conversaciones. Finalmente, él nos dijo a Tess y a mí que nos apartáramos, que no era necesario que lo incluyéramos en nuestras conversaciones aburridas, que ya tenía suficientes en el trabajo. Fracasamos con Pamela, pero no fue por falta de ganas; ella simplemente no comparte aficiones con nosotros, como comer, así que siempre ha sido difícil encontrar un espacio común. Cuando Alfred salía con ella, nos comportamos de la mejor manera, pero cuando se casaron era ya demasiado trabajo.

En este momento, mientras echo un vistazo a la mesa, descubro que la reciprocidad para las actitudes amables que he tenido hacia mis hermanas y mi hermano cuando trajeron a alguien nuevo a la familia se ha ido al garete. Parece que están demasiado hartos, desmotivados y viejos para ponerle buena cara a Roman. Él recibe de mi familia el tratamiento de coche de segunda mano, cuando al resto de los cuñados se los trató como Cadillacs. Está casi aceptado que Lagraciosa no es una jugadora seria en el romance, así que ¿para qué molestarse? Por qué usar la vajilla buena con Roman, de todos modos no andará mucho por aquí. Pero se equivocan. Son mi familia, deberían estar de mi lado y, ojalá, apoyar mi felicidad. Es obvio que esta noche eso les importa poco. Están aquí, en uno de los restaurantes preseleccionados por la New York Magazine para ser el mejor establecimiento italiano, como si comieran un grasiento perrito caliente envuelto en papel de cera, frente al estadio de los Yankees. ¿No se dan cuenta de que esto es especial? ¿Que él es especial?

– ¿No diréis al chef lo que pensáis? -digo tan alto que incluso Roman se sobresalta. La familia suelta una maraña de «mmmm», «qué bueno», «estupendo», todos a una, que suena fingida.

Y luego Alfred dice:

– ¿Quién paga el viaje a Italia?

– Nosotras.

– Más deuda -dice, y se encoge de hombros.

– Necesitamos cuero para hacer los zapatos -le suelto.

– Lo que necesitáis es cambiar de planes y vender el edificio -dice-. Abuela, accedí a venir esta noche con la esperanza de que quizá podría explicarle a Scott tus planes.

Ahora estoy de verdad furiosa. Se suponía que esta cena sería una tarde encantadora para conocer a mi novio y ahora se ha convertido en la noche de planificación de la compañía de zapatos Angelini.

– ¿Podríamos hablar de esto en otro momento?

– Tengo una respuesta para Alfred -dice la abuela con tranquilidad.

Alfred sonríe por primera vez en la tarde.

– He estado haciendo averiguaciones -empieza la abuela-. He tenido una larga charla con Richard Kirshenbaum. ¿Te acuerdas de él? -le pregunta a mi madre-. Dirigía la imprenta del West Side Highway, de la que él y su esposa eran propietarios.

– A ella la recuerdo muy bien, Dana, una morena despampanante, con un sorprendente sentido de la moda. ¿Cómo está? -pregunta mi madre.

– Jubilada -dice la abuela con aire inexpresivo-. Bueno, pues le conté a él lo de la oferta y me aconsejó esperar. Dijo que la oferta de Scott Hatcher no era suficiente.

– ¿No es suficiente? -dice Alfred, mientras pone las manos sobre la mesa.

– Eso dijo -la abuela coge su tenedor-, pero podemos hablar acerca de los detalles en otra ocasión.

– ¿Sabes qué, abuela? No tenemos que hacerlo. Puedo ver que Valentine y sus ideas descabelladas te han afectado y que no piensas con lucidez.

– Estoy muy lúcida -asegura la abuela.

– No, sólo estás haciendo tiempo.

– Primero, Alfred, si pudiera hacer tiempo, ya lo hubiera hecho. Es lo único de lo que no tengo suficiente. Aunque ninguno de vosotros lo entendáis, porque no habéis llegado a los ochenta.

– Excepto yo -dice mi padre, agitando su servilleta en señal de rendición antes de añadir-: ¿el tiempo? Es como un maldito gong que suena en mi cabeza en plena noche. Y luego me da el sudor frío de la muerte. Creedme, estoy oyendo el llamamiento a las armas.

– Muy bien, Dutch, tienes razón. Estás exento, lo entiendes por tu problema de salud…

– ¡Por supuesto que sí!

– … eso hace que tengas empatía con la vejez, pero los demás son demasiado jóvenes para comprender.

– ¿Esto que tiene que ver con el edificio? -pregunta mi hermano impaciente.

– Nadie me va a obligar a hacer nada y siento que me estás presionando, Alfred.

– Quiero lo mejor para ti.

– Me estás metiendo prisa. Y en lo que concierne al señor Hatcher, él mira por sus intereses, no por los míos.

– Es una oferta en metálico, abuela, y él compraría el edificio tal como está.

– Y tal como está, hoy, no lo voy a vender.

– Vale, muy bien -dice Alfred, colocando su servilleta junto al plato. Se pone de pie y se dirige a la puerta. Roman niega con la cabeza, no puede creer la falta de buenos modales de mi hermano.

– ¡Cariño! -le grita mi madre.

Alfred sale por la puerta. Mi madre va tras él. Papá me mira y dice:

– Mira lo que has empezado.

– ¿Yo? -Miro a Roman, pero se ha ido-. Ahora la cena está arruinada, espero que os sintáis felices -digo mientras tiro al suelo mi servilleta-. Ya hay algo por que llorar. -Miro a Jaclyn, que de repente no puede producir una lágrima.

Voy a la cocina, donde Roman está cortando el lomo de cerdo y colocándolo en un plato. Le digo:

– Lo siento.

– No pasa nada, de hecho, en mi familia es peor. Cuando no se están quejando, están conspirando -dice Roman. Deja el cuchillo y se limpia las manos con un paño de cocina, rodea la mesa de cortar y me abraza-. Déjalo estar.

Finjo, por consideración a él, que puedo. No obstante sé, por haber visto su expresión y su abrupta salida hacia la cocina, que mi familia se está convirtiendo en una causa potencial de ruptura para nuestra relación. Roman se fue de Chicago porque en su propia familia existía una rivalidad similar, ¿por qué debería soportarla si proviene de mi familia? ¿Por qué un hombre entraría en esta clase de sinsentido, aunque le fuese dolorosamente familiar?

Todo lo que Roman tiene de complejo en la cocina, lo tiene de minimalista cuando se trata de su vida íntima. No abarrota su piso con muebles innecesarios ni su cocina con utensilios que guardan polvo, y menos su corazón con fracasos emocionales. Toma decisiones rápidas y rompe sus relaciones limpiamente. No es un admirador del melodrama por el melodrama, y la última cosa que quiere es discutir. Su vida laboral es competitiva e inestable y él quiere que fuera del trabajo sea todo lo contrario: tranquila y pacífica. Mi familia, incluso cuando se lo ruego, no puede ser así. Por lo visto entrevé mis sentimientos, porque me dice:

– No te preocupes.

– Demasiado tarde -le digo.

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