No hay un alma en el metro de la línea E cuando la abuela y yo lo cogemos para ir a Queens, a la estación de la calle Ocho. Es una tranquila mañana de domingo, pero la evidencia de una salvaje noche de sábado se hace visible mientras esquivamos botellas de alcohol vacías y latas de refresco. Pasamos el torniquete y el andén se llena de un penetrante olor a aceite de motor y Dunkin' Donuts. Nunca he entendido cómo es posible que el olor a donut baje flotando desde la calle y el aire puro no.
Un tren entra en la estación, sus puertas grises y pesadas se abren. Entro con rapidez y reviso el vagón para asegurarme de que se trata de un vagón bueno. Un vagón bueno es aquel en el que no hay comida abandonada en los asientos, pasajeros sospechosos o cierta humedad misteriosa en el suelo. La abuela elige dos asientos de la esquina y yo me acomodo junto a ella. Mientras el tren se aleja de la estación, la abuela saca de su bolso el New York Times, separa la sección local y empieza a leer.
– Sabes que se trata de un montaje -le digo-. Vamos a un almuerzo de domingo, pero algo más se está cociendo. Soy muy intuitiva con estas cosas.
,-¿No vamos a ver las fotografías y el vídeo de la boda de Jaclyn?
– Eso sólo es parte del programa.
La abuela dobla el diario y forma con él un cuadrado.
– Vale, ¿qué crees que están tramando?
– Es difícil saberlo. ¿Tú qué crees?
Intento ser directa con la abuela, que es famosa por guardarse para sí los detalles importantes y por soltar la bomba sólo cuando hay una habitación llena de familiares. Como no me responde, pruebo otra estrategia.
– Alfred ha llamado, ¿qué quería?
– Tenía una pregunta sobre los impuestos trimestrales. Eso es todo.
– Pensé que ya habría vendido el edificio y que la compañía de mudanzas de los hermanos Moishe estarían a punto de embalar nuestras cosas.
La abuela descansa el diario sobre su regazo.
– ¿Sabes, Valentine?, sólo intento hacer lo mejor para mi familia.
Me gustaría decirle que hacer lo mejor para su familia ahora es hacer lo peor para nosotras dos. Fui a ver a un agente inmobiliario y, sencillamente, no hay un solo lugar en los alrededores de Perry Street al que trasladar la compañía de zapatos Angelini. El agente encontró un loft vacío bastante lejos, en Brooklyn, en un área industrial rodeada de talleres mecánicos, una fábrica de acero y un almacén de madera. La idea de trasladar la tienda lejos del río Hudson y de la energía de Greenwich Village me entristeció; de hecho, nunca fui a ver el lugar.
– ¿Entiendes por qué estoy tan nerviosa? -Miro por la ventana.
– Aún no ha pasado nada.
Asiento. Ha hablado la abuela de siempre, con la misma actitud que nos metió en este problema. Y me temo que yo soy igual. La negación proporciona un consuelo temporal, amortiguado por la esperanza y constreñido por la suerte, es un estado emocional neutro que se acomoda a todo. Podrían pasar años mientras esperamos que caiga el otro zapato, ¿y mientras tanto? Bueno, estamos bien. Tenemos esperanza. La negación no duele hasta el último minuto, cuando ya es demasiado tarde para salvar la situación.
– Perdona, sólo estoy un poco nerviosa, eso es todo -le digo.
Cuando el tren se acerca a la estación de Forest Hills ayudo a la abuela a levantarse. Me agarra con fuerza, sus rodillas no son de fiar y últimamente han empeorado. Eso hace que tarde más tiempo en subir las escaleras por las noches y que haya abandonado sus paseos por el Village. Recorté un artículo del New York Times sobre las prótesis de rodilla y lo dejé junto al café del desayuno de la abuela, pero cuando leyó que el periodo de recuperación era de seis semanas, se negó a cualquier posibilidad de cirugía. «Mis rodillas están bastante bien -insistió-, si me han traído hasta aquí, pueden llevarme a la meta». Luego arrojó el artículo a la papelera del reciclaje.
Cogemos la escalera mecánica que da a la calle. No sé qué habríamos hecho si ella hubiera tenido que subir las escaleras. Me habría visto obligada a cargar con ella, como el pastor de nuestro belén, que lleva una de sus ovejas sobre los hombros.
Salimos por una calle lateral, frente a la iglesia de Nuestra Señora de los Martirios, donde asistí a misa cada domingo hasta que fui a la universidad. La abuela me agarra del brazo mientras caminamos dos manzanas y llegamos al hogar de mi familia.
– ¿Sabes?, algunas veces me resulta difícil creer que haya crecido aquí -le digo mientras contemplo el viejo barrio.
– Cuando después de casarse tu madre me dijo que se mudaba a Forest Hills casi me muero -comenta la abuela-. «Mamá, es para cambiar de aires», me dijo. Vale, ahora yo te pregunto, ¿este aire es mejor que el nuestro de Manhattan?
– No olvides el orgullo y la alegría que siente por su jardín y por tener su propio garaje.
– A eso aspiraba tu madre, a aparcar el coche dentro de casa. -La abuela sacude la cabeza con tristeza-. ¿Qué hice mal?
– Es una buena madre, abuela, y un miembro destacado de la burguesía de Forest Hills. -La abuela me sujeta del brazo mientras cruzamos la calle-. ¿Se rebeló alguna vez?
– ¡Ojalá! -grita la abuela-. Me hubiera gustado que fuera una hippie, como todos los chicos de su edad. Por lo menos que mostrara un poco de osadía. Le dije a tu madre que cada generación debe tomar su cultura por el mango y sacudirla. Pero lo único que ella quería sacudir eran los martinis. Te digo la verdad, no sé a quién ha salido.
Entiendo lo que la abuela quiere decir. Yo solía rezar por tener una madre feminista. Beth, la madre de mi amiga Cami O'Casey, era una mujer delgada como un palo de escoba, con el cabello gris a los treinta y seis, que usaba sandalias como las de Jesús y preparaba su propia avena. Trabajaba en una agencia del gobierno en Harlem y se ponía pins asombrosos con frases como «DESTRUYE TU TV» o «TE AMO CON TODO EL RIÑÓN». En cambio, yo tenía a la hollywoodiense Mike, con sus pelucas y su equipo de maquillaje y ese maldito espejo en el vestidor rodeado de bombillas al estilo de Greta Garbo. Mientras la madre de Cami participaba en la manifestación por la paz, mi madre esperaba sentada a que volvieran a estar de moda las medias de malla.
Hasta el día de hoy mi madre sostiene las corrientes de la moda como si fueran una barra de pesas. Sabe cuándo hay que guardar el verde lima en el armario porque el violeta es el color del momento. Cuando los grandes peinados estaban de moda en los años ochenta, mi madre se hizo la permanente. Llegaba a casa con el cabello ensortijado, encrespado e hinchado, y cuando los rizos no eran bastante grandes, ponía la cabeza hacia abajo y se rociaba el cabello desde las raíces hasta que se mantenía alejado de su cuero cabelludo como los rayos sobre la cabeza de Jesús en el sagrario. A veces su peinado era tan voluminoso que temíamos que no entrara en el coche.
En 1984 recé una novena para pedir que mi madre no sufriera un enfisema causado por el abuso de laca para el cabello e hice un proyecto de ciencias sobre la devastación causada por los clorofluorocarbonos de aluminio, los componentes químicos que hay en los aerosoles, especialmente en el Aqua Net. Le mostré a mi madre la prueba científica de que su régimen de belleza podría en verdad matarla; me dio un golpecito en la cabeza y me llamó «mi pequeña Ralph Nader.»Cuando no estaba rezando a Dios para que salvara la vida de mi madre, rezaba para que mi padre no enfermara de asma o algo peor por inhalación pasiva de laca para el cabello. Imaginaba a toda la familia muerta a causa de las inhalaciones nocivas y a la policía al encontrarnos en el suelo como una pila de esos muñecos desmontables. El día en el que le confesé mi mayor temor me dijo: «Bueno, pero cuando las autoridades nos encuentren, mi cabello estará perfecto».
– Tu madre ha vuelto a decorar el jardín -dice la abuela mientras nos detenemos frente al número 162 de Austin Street-. Es como si Babilonia hubiera llegado a Queens.
La casa estilo Tudor de los Roncalli está recién pintada y barnizada de marrón oscuro, con ribetes blancos por encima del porche. A cada lado de la entrada hay tres arbustos nuevos y brillantes y donde antes había césped hay dos pequeños lechos de flores al estilo inglés. Ambas parcelas están atestadas de calabazas decorativas, coles de otoño y las últimas nomeolvides violetas, limitadas a cada lado del camino por un parterre de ladrillo. Tres cestas colgantes, que derraman hojas verdes y brillantes, están suspendidas sobre el porche como los polios de Ghinatown. Encima de las ventanas de la fachada, una bandera de Estados Unidos se despliega junto a otra de Italia. Las jardineras debajo de las ventanas tienen molinillos de aspas rojas, blancas y verdes que giran con el viento. Los coches son al bulevar de Queens lo que la flora y la fauna son al jardín de entrada de mi madre. Dondequiera que mires hay algo que crece, gira o se balancea. Mi padre quizá se haya jubilado como técnico jardinero de parques urbanos, pero mi madre no le ha dejado tirar la toalla.
– No sabe cuándo parar -dice la abuela, dando un paso por el sendero-. Me pregunto cuánto gasta al año en fertilizante.
– Mucho. El catálogo de Burpee es la pornografía de mamá.
– ¡Hola, chicas! -dice mi madre, mientras abre la puerta de entrada y baja a la acera para saludarnos-. Mamá, te ves genial.
– Gracias, Mike -dice la abuela, y le da un beso en la mejilla-, tu jardín se ve…
– Sabes que odio el césped. Es demasiado rural.
Mamá lleva una túnica larga y blanca de seda cruda que hace juego con unos pantalones blancos. La profunda V del escote está salpicada con cuentas planas de color turquesa. El cabello castaño le cae sobre los hombros y deja al descubierto unos pendientes de aro muy grandes y plateados. Sus zapatos abiertos de gamuza blanco níveo con un tacón cuadrado de diez centímetros revelan sus esbeltos tobillos. El brazo izquierdo, de la muñeca al codo, está cubierto de pulseras de plata. Las agita y dice:
– Muy al estilo de Jennifer López, ¿no crees?
– Mucho -le respondo.
– Estoy haciendo tortillas francesas al gusto. Tu padre está preparando las tostadas francesas. -Mamá nos indica que subamos las escaleras-. Todos están aquí.
El diseño interior de la casa de mis padres es un homenaje a la gloria del Imperio británico y un plagio directo de cada una de las habitaciones estilo Tudor retratadas en Architectural Digest desde 1968. Los italoamericanos codician todo lo británico, porque respetamos al que llega primero. La prueba es la adoración que mi madre profesa a la cretona satinada color cereza, las alfombras trenzadas, las lámparas de cerámica y los viejos óleos de la campiña inglesa, en la que aún no ha estado.
La abuela y yo seguimos a mamá a la cocina, repleta de modernos electrodomésticos blancos y encimeras de mármol con vetas negras. Mi madre dice que el patrón de colores es «regaliz y merengue», como si nada en la vida de mi madre pudiera ser llamado blanco y negro.
Jaclyn ha esparcido las fotos de la boda sobre la mesa de la cocina. Alfred ocupa el sitio de la cabecera, pero es Tess, sentada a su derecha, la que atrapa mi atención. Tiene la nariz roja de llorar.
– Vamos, no puede ser que te veas tan mal en las fotos -le tomo el pelo, pero ella mira para otro lado.
En medio de la conmoción de los besos en las dos mejillas y los saludos, hago un ademán a Tess para que nos encontremos en el cuarto de baño. Nos metemos en el medio baño que hay fuera de la cocina y que solía usarse como despensa. El papel pintado que cubre del suelo al techo este diminuto espacio, con lunares rosados, verdes y amarillos, me hace sentir como si hubiera aterrizado en un frasco de comprimidos.
– ¿Qué pasa? -Tess niega con la cabeza, incapaz de articular palabra-. Vamos, ¿de qué se trata?
– ¡Papá tiene cáncer! -aúlla Tess.
Mi madre abre la puerta del baño, aparecen papá, la abuela, Alfred y Jaclyn apretujados en el umbral, como si fuéramos un tren en movimiento y ellos estuvieran en el andén diciendo adiós.
Un vistazo a la cara de papá me indica que es cierto.
– ¡Aire, necesito aire! -grito.
Se dispersan mientras salimos hacia la cocina. Papá me agarra y me abraza con fuerza. Poco después, Tess y Jaclyn lo abrazan también. Alfred sigue de pie, lejos de todo, con expresión sombría en su ya de por sí amargada cara. Mi madre ha pasado un brazo sobre los hombros de la abuela, enormes lagrimones caen de su rostro, pero incluso así su rímel no se corre.
– Papá, ¿qué ha pasado?
– No quiero que os preocupéis. No es gran cosa.
– ¿No es gran cosa? ¡Es cáncer! -dice Tess, intentando calmarse, aunque no puede. Las lágrimas siguen fluyendo.
– ¿Qué clase de cáncer? -me las arreglo para gritar encima del llanto.
– De próstata -responde mamá.
– Lo siento mucho, Dutch -dice la abuela, tomando por el brazo a mi padre-. ¿Qué ha dicho el médico?
– Que lo han diagnosticado a tiempo, así que estoy sopesando mis opciones. Creo que me decidiré por las semillas implantadas en las bolas.
– Papá, ¿por qué tienes que llamarlas… bolas? -Grandes lágrimas ruedan por las mejillas de Jaclyn.
– No quería decir escroto delante de la abuela.
– Es mejor que bolas -dice mi madre.
– Es igual, es evidente que cerca del setenta y cinco por ciento de los hombres que llegan a mi edad tienen problemas de postrada.
– Próstata, cariño -dice mi madre, y por el tono de su voz puedo asegurar que ha estado corrigiendo la pronunciación de papá desde el diagnóstico.
– Próstata, postrada, ¿cuál es la maldita diferencia? Tengo sesenta y ocho años y algo tiene que acabar conmigo, y no será una tontería del corazón -dice papá, golpeándose el pecho-. Será el cáncer. Ésa es la verdad. Quiero que vosotros, mi progenie, sepáis contra qué lucho. Y quería decíroslo en persona, sin esposas o niños, para que pudierais digerir la información de primera mano. Naturalmente, también me preocupaba intimidar a los niños al hablar de mis partes íntimas. ¿Cómo leches podría decirles que su abuelo tiene un problema con su pilila? No me parecía correcto.
– No, no hubiera sido correcto -susurro.
Miro a mi padre, que es la persona más graciosa que conozco, pero que no tiene ni idea de lo que significa ser gracioso. Trabajó toda su vida como director del Departamento de Parques aquí, en Forest Hills, hasta que se jubiló hace tres años y empezó a trabajar para mi madre como jardinero-basurero de la familia. Ahorró, economizó y nos pagó la universidad a todos. Ha sido la servicial pareja de mi madre, la protagonista, en la película de su matrimonio. Siempre ha sido tan constante que nunca imaginé que podía ocurrirle algo malo. No ha sido un santo, pero sí un hombre de una pieza.
Mi madre junta las manos en posición de primera comunión.
– Mirad, nos enfrentaremos a esto como una familia y lo superaremos como una familia.
La expresión de su cara es idéntica a la de Joanna Kerns en el clímax de Mi esposo, mi vida, el culebrón que pasan en las reposiciones del canal Lifetime. Mi madre toma aire, continúa con las manos en posición de orar y dice:
– El médico nos ha dicho que está en la fase dos…
– … en una escala que llega al cuatro -completa mi padre.
– Lo cual es una muy buena noticia -prosigue mi madre-. Significa que a su edad vuestro padre puede fácilmente sobrevivir al cáncer.
No tengo idea de lo que mi madre quiere decir, y ninguno de nosotros, pero ella continúa.
– Me siento fuerte. El también se siente fuerte. Y gracias a Dios, Alfred se encargará de conseguir el mejor cuidado médico del país para vuestro padre. Alfred piensa llamar a su amigo del hospital Sloan-Kettering para que vuestro padre sea tratado por el mejor equipo. -Alfred asiente, para indicar que hará la llamada-. Tenemos hijos magníficos…, nietos -mi madre mueve los brazos abarcando todo a su alrededor-, una adorable casa que es una obra de arte y una vida hermosa. -Mamá prorrumpe en llanto-. Somos jóvenes y vamos a machacar a esta cosa… Eso es lo que hay.
– Estupendo, Mike. -Mi padre da un aplauso-. ¿Quién quiere una tostada?
Bebo demasiado café con avellana, la mezcla de otoño que mi madre sirve de un recipiente de plata decorado, cuyo pitón tiene la forma de una cabeza de pájaro (¿quién lo querría como herencia?). Hay algo engañoso en las delicadas tazas de porcelana de mi madre y en esa cafetera sin fondo que te hace creer que consumes menos cafeína de la que en realidad tomas. O quizá bebo tanto café porque estoy buscando una excusa para levantarme de la mesa de vez en cuando y así evitar llorar frente a mi padre.
Conseguimos mantener viva la conversación durante el almuerzo, pero los silencios ocasionales caen sobre nosotros cuando nuestros pensamientos rondan las terribles noticias que papá nos ha dado. La charla no fluye, rebota en las paredes de la habitación, y nos agota. Que nos esforcemos por poner buena cara ante la enfermedad de papá, un hombre que no ha estado enfermo un solo día de su vida, es mucho pedir, incluso para Lagraciosa.
Las chicas hemos recogido los platos del almuerzo y ahora pasamos las fotografías de la boda. Mi padre y Alfred miran un partido de fútbol en el estudio. Afianzar los lazos masculinos es indispensable después de ver las fotografías de una boda.
Me escabullo al patio trasero para coger aire, pero en realidad es claustrofóbico, porque el único espacio abierto se encuentra en el sendero de piedra que lleva a una sala de estar exterior con muebles de ratán ingleses. Y eso no es todo. Diestramente colocado, en medio del denso paisaje, hay un desorden de ornamentos tradicionales que incluye un reloj de sol, una pileta para pájaros y la estatua de tres ángeles renacentistas que tocan la flauta. El reflejo de mi cara, sobre una pelota de ejercicios azul que hay en un pedestal, parece pintado por Modigliani: larga, caballuna y triste.
– Eh, chávala -dice mi padre detrás de mí.
– ¿Por qué mamá exagera en la decoración de todo? -pregunto-. ¿Acaso piensa que si mantiene el paisaje al estilo inglés, Colin Firth vendrá a tomar un baño en la pileta de los pájaros?
Me siento en el sofá de dos plazas. Mi padre se apretuja junto a mí; el espacio que compartimos equivale a un asiento individual del metro.
– Es el auténtico Agonía en el jardín -digo yo. Mi padre se ríe y pasa su brazo sobre mis hombros.
– No quiero que te preocupes por mí.
– Lo siento, papá, pero estoy preocupada.
– He sido muy afortunado, Valentine. Además, la gran «C» ya no es lo que era. La gente anda por ahí con cáncer como va con un buen puente dental. Me dicen los médicos que empieza a formar parte de ti. Puede remitir hasta el día de tu muerte, ¡por el amor de Dios!
– Bueno, me alegra ver que tienes una actitud positiva.
– Además, no he sido un santo, Val. Quizá me lo he ganado.
– ¿Qué?
Vuelvo el rostro hacia mi padre, lo cual, en este sofá de dos plazas para la casa de ensueño de Barbie, no resulta sencillo.
– Mezzo-mezzo -dice él mientras alza la mano, la estira como el ala de un avión y la agita de un lado al otro-. Quiero decir que he tratado de ser un buen padre y un marido decente, pero soy humano y a veces he fallado.
– Eres un buen hombre, papá, has fracasado en muy poco.
– Ah…, lo suficiente para que el Hacedor me dé mi merecido.
– No tienes cáncer por los errores que has cometido.
– Por supuesto que sí. Mira las evidencias. No tengo cáncer de pulmón porque a Dios le molestara que yo fumase. Tengo cáncer ahí abajo, porque… ya sabes.
La mención del «ya sabes» nos remite al silencio y a recuerdos distintos. Mi padre recuerda el año de 1986 de una manera y yo lo recuerdo como una época en la que el núcleo de nuestra familia se tambaleó a causa de la crisis de madurez de papá y de la capacidad de mamá para negociar con ella.
– No creo en un Dios vengador -le digo.
– Yo sí. Soy un católico a la vieja usanza. Creía todo lo que me enseñaban las monjas. Ellas decían que Dios me observaba en todo momento y a toda hora del día, y que debía examinar mi conciencia y pedir a Dios que perdonara mis pecados, porque si durante la noche me asfixiaba sin haber limpiado mi alma, iría directo al infierno. Luego, cuando llegué a la adolescencia, me dijeron que si llegaba a pensar en sexo, mejor me casara. Y lo hice. Pero en algún punto del camino empecé a pensar en Dios, y en quién era realmente y llegué a la conclusión de que Él no me estaba observando en todo momento como decían las monjas.
– Entonces, ¿qué hacía?
– Llegué a la conclusión de que Él me había dado la vida y luego se había despedido de mí diciendo: «Tú mismo, Dutch». El resto era asunto mío. Mi deber era llevar una buena vida y hacer lo correcto. Un alma es como dibujar en el Telesketch. Cuando metes la pata es como si pintaras, pero tienes la oportunidad de pedir perdón, darle la vuelta al tablero y agitarlo hasta que la mala acción desaparezca. En resumidas cuentas, ése es el propósito de la confesión. El secreto está en cruzar la línea final sin una mancha en el alma. Quiero decir que se puede ver al cáncer como algo bueno, que te da la oportunidad de prepararte. Por lo menos me han concedido un tiempo de preparación. Mucha gente ni siquiera tiene eso.
Mis ojos se llenan de lágrimas.
– No quiero que te mueras, papá.
– Pero lo haré.
– No ahora, es demasiado pronto.
– Sin embargo, quiero estar preparado. Luego, si es verdad que hay un día del Juicio Final, como las monjas prometieron, habré llevado a cabo mi examen de conciencia. Dios se presentará al final como lo hizo al principio y revisará si lo he hecho bien. ¿Qué más puedo pedir? No me preocupa ver la cara de Dios. ¡Qué leches!
– Papá, creo que eres budista.
Mi padre nunca ha sido demasiado elocuente, especialmente cuando se trata de sus sentimientos. No importa lo que ha callado, sé que nos quiere profundamente. Sin embargo, nunca imaginé que tuviera una filosofía espiritual. Supongo que no la necesitaba cuando tenía todos los huesos sanos.
– Papá, nunca me habías hablado de Dios.
– Le dejé el tema a la iglesia. Os hemos arrastrado a misa cada semana por una razón: esa gente está en el negocio de la redención. Seamos realistas -dice, cruzando las manos sobre su regazo-, estoy muy lejos de ser un santón, pero he tenido que hacerme la gran pregunta: ¿qué parte de ti, Dutch Roncalli, es eterna?
– Y ¿cuál es la respuesta?
– El bosque de media hectárea en el parque 134. Cuando me convertí en técnico jardinero de parques urbanos en 1977, me dieron la responsabilidad de plantar y mantener un es-pació verde de una hectárea en el centro del parque con un estanque natural rodeado por un bosquecillo de abetos. No puede venderse, como la tierra de Central Park. Por ley, el hábitat natural debe mantenerse a perpetuidad, así que ese bosque es mi pequeña aportación a las futuras generaciones del municipio de Queens. Casi nada, pero para mí es eterno.
– Me parece estupendo, papá. -Respiro profundamente-. Pero ¿no crees que tus hijos son tu verdadero legado?
– No puedo llevarme el mérito por aquello en lo que os habéis convertido Tess, Jaclyn, Alfred y tú. Vosotros sois como esos hámster que teníais que criar en primaria, estáis en préstamo. Sólo os he cuidado hasta que os habéis hecho cargo de vosotros mismos.
– Pero también nos diste tu cariño.
– Por supuesto, y en cuanto a ser padre se refiere, lo he hecho genial. Ninguno de vosotros habéis tenido problemas con las drogas ni sois jugadores ni apostáis. No tenéis ningún vicio. Pero eso se lo debo a tu madre. Todos vosotros tenéis éxito en vuestros campos. Tú te encargas de la compañía de zapatos y de la abuela, y eso es mucho. Serás recompensada, Valentina. -Mi padre es la única persona del mundo que pone una «a» al final de mi nombre y oírlo pronunciarla me da un inmenso placer. Y entonces añade-: Alguien se encargará de ti cuando seas vieja, como compensación.
– Espero que tengas razón.
– Cualquiera bailaría el Watusi por tener la oportunidad de contar con una esposa tan estupenda.
– ¿Como yo?
– Como tú. Tienes un corazón enorme. De todos mis hijos, eres la que más se parece a mí. Tú no saliste de la matriz conociendo todas las respuestas, como Alfred; tú no tienes un plan maestro, como Tess, y nunca has confiado en tu hermosa cara, como Jaclyn. Has trabajado duro por todo lo que has conseguido, por eso eres divertida. Se necesita sentido del humor cuando las cosas no salen de la manera que esperas. Y lo mismo me pasa a mí. Las cosas no siempre me han ido bien, pero nunca me he dado por vencido y no quiero que tú lo hagas.
– No lo haré -digo, apretando la mano de papá.
– Quiero que encuentres un chico amable.
– ¿Conoces a alguien?
Mi padre mueve las manos en el aire.
– Tú misma, yo no me entrometo en esos asuntos.
– Si te digo la verdad, he conocido a alguien.
– ¿De verdad? -dice mi padre. Ahora le toca a él moverse en el diminuto asiento y recibir un codazo en la cadera. Me acomodo para hacer espacio a sus 360 grados-. ¿A qué se dedica?
– Es chef. Italiano.
– ¿Auténticamente italiano? ¿O es albanés o checo? Ya sabes, hoy en día vienen aquí con acento y abren pizzerías como si fueran los hijos auténticos de Mama Leone, aunque nosotros, los verdaderos italianos, sabemos la verdad.
– No, no, es un italiano auténtico, papá, de Chicago.
– Muy bien, ¿y qué piensas de este paisano?
– No lo sé, papá.
– ¿Sabes?, no tienes que saberlo todo, algunas veces es mejor no saber.
La calma de una tarde de domingo en Forest Hills desciende sobre el jardín, como niebla. El brazo del sofá de dos plazas me estrangula el muslo, pero no quiero moverme. Deseo estar sentada junto a mi padre el mayor tiempo posible, sólo nosotros dos, él, con sus teorías de la religión, el amor y la naturaleza eterna de los árboles, y yo, que espero que él siga por aquí para presenciar los giros que dará mi historia.
Cojo la mano de mi padre, algo que no he hecho desde que tenía diez años. Me la agarra con fuerza, como si no quisiera soltarla nunca. Mi padre mira hacia el jardín de los Buzzacacco, donde hay una mesa de picnic cubierta con un mantel rojo encendido y una estatua que se desmorona de la Venus de Milo (con brazos). Yo miro hacia la casa. Mi madre está de pie frente a la ventana de la cocina y nos mira con una cara tan triste que ahora ella es el Modigliani.
Las ruedas de la máquina pulidora giran mientras aprieto el pedal. Meto la mano en un guante de algodón y luego cojo un escarpín de cuero rosado. Con la otra mano sujeto el tacón y acomodo el zapato entre los cepillos redondos. Doy brillo al empeine hasta que el cuero parece una concha iridiscente de color rosa.
Uno de los placeres de trabajar con el cuero es conseguir la pátina. Las hojas de cuero nuevo que nos entregan los curtidores son maravillosas, pero el cuero nuevo sin la experiencia de un zapatero es sólo cuero. En las manos de un artesano, ese pedazo de animal se convierte en arte. El cuero trabajado a mano desarrolla su propia personalidad; grabar y repujar le da un patrón, mientras que el lustrado le da carácter y el carácter lo hace único en su especie.
A veces se necesitan varios días para saturar el cuero con pigmentos, dejarlo secar y pulirlo y abrillantarlo durante horas hasta que adquiera la tonalidad que agrada a la vista y que es adecuada para el zapato. Luego cepillo el cuero a mano hasta darle una profundidad nacarada. Puedo advertir en su superficie matices y tonalidades que cambian con la luz; profundas venas sobre la fibra que le dan apariencia de antigüedad y el brillo que dota de una capa de energía al producto final. Mi abuela me enseñó que el espectro de colores para el cuero y la gamuza es ilimitado, como las notas musicales. Una novia puntillosa quería que sus zapatos fueran de color azul Tiffany, para que hicieran juego con la caja en la que venía su anillo de compromiso; me llevó un mes obtener la saturación exacta de color, pero lo conseguí.
Coloco el segundo zapato en la mano izquierda y lo guío bajo los cepillos con la derecha. Escucho un golpeteo en la ventana principal de la tienda. Bret me saluda y yo le indico que nos encontremos en la entrada.
– Te has levantado temprano -me dice mientras mantengo la puerta abierta y lo invito a pasar.
– Así es la vida del zapatero y, evidentemente, le pasa lo mismo a los barones de Wall Street. -Miro el reloj, son las seis y media de la mañana. He estado trabajando desde las cinco.
– Tengo algunas noticias -dice Bret, Se sienta en el taburete con ruedas de la mesa de cortar. Yo lo hago junto a él, y abre una carpeta-. He hecho algunas indagaciones. Empezaré diciendo que ejerces la peor profesión posible para conseguir inversores.
– Genial.
– La moda es algo imprevisible, tiene muchos más fracasos que éxitos, depende por completo de los caprichos del mercado y de los hábitos individuales de compra. Los diseñadores son artistas, por lo tanto, son considerados poco fiables en el mundo de los negocios. En pocas palabras, algo hecho a mano es terreno peligroso en términos de inversión. -Me parece raro que algo tan necesario para los seres humanos como los zapatos pueda verse como algo arriesgado. Bret continúa-: A menos que seas Prada o alguna otra venerable compañía familiar que las grandes compañías quieran comprar.
– ¿Importa que el negocio fuese fundado en 1903? -pregunto.
– Eso ayuda, representa cierto nivel de calidad y de artesanía. Eso es bueno, pero también lo vuelve raro desde la perspectiva del inversor.
– ¿Qué quieres decir?
– Que tu nombre se expone a un público muy pequeño y que los zapatos de boda son un artículo de lujo. Tal como está la economía hoy, los inversores no buscan recuperar su inversión con objetos de lujo. Ahora mismo la moda se rige por las tendencias y el bajo precio en la etiqueta. De ahí que veas a muchas celebridades con su propia colección de ropa: Target, H &M, incluso Wal-Mart. Todas esas marcas tienen interés en la alta moda a bajo precio. Ellos son los tíos que financian esa moda.
– Bueno, nosotros no hacemos lo que hacen ellos.
– Lo que podéis hacer, que es lo que los principales diseñadores tarde o temprano harán, es alquilar tu nombre y tus diseños. Permites que se produzcan en serie y obtienes un porcentaje de los ingresos. Pero, aun así, alguien tiene que creer que existe un mercado para ti.
– Todos los grandes diseñadores de vestidos de boda nos han usado alguna vez. Vera Wang solía enviarnos chicas antes de que empezara a fabricar zapatos con su nombre.
– Eso prueba mi teoría. Cuando los diseñadores tradicionales se embarcan en una colección secundaria más económica se están haciendo con la porción del negocio que te pertenece. Val, si vamos a hacer que los zapatos Angelini sean solventes de nuevo, con un equipo de inversores que os dé liquidez, entonces necesitáis un producto que tenga estilo, pero que se pueda producir en serie para conseguir las máximas ventas y las mayores ganancias.
– Ni siquiera sé si la abuela me dejará vender nuestros diseños, pues son de mi bisabuelo.
– Entonces tienes que diseñar algo nuevo. Algo que refleje la marca Angelini, pero que sea tu propia creación. Así no necesitarás el permiso de la abuela. La cruda realidad es que nadie se interesa por una tienda de zapatos que puede producir tres mil pares al año. El margen de beneficio es demasiado estrecho, pero tus zapatos clásicos de boda pueden convertirse en el estandarte de un portafolio más amplio. Puedes continuar haciendo zapatos únicos. De hecho, tienes que hacerlo, ése es el gancho de Angelini. Pero también necesitas un producto que se pueda comercializar en serie, para pagar tu deuda actual, enfrentarte a los pagos de la hipoteca y mantener un espacio donde vivir y trabajar, en uno de los barrios de Manhattan que con más rapidez se ha aburguesado. Suena imposible, Val, pero si los zapatos Angelini pretenden triunfar en el siglo xxi, no hay otra opción.
Bret deja una carpeta con los resultados de su investigación sobre artículos de lujo hechos en antiguos negocios familiares y sobre la manera de trabajar de estos negocios en el nuevo siglo. Hay hojas de cálculo llenas de números, columnas comparativas y gráficas que muestran el crecimiento de ciertos productos en los últimos veinte años, también hay una crónica de algunos proyectos fracasados. Se citan negocios familiares como Hermés, Vuitton y Prada. Incluye una sección sobre adquisiciones de pequeños negocios por grandes empresarios (parece que ésta es la práctica común en el mundo de la moda). Miro nuestra tienda y sus máquinas, que pertenecen al cambio de siglo, del XIX al XX, y nuestros patrones dibujados a mano en papel encerado, y me pregunto si en verdad es posible convertir la compañía de zapatos Angelini en una marca capaz de sobrevivir en la era de los artículos producidos en serie y hechos a máquina. Y aunque fuera así, ¿soy yo la indicada para hacerlo?
El cielo de noviembre sobre el río Hudson es de un lila amenazante con una hilera baja de nubes en tono carbón, al estilo de Jasper Johns, que anuncian lluvia. De vez en cuando asoma el sol de color calabaza y arroja luz sobre el turbulento río, cuyas olas muestran blancos dientes como si fueran el filo de un cuchillo de sierra. Me ciño el cinturón de mi abrigo de lana, tiro de mi gorra de béisbol hacia abajo y me ajusto la larga bufanda de felpilla al cuello.
– Toma -dice Roman. Me da una taza de café caliente mientras se sienta en el banco del parque. Apoya sus botas vintage Doc Martens de cuero negro en la barandilla que está frente a nosotros. Lleva unos tejanos desteñidos y una chaqueta de motorista de cuero marrón que parece tener veinte años, y que en él significa veinte años de estar sexy. Roman se echa atrás en el banco mientras un corredor, con la cara rosa y ajada, pasa trotando. Roman me rodea con el brazo.
– Me ha gustado que me llamaras -le digo.
– Entre tus zapatos y mis gnocchi, sólo te veo la mitad de las veces que me gustaría.
Roman ha quedado conmigo cuando le he dicho que hacía una pausa en el trabajo y que estaba junto al río. Notó que algo me inquietaba el día que fui a su restaurante y le ayudé a preparar una ración de berenjenas, y hoy, mientras hablábamos por teléfono, le he contado finalmente lo del diagnóstico de mi padre. No se lo había dicho antes porque no hay nada peor que las malas noticias cuando un romance está en plena floración. Uno de nosotros (él) acabaría encargándose de animar al otro (yo). ¿Quién necesita algo así?
Roman bebe de su café y dice:
– ¿Qué clase de hombre es tu padre?
Miro hacia el río como si la respuesta se encontrara en algún lugar de su orilla, en la parte baja de Tenafly.
– Es cuero de la Toscana -digo por fin.
Roman rompe a reír.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Exterior duro, cara interior blanda. Sin sofisticación, duradero, pero muy versátil. Se parece mucho a mí. Cuando aprende una lección, la aprende de la forma más difícil.
– Dame un ejemplo. -Roman me atrae hacia él, en parte para darse calor y en parte porque cuando estamos juntos no nos tocamos lo suficiente.
– Mi padre era técnico jardinero de parques urbanos en Queens y el verano de 1986 tuvo que ir a una convención en el norte de Nueva York. Allí conoció a una mujer llamada Mary, que era de Pottsville, Pensilvania.
– ¿En serio?
– Sí, ya sé, Pottsville. Mi madre hubiera querido que tonteara con una mujer del elegante Franklin Lakes o del ultra sofisticado Tuxedo Park, pero cuando eres la esposa no puedes elegir. Como sea, mi padre volvió de la convención y todo parecía normal, excepto porque de pronto se dejó el bigote y empezó a usar lentillas. Yo sólo era una niña, pero no podía dejar de mirarle y pensar: «Ese bigote parece una máscara, ¿qué esconde?»
– ¿Cómo se enteró tu madre?
– Un día recibió una llamada anónima mientras él estaba en el trabajo. Cuando colgó se puso del color de una lechuga iceberg, fue a su habitación, cerró la puerta y llamó a la abuela. Aunque éramos sólo unos niños, sabíamos que mi madre nun ca compartiría las malas noticias con nosotros, así que Tess, mi hermana mayor, sabiamente escuchó por otro aparato. En el momento en que dejó el auricular mi madre tenía un plan en mente. Con mucha tranquilidad, empacó nuestras cosas y nos trajo aquí mismo, a Perry Street, con los abuelos. Por supuesto, mamá no nos dijo que abandonaría a papá, simplemente se inventó una historia, aprovecharía el verano para «cambiar el cableado de la Tudor» y dejaba a papá en Queens para que «vigilase a los electricistas».
– Así que todos fingían.
– Exactamente. Mamá le dijo a la abuela que necesitaba tiempo para pensar, pero nadie habló con nosotros, los niños, de lo que estaba pasando, así que vivimos en total ignorancia.
– ¿Tu padre te explicó qué sucedía?
– Cada domingo venía a cenar con nosotros y mamá se las arreglaba para desaparecer, ya sabes, ponía una excusa, decía que iba a hacer un recado o que había quedado con un amigo. Ahora sé que ella no soportaba verle. Hace poco descubrí que iba al cine cuando papá nos visitaba. Ese verano vio Flashdance nueve veces, eso despertó en ella un amor eterno por los jerséis de hombro caído.
– Me muero por conocer a tu madre -dice con ironía.
– Después de un par de meses, mi madre se recuperó. Sacó al George Patton que había en su interior y puso en práctica una estrategia para salvar a nuestra familia. Resulta que papá es un adicto a la seguridad. Para él, todo es seguridad, revisa cada una de las ventanas y puertas antes de irse a la cama. Si mamá era la aventurera, papá era el responsable. Mamá sabía que él nunca cambiaría la seguridad de una esposa por los secretos ocultos de su amante Mary de Pottsville. -Doy un sorbo a mi café antes de continuar-. Mi madre nunca mencionó la aventura, nunca. Sólo se apartó del mundo de mi padre y dejó que experimentara la vida sin ella durante un tiempo. Créeme, si conocieras a mi madre y, de repente, ya no estuviera ahí, echarías de menos su fuerza. Estaba muy dolida, pero también sabía que si desaparecía de su vida él recordaría por qué se había enamorado de ella al principio.
– ¿Y funcionó?
– Por completo. Pude observar cómo se enamoraban mis padres por segunda vez. Créeme, hay una razón para que los padres sean Románticos antes de que los hijos nazcan: es porque los hijos no lo pueden soportar. Pillaba a mi madre en el regazo de mi padre cuando volvía de la escuela. Una vez me los encontré dándose el lote en la cocina. Mi madre era tan adorable, estaba tan relajada y entregada a la relación que papá no podía resistirse. De pronto, Mary de Pottsville era, bueno, era Mary de Pottsville. Jamás llegaría a ser Mike de Manhattan.
– Nunca he visto a mis padres ser cariñosos el uno con el otro.
– No tendrías por qué; tu pobre madre terminaba agota-da de trabajar en el restaurante familiar, ¿quién se siente Romántico después de doce horas de hacer albóndigas, freír pescado y hornear pan? Yo no.
– Y mi madre sigue matándose en esa cocina mientras mi padre viste traje y charla con los clientes. Es un restaurador de la vieja escuela. Pero eso les funciona a ambos.
– ¿Sabes qué le dijo la abuela a mi madre cuando volvió con mi padre?
– ¿Qué?
– Le dijo: «Afloja la correa, Mike». En otras palabras, no le hagas pagar su error toda la vida. Déjalo libre, confía en él. Y mi madre lo hizo.
– ¿Sabes qué? -dice Roman-. Me gusta la idea de aflojar la correa.
– Lo suponía.
Pongo los brazos alrededor de su cuello. Mientras nos besamos, pienso en todas las veces que he caminado sola a orillas del río, en las parejas que he visto besándose en estos bancos y en que después desviaba la mirada preguntándome si alguna vez encontraría alguien con quien compartir un beso o un café en un día nublado. Ahora está aquí y me pregunto qué piensa.
– Estoy marinando un trozo de ternera especial -dice, y se pone de pie.
Me río y echo la cabeza hacia atrás. El tira de mí y me levanta del banco.
– ¿Qué te hace gracia?
– Debo de besar muy mal si estás pensando en marinar.
Me acerca a él y me besa de nuevo.
– No tienes ni idea de lo que estoy pensando -dice, cogiéndome de la mano-. Vamos, te acompaño.
– ¿Me he perdido algo? -exclamo al colgar mi abrigo en la entrada. Luego entro al taller, que está en plena fase de envío. La abuela mete unos zapatos de satén en las cajas con rayas rojas y blancas de nuestra marca. June cubre los zapatos con un rectángulo de papel de seda con rayas rojas y blancas, pone la tapa encima y pega nuestro logotipo: una corona dorada sobre la que figura en letras plateadas la leyenda: «Compañía de zapatos Angelini».
– Sesenta y siete pares de zapatos color beige cascara de huevo para Harlen Levine, de Picardy Footwear, en Milwaukee -dice June mientras coloca una caja dentro de un cajón de embalaje-. Y ahora podría tomarme una cerveza.
– Una compensación -digo, y me pongo el delantal.
– Estamos esperando a la señora Palamara, estará aquí en cualquier momento -me recuerda la abuela-. Dejaré que le tomes las medidas para los patrones.
– Vale.
Esta es una primicia. La abuela suele ser quien toma las medidas. Observo a June, que levanta los pulgares con entusiasmo.
Alguien llama a la puerta principal. El viento del río es tan fuerte que, cuando le abro la puerta, la futura novia prácticamente vuela hacia el interior del taller.
Rosaría tiene veinticinco años, cara ancha, ojos negros, una pequeña sonrisa rosada y el cabello liso y rubio. Su madre se hizo los zapatos de boda aquí y Rosaría se encarga de continuar la tradición.
– Me hace mucha ilusión -dice, mientras busca algo en su bolso-. Hola a todos -añade sin alzar la mirada. Saca del bolso un artículo de revista grapado a una hoja de papel de mayor tamaño, donde se muestra un vestido de novia dibujado a mano-. Este es mi vestido, lo he copiado de Amsale.
– Fabuloso -dice la abuela, y me da la fotografía y el dibujo-. Valentine te hará los zapatos de principio a fin.
– Estupendo -dice Rosaría con una sonrisa. El dibujo muestra un sencillo vestido de seda con el talle alto. Tiene un escote cuadrado y mangas muy cortas-. ¿Qué te parece?
– Lo encuentro muy Camelot-le digo-. ¿La has visto?
Niega con la cabeza.
– ¿No ves películas viejas con tu abuela?
– No.
June se ríe y dice:
– Camelot no es una película vieja.
– Es vieja para ellas, tiene cuarenta años -dice la abuela, y continúa metiendo los zapatos en las cajas.
– Te casarás el próximo julio, ¿en qué habías pensado, unas sandalias?
– Me encantan las sandalias.
Cojo un libro del escritorio y le muestro las distintas variantes del zapato Lola. Pega un grito y apunta a una brillante sandalia de lino teñida de rosado claro y con correas entrecruzadas.
– ¡Oh, Dios, éste! -dice, señalando el modelo.
– Ya lo tienes entonces. Quítate los zapatos para que tomemos las medidas.
Rosaría se sienta en un taburete y se quita los zapatos y las medias. Tomo de la repisa dos trozos precortados de papel de cera y escribo su nombre en la esquina superior derecha de ambos. Los coloco en el suelo, delante de Rosaría, luego la ayudo a ponerse de pie encima del centro de cada uno. Trazo el borde del pie derecho, haciendo una marca de lápiz entre cada dedo. Hago lo mismo con el pie izquierdo. Se hace a un lado. Del carrete de cuerda que descansa sobre el escritorio corto dos trozos y mido el largo de las correas, una para la parte superior del pie y otra para el tobillo. Etiqueto las cuerdas y las introduzco en un sobre con su nombre. -Muy bien, ahora viene la parte divertida.
Abro el armario de los adornos para Rosaría, que mira los estantes y los contenedores de plástico transparente como una chiquilla que ha aterrizado en el interior de un cofre lleno de joyas y puede escoger cualquiera que desee.
Estamos muy orgullosas de las piezas que usamos para adornar los zapatos. La abuela viaja a Italia cada año a comprar los suministros. Cuando cocinas, todo depende de la calidad de los ingredientes, y lo mismo sucede al hacer zapatos. Las telas de lujo, el cuero de excelente calidad y los adornos trabajados a mano marcan la diferencia y definen nuestra marca. La lealtad también interviene en la ética de trabajo de la abuela; compra todo el cuero y la gamuza a la familia Vechiarelli de Arezzo, en Italia, los descendientes del mismo curtidor que abastecía a mi abuelo.
Muchos zapateros tienen agricultores entre sus antepasados. Los Angelini fueron campesinos antes de convertirse en carniceros. Los carniceros a menudo se metían al negocio del curtido de pieles porque era más rentable vender el cuero preparado que vender las pieles crudas. Conforme pasó el tiempo, mi bisabuelo dio el salto de carnicero a zapatero.
En las primeras décadas del siglo XX Italia vivió un movimiento en el que los artesanos (zapateros, joyeros, sastres, alfareros, orfebres, vidrieros y plateros) enseñaron sus conocimientos gremiales a los jóvenes que necesitaban con desesperación trabajar. El artesano iba a los pueblos pequeños e impartía cursos sobre su área de conocimiento. El sistema del maestro y el aprendiz es un pilar en la vida laboral de los italianos, pero este movimiento en concreto era tanto político como artístico, había nacido de la necesidad de sacar a los italianos de la pobreza tras la guerra. El movimiento se extendió, y así empezó la proliferación de los artículos artesanales de Italia, algunos de los cuales aún existen en la actualidad. Para las familias cuyos miembros se adiestraron juntos y que abrieron sus propios negocios habían nacido las marcas.
La abuela compra el cuero para nuestros zapatos en Arezzo y los clavos y las correas en La Mondiale, el proveedor más antiguo de los zapateros italianos. Baja a Nápoles por los adornos, donde trabaja con un equipo joven: Carolina y Elisabetta D'Amico, que crean bisutería a mano para ornamentar zapatos. La abuela a veces les lleva un borrador de lo que quiere, y también selecciona entre su abundante surtido. Las D'Amico hacen hebillas y adornos con incrustaciones de brillante cristal (encendidos diamantes falsos, deslumbrantes imitaciones de esmeraldas, rubíes y cabujones). Sus adornos de bisutería son tan opulentos que con facilidad se pueden confundir con joyas verdaderas.
También tenemos una amplia selección de ornamentos de tela hechos a mano, que incluye rodetes de terciopelo tan delicados que utilizamos pinzas para colocarlos sobre las correas de cuero antes de coserlos. Tenemos toda clase de adornos florales: lirios de seda cruda, inocentes margaritas de organza y tul y escarapelas de seda en todas las combinaciones de color, desde el rojo rubí hasta el púrpura oscuro veteado con hojas de terciopelo verde lima. Tenemos una selección de diminutos números y letras en piel de tonos metálicos (oro, plata y cobre) que a veces cosemos en el interior del zapato. A menudo también colocamos las iniciales de los novios o la fecha de la boda para darle un toque de reliquia.
Rosaría contempla admirada las bandejas de plástico repletas de escarapelas. Primero coge unas rosas de color azul aciano porque ése es el tono de los vestidos de sus damas de honor. Le intrigan las series de cristales redondos sobre gallardetes de satén, pero decide que son demasiado de discoteca para su gusto. Después de mucho deliberar, se queda con unas escarapelas antiguas color nata; luego llama a su madre para contar con su aprobación.
Le doy los bocetos de los pies de Rosaría a June, que guarda los patrones en una caja. Saco una ficha del cajón del escritorio y tomo algunas notas, ahí apunto las dimensiones del pie de Rosaría, luego grapo la muestra de tela, el número de la caja de las escarapelas y el sobre con las medidas de las correas. Mientras tanto, Rosaría, henchida de satisfacción, relata a su madre todos los detalles. Está tan emocionada con los zapatos como con el vestido. Rosaría termina la llamada y mira a la abuela:
– Estoy orgullosa de seguir la tradición de mi madre.
– ¿Cuándo es tu última prueba? -le pregunto.
– El 10 de mayo, con Francés Spencer, en el Bronx.
– La conozco. Hace las mejores imitaciones de los cinco municipios de Nueva York. Ahí estaré con tus zapatos, para que puedan hacer el dobladillo final con los tacones.
– Gracias.
Rosaría me abraza, luego coge su bolso y se va.
Apunto la fecha del día de la prueba en su ficha y luego abro la caja de los archivos en el escritorio.
– Le daré a Rosaría los zapatos de regalo -dice la abuela sin quitar la vista de su trabajo-. Gratis.
– Vale -digo yo, y lo anoto en el recibo. Éste no es un buen momento para regalar zapatos-. ¿Estás segura?
– Segurísima.
La abuela toma los zapatos en los que ha estado trabajando y los envuelve en algodón.
– Bueno, con Alfred cuidando de nuestras finanzas…
– Lo sé, pero Alfred no dirige este negocio, sino yo.
June me mira y levanta las cejas como si dijera: «No discutas con ella».
Prendo con una tachuela el pedido en el tablero de anuncios y veo una nota escrita a mano por la abuela que pone: «Reunión con Rhedd Lewis en Bergdorf el 5 de diciembre a las 10 horas. Llevar a V».
– Abuela, ¿qué es esto?
– ¿Recuerdas a Debra McGuire, la chica de vestuario de la película? Bueno, puede que sea quisquillosa, pero le gustó nuestro trabajo y nos recomendó a Rhedd Lewis, de Bergdorf, que quiere conocernos.
– ¿Y por qué? -Casi no podía contener mi entusiasmo.
– Quizás está a punto de casarse y necesita unos zapatos.
– ¡O quizá quiere poner nuestros zapatos a la venta! -Mi mente daba vueltas alrededor de las posibilidades de suministrar al mayor almacén de la ciudad de Nueva York con nuestros zapatos. Éste es exactamente el tipo de empujón que Bret esperaba que tuviéramos-. ¿Te imaginas? ¿Nuestros zapatos en Bergdorf?
– Espero que no -dice June, poniendo los brazos enjarras y girándose hacia la abuela-. ¿Recuerdas cuando tu marido puso a la venta los zapatos en Bonwit Teller? Fue un desastre, casi no pudimos vender la mercancía. Recuerdo lo que dijeron, que las novias no querían gastar en los zapatos cuando ya habían gastado un pastón en los vestidos.
– Eso nos apartó de los grandes almacenes -admite la abuela-. Fue nuestra primera y última incursión en los grandes negocios.
– Quizás esta vez sea diferente. Mirad cualquier revista de moda, los compradores de lujo gastan, sin parpadear, dos de los grandes en un bolso, eso hace que nuestros zapatos parezcan un chollo. Tal vez ahí haya una oportunidad.
– O quizá sólo vais a la reunión, miráis qué os tiene que decir y luego os vais al bar de Bergdorf y pedís huevos picantes -dice June mientras coge sus tijeras y recorta un par de suelas talla 39 del papel de patrones. June me mira y sonríe para darme su apoyo. Ella ha estado en esta empresa el tiempo suficiente para saber que es altamente improbable que la abuela cambie la manera de llevar el negocio, aunque eso signifique perder la compañía.
– Abuela, creo que deberíamos ir a la reunión sin prejuicios, ¿no?
No me responde. Una larga limusina negra se detiene de-lante de la tienda. Da la impresión de que comienza en la esquina del edificio Richard Meier y llega hasta su puerta de entrada. Mientras aparca leo que en la matrícula pone «constructor».
Un hombre con un traje azul marino y una corbata roja sale por la puerta trasera, y le sigue mi hermano. El viento agita sus corbatas de seda como colas de cometas mientras se dirigen a nuestra entrada.
– ¿Qué hace Alfred aquí? -pregunto.
– Llamó mientras estabas con Roman, trae a un agente inmobiliario para que vea el edificio.
Miro a June, nuestras miradas se encuentran, pero ella la desvía de inmediato.
– Hola, chicas -dice Alfred al entrar. Va hacia la abuela y le besa la mejilla. Ella sonríe orgullosa cuando Alfred se vuelve y le presenta al hombre-. Mi abuela, Teodora Angelini. Abuela, él es el agente del que hablamos, Scott Hatcher. Estudiamos juntos en Cornell.
La abuela estrecha la mano del agente. Alfred pone los brazos en jarras y mira la tienda como si June y yo no estuviéramos. Me sorprende lo sociable que es mi hermano cuando está con sus colegas. Con la familia es más bien retraído, pero en el trabajo, cuando está en su ambiente y donde se necesita más personalidad, es un maestro.
El agente mide más de un metro ochenta, es una versión en guapo del príncipe Alberto de Mónaco, con todo el cabello. Tiene grandes ojos verdes y la calidez y sonrisa permanentes de un vendedor.
– Vamos a echar un vistazo, abuela -dice Alfred con su sonrisa falsa de hombre de negocios.
– Pasad -dice la abuela.
– Empecemos por la terraza -dice Alfred, y guía a Scott escaleras arriba.
Me siento en el taburete de trabajo y digo:
– Bueno, ha llegado el día que tanto temía.
– No te comportes de esa manera -dice la abuela con suavidad.
– ¿Y cómo debería comportarme?
Cojo las correas para mi bota y las llevo a la mesa de planchar, conecto la plancha y sumerjo las manos en lo más profundo de mis bolsillos mientras espero que se caliente.
June baja las tijeras y dice:
– Necesito un café, ¿os traigo algo, chicas?
– No, gracias -le digo.
June se pone su chaqueta y sale.
– June huele las riñas -dice la abuela con tranquilidad.
– No voy a reñir contigo, sólo espero que tengas éxito.
– Bergdorf no nos salvará. Estoy segura de que no hay soluciones mágicas para los negocios. Estás escalando una montaña, clavas, avanzas, clavas, avanzas.
De pronto, los viejos aforismos de la abuela suenan antiguos e irrelevantes. Ahora sí que estoy enfadada.
– Ni siquiera sabes de qué tratará la reunión, no lo has preguntado. ¿Por qué no ponemos en la puerta el cartel de «cerrado» y nos damos de una vez por vencidas?
– Mira, yo he andado todos los caminos de este negocio. Hemos estado a punto de cerrar más veces de las que puedes contar. Tu abuelo y yo casi lo perdemos todo cuando su padre murió en 1950, pero aguantamos. Sobrevivimos a los años sesenta, cuando nuestras ventas se hundieron en la nada porque las novias hippies iban descalzas. Lo conseguimos en los setenta, cuando la producción en el extranjero se cuadriplicó y luego aprovechamos la situación en los años de la princesa Diana, en los ochenta, cuando todos querían formalidad en sus bodas y pedían vestidos y zapatos a medida. Sacamos el negocio de las deudas y volvimos a tener beneficios, y yo diseñé los zapatos de ballet para continuar en el mercado que estábamos perdiendo por Capezio -dice la abuela, alzando la voz-. No te atrevas a insinuar que soy cobarde, yo he luchado y luchado y luchado, y estoy cansada.
– ¡Lo he captado!
– ¡No, no lo has hecho, ni lo harás hasta que hayas trabajado aquí durante cincuenta años, cada día! Entonces, quizá sepas cómo me siento.
Levanto la voz y digo:
– Deja que compre el negocio.
– ¿Con qué? -la abuela lanza los brazos al aire-. Yo pago tu salario, ¡sé cuánto tienes!
– ¡Encontraré el dinero! -le grito.
– ¿Cómo?
– Necesito tiempo para ingeniar algo.
– ¡No tenemos tiempo! -responde la abuela.
– Quizá podrías tener conmigo la misma consideración que tienes con tu nieto y darme tiempo para hacer una contraoferta a la que él proponga.
Alfred entra en la tienda.
– ¿Qué cono pasa aquí? -dice con brusquedad mientras se acerca al vestíbulo donde Hatcher está inspeccionando las escaleras.
– Quiero comprar el edificio y el negocio -digo yo.
Alfred ríe. El sonido de su risa cruel me atraviesa y destruye la confianza en mí misma, como ha sucedido a lo largo de toda mi vida. Luego dice:
– ¿Con qué? ¡Estás soñando!
Mueve la mano en círculos como si ya fuera el propietario de la compañía de zapatos Angelini y del número 166 de Perry Street.
– ¿Cómo podrías comprar esto? Ni siquiera puedes comprar la plancha.
Cierro los ojos y contengo las lágrimas. En vez de doblegarme, como siempre hago, busco el registro más grave de mi voz y digo con firmeza:
– Estoy trabajando en ello.
Scott Hatcher entra, guarda sus manos en los bolsillos y mira a la abuela:
– Estoy preparado para hacerle una oferta, una oferta en metálico. Señora Angelini, quiero comprar el 166 de Perry Street.
Tiro de mi gorro de lana para cubrirme las orejas, que me escuecen de frío. Camino por Litde Italy esta noche de martes, las calles están vacías y la reluciente pérgola sobre Grand Street parece el último poste de la carpa dejado por el circo ambulante antes de abandonar el pueblo. Giro en Mott Street. Empujo la puerta de Ga' d'Oro. El restaurante está medio lleno. Saludo a Celeste, que está detrás de la barra, y me dirijo a la cocina.
– Hola -digo, desde el umbral.
Roman está decorando dos platos de ossobuco con perejil fresco. El camarero los coge y me empuja para pasar al salón. Roman sonríe, viene hacia mí y me da un beso en cada mejilla antes de quitarme el gorro.
– Estás helada.
– Y peor estaré cuando me quede sin trabajo y sin techo.
– ¿Qué ha pasado?
– La abuela ha recibido una oferta por el edificio.
– ¿Quieres trabajar conmigo?
– Mis gnocchi son como plastilina y la carne de ternera me queda como goma.
– Entonces, retiro mi oferta.
– ¿Cómo se hace, Roman? ¿Cómo se compra un edificio?
– Necesitas un banquero.
– Tengo uno, mi ex novio.
– Espero que hayáis terminado en buenos términos.
– Sí, no soy de la clase de persona que busca el melodrama en su vida privada, lo cual, si tienes en cuenta el melodrama de mi vida profesional, es muy bueno.
– ¿Qué ha dicho tu abuela?
– Nada. Escuchó la oferta, siguió trabajando, subió las escaleras, se vistió y se fue al teatro.
– ¿Ya ha confirmado al comprador que le venderá el edificio?
– No.
– Entonces quizá no lo haga.
– No conoces a mi abuela, nunca se arriesga, va a lo seguro.
Roman me besa, mi rostro se calienta con su tacto, es como si el cálido sol italiano hubiera salido esta noche amarga y fría. Siento una corriente de aire que viene de la puerta trasera, apuntalada con una lata de tamaño industrial de tomate pelado y triturado San Marzano. Paso mis brazos alrededor de su cuello.
– ¿Has notado que desde nuestra primera cita no he traído más que malas noticias? El cáncer de mi padre, mis problemas financieros…
– ¿Eso qué tiene que ver con nosotros?
– ¿No crees que tengo una mala racha?
– No.
– Estoy preparada para más malas noticias. Vamos, dilo, quizás estás casado y tienes siete hijos malcriados en Tenafly.
Ríe.
– Pues no.
– Espero que tengas cuidado al cruzar las calles.
– Soy muy cuidadoso.
El camarero entra en la cocina y dice:
– Mesa dos. Raviolis de trufa.
Me mira a mí y luego, impaciente, a su jefe.
– Debería irme -digo, y doy un paso atrás.
– No, no, espera mientras trabajo.
Miro la cocina.
– Soy buena con la vajilla.
– Bueno, entonces, adelante.
Sonríe y se dirige al horno. Me quito el abrigo y lo cuelgo, cojo un delantal limpio que estaba en la parte de atrás de la puerta, lo paso alrededor de mi cabeza y lo ato a la altura del talle.
– Te prefiero a Bruna -me dice.
Observo mi reflejo en el metal pulido de la nevera; sonrío por primera vez en lo que va de día.