12 La isla de Capri

La semana anterior a nuestro último día en Arezzo, la abuela, Dominic, Gianluca y yo hicimos la ruta del zapatero en Italia. Fuimos hasta Milán y pasamos por la fábrica Mondiale. Ahí compramos suficientes hebillas, broches y presillas para suministrar otros diez mil pares de zapatos de nuestra tienda.

En Milán nos reunimos con el contacto de negocios de Bret, un grupo de financieros italianos que trabajan con diseñadores que tienen cobertura en Italia y Estados Unidos. Apoyan la idea de Bret de que debemos diseñar una colección secundaria a la de nuestros zapatos hechos a la medida. Les expliqué que nosotras queríamos crecer en ese frente y mencioné la posibilidad de los escaparates de Bergdorf, que los entusiasmó, ya que habían hecho varios negocios con la venerable compañía Neiman Marcus, de la que Bergdorf Goodman es propietario.

También fuimos a Nápoles a conocer a Elisabetta y Carolina D'Amico, las expertas en ornamentos. Me perdí en su tienda, un parque temático para cualquier diseñador, cuartos llenos de cintas enjoyadas y correas, engarces adornados con cuentas, broches y lazos. Estas mujeres tenían mucho sentido del humor, de modo que su trabajo era imaginativo: adornos de cascaras en un mar de arroz teñido, pegados para que parecieran granos de arena en la playa; coronas miniatura enjoyadas en los rostros de los camafeos o, mi preferida, la tarta de boda, diamantes falsos recortados con la forma de una tarta a lo largo del empeine, con los fetiches dorados de la novia y el novio al final del tobillo, sujeto con correas que combinan. Genial.

Éste es nuestro último día en Arezzo y de la misma manera que echaré de menos la sopa de la signora Guarasci y mi habitación con las ventanas abiertas que dejan entrar el aire de la noche, estoy ansiosa por ir al aeropuerto a dejar a la abuela y recoger a Roman. Intento no mostrar mi excitación porque del mismo modo que yo me siento feliz de ir al aeropuerto, la abuela se siente triste.

Me espera en el corredor, fuera de nuestras habitaciones, y dice con tranquilidad:

– Estoy lista.

– Cogeré el equipaje -digo. Entro en su habitación por la maleta.

Ya he puesto las mías en el coche, junto con un talego nuevo lleno de muestras de telas. El cuero y la tela que pedí nos las enviarán y estarán en casa cuando llegue.

La signora Guarasci nos espera al final de la escalera. Nos ha preparado unas bolsas de comida para el viaje, panini de jamón con queso y dos botellines de Orangina para acompañarlos. Nos da a cada una un abrazo y un beso y nos da las gracias por ser sus clientes.

La abuela sale por la entrada principal, se sujeta de la barandilla y baja las escaleras. Dominic la espera en el último escalón. Salto con rapidez para dejar que la abuela tenga intimidad.

Voy al coche, que está aparcado al lado del hotel, coloco la cartera de la abuela en el maletero y espero. A través de la gruesa valla de madera los veo abrazarse. Luego él se sumerge en ella y la besa con la espalda doblada, de una manera que no había visto desde que Clark Gable besara a Vivien Leigh en el DVD conmemorativo de Lo que el viento se llevó.

– Mi padre está muy triste -dice Gianluca, que está detrás de mí.

Me da vergüenza que me haya pillado espiando.

– También la abuela -digo, y me vuelvo hacia él-. Gracias por todo lo que habéis hecho por nosotras en este viaje.

– He disfrutado de las conversaciones -dice.

– Yo también.

– Espero que vengas de nuevo alguna vez.

– Lo haré.

Miro a Gianluca que, después de semanas de viajar con nosotras, se ha convertido en un amigo. Cuando lo conocí por primera vez, fui crítica y todo lo que puede ver fueron las canas, el cochazo y la hija de casi mi edad. Ahora puedo apreciar su madurez. Es elegante sin ser vano y tiene excelentes modales sin ser pomposo. Gianluca también es generoso, nos puso, a la abuela y a mí, en primer lugar durante nuestra estancia.

– Estarás contento de vernos partir -le digo.

– ¿Por qué dices algo así?

– Te hemos quitado mucho tiempo.

– Lo he disfrutado -dice, y me da un pedazo de papel-. Éste es el número de mi amigo Constanzo en Capri. Por favor ve a verle, es el mejor zapatero que conozco, además de ti, por supuesto. -Gianluca sonríe y añade-: Deberías verle trabajar.

– Lo haré -miento. Mientras esté en Capri no pienso ver más zapatos que los que lleve puestos. Quiero hacer el amor, comer espaguetis y sentarme frente a la piscina, en ese orden-. Bueno, gracias. -Estiro la mano. Gianluca me la coge y la besa. Luego se inclina hacia delante y me besa en las dos mejillas. Cuando sus labios rozan mi cara, huelo a cedro y limón; su piel es muy tibia y limpia, y me recuerda la primera vez que subí a su coche, el día que fuimos a Prato. Miro mi reloj y digo:

– Será mejor que nos vayamos.

Gianluca y yo caminamos hasta el pie de la escalera, debajo de la entrada del Spolti Inn. La abuela y Dominic ríen, procuran que su despedida sea alegre. Toco el brazo de la abuela, pero ellos continúan hablando mientras caminamos hacia el coche. Dominic ayuda a la abuela a entrar en el coche y Gianluca me sostiene la puerta. Me introduzco y él la cierra, y comprueba la manija como hizo cuando fuimos a Prato.

La abuela se hunde en el asiento cuando pongo en marcha el coche. Se mueve a cámara lenta. En cambio yo lo único que quiero es dejar atrás este toscano lugar pueblerino (en palabras de mi padre) y llegar al aeropuerto, dejar a la abuela y recoger a Roman y, por fin, dar rienda suelta a la diversión.

Bajo con lentitud la colina hasta llegar a la calle principal de Arezzo, pongo atención a la señales y me dirijo al final del pueblo, en dirección a la autopista.

Miro a la abuela que, durante nuestra estancia, se ha comportado como una adolescente llena de vida y que ahora muestra cada uno de los días de sus ochenta años. Las raíces blancas se asoman a través de su cabello castaño y sus manos, dobladas en su regazo, parecen débiles.

– Lo siento -digo, tratando de no parecer demasiado alegre, por si ella está triste.

– No pasa nada -dice.

Cojo velocidad en la autopista y circulamos a buen paso. La autopista es nuestra hoy y lo aprovecho. Cuando la abuela cabecea para dormirse, pienso que es mejor así. Mientras más siestas haga, menos echará de menos a Dominic.

Mi teléfono da un pitido en mi bolsillo. Lo saco y abro.

– ¿Cariño? -dice Roman.

– ¿Ya has aterrizado?

– No, estoy en Nueva York.

– ¿Han cancelado tu vuelo?

Mi corazón se hunde, ¡odio las aerolíneas!

– No, he perdido el vuelo y no he querido llamarte a medianoche para decírtelo.

– ¿Qué ha pasado? -alzo la voz.

La abuela se despierta y dice:

– ¿Qué pasa?

– Nos han dado el soplo de que el New York Times vendría esta semana para hacer una reseña del restaurante, probablemente el martes por la noche, así que volaré el miércoles para encontrarme contigo en Capri. Espero que lo entiendas, cariño.

– No lo entiendo.

– Una reseña en el Times podría levantarme o hundirme.

– Unas vacaciones en Capri podrían levantarnos o hundirnos.

Nunca he amenazado a un hombre en mi vida. Pero dejaré de ser adorable, ¿qué sabe Katharine Hepburn sobre los hombres? Ella nunca salió con Roman Falconi.

– Sólo se trata de un retraso. Estaré ahí tan pronto como pueda.

– No digas nada más, estoy cansada de esperar que aparezcas cuando dices que lo harás, estoy cansada de esperar que lo nuestro empiece. Quiero que vengas de vacaciones como habías prometido.

El alza la voz y dice:

– Esta reseña es realmente importante para mi negocio. Necesito estar aquí, no lo puedo remediar.

– No, no puedes, ¿verdad? Eso me demuestra qué es lo que importa. Estoy quedando en segundo lugar por tu ossobuco, ¿o ya estoy aún más abajo?

– Eres el número uno, ¿vale? Por favor, piensa y entiende. Estaré allá antes de que lo notes. Te puedes relajar hasta que llegue.

– No puedo hablar contigo, estoy a punto de entrar en un túnel. Adiós.

Miro hacia delante, sólo un nítido tramo de autopista y el azul cielo italiano. Cierro el teléfono y lo echo en mi bolso.

– ¿Qué ha pasado? -pregunta la abuela.

– No viene. Le harán una reseña para el Times y tiene que quedarse. Dice que volará el miércoles, pero entonces, mientras aterriza, llegamos a Capri y se recupera del jet lag, apenas tendremos tiempo. -Empiezo a llorar-. Y voy a cumplir treinta y cuatro sola.

– Además…, en tu cumpleaños. -La abuela niega con la cabeza.

– Romperé con este tío, ya está.

– No te precipites -dice la abuela con amabilidad-. Estoy segura de que él preferiría estar contigo que en el restaurante con el crítico.

– ¡No es de fiar!

– Sabes que tiene dificultades en su vida profesional. -La abuela mantiene el tono tranquilo.

– ¡Yo también! Estoy tratando de sacarlo adelante, pero necesitaba Capri. Necesitaba un descanso. No he tenido vacaciones en cuatro años. Sólo puedo enfrentarme a la pesadilla de la vuelta a casa, a Alfred, si antes descanso.

– Sé que tienes mucha presión encima.

– ¿Mucha? Hay demasiada presión y tú no estás ayudando.

– ¿Yo?

– Tú. Tu ambigüedad. Tuve la impresión de que preferías quedarte en Arezzo y olvidarte de Perry Street.

– Has leído mi mente.

– Bueno, ¿sabes qué? Nos vamos las dos a casa. No voy a perderlo todo por Roman, por lo menos conservaré mí trabajo.

Busco mi BlackBerry para enviar un correo electrónico a nuestra agente de viajes Dea Marie Kaseta. Me detengo a un lado del camino y escribo:


Necesito un segundo billete en Alitalia 16. Hoy 4 p.m. a NYC. Urgente.


Retomo el camino.

– Nunca te había visto tan enfadada -dice la abuela con tranquilidad.

– Bueno, acostúmbrate. Voy a estar alterada todo el trayecto hasta Nueva York.


La mujer detrás del mostrador de Alitalia me mira con mucha comprensión, pero muy poca esperanza. No hay plaza disponible en el vuelo 16 de Roma a Nueva York. Lo mejor que pudo hacer Dea Marie fue conseguirme una habitación de hotel y un billete para salir mañana.

Apoyo la cabeza en el escritorio de acero inoxidable y lloro. La abuela me saca de la cola para que los impacientes pasajeros detrás de mí puedan recoger sus tarjetas de embarque.

– Iré contigo a Capri.

– Abuela, por favor, no me malinterpretes, pero no quiero ir contigo a Capri.

– Te entiendo.

– ¿Por qué no vas con Dominic? Está hecha la reserva de hotel. Yo tomaré tu billete y volaré a casa.

– Pero tú debes tener unas vacaciones y Roman dijo que vendría el miércoles.

– No quiero que venga.

– Eso lo dices ahora, pero Roman estará aquí pronto y lo solucionaréis.

La abuela abre su teléfono y llama a Dominic. Examino la larga cola de pasajeros. Ninguno muestra compasión hacia mí. Lloro un poco más. Mi cara empieza a picarme por las lágrimas. Me limpio con la manga. Recuerdo lo que me dijo mi padre: «Contigo nada es sencillo, tienes que trabajar por todo». Bueno, ahora tengo una nueva revelación…: no sólo tengo que trabajar por todo, sino que el trabajo puede que no me recompense. ¿Cuál es el sentido?

– Ya está todo arreglado.

– Abuela, ¿qué dices?

– Iré a Capri contigo. Dominic se reunirá conmigo allí. Nos alojaremos en la casa de su primo. Tú puedes quedarte con la habitación del hotel para ti sola. -La abuela me coge del brazo-. Escúchame, Roman no lo ha hecho a propósito. El llegará el miércoles y no pasa nada si durante este tiempo estás sola.

– Sí, sí, sí -murmuro mientras ella me guía lejos del infernal remolino de los mostradores de Alitalia. Sigo a la abuela, ahora camina recta, con paso firme, como si anticipara su reunión con Dominic. Empujo nuestro enorme carro de equipaje con todo el peso de mi cuerpo por los pasillos del aeropuerto internacional Leonardo da Vinci-Fiumicino.

Arreglo el alquiler de otro coche. Amontono todo el equipaje de nuevo en el maletero mientras la abuela se abrocha el cinturón de seguridad del asiento del pasajero, en la parte delantera. Le envío un correo a Dea Mane para que recupere el billete del vuelo perdido de abuela y haga otra reserva para el día en que Roman y yo volvemos. Me subo al coche y me abrocho el cinturón de seguridad.

– ¿Lo ves? Hay una solución para cada problema. -La abuela me arroja mi frase barata edificante directa a la cara, como una bofetada-. ¡A Capri!


Cuando llegamos a Nápoles, dejo el coche de alquiler en un local cerca de los muelles. Miro alrededor buscando ayuda para bajar las maletas, pero no parece que la versión italiana de los maleteros americanos red caps trabaje en el muelle. Cargo otro carro de equipaje con las maletas y lo empujo, como un sherpa, hacia el muelle. Nuestro equipaje parece multiplicarse cada vez que lo muevo, o quizá sea el carro, que se hace más pequeño, no lo sé, pero es abrumador. Sudo como un boxeador profesional, y cuando llegamos al muelle tengo el cabello empapado.

La abuela hace guardia cerca del carro mientras voy a comprar los billetes para el ferry a Capri. Estamos en la cola mientras el transbordador retrocede hacia el puerto. Cuando el asistente baja la verja, una estampida de ansiosos turistas golpea la rampa hacia el ferry. Mando a la abuela hacia la rampa y la sigo, empujando el carro.

Justo cuando pienso que me colapsaré, aplastada bajo las ruedas de mi propio carro, el cobrador advierte mi problema y grita a un chico que trabaja en el mostrador. Finalmente, alguien viene en mi ayuda. Es alto, tiene el pelo negro como Roman, y no puedo evitar pensar que no lo necesitaría si mi novio hubiera llegado a tiempo. Ya en el ferry me siento junto a la abuela. Mientras el transbordador se aleja del puerto, suspiro y miro el mar. Pasan algunos minutos y veo la isla.

Capri está rodeado por las ondulantes aguas azul turquesa del mar Tirreno, como uno de esos sombreros de fiesta con una cinta en la parte inferior. Los puntiagudos acantilados, nacidos de las erupciones volcánicas hace miles de años, están cubiertos por tonos vividos. Una cascada de flores fucsia encima de las rocas y destellos de violeta buganvilla se derraman por los acantilados, mientras que olas esmeraldas a lo largo del borde del mar revelan el terso coral rojo, como las gotas de cera roja de una vela en una botella de vino.

El bullicio del muelle de Capri, con los mozos de los hoteles que agarran las maletas y las cargan frenéticamente en carros, me coloca de lleno en una película de Rosellini, en laque un pequeño pueblo es evacuado durante la guerra. Los porteros gritan en italiano, los turistas se pelean para parar los coches y los guías turísticos agitan pequeñas banderas para agrupar a los turistas. La abuela y yo permanecemos en el centro de todo, esperando, sin otra alternativa.

No logro imaginar cómo llegará nuestro equipaje al hotel correcto hasta que reconozco el logotipo del Quisisana en la solapa de uno de los mozos. Sus ojos se dilatan, ríe y dice:

– ¿Todo esto es vuestro?

– ¿Cuánto costará? -grito en medio del estrépito.

– Sólo una propina, signorina. Sólo una propina. Ríe, pero acaba de conseguir una gran propina sólo por haberme llamado signorina. El «-ina» marca la diferencia en una mujer que va a cumplir treinta y cuatro en unos días. Es la diferencia entre «señorita» y «señora» y yo cojo el «señorita» como un billete ganador.

Sujeto el brazo de la abuela mientras la ayudo a subir a un buggy-taxi con un dosel de tela por techo. El conductor sube la montaña con curvas pronunciadas, pasa frente a puertas opulentas que rodean casas de campo privadas. Los muros de piedra de los antiguos palazzi están cubiertos con lustrosas enredaderas rebosantes de gardenias blancas. Los edificios altos de la bahía de Nápoles, de donde venimos, se ven desde aquí rodeados de humo, como si fueran industrias, como una pila de cajas de zapatos grises en un almacén.

Cuando llegamos a la cumbre de les acantilados, el conductor nos deja en la piazza. Los turistas se arremolinan, encerrados dentro de la plaza del pueblo como los animales de un circo en un cuadrilátero. Hay elegantes tiendas alineadas en la plaza, que tienen las puertas de entrada abiertas para animar a los clientes. El conductor nos señala la calle que nos lleva a nuestro hotel.

La abuela y yo nos abrimos camino entre los turistas. Libre de equipaje, empiezo a sentir que estoy realmente de vacaciones. Caminamos por una estrecha calle en la que se alinean varias tiendas, las que venden coral y turquesa, Prada, Gucci y Ferragamo. Hago una nota mental de un pequeño lugar donde se puede comprar dulce de coco. Los compradores gozan de la sombra de los frondosos y encopetados cipreses viejos mientras caminan por la arteria comercial.

El hotel Quisisana forma parte de una hilera de edificios en lo alto de los acantilados. Parece el escenario de ensueño de una comedia suntuosa de Preston Sturges, donde la heredera huida, que viste un vestido de noche de plumas de pavo real, termina mezclada con la jet set de una isla italiana. Es espectacular. Miro a la abuela, cuyos ojos se dilatan al verlo. Su reacción es impagable, pero preferiría que fuera la cara de Roman la que estuviera viendo en este momento. Ella sabe lo que estoy pensando y me aprieta la mano.

Dentro del hotel, los huéspedes parecen moverse a cámara lenta debajo de los murales renacentistas del gran vestíbulo. El suelo de mármol estampado en blanco y negro está salpicado con gruesas alfombras blancas. Estatuas de diosas romanas en pedestales miran desde las esquinas, y las opulentas arañas de cristal centellean sobre los sofás blancos de seda y las sillas forradas de damasco dorado. Las paredes de cristal en la parte de atrás del hotel revelan una ancha escalera que conduce a los jardines, con veredas circulares que serpentean perezosamente a través de los retazos de sombra verde que producen las palmeras.

Los visitantes de este edén italiano con suntuosa simplicidad revolotean por doquier. Hay franjas de seda blanca y cachemir azul cobalto, acompañados por montones de oro dondequiera que mires: cadenas, pendientes con forma de gota, de aro y eslabones. Las mujeres derraman platino y diamantes, un toque de brillo contra la piel bronceada.

Estoy de pie cerca del mostrador de la recepción, me atienden algunas de las personas más atractivas que haya visto nunca. Las mujeres tienen los pómulos altos y la línea recta del mentón como una escultura de mármol de Giacomo Manzú. Los mozos, delgados y bronceados, llevan esmóquines blancos con charreteras doradas, todos son versiones del príncipe azul; hablan muy poco, pero con la intención de complacer.

Explico mi situación al encargado, que sonríe, me da una llave de plástico que parece una tarjeta de crédito y me dice:

– El señor Falconi se ha encargado de todo.

Este comentario me recuerda que Roman en verdad quería estar aquí hoy, que él hizo unos planes excelentes y que yo había preparado para nosotros unas vacaciones de ensueño desde el principio hasta el fin, incluso si él no estaba aquí desde el primer día para compartirlas. No es suficiente para que le perdone, pero, por lo menos, empiezo a pensar en el miércoles de una nueva manera, completamente distinta.

La abuela me sigue dentro de un diminuto ascensor hasta la última planta, llamada el attico. Al salir del ascensor hay un rincón con un sofá azul pálido almohadillado de dos plazas y una pintura al pastel al estilo de los cuadrados de Mondrian. El suelo de madera brilla.

Entramos en la enorme suite llena de luz y bellamente decorada de azules cielo y ocre. Nos detenemos a digerirlo, un poco con la esperanza de pillar a Cary Grant y a Grace Kelly en el sofá, brindando con champaña.

Pongo mi bolso encima del escritorio de madera de cerezo. Tiene una superficie para escribir empotrada, de cuero negro con adornos de pan de oro. Un sofá Luis XIV, de color blanco, está repleto de cojines, forrados de seda azul.

La abuela silba:

– ¡Fiuuu!

Entro en el dormitorio y veo una cama muy grande cubierta con una colcha blanca y brillante, una hilera de botones azules sube por su costura. Después de la cama está el cuarto de baño, que tiene una profunda bañera blanca que hace juego con los lavamanos dobles de mármol sostenidos por latón trenzado. Las baldosas del suelo tienen un diseño que combina el elegante azul cielo y el blanco. Observo mi rostro en el espejo mientras digiero los detalles de la romántica suite, donde todo está equipado de dos en dos. Mi expresión dice: «¡Qué desperdicio sin un hombre!».

Las puertas francesas del dormitorio dan a un largo balcón con una pequeña mesa blanca de hierro forjado y dos sillas en la esquina. Hay una tumbona de cara al sol. Al otro lado hay otra silla que combina con una otomana. Me sujeto a la barandilla y miro más allá de los jardines, hacia una piscina ovalada fenomenal, colocada en el suelo como un ágata. Hay sombrillas azul marino y rayas blancas abiertas alrededor de la piscina, que semejan pirulís de caramelo.

Después de la piscina está el restaurante donde trabajó Roman durante un verano. Hay una veranda abierta que lleva a las escaleras y a un elegante comedor interior. La veranda está decorada para la cena, las pequeñas mesas están cubiertas con prístinos manteles blancos. Después del restaurante y bajando el escarpado acantilado de piedra se observan los faraglioni, una formación de tres rocas que sobresale del mar y dentro de la cual se encuentra la famosa gruta azul.

El verano está al llegar, como lo demuestra un manojo de pequeños limones que cuelgan de un árbol plantado en una maceta de terracota, en la terraza. Ya que soy una jardinera aficionada, pero seria, reviso la tierra negra de la maceta para comprobar si la planta necesita agua. No la necesita. Alguien atiende con amor este pequeño árbol. Arranco una hoja de la rama y la froto entre mis manos, lo que libera el olor cítrico dulce. La ansiedad de las pasadas horas me abandona mientras observo un yate blanco que cruza el horizonte y deja un rastro de espuma en el agua azul. Las brisas de Capri huelen a naranja sanguina, extraída a cucharadas y mezclada con miel.

– Valentine, el mar -dice la abuela, que está a mi lado en el balcón.

– Nunca había visto nada parecido, abuela. Siéntate. Voy a pedir algo para beber.

Entro en la habitación, me dirijo a la nevera y saco dos botellas de zumo de granada. Encuentro los vasos en una bandeja encima del escritorio.

– ¿No estás contenta de que te haya hecho venir aquí? -dice la abuela mientras se pone las gafas de sol.

– Supongo -digo. Destapo las botellas y sirvo el zumo en los vasos. Le doy uno a la abuela y luego lleno el mío-. Pareces aliviada. ¿No estabas realmente preparada para volver a casa, verdad? ¿Por qué?

Bebo un sorbo.

– Ya sabes por qué -dice con tranquilidad.

– A mi madre le dolerá que no le hayas hablado de Dominic. Deberías llamarla.

La abuela agita la mano y dice:

– Oh, no, no podría. ¿Cómo se lo explicaría? No tiene sentido. Soy una viuda de ochenta años con problemas de rodillas. En los días buenos, me siento de setenta y, en los malos, de noventa y nueve. -Da un trago a su bebida-. No esperaba enamorarme a mi edad.

– Bueno, ¿nunca lo esperamos, no? Todo está bien hasta que sucumbes. Luego, de la noche a la mañana, se convierte en una relación, llena de compromiso y negociación. Cuando él te ama y tú lo amas, tienes que saber adónde vais y qué significa, dónde viviréis y qué haréis. En realidad, si lo pones todo junto, el amor es un enorme dolor de cabeza.

La abuela ríe y dice:

– Hoy te sientes así. Cuando Roman te sujete entre sus brazos en este balcón, le perdonarás. Lo harás si eres mi nieta. En nuestra familia estamos hechas para no prestar atención a las cosas que nos hacen infelices.

– Abuela, ésa es la cosa menos saludable que puede hacer una mujer. ¡No voy a ignorar que él me hace infeliz! Perseguiré mi felicidad. ¿Por qué debería conformarme con menos?

Suena el teléfono de la habitación. La abuela cierra los ojos y gira el rostro hacia el sol mientras contesto. No piensa discutir conmigo.

– Abuela, es tu inamorato. Está abajo. Tiene tus maletas. Está listo para desaparecer contigo en la casa de campo de su primo.

La abuela se levanta de su silla, se alisa la falda y dice:

– Ven con nosotros -responde, y me mira con ternura.

– No.

La abuela ríe y pregunta:

– ¿Estás segura?

– Por Dios, abuela, soy muchas cosas, pero nunca seré una carabina.

La abuela coge su bolso y se dirige a la puerta. La sigo hasta el pasillo y aprieto el botón del ascensor. Las puertas de latón se abren y la abuela entra.

– Que os divirtáis -le digo mientras se cierran las puertas. Lo último que recuerdo es su cara, que relucía, brillaba por la expectativa de reunirse con Dominic.


Me despierto después de una siesta en el balcón. El sol baja en el cielo. Miro mi reloj, son las cuatro de la tarde. Genial, he dormido tres horas seguidas. Me levanto y echo un vistazo a la piscina. Las sombrillas de color azul marino y blanco siguen abiertas. Veo a una mujer que chapotea.

Mi equipaje descansa cerca del armario, en el dormitorio. Saco pilas de ropa, nuevos vestidos que he reservado para mi semana con Roman. Encuentro la bolsa roja de Macy's que mi madre echó a escondidas en mi maleta. Abro la bolsa y dentro hay un bañador nuevo de licra negra, lo saco.

– De ninguna manera -digo en voz alta mientras lo sostengo frente a mí ante el espejo.

Mi madre me compró un bañador negro de una sola pieza (hasta aquí, todo bien), con un profundo escote en V en la parte delantera. Olvidad la palabra profundo, ésta es una caída en picado. Los tirantes están fruncidos para crear también una profunda V en la espalda. Eso podría estar bien si no fuera por el ancho lazo de diamantes falsos que ciñe la cintura y se cierra al frente con una enorme hebilla con dos C que se enganchan. Un falso Chanel cuando la gente aquí lleva el auténtico. Reviso las costuras a los lados del cinturón. Están cosidas. Incluso si pudiera quitar el cinturón (y quién podría, si ya no te dejan volar con tijeras por motivos de seguridad), dejaría un agujero abierto en la tela, y este bañador lo que menos necesita son más agujeros.

Cuando tiro los tirantes del bañador hacia mis hombros me parece imposible creer que mi madre lo haya comprado. Es como si anunciara algo con este atuendo y no es un anuncio para la primera página. Soy Gypsy Rose Lee en la Riviera italiana, vestida por una decidida madre cuyo objetivo es conseguir el anillo de compromiso.

Para ser justos con mi madre, probablemente éste sea el único bañador que encontró con un cinturón de diamantes falsos y todos sabemos que mi madre nunca ha visto un cristal de Swarovski que no le guste. Tiene a su favor que es un bañador de una pieza, pero muestra tanto que tienes que ponértelo con un jersey de cuello alto.

Miro mi imagen en el espejo completo. La V en la parte delantera es tan profunda que muestra partes de mi cuerpo que nunca he expuesto a la luz del sol. Me giro y miro por encima de mi hombro. La espalda tiene buen aspecto, pero eso tiene más que ver con el diseño del bañador que con mi cuerpo.

Hay una etiqueta en la que pone «bañador línea adelgazante»; el trasero está reforzado, lo que significa una cobertura extra al modo del viejo Spanx. Poso como John Wayne y cuelgo los pulgares de la hebilla del cinturón como si marcara la dirección del arreo del ganado. ¿Cómo podría salir así de esta habitación? Me veo como la chica que echaron de la fila del coro por enseñar demasiada piel en los días en que se mostraba demasiado. Después de cerca de diez segundos de un debate interno acerca de la moda, me llama la azul piscina. «¡Qué diantres! -me digo a mí misma-, aquí nadie me conoce y seguro que ha habido más escotes expuestos en el Quisisana». Me pongo unos pantalones piratas negros y una sudadera encima del bañador. Me ajusto las gafas de sol, tomo mi llave y mi billetera y me dirijo a la piscina.


Un joven italiano me ve de pie junto a la piscina y corre hacia mí con una toalla.

– Grazie -le digo mientras le doy la propina.

El agua es del mismo color turquesa que el mar, que parece de un azul más oscuro en contraste con el borde blanco de la piscina y las estatuas albas que hay en la orilla poco profunda. Más allá de las paredes bajas, los camareros preparan las mesas para la cena, desplegando una serie de toldos azul oscuro. Miro alrededor. No hay nadie en el agua y fuera sólo hay una mujer recostada en una tumbona leyendo Una muerte sospechosa de David Baldacci. La piscina es mía. El paraíso.

Bajo la cremallera de mi chaqueta y me quito los pantalones. Me meto en el agua tibia hasta que me llega al cuello. Agito la superficie del agua con las manos. Levanto los pies del fondo y me desplazo con suavidad, luego extiendo los pies frente a mí hasta que floto sobre mi espalda. Cierro los ojos y dejo que los gentiles rollos de agua me envuelvan.

El cielo de la tarde es azul grisáceo y una brisa proveniente deja arboleda más allá del hotel trae un olor a melocotones maduros. Después de un rato, nado cerca de la estatua de león en la orilla profunda. Atrapo el agua en estallidos de cristal mientras flotan a través de mis manos. El agua tibia y la suave brisa me confortan mientras se pone el sol. ¿Qué haré durante la cena? No tengo planes, así que nado.

Voy adelante y atrás, desde la orilla poco profunda hasta el final más hondo, haciendo una lenta versión del chapoteo al estilo de Capri y adueñándome de la piscina. Mis brazos golpean el agua con golpes rítmicos y de pronto estoy jadeando. Floto sobre mi espalda de nuevo. Me imagino que, dentro de algunos años, recordaré esto, me recordaré con un bañador de mal gusto, sola en un balneario glamuroso. Pienso en el consejo de la abuela de no prestar atención a lo que me hace infeliz. Me resulta cómico, pues ella, en este momento, está buscando su felicidad con Dominic en una casa de campo.

El chico de la piscina pliega las sombrillas, para dar a entender que la piscina se cierra. Las sombrillas parecen alfileres azules clavados en el cielo púrpura. Él alinea las tumbonas dentro de un amplio círculo, luego arrastra una cesta de toallas detrás de una pantalla de bejuco.

– ¿Valentina?

Oigo a alguien pronunciar mi nombre. Doy una vuelta en el agua y miro hacia el lugar de donde proviene la voz.

– ¿Gianluca?

Me pongo la mano a modo de visera para evitar la luz del atardecer. Gianluca se arrodilla cerca de la piscina y me da una toalla. La mujer con la novela de suspense y el chico de la piscina ya se han ido, sólo estamos Gianluca y yo.

– ¿Qué haces aquí?

– No podía dejar a papa conducir solo hasta Nápoles.

Subo los escalones fuera de la piscina. Gianluca sostiene la toalla y, como cualquier hombre en Italia, me la entrega con lentitud. Extiendo la mano, tirándole agua en el brazo. Doy palmadas en su brazo donde cae el agua, luego abro la toalla y me envuelvo con ella como una capa.

– ¿Coco Chanel? -dice, y señala el cinturón.

– Chuck Cohen.

– ¿Chuck Cohen? -dice confundido.

– Es una imitación.

– Sí, sí -dice riendo-. ¿Outlet?

– Aja -levanto la mano-. Mi madre es la reina del outlet. Es una larga historia.

Mi piace.

Original o no, le gusta el bañador.

– Gianluca, no estoy de humor para flirteos, te lo advierto. Básicamente soy un pez globo lleno de angustia y si choco contra un muro, explotaré. Se supone que tenía que estar con mi novio en esta isla romántica, pero estoy sola y me siento algo más que miserable. Capisci?

Me ajusto la toalla como un vendaje. Soy una persona herida que camina envuelta en una toalla, estampada con una Q gigante.

Capisco. ¿Qué harás en la cena?

– A decir verdad, pensaba recurrir al servicio de habitaciones y ver una película.

– ¿Por qué?

– Eso hago cuando estoy sola.

– Pero no estás sola, yo estoy aquí.

Gianluca, como todos los hombres de cierta edad, tiene mejor aspecto a la hora del crepúsculo. El gris de su cabello se torna plateado, su altura se magnifica y la cantidad exacta de luz vertida sobre sus rasgos duros da a su estructura ósea la apariencia de una invencibilidad juvenil o la sabiduría de un viejo guerrero. Como se quiera. Lo observo mientras sopla la brisa nocturna. Podría tener un compañero para cenar peor, además, la idea de cenar sola en la suite sin Roman se aproxima al autocastigo. Así que digo:

– Deja que me vista.

Reviso mi BlackBerry mientras Gianluca me espera en el vestíbulo del hotel. Roman me ha enviado once mensajes, todos desbordan disculpa o prometen buen sexo y una cata sin fin de vino de la región. Me desplazo por los mensajes como si fueran un menú de comida china para llevar e intentara encontrar los fideos. He decidido continuar enfadada con él por el momento y, creedme, tengo derecho. En vez de enviarle un mensaje a Roman, llamo a mi madre.

– Mamá, ¿cómo estás?

– Olvídate de mí, ¿cómo estás tú?

– En Capri. No tienes que recoger a la abuela en el aeropuerto.

– Me he enterado de todo. Ella ha llamado. Qué bien que tenga un buen amigo que le muestre los alrededores. Debe de haber hecho vínculos maravillosos en sus viajes.

– ¿Estás viendo la serie de Jane Austen? -le pregunto. Los giros en la frase de mi madre son una señal evidente de que anda en sus juergas británicas.

– Ayer por la noche pusieron Sense and sensibility. ¿Cómo lo sabes? -dice-. Escucha, cariño, me ha contado lo de Roman. Lo siento. ¿Qué puedo decir? El hombre tiene un trabajo muy exigente. Es el precio del éxito. Debes ser paciente.

– Lo intento. Pero, mamá…, ¿ese bañador?

– Increíble, ¿no? -exclama.

– Si eres Pussy Galore en una película de James Bond.

– ¡Lo sé! Es tan retro y tan chic. Al estilo de Lauren Hutton en una portada de Vogue de 1972.

– ¿Y el cinturón?

– ¡Me ha encantado! Es joyería falsa de calidad.

Sabía que defendería la bisutería.

– Mamá, es un exceso.

– ¿En Capri? Jamás. Liz Taylor y Jackie O. pasaban las vacaciones ahí. Créeme, ellas deslumbraban en la piscina y ¿por qué mi hija no debería impresionar?

– ¿Esa es tu justificación del bañador?

Cuelgo el teléfono y me quito el albornoz. Me doy un baño con el gel de ducha del hotel Quisisana, hecho de manteca de karité, vainilla, melocotón y algo de madera que parece pino. Huelo tan bien que hoy podría enamorarme de mí.

Elijo una falda negra sencilla y una camisa blanca de manga abombada ajustada en el puño. En algún sitio de las revistas viejas de mi madre había una página con una esquina doblada y una fotografía de Claudia Cardinale durante sus vacaciones en Roma con un atuendo similar. Me calzo unas sandalias plateadas con una simple hebilla de perla en el tobillo. Me echo un poco de mi Burberry y me dirijo al ascensor.

Atravieso el vestíbulo de la entrada principal. Parejas de distintas edades están vestidas para ir a cenar y dan vueltas por la recepción. Camino entre ellas y salgo. Gianluca me espera en el bar al aire libre. Lo saludo con la mano. Se pone de pie mientras me acerco.

– Te he pedido un trago -dice. Mi bebida está junto a la suya. Saca mi silla. Me siento y luego él. Levanta su copa y brinda-. Lamento que tu viaje no haya salido como esperabas, Valentina.

– Roman estará aquí el miércoles.

Bene.

– Sin embargo, no me portaré bien con él hasta el viernes.

– ¿Por qué dejas que te trate así?

– Tiene que llevar su negocio. A veces las cosas se escapan de su control -lo disculpo. No puedo creer que lo esté haciendo, pero el tono de Gianluca me ha puesto a la defensiva-. No lo conoces. Sólo sabes que tendría que estar aquí y que lo ha retrasado, pero llegará en cuanto pueda. No es el fin del mundo.

– Pero sí de tu visita.

– Tienes razón.

– Deberías ver Capri con alguien que te ame.

– La veré con alguien que me ama, pero no hoy.

Terminamos nuestras bebidas y nos unimos a las hordas de turistas que avanzan zigzagueantes por las calles adoquinadas del pueblo. Caminamos un rato, hasta que Gianluca me guía lejos de la atestada calle. Entramos por una puerta de madera, que él cierra detrás de nosotros.

– Por aquí -dice, y me conduce a través de un jardín y bajo un pórtico en la parte de atrás del edificio.

Esculpido en una de las laderas de la montaña se encuentra un pequeño restaurante construido en la pendiente. Todos los sitios están ocupados por personas que parecen más vecinos de Capri que elegantes huéspedes del Quisisana. No llevan joyas Bulgari ni oro napolitano ni bolsos Prada, aquí no hay cachemir, sólo montones de algodón prensado con detalles bordados y delicadas sandalias de cuero. Encajo a la perfección. Esta es mi gente, la clase trabajadora, que descansa después de una jornada de trabajo duro.

El maître sonríe a Gianluca cuando lo ve. Nos enseña una mesa con vistas hacia los riscos y al mar, más abajo. Las mesas me recuerdan el Ca' d'Oro, íntimas y bellamente dispuestas. No olvidaré traer a Roman aquí.

– ¿Cómo se llama este restaurante? -le pregunto a Gianluca.

– II Merlo. Significa «mirlo» -responde.

Nos sentamos a la mesa. El camarero no nos trae el menú, sólo una botella de vino, que abre y sirve.

La sua moglia, bianco o rosso? -pregunta el camarero.

Rosso -dice Gianluca.

– Perdona, ¿acaso el camarero me ha llamado tu esposa?

– Sí -dice sonriendo.

– O te ves joven o me veo vieja, ¿qué será? -Gianluca se ríe-. No tiene gracia. En mi familia la vejez es algo que hay que evitar y negar hasta que mueres, ahí ya no importa.

– ¿Por qué?

– Bueno, por una razón: la vejez es como un barbitúrico.

– ¿Qué es eso?

– Un sedante, lo contrario a la esperanza. La speranza. Non la speranza.

– Ah, ya…, soy demasiado viejo para ti.

– No quería ofenderte -le digo-, pero tu hija tiene casi mi edad. Bueno, casi. Podría ser mi hermana.

– Comprendo.

– Entonces, no soy yo la que habla, es la madre naturaleza. De hecho, no creo que seas viejo, en muchos grupos de gente, alguien de cincuenta y dos es joven. Pero no para una mujer de treinta y tres.

El camarero nos trae diminutas gambas bañadas en aceite de oliva y una cesta con bollos. Gianluca recoge las gambas con el pan, y hago lo mismo.

– ¿Qué edad tiene Roman? -me pregunta Gianluca.

– Cuarenta y uno.

– Pues podría ser mi hermano.

– Técnicamente, sí. -Cojo más gambas-. Supongo.

– Pero él no es viejo para ti.

– Ah, Dios, no -digo. Gianluca asiente con lentitud y mira hacia el mar. Entre el cóctel de ron de coco del hotel y el vino de ahora me siento habladora-. Mira, Gianluca, aunque tuvieras treinta y cinco, nunca saldría contigo.

– ¿Por qué no?

– Porque tu padre corteja a mi abuela. Y si eso no es un episodio de Jerry Springer a la espera de ser transmitido en Tivoed, no sé lo que es. Si mi abuela se casa con tu padre, te convertirías en mi tío. ¿Empiezas a ver la imagen?

Se ríe y dice:

– Entiendo.

– Mira, eres un hombre guapo, eres inteligente y eres un buen hijo. Todos son atributos estupendos. -Repaso a Gianluca buscando más cualidades positivas-. Conservas el cabello, y eso, en Estados Unidos, te mandaría a la cumbre de match.com. No pienso en ti de esa manera.

Gianluca estira el brazo por encima de la mesa y me limpia la barbilla con su servilleta.

– No puedo discrepar de eso -dice.


Me apoyo en la barandilla, fuera de mi habitación, mientras la luna llena asciende hasta lo alto del faraglione, que lanza ráfagas de luz plateada sobre el agua azul oscuro. Tras la deliciosa cena, me siento plena y feliz. Gianluca es muy divertido para ser un hombre mayor. Me agrada la manera en que los hombres italianos resuelven las cosas, me recuerda a mi padre, a mi abuelo, incluso a mi hermano, todos ellos aparecen, como la Cruz Roja, en momentos de crisis. Por eso tengo tan poca paciencia con Roman. Sé de lo que puede ser capaz y, cuando no puede arreglar algo, asumo que es porque no quiere.

Oigo las voces veladas, seguidas por una suave risa, de dos amantes que vuelven al hotel por el jardín. Los observo mientras avanzan entre los cipreses en el serpenteante sendero; sólo se detienen para besarse. Si no se puede ser feliz en esta isla de Capri, dudo que haya un lugar en el mundo donde se pueda ser feliz.

Entro en mi habitación y corro las cortinas a un lado para dejar las puertas de la terraza abiertas. Me subo a la cama y me recuesto sobre los cojines. La luz diáfana de la luna proyecta una franja blanca sobre la cama, como un velo nupcial.

Pongo la mano sobre la almohada que tengo más cerca e imagino que es Roman. No puedo seguir enfadada con él y no quiero. Quizá he bebido demasiado y el alcohol de la isla ha disparado mi compasión. Acaso deseo más el amor que el resentimiento. Sea como sea, le llamaré por la mañana y le hablaré de las calles adoquinadas, las estrellas rosadas y esta cama, que parece flotar encima del mar cuando penetra la brisa nocturna a través de las puertas abiertas. La expectativa de compartir esto y mucho más con Roman me sumerge en un sueño profundo.

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