1 El Leonard's de Great Neck

No soy la hermana guapa. Tampoco soy la hermana lista, soy la graciosa. Me han apodado así durante mucho tiempo, tantos años que siempre pensé, de hecho, que era una sola palabra: lagraciosa.

Si fuera a morir, y creedme que no quiero, y tuviera que elegir un lugar, me gustaría morir aquí mismo, en los lavabos de mujeres del Leonard's, en Great Neck. Son sus espejos. Me veo delgadísima, incluso en 3-D. No soy científica, pero hay algo en la inclinación del espejo de cuerpo entero, en el brillo de las encimeras de mármol azul y en la luz dorada de las arañas de cristal pavé que crea una ilusión óptica capaz de transformar mi reflejo en un largo agitador de cóctel, delgado y rosado.

Esta es mi octava recepción (la tercera como parte activa) en el salón La Dolce Vita de Leonard's, el nombre solemne del salón de bodas preferido por nuestra familia, ubicado en Long Island. Todas las personas que conozco, o por lo menos aquellas con las que estoy emparentada, se han casado aquí.

Mis hermanas y yo hicimos nuestro debut en 1984, como damas de honor de nuestra prima Mary Theresa, que tenía más personas del séquito en el estrado que invitados en las mesas. Quizá la boda de nuestra prima fue un sagrado intercambio de votos entre un hombre y una mujer, pero también fue un show, con disfraces, coreografía e iluminación especial, que hacían de la novia la estrella y del novio, su bolso de viaje.

Mary T. se considera a sí misma parte de la nobleza italoamericana, así que los Caballeros de Colón formaron en dos filas para nuestra entrada al salón veneciano Luz Estelar.

Los Caballeros lucían fastuosos con sus esmóquines, los fajines rojos, las capas negras y los tricornios con plumas de marabú. Ocupé mi sitio detrás de las otras chicas en la procesión mientras la orquesta tocaba Nobody Does It Better, pero di media vuelta con el propósito de huir cuando los caballeros alzaron sus espadas y formaron un arco. La tía Feen me agarró y me dio un empujón. Cerré los ojos, sujeté con fuerza mi ramillete, y eché a correr bajo las espadas como si mi vida estuviera en peligro.

A pesar de mi miedo a los objetos puntiagudos y tintineantes, ese día me enamoré del Leonard's. Fue mi primer evento italiano oficial. No podía esperar a crecer y emular a mi madre y sus amigas, que bebían cócteles Harvey Wallbanger en vasos de cristal tallado, vestidas con lentejuelas plateadas de la cabeza a los pies. Cuando tenía nueve años pensaba que el Leonard's tenía clase. No importa que desde el carril de adelantamiento del Northern Boulevard parezca un casino de estuco blanco de la Riviera francesa en la ruta hacia Long Island. Para mí, el Leonard's era una casa encantada.

La experiencia de La Dolce Vita comienza cuando te encaminas hacia la entrada. El amplio sendero de acceso, en forma de rotonda, es idéntico al Pemberley de Jane Austen y también se asemeja a la zona de aparcamiento de la tienda Neiman Marcus, en el exterior del centro comercial de Short Hills. De eso va Leonard's: dondequiera que mires recuerdas lugares elegantes en los que has estado. Los ventanales de dos plantas evocan al Metropolitan Opera House, mientras que la fuente escalonada es exactamente la de Trevi. Casi te sientes en el corazón de Roma, hasta que caes en la cuenta de que su cascada está en realidad acallando el tránsito de la I-495.

Sus jardines son una maravilla de los arreglos botánicos, hay bojes tallados en largos rectángulos, bajos lindes de tejo, setos recortados en forma de óvalos y arrayanes esculpidos en espiral, como cucuruchos de helado. Los arbustos, muy cuidados, están colocados en lustrosos lechos de piedras de río, apropiados elementos decorativos que anuncian las esculturas de hielo que se alzan por encima de la rústica barra del interior.

Las luces exteriores recuerdan el Strip de Las Vegas, pero con mucho mejor gusto; como las bombillas están empotradas, generan un brillo tenue y titilante. Setos ornamentales con forma de media luna flanquean las puertas de entrada. Debajo de ellos, arbustos bajos semejantes a albóndigas sirven de base a unas flores, aves del paraíso, que brotan de los setos como sombrillas de cóctel.

La orquesta toca Burning Down the House cuando me doy un minuto para recuperar el aliento en el lavabo de mujeres. Estoy sola por primera vez el día de la boda de mi hermana Jaclyn y me gusta, pues ha sido larga. Soporto la tensión de toda la familia en las vértebras del cuello. Cuando me case, me fugaré al ayuntamiento, porque mis huesos no podrían aguantar la presión de otra espectacular boda Roncalli. Me he perdido las gambas rebozadas de cerveza y los canapés de paté, pero sobreviviré. Los meses de preparación de esta boda casi me han causado una úlcera y la ceremonia en sí ha provocado en mi ojo derecho un tic pulsante que sólo he podido calmar con un chupete helado que le arrebaté al bebé de mi prima Kitty Calzetti después de la misa nupcial. A pesar de la acidez gástrica, el día está resultando maravilloso. Me alegro por mi hermana menor, a la que recuerdo en mis brazos el día que nació, como una rosa Capodimonte.

Levanto mi bolso con forma de copa de martini cubierto de lentejuelas (el regalo de la novia para la fiesta) hacia el espejo y digo: «Quiero dar las gracias a Kleinfeld de Brooklyn, que imitó a la perfección el vestido sin tirantes de Vera Wang, y también a Spanx, el genio del corsé, que transformó mi cuerpo en forma de pera en una tabla de surf». Me acerco más al espejo y reviso mis dientes. No hay boda italiana sin almejas estilo casino espolvoreadas con hojuelas de perejil, y ya sabéis dónde terminan.

Mi maquillaje profesional, elaborado (a mitad de precio) por Nancy DeNoia, la cuñada de la mejor amiga de la novia, está soportando la presión. Me maquilló hacia las ocho de la mañana, y en este momento, a la hora de cenar, aún parece recién hecho. «Es el polvo. Banane, de LeClerc», dijo Tess, mi hermana mayor. Y ella debe de saberlo: conservó la piel mate durante dos partos. Tenemos fotografías que lo prueban.

Esta mañana, mis hermanas, nuestra madre y yo nos sentamos en sillas plegables frente al espejo «edad de oro de Hollywood» de mamá, en el dormitorio estilo Tudor de su casa de Forest Hills, y parecíamos unas hermosas señoritas (o casi) dispuestas en fila.

– Mirad -dijo mi madre, irguiéndose como una tortuga-, parecemos hermanas.

– Somos hermanas -le recordé mientras observaba a mis hermanas en el espejo. Mi madre pareció herida-. Y tú… tú eres nuestra madre adolescente.

– No vayamos tan lejos.

Con sesenta años de edad, mi madre, llamada Michelina por su padre Michael (todos la conocen como Mike), mostraba cierto aire de satisfacción ante el espejo, con su rostro en forma de corazón, los grandes ojos castaños y los carnosos labios barnizados del color de un tiesto de terracota. Mi madre es la única mujer que conozco que llega completamente maquillada al maquillador.

Las hermanas Roncalli -no cuento a nuestro único hermano, Alfred (alias La Píldora ), mayor que nosotras, ni a papá (apodado Dutch)- formamos un club abierto toda la noche, sólo para mujeres. Somos nuestras mejores amigas y lo compartimos todo, con dos excepciones: nunca discutimos sobre nuestra vida sexual ni sobre nuestras cuentas bancadas. Estamos unidas por la tradición, los secretos y la plancha de vapor de nuestra madre.

El vínculo se estrechó cuando éramos pequeñas. Mamá creó las excursiones «sólo para chicas»; nos arrastró a la retrospectiva de Nettie Rosenstein en el Instituto de Moda y Tecnología de Nueva York y a nuestro primer espectáculo de Broadway, "night, Mother". Mientras mamá nos sacaba a empujones del teatro, dijo: «¿Cómo iba a saber que se suicidaba al final?», preocupada por si nos había traumatizado de por vida. Vimos el mundo a través de las elegantes gafas de mamá. Cada año, una semana antes de las Navidades, nos llevaba al Palm Court, en el hotel Plaza, para tomar el típico té de las fiestas. Después de atiborrarnos de bollos con nata espesa y mermelada de frambuesa, nos hacíamos una foto debajo del retrato de Eloísa, todas con el mismo conjunto, incluida, por supuesto, mamá.

Cuando Rosalie Signorelli Ciardullo se puso a vender maquillaje mineral en polvo directamente desde su coche, ¿adivinad a quién ofreció mamá como modelos ambulantes? Tess (piel seca), yo (grasa) y Jaclyn (sensible). Mamá servía de ejemplo para el grupo de las de 30 a 39 años, sin importar que tuviera 53 en ese momento.

– Todos los grandes artistas comienzan con un lienzo en blanco -anunció Nancy DeNoia, mientras aplicaba la base de maquillaje color Cheerios en mi frente. Y yo estuve a punto de decirle: «Todo el que usa la palabra "artista" probablemente no lo es», pero para qué discutir con la mujer que tiene el poder de convertirte en Cher en su reaparición con los productos que sostiene en la mano.

Permanecí en silencio mientras ella daba golpecitos en mis mejillas con la esponja.

– Estamos disimulando la schnoz -dijo Nancy, y exhaló su aliento con olor a hierbabuena mientras aplicaba pequeños y deliberados golpes al puente de mi nariz. Me sentía igual que con la firme presión de una bolsa de hielo aplicada por la hermana Mary Joseph de la unidad MASH del instituto Santa Agonía, cuando un pelotazo de béisbol me golpeó durante una clase de gimnasia. Para que conste, la hermana Mary J. me dijo que ella nunca había visto salir tanta sangre de la cabeza de una persona en su vida, y ella lo debería de saber, pues le quedaba una cojera de sus tiempos de enfermera en Vietnam.

Nancy DeFastidio, que es como nos referíamos a ella en secreto, reculó e inspeccionó mi rostro como si fuera un arquitecto.

– La nariz ha desaparecido, ahora puedo empezar el salvamento.

Cerré los ojos y fingí que pensaba en algo para que Nancy lo notara y detuviera su juego sin sentido acerca de mis malditos rasgos. Tomó una pequeña brocha, la sumergió en agua helada y la agitó dentro de un recipiente cuadrado que contenía tinte color castaño. Sentí un hormigueo en mis cejas mientras pintaba mis diminutos vellos. Crecí con Madonna, y cuando ella arrancaba, yo arrancaba. Ahora lo estoy pagando.

Sentía mi rostro frío y embadurnado hasta que Nancy zambulló un cepillo Kabuki en el polvo de maquillaje y blanqueó mi piel con pequeños círculos, como si fuera la última fase del encerado en el lavado de coches de Andretti. Cuando terminó, yo parecía un cachorro recién nacido, ojos enormes y húmedos y nada de nariz.

Estoy en el lavabo de mujeres y hago una de las muchas pausas para retocar el pintalabios, porque en las bodas suelo comer de verdad. Después de semanas de régimen para entrar en el vestido, imagino que me merezco una ronda de pink ladies -con su ginebra, su zumo de limón y su clara de huevo-, todos los entremeses que sea capaz de tragar y suficientes cannoli para dejar un oscuro cráter en la bandeja giratoria, en el centro de la mesa veneciana. No me preocupo, quemaré toda esta comida bailando la versión larga de Electric Slide. Pesco el pintalabios del bolso. No hay nada peor que unos labios desnudos en cuyo borde parece que una ventosa ha dejado una huella de lápiz perfilador color ciruela. Relleno entre las líneas, donde el color ha desaparecido.

Mis hermanas y yo tenemos un juego desde la niñez; cuando no nos vestíamos de novias, jugábamos a «planificar nuestros funerales». No es que mis padres fueran morbosos o que nos hubiera pasado algo particularmente terrible, es que somos italianos y, por lo tanto, donde las dan, las toman, es la ley del universo Roncalli: a cada cosa feliz le corresponde una triste. Las bodas son para gente joven y los funerales son las bodas de la gente vieja. Y he aprendido que tanto lo uno como lo otro requieren una planificación a largo plazo.

Hay dos reglas inquebrantables en nuestra familia. Una es asistir a todos los funerales de todas las personas con las que alguna vez hayamos tenido contacto. Esto incluye a gente con la que estamos relacionados (parientes de sangre, familia política y primos de la familia política), pero también se extiende más allá de los amigos cercanos hasta abarcar profesores, peluqueros y médicos. Cualquier profesional que haya dado una opinión o un diagnóstico de carácter personal da la talla. Hay una categoría especial para quienes hacen entregas a domicilio, en la que se incluye al tío Larry, nuestro mensajero de UPS, quien se fue de repente una mañana de sábado, en 1983. Mamá nos sacó de la escuela al lunes siguiente y nos llevó al funeral en Manhasset.

– Es por respeto -nos dijo en aquel momento, pero nosotros sabíamos la verdadera razón: a ella le encantaba vestirse con elegancia.

La segunda regla de la familia Roncalli es asistir a todas las bodas y bailar con cualquiera que te lo pida, incluyendo al repulsivo primo Paulie, a quien echaron de la escuela de baile Arthur Murray por meterle mano a la profesora (el caso se resolvió fuera de los juzgados).

Hay una tercera regla: no admitir nunca la cirugía de nariz de mamá de 1966. No importa que su remodelada nariz sea una copia exacta de la de Annette Funicello, y que nosotras, sus hijas biológicas, tengamos el perfil de Marty Feldman. «Nadie lo adivinaría… a menos que vosotras lo digáis -nos advirtió mi madre-. Y si cualquiera os pregunta, simplemente decid que el gen nasal de vuestro padre fue el dominante».

– ¡Aquí estás! -Mi madre irrumpe en el lavabo como una mandarina constreñida por ataduras, toda chiffon y plumas, como si alguien hubiera echado su conjunto en una licuadora y apretado el botón de «triturar»-. ¿No son maravillosos estos espejos? -mi madre se aleja del espejo, mira sobre su hombro para revisar la parte trasera de su vestido y dice, satisfecha-: Soy una sílfide. No dejes que nadie te diga lo contrario, Jenny Craig funciona. ¿Qué tal tu mesa?

– La peor.

– Vamos, estás en la mesa de los «amigos». Se supone -odio cuando hace esto, pero de todos modos lo hace: cierra las manos en puño y las agita como si batiera huevos- que debes animar la cosa.

– Mamá, por favor.

– Esa actitud tóxica te refrena. Sale de ti como un vertido de petróleo en alta mar.

Mi madre me observa mientras se aplica el pintalabios sin mirarse en el espejo, y luego cierra el cilindro de plata con un chasquido.

– Debiste traer un acompañante si no querías que todas las parejas que conocemos te ofrecieran a sus hijos solteros como pinchos de albóndiga.

– Los Delboccio me quieren emparejar con Frank. -Me apoyo en la pared y cruzo los brazos, porque Dios sabe que no puedo sentarme con este vestido. El Spanx podría reventarme el bazo.

– ¡Qué estupendas noticias! ¿Lo ves?, el destino hizo que te sentaras en la mesa de los «amigos».

– Mami, Frank es gay.

– Oh, vosotras las chicas usáis la carta del gay a la menor oportunidad. ¿Qué importa que el hombre tenga cuarenta y tres, nunca se haya casado y cada primavera lleve de excursión a las islas a todo el club de mahjong de su madre? Eso no significa automáticamente que sea gay. Quizás sólo es un he-tero que huele bien, que sabe cómo vestir y que habla con los viejos como si importaran. Hazme un favor. Sal con Frank. ¡Ve a bailar! ¡A restaurantes! ¡Te vestirás elegante, saldrás por la ciudad y te divertirás con un tío atractivo que sabe cómo tratar a una mujer! «Marchoso de corazón», ése es el verdadero significado de la palabra gay.

Mamá me mira y la expresión que ve en mi rostro derrite su corazón, lo ha hecho siempre, desde que tengo memoria. Ella está de mi parte, soy consciente de ello todo el tiempo.

– Tienes tanto que ofrecer, Valentine. No quiero que fracases, ¡eres una ganadora! ¡Eres graciosa! -Mi madre me da un gran abrazo-. Ahora, déjame verte. -Mamá pone las manos en mi cara-. Eres totalmente original. Tus grandes y hermosos ojos castaños tienen la distancia de separación exacta. Tus labios, gracias a Dios, vienen del lado de mi familia. Los labios de los Roncalli son tan delgados que necesitan velero para masticar. Y tu nariz, a pesar de lo que dijo Nancy hoy…

– Mami, estoy bien.

– Fue maleducada, pero me mordí la lengua, porque hay dos tipos de personas con las que nunca debes discutir: los artistas del maquillaje y los fontaneros. Ambos te pueden arruinar. Y tu nariz es perfecta. Tienes un puente suave, que es adorable de perfil, y es recto, mientras que el mío tenía una protuberancia.

Me sorprende que mi madre aluda a «la operación».

– ¿La tenía?

Ni siquiera había visto su antigua nariz. Sólo existe una fotografía de mamá con su vieja nariz: es una foto del grupo de francés de su instituto; su cabeza es tan pequeña que es muy difícil verla.

– Ah, sí, tenía una horrenda protuberancia, pero ¿sabes?, yo veía esa protuberancia tal y como era, un fallo imprevisto que podía arreglarse. Hay cosas en la vida que se pueden arreglar, así que las arreglas y pasas a lo siguiente.

– ¿Quieres decir que necesito cirugía de nariz?

– No la tocaría. Además, una persona alta puede llevar esta nariz. Así que agradece que obtuvieras toda la altura que había en la familia.

– Gracias, mamá.

Entre la gente común, alguien que mide 1,72 es apenas alto, pero en mi familia soy un gigante piel roja.

Mi madre abre su bolso de lentejuelas con forma de copa de martini, saca un vaporizador de Dolce & Gabbana con tapa roja y se rocía la nuca.

– ¿Quieres un poco? -me ofrece.

– No. Creo que iré con mi fragancia natural a la mesa de los «amigos».

Mi madre alza el brazo y rocía su cabello; lleva un moño en forma de cruasán, salpicado de lentejuelas de coral que, dependiendo de la latitud y longitud en la que te encuentres bajo las luces de la pista de baile, pueden cegarte de por vida.

En mi infancia solía observar su transformación frente al espejo antes de salir con mi padre. Eficiente y organizada, se colocaba de pie ante su tocador y estudiaba las herramientas. Abría los estuches de sombras, destapaba los tubos y agitaba los frascos. Entonces se ponía a pensar mientras hacía girar el lápiz de ojos en el sacapuntas. Con el tiempo, una cerosa S de color chocolate caía en la papelera. Tomaba el lápiz y lo deslizaba sobre el borde del párpado inferior; así lo dejaba listo para los trazos más amplios. Luego elegía una brocha, la sumergía en la paleta de colorete y, después, como si fuera Miguel Ángel pintando la pestaña de un santo en el techo de la Capilla Sixtina, daba minúsculas pinceladas debajo de la ceja.

– ¿Pasa algo, Valentine?

– No, sólo que te quiero, eso es todo.

– No puedo esperar -empieza mi madre, pero luego se detiene a pensar-. ¿Sabes qué? Si eres la única de mis hijas que se queda soltera hasta la vejez, estaré orgullosa de ti todos los días de tu vida. Si eso es lo que quieres.

Es lo que más me gusta de ella. Mamá cree que estar sola es un padecimiento, el equivalente a perder una mano, pero nunca me hace sentir que debo estar de acuerdo con ella.

– Mamá, soy feliz.

– Podrías ser más feliz.

– Supongo que eso es verdad.

– ¡Aja! -Me apunta con el dedo-. Puedes reinventar tu vida en tus propios términos, no tienes por qué vivir con mi madre y hacer zapatos.

– Amo mi trabajo y amo el lugar en el que vivo.

– Nunca lo entenderé. Yo siempre quise mudarme y nunca pensé en ser zapatera.

Mamá y yo caminamos cogidas del brazo hacia la recepción, como dos asteroides, uno rosa y el otro anaranjado brillante, volando a través de este cielo azul Tiépolo. Entonces entiendo que los invitados no nos observan por eso. Debe de parecer que sostengo a mi madre porque ha bebido demasía-do o, Dios no lo quiera, porque es tan vieja que necesita ayuda. Prácticamente puedo oír los mecanismos del cerebro de mi madre cuando su mente llega a la misma conclusión. Mamá suelta mi brazo con una floritura y hace un giro de 360 grados en el centro de la pista de baile vacía. Hago una reverencia hasta la cintura, como si hubiéramos planeado el movimiento. Mi madre me lanza un saludo juvenil mientras se desliza hacia la mesa de los «padres» y deja que yo vuelva a la tiranía de la de los «amigos».

La recién estrenada suegra de mi hermana, la señora McAdoo, lleva un recargado ramillete de rosas púrpura, que pende de su vestido de crepé lila como un neumático rojo rubí. La piel blanca de la señora McAdoo se confunde con su cabello cortado hasta los hombros, a la altura de la barbilla. Mi madre nunca permitiría una hebra de cabello blanco en su cabeza. Lo único gris que encontrarás en la proximidad de la persona de mi madre es el piso de terrazo del vestíbulo de nuestra casa.

– ¡Las matronas pertenecen a las cárceles! Además, no creo en las canas. Es un anuncio para la muerte. Encanecer es como decir -entonces gesticula hacia un punto distante-: ¡ven y llévame, ángel de la muerte!

No, mamá usa el castaño azabache intenso, ahora y por siempre (o mientras L'Oreal lo produzca).

Miro alrededor del salón, trescientos doce invitados o más. Ayer eran un montón de Post-its en un tablero de la cocina de mi madre y hoy están en la mesa que les corresponde según nuestra versión de la jerarquía italoamericana. Primer nivel: padres, amigos cercanos, profesionales, compañeros de trabajo, primos, niños. Segundo nivel: parientes políticos. Y en el tercero: la isla (familiares con los que no nos hablamos porque algo fue mal, no importa que no recordemos qué); y los dos últimos: los maleducados (que respondieron tarde) y los dementes (no preguntéis).

Debo parecer solitaria en la pista de baile. ¿Por qué no he traído un acompañante? Gabriel se ofreció, pero no quería que se sintiera obligado a aletear el baile del pollo con la prima Violet Ruggiero con este calor. ¿Cómo es posible que entre toda la gente de este salón yo sea la única soltera de menos de cuarenta? Alfred, mi hermano, percibe mi desamparo y me toma de la mano cuando la música empieza. Es un poco raro bailar Can you Feel the Love Tonight con el hermano con quien tienes una tensa relación, pero saco el mejor provecho de ello. Después de todo es un compañero de baile, aun cuando sea un familiar, y una aprovecha lo que hay.

– Gracias, Alfred.

– Bailo con todas mis hermanas -dice, como si marcara en una lista las tareas pendientes para el mecánico de los Tubos de Escape Midas.

Nos balanceamos unos momentos, pero me cuesta dar conversación a mi hermano.

– ¿Sabes por qué Dios inventó a los hermanos en las familias italianas?

– ¿Por qué? -pregunta, mordiendo el anzuelo.

– Porque Él sabe que las hermanas solteras necesitan a alguien con quien bailar en las bodas.

– Será mejor que inventes un chiste mejor cuando llegue tu brindis.

Tiene razón, y no me siento nada bien al respecto. Mi hermano tiene treinta y nueve años, pero yo no lo veo como el maduro padre de dos niños, sólo veo al niño quejica que conseguía sobresalientes y no tenía amigos en la escuela. El único momento en que su humor gruñón se animaba era los jueves, cuando la chica de la limpieza venía y él la ayudaba a fregar el suelo. Alfred era el más feliz en ese momento, cuando tenía el cepillo en la mano y el cubo con el amoniaco.

Alfred conserva el mismo remolino en la coronilla y la misma contención seria de su juventud. También tiene la vieja nariz de mamá y el labio superior delgado de la familia de papá. No confía en nadie, incluyendo a la familia, y puede hablar durante horas sobre las perversidades de los medios de comunicación y del Gobierno. Alfred tiene preparado el informe de «El día del juicio final» cualquier día de la semana. Es el primero en llamar cuando una casa se incendia en la zona uno de Nueva York y es el primero en enviar correos electrónicos masivos cuando se anuncia la plaga de chinches de la Costa Este. También es un experto en las enfermedades más habituales en las familias de origen mediterráneo (las autoinmunes son su especialidad). Pasamos la última cena de Navidad escuchando su manual de instrucciones sobre la pre-diabetes, y la verdad es que consiguió que el pastelillo al ron bajara sin problemas.

– ¿Qué tal la abuela? -pregunta Alfred.

Entonces le echo un vistazo a nuestra abuela, la madre de mi madre, Teodora Angelini, a la que han encajado en la mesa de la «demencia» para que pudiera sentarse con sus primos y su última hermana viva, mi tía abuela Feen. Mientras sus iguales se dedican a sus platos, seleccionando las nueces que coronan la ensalada, ella se sienta recta, en una postura militar. Mi abuela es esa solitaria rosa roja en un jardín de zarzas grises.

Con su brillante pintalabios rojo, un traje veraniego de dos piezas, confeccionado en lino rojo, el cabello blanco cubierto por un sombrero y grandes gafas octogonales de carey negro con motas pardas, parece una amable dama del Upper East que no ha trabajado un solo día de su vida. Pero la verdad es que lo único que tiene en común con esa sociedad de matronas es el traje sastre. La abuela es una mujer trabajadora que posee su propio negocio. Hemos fabricado zapatos tradicionales de boda en Greenwich Village desde 1903.

– La abuela está estupenda -respondo a Alfred.

– Apenas puede andar -comenta él.

– Necesita prótesis en las rodillas -le digo.

– Necesita más que eso.

– Alfred, excepto por las rodillas, está en excelentes condiciones.

– Contigo todo es siempre de color de rosa -suspira Alfred-. Estás en la negación. La abuela tiene casi ochenta años y está en declive.

– Eso es ridículo. Yo vivo con ella. Me da cien vueltas.

– Eso no es difícil.

Y allá vamos, éste es el primer golpe. No quiero pelear en la boda de mi hermana, así que lo dejo estar, pero él no.

– La abuela no andará por ahí siempre. Debería jubilarse y disfrutar de los niños. Hay un bonito lugar para ancianos en las afueras.

– Ella ama la ciudad, se moriría en los suburbios.

– Soy la única persona en esta familia que puede enfrentarse a la verdad. Ella necesita jubilarse. Deseo comprarle un apartamento.

– Qué generoso.

– No estoy pensando en mí.

– Sería la primera vez, Alfred.

La ley de la jungla entre los hermanos empieza a causar efecto. El tono de Alfred, su mirada, y el hecho de que hemos dejado de bailar envía una alarma silenciosa a mis hermanas. Tess, que presiente una riña, ha llegado al borde de la pista de baile e intercambia una mirada conmigo, me dispara un vistazo que significa «¿me necesitas?».

– Gracias por el baile. -Me giro para darle la espalda a Alfred y me encamino a la mesa de los «amigos», ahora vacía porque todos los mayores de sesenta han salido en estampida a la pista de baile gracias a la intemporal versión de "After Lovin".

Me abro camino en medio del gentío y paso junto a mis padres. «Es nuestra canción», grazna mi madre mientras levanta el brazo de mi padre como haría con una cinta en las fiestas del primero de mayo. Ambos tiran uno del otro hasta que mamá planta su mejilla en la de papá. Parecen dos siameses unidos por la línea del colorete. Engelbert Humperdinck solía ser el cantante favorito de mi madre hasta que Andrea Bocelli le provocó la primera catarsis emocional de su vida. Escucha a Bocelli en el automóvil, mientras conduce por Queens y llora. A través de sus lágrimas dice: «No necesito terapia porque Andrea hace fluir mis penas».

Me siento a la mesa vacía de los «amigos», levanto el tenedor y ataco mi ensalada. He perdido el apetito; dejo el tenedor e inspecciono la abarrotada pista de baile que, cuando entrecierro los ojos, parece una obra puntillista de lentejuelas, cuentas de azabache y cristales de Swarovski sobre un lienzo de lame.

– ¿Qué te ha dicho Alfred? -pregunta Tess, mientras se desliza en la silla vecina. Tess, mi hermana mayor por un año y medio, es una castaña pechugona y sin caderas. El traje de dama de honor le confiere la forma de una copa de champagne. A pesar de su físico explosivo, es la más sesuda de las tres hermanas, quizá porque ayudaba a Alfred con las tarjetas mnemotécnicas cuando ella tenía cuatro años de edad. El rostro de Tess tiene forma de corazón, como el de mamá, y posee la segunda mejor nariz de la familia. Su cabello negro ondulado hace juego con sus pestañas, tan tupidas que nunca ha tenido que usar rímel.

– Sugirió que yo era una perdedora. -Tiro hacia arriba del escote de mi vestido, con fuerza, como si tirara de una bolsa de basura Hefty repleta para sacarla del cubo.

– A mí me dijo que era una mala madre, porque no pongo límites a Charisma y a Chiara.

Echo un vistazo a la mesa veneciana donde Charisma, de siete años, hace un hoyo con el dedo en un cannoli y se lo pasa a Chiara, de cinco, que sopla y expulsa el relleno. Tess pone los ojos en blanco.

– Es una fiesta, dejemos que se diviertan un poco -dice Tess.

– Alfred quiere que la abuela se jubile.

– Está haciendo campaña. -Tess revisa el color de sus labios en el reflejo del cuchillo de la mantequilla-. Ya sabes, estas residencias de ancianos pueden ser agradables de verdad.

– ¡No me digas que estás de acuerdo con él!

– ¡Eh! Estoy de tu parte -dice Tess con amabilidad.

– Cada vez que Alfred saca el tema, es como si me apuñalara.

– Eso es porque te preocupas por la abuela. -Tess introduce el cuchillo en una rosa de mantequilla, después la extiende en lo que queda del panecillo de Bob Silverstein-. Y la compañía de zapatos es tu medio de vida.

Mi hermana parece aburrida, lo cual me indica que ella ha tenido la misma discusión con Alfred y no ha llegado a ningún lado. No quiero arruinar la fiesta, así que cambio de tema.

– ¿Qué tal tu mesa?

– ¿Por qué mamá nos ha dispersado como pacificadores de la ONU? ¿No entiende que nos gustamos de verdad y queremos sentarnos juntas? De acuerdo con poner a Alfred y a Clic-clac en la mesa de los «pedantes», pero…

– Llámala Pamela. ¿Quieres una guerra de parientes políticos?

Miro alrededor para asegurarme de que no estén cerca. Alfred lleva trece años casado con Pamela. Ella mide 1,48 y usa tacones de aguja de doce centímetros, incluso en la playa, y se rumorea que también cuando da a luz. La llamamos Clic-clac porque sus tacones hacen este sonido cuando camina rápido, con pasitos cortos.

– La pequeña herencia de la tierra. Nada es más atractivo para un hombre que una mujer que cabe en su billetera.

– Me gustaría ser alta como tú -dice Tess para consolarme-. Por lo menos tienes buen gusto, no como Pam. Sea como sea, ellos son el uno para el otro. Alfred es apático y está claro que Clic no tiene sangre en las venas. Esta cuchara -Tess la esgrime- tiene más personalidad.

Tess mira hacia Charisma y Chiara, que toman las aceitunas negras de los entremeses y las ponen sobre sus ojos. Las niñas se ríen mientras las aceitunas ruedan por sus caras y caen al suelo. Tess les indica con la mano que paren. Las niñas se van, correteando. Tess agita las manos hacia Charlie, su esposo, para que vigile a las niñas. Él está atrapado en la mesa de los «maleducados», escuchando a los invitados quejarse de sus pésimos lugares junto a la cocina.

– Mira a los hijos de Alfred -dice Tess.

Nuestros sobrinos, Alfred júnior y Rocco, parecen dos banqueros en miniatura con sus corbatas de lazo y las servilletas recién planchadas sobre las piernas.

– He oído que Pamela los llevó al curso «Los buenos modales y yo» en Nuestra Señora de la Misericordia. Se portan tan bien… -dice Tess con un suspiro.

– ¿Tenían otra opción? -Tiro otra vez del frente del vestido, miro el reloj, siento como si hubieran pasado quince años entre la sopa y la ensalada-. El señor Delboccio me ha tocado el culo.

– Qué repulsivo -dice Tess.

– Si te digo la verdad, con el Spanx puesto apenas lo sentí. Me podría sentar en una parrilla caliente y no me enteraría.

– Entonces, ¿cómo sabes que te tocó?

– Por la cara de la señora Delboccio. Creía que cogería el candelabro y le golpearía.

– Probablemente ya ha bebido demasiado. Y ahí hace tanto calor que el licor se va directo al cerebro y lo pone en salmuera. Prométeme que te casarás durante una tormenta de nieve.

– Lo prometo, y también prometo que me casaré en el ayuntamiento un martes.

– Vamos, te perderías todo esto. -Tess gira la cabeza para mirar el mar de parientes y luego vuelve a mirarme-. Bueno, el ayuntamiento está bien, vestiremos nuestros trajes: trajes de día y ramilletes en las muñecas.

Aparecen por las puertas de la cocina, como pepitas de chocolate en la masa de una tarta, los camareros vestidos de esmoquin. Con una mano cargan enormes bandejas plateadas llenas de alimentos y cubiertas con campanas de metal y, con la otra, abren súbitamente unas mesas plegables de metal y colocan las bandejas encima. En rápida sucesión, colocan en la mesa los platos llenos de solomillo, una delicada guarnición de puré de patatas y largos espárragos frescos. Al ver que se sirve la comida, la pista de baile se vacía de inmediato. Los invitados regresan a sus mesas como un equipo de fútbol que se dirige al vestuario durante el descanso. Tess se pone de pie.

– Debo irme, viene el plato principal.

Los «amigos» toman sus asientos y asienten aprobatoriamente ante los platos. El solomillo es caro y demuestra el nivel de opulencia, algo que los italoamericanos aprecian más que el fin de la guerra fría y los tubos de pasta de anchoa por encargo.

– Entonces, ¿cómo va la zapatería? -pregunta Ed Delboccio. Su calva se parece a las campanas de plata de las fuentes de ensalada que los camareros han apilado en la esquina-. Dime una cosa, ¿en estos tiempos alguien quiere zapatos hechos a mano?

– Por supuesto. -Trato de no sonar irritada, pero seguro que no lo he logrado, porque todos en la mesa me miran.

– No te ofendas -dice el señor Delboccio, y sonríe-, es sólo una pregunta para sacar un tema de conversación. ¿Por qué alguien encarga zapatos hechos a la antigua usanza si puede comprarlos baratos en estos centros comerciales de saldos? Shirley es una asidua de esos almacenes, KGB…

– DSW -lo corrige su esposa.

– Lo que sea, lo bueno es que me he ahorrado un montón de pasta en estos lugares de saldos, créeme.

La señora Delboccio le da un codazo.

– Por Dios, Ed, es totalmente diferente. No le compras zapatos a Valentine como si los compraras en Payless. Son un lujo. Y Valentine trabaja con Teodora, ella es… -Me hace señas con el tenedor mientras busca la palabra.

– Ella es la maestra y yo soy su aprendiza.

– También cuidas de tu abuela, ¿verdad? -dice la señora Delboccio.

– Ella se cuida sola.

– Pero vives con ella, lo cual está muy bien. Estás renunciando a tu libertad por cuidar a Teodora, eso es muy generoso.

La señora Delboccio sonríe, sus labios se estiran como la cremallera de un monedero. Su cabello color magenta está apilado sobre su cabeza y lo ha rociado con laca para darle un acabado brillante. Se ajusta el prominente collar de oro stampato. Las uñas púrpura combinan con su vestido, que hace juego con los zapatos.

– Hoy en día es raro encontrar una chica que cuide de una persona mayor -dice el señor Delboccio. Cuando se inclina hacia mí exhala su aliento, que huele a una mezcla de canela y embutido de cabeza de jabalí, no estropeado, sólo refrigerado-. Por eso estoy ahorrando, me iré a uno de esos apartamentos en un hogar de ancianos. Tendré que pagar por lo que mis padres y los de Shirl tienen gratis. Cuando llegue la hora, Dios no lo permita, dudo que nuestros hijos nos acojan.

La señora Delboccio le lanza una mirada reprobatoria.

– Bueno, no lo harán, Shirl. Hay que admitirlo -replica el señor Delboccio mientras toma su cuchillo y aplasta un poco de patata contra el pedazo de carne que ya está en su tenedor y lo mete en su boca-. Ellos tienen sus propias vidas, no es como nuestra generación. Nosotros acogíamos a todos los miembros de la familia sin tener en cuenta su condición; no imagino a nuestros hijos haciendo lo mismo.

– ¿Por qué te convertiste en zapatera? -pregunta la señora La Vaglio. Es una rubia delgada, lleva, aún hoy, el mismo corte de pelo que Linda Evans en Dinastía. Los La Vaglio viven en Ohio. Supongo que mi historia no es conocida en el Medio Oeste.

– Daba clases de literatura en un instituto de Queens -empiezo.

– Y entonces rompiste con tu novio. ¿Cuántos años estuviste con él? -me interrumpe. Supongo que, después de todo, mi historia sí llegó a Ohio.

– Durante la universidad y algo más. -No iba a dar una cronología a esta gente. Usarían la pasta de aceitunas para marcar mi frente con una P de «perdedora».

– Tu primer amor -dice la señora Delboccio, y mira a su marido-. Ed y yo tenemos la misma historia, con un final diferente. Lo conocí cuando tenía dieciocho, nos casamos a los veinticuatro y aquí estamos.

– Sois una inspiración para todos nosotros -digo, poniendo demasiada sal en mi ensalada.

– Gracias -dice Shirley con aire satisfecho.

– Tu madre estaba muy preocupada por ti en esa época -dice Sue Silverstein mientras se estira y me palmea la mano.

– No hay de qué preocuparse. Adoro las vicisitudes que he tenido en la vida. -Es adorable que los amigos de mis padres beban demasiado y me digan cosas que ni mi madre me diría.

– Una actitud positiva lo es todo -dice Max Silverstein, amenazándome con su tenedor.

– Sabes que nuestro hijo Frank está completamente disponible -dice la señora Delboccio antes de sorber su vino-. No es gay -añade a continuación-, sólo es selectivo.

– Bueno, yo estoy buscando selectividad -digo con una sonrisa forzada.

La señora Delboccio oprime el muslo de su marido debajo de la mesa, para que él recuerde que he dicho algo positivo sobre Frank.

– ¿Hace cuánto que te plantaron? -pregunta el señor Delboccio.

– ¡Ed! -chilla su esposa.

– Tres años -digo entre dientes.

El señor Delboccio silba por lo bajo y dice:

– Tres años desde tu gran momento.

– ¿Ahora sales con alguien? -pregunta la señora La Vaguen -Si fuera así, lo habría traído a la boda. -La señora Delboccio habla de mí como si el vino que me bebo con glotonería fuera una poción mágica que me hiciera invisible.

– Podría conseguir una cita, mírala. -El señor Delboccio contempla mis pechos como si fueran dos peces exóticos nadando en direcciones opuestas en un estanque-. Debe de querer estar sola.

– No os preocupéis por mí -digo apretando los dientes-. Estoy bien.

– Nadie dice que no lo estés -dice el señor Delboccio, que termina su bombón con té helado y golpea el vaso en la mesa como si fuera un hacha. Busco a los camareros con la mirada. ¿Podría alguien servir a este tío, por favor? El camarero interpreta mi señal, pero trae un recipiente con salsa. El señor Delboccio remoja en ella lo que queda de su carne-. Valentine, así están las cosas: como mujer, tienes una ventana. Una ventana que te ofrece la oportunidad de mostrar el rostro, la figura y la vitalidad para atraer a un hombre. Ergo, tienes que agarrar a un chico mientras la ventana esté abierta, porque una vez que se cierra, bam, pierdes la oportunidad, y estás en un armario sin ventilación. Sola. ¿Entiendes? Se ha cortado el oxígeno, ningún hombre puede sobrevivir ahí. ¿Lo coges? Tic, toe. Un hombre siempre puede encontrar una mujer, pero una mujer no siempre puede encontrar a un hombre.

– Ed, no más bombón. -La señora Delboccio mueve el vaso de su esposo y me mira con gesto de disculpa-. Valentine tiene mucha vida por delante.

– Nunca he dicho que no la tenga, pero ¿te acuerdas de mi hermana Madeline, la que se mudó con mamá cuando a mamá le encontraron el tumor cerebral? Mi pobre madre padecía un dolor de cabeza que se convirtió en un cáncer masivo de la noche a la mañana. Como sea, ¿qué edad tenía Mad entonces? Treinta a lo sumo. Se mudó, se encargó de mamá hasta que murió, descanse en paz, y entonces Madeline se quedó sola, ¿adónde iba a ir? Era la tía solterona. -Ed busca su panecillo para untarlo con mantequilla; ya se lo ha comido, así que toma el de su esposa-. Todas las familias italianas tienen una como tú.

Abro la boca para discrepar, pero no sale ninguna palabra. Quizá tiene razón. Me imagino mi futuro en una residencia de ancianos para mujeres solteras. La sala de la televisión en la «residencia Roncalli para solteros» tendría las cabezas de Phyllis Diller, Joan Rivers y Susie Essman colgadas sobre la chimenea. Trofeos de caza mayor para chicas que reparten grandes risas. Por la manera como avanza la tarde, tendré que reservar mi plaza antes de lo que pensaba.

– Madeline era una santa, ella cargó con el fardo que nos correspondía a todos nosotros. Estábamos criando a nuestros hijos, por supuesto, y teníamos nuestras vidas -dice la señora Delboccio, estirando la servilleta sobre su regazo.

– Estar soltero es una forma de vida -dice elevando la voz la señora La Vaglio.

La mesa se sume en un silencio mortal mientras los «amigos» trocean sus filetes. Miro mi reloj. Cualquiera que crea que el tiempo vuela debería sentarse a la mesa de los «amigos», donde el plato principal ha durado más que la guerra del Peloponeso. Haría lo que fuera por estar en la mesa de los «maleducados» en este momento.

El señor Delboccio se inclina y prácticamente se asoma al interior de mi vestido.

– Dios creó al hombre y a la mujer para que hicieran pareja.

Retrocedo y subo la servilleta sobre mi corpiño y alrededor de mi cuello, como un babero.

– ¿Cuántos zapatos haces al año? -pregunta con interés el señor Silverstein, Dios le bendiga.

– El año pasado hicimos cerca de tres mil pares.

– ¿Con cuántos empleados?

– Tres a tiempo completo y cuatro a media jornada.

– ¡Vaya! Parece un negocio bastante saludable -dice el señor Silverstein, y sonríe con aprobación.

La banda toca la entrada de Good Vibrations; los «amigos» bajan sus cuchillos y tenedores.

– ¡Ea! ¡Es el popurrí de los Beach Boys! -anuncia el señor Silverstein. Ellos se levantan, las mujeres se ajustan el talle, las caderas y los traseros de sus vestidos y se dirigen a la pista de baile remolcando a sus maridos.

Me estiro ante la mesa vacía y pongo los pies en alto. Tess se desliza en el asiento vecino mientras papá deposita a la tía Feen en la mesa de la «demencia». Papá echa un vistazo al salón y a continuación se dirige hacia nosotras. Él mide sólo 1,68, pero está bien proporcionado, así que parece más alto. Tiene una cabellera densa entre gris y negra, la nariz prominente de los Roncalli y los labios tensos de su gente.

¡Dios santo, estoy ardiendo! -dice mientras ajusta su corbata como si lucra el dial del aire acondicionado-. Saqué a la tía Feen a fumar un cigarrillo y pensé que tendría un ataque. -Se sienta junto a Tess-. ¿Sabéis que sigue fumando un paquete al día? Sus pulmones deben parecer un colador de espaguetis. ¿Cómo lo lleváis?

– ¡Estupendo! -mentimos.

– Vuestra madre quiere que cante Butterfly Kisses a tu hermana, pero no me sé la letra.

– No le des más alcohol o ella cantará y bailará You Gotta Get Gimmick, la canción de Gypsy, como hizo en vuestro veinticinco aniversario -dice Tess.

– Le dolió la ciática durante meses -dice mi padre, al mismo tiempo que asiente y hace memoria.

– No intentes cantar, papá, diles que pongan el CD, así puedes bailar con Jaclyn -sugiero.

– Eso digo yo, pero ya conoces a tu madre, piensa que las bodas son una oportunidad para interpretar American Idol. Yo trabajo para el Departamento de Parques, no para Simón Cowell. Se espera que un Roncalli, un Angelini o una figura cualquiera se suba ahí y cante. Mi hermano está a punto de levantarse para interpretar el primer acto de Man of La Mancha. Creedme, está a un gin-tonic de The Impossible Dream.

Nuestra hermana Jaclyn está despampanante con un sencillo vestido de novia sin tirantes y una mullida falda de tul. Su delgada cintura se curva mientras avanza entre las mesas, parece un aspa de batidora eléctrica que chorrea glaseado blanco.

Mamá sugirió que la peau de soie blanca del corpiño de Jaclyn estuviera adornada con un ribete tornasolado, color menta, que resalta sus ojos verdes. Fue una maniobra brillante. La abuela hizo para Jaclyn un par de hermosos escarpines de piel con pétalos verdes. Yo le di brillo al cuero hasta que el verde quedó casi completamente desgastado, dejando sólo un indicio de la pátina antigua. Mi hermana pequeña brillaba de pies a cabeza, como un topacio de oriente.

Jaclyn se hunde en la silla de la señora La Vaglio. Es una verdadera belleza; sus rasgos delicados, en perfecta proporción, quedan enmarcados por los brillantes rizos negros.

– ¿Vuestro filete estaba duro?

– No, no, no -decimos papá, Tess y yo al unísono.

– Yo he necesitado una moto sierra para mi filete. -Jaclyn se abanica con el menú impreso-. Valentine, tendrás que ir a por todas en tu brindis nupcial.

– No la presiones -dice Tess con ironía mientras examina a los invitados.

– Hazme un favor. Asegúrate de que todos los integrantes de la mesa de la abuela tengan sus audífonos milagrosos encendidos -digo yo, y siento gotas de sudor en la frente.

– No dejes que esto te afecte, pero mi suegra lo odia todo. -Jaclyn sorbe un poco de mi agua helada, después se pone el vaso junto a la mejilla-. Siempre está haciendo comentarios, como si los irlandeses supieran cómo hacer un brindis divertido. Por favor.

Tess y yo nos miramos. Los irlandeses inventaron los brindis, sin mencionar la historia bien contada, y resulta que son muy buenos en ambas cosas.

– Ten cuidado, Jac. La señora McAdoo ahora es parte de la familia -dice papá-. Sé amable. Una de las cosas más importantes en la vida es llevarse bien con los demás. Sin los demás, estás solo, y cuando estás solo, estás solo. -Mi padre balancea el dedo índice por la parte interior del cuello de su camisa, como si sacara el último residuo de crema para la cara de un pote-. Todo saldrá bien, siempre es así -me dice. Es la voz del optimismo. Mientras tanto, me muerdo el labio con tanta fuerza que me produce dolor de cabeza.

– ¡Valerie! ¡Es tu turno! -me indica el líder del grupo.

– ¡Valentine! -gritan Tess y Jaclyn para corregirlo.

– ¡Como sea! -dice el líder mientras balancea el micrófono hacia mí como si fuera una baqueta.

Cruzo la pista de baile. El padrino está en la batería bebiendo un combinado de aguardiente con melocotón con un grupo de chicos universitarios.

– ¡Déjalos boquiabiertos! -dice papá con alegría.

Jaclyn y Tess me animan con los pulgares en alto y sonrisas tan desnudas que parece que les estuvieran haciendo un blanqueado dental. Miro a Alfred, que da una disertación en la mesa de los «primos» acerca de las alergias al gluten.

– Buenas tardes, familiares y amigos -deslizo el micrófono sobre su base para ajustar la altura. Mido 1,80 con estos tacones de siete centímetros. No estoy segura, pero quizá sea más alta que el novio, lo cierto es que soy más alta que cualquiera de los integrantes de la mesa de los «amigos», que han padecido la contracción de algún disco de la columna vertebral o el deterioro de un hueso de la cadera, tema que discutían abiertamente durante la sopa.

Las charlas en el salón se reducen a unas cuantas voces aisladas, y de pronto se hace el silencio. El único sonido que oigo es el silbido del aire al pasar entre la dentadura y las encías de la tía Feen cuando respira.

– Soy Valentine Roncalli, una hermana de la novia.

– ¡Sabemos quién eres! -grita Lorraine Pinuccia desde la remota mesa de la «isla», tan lejos que su gesto parece una señal de ansiedad.

Tess se levanta ligeramente de su silla y lanza a Pinooch una mirada despectiva. Observo a mi madre; lleva una sonrisa de apoyo pegada a la cara, idéntica a la que tenía cuando actué de ángel en la pastorela del jardín de infancia en 1980 y me salté una frase del Gloria in Excelsis Deo. «No me puedes ayudar ahora, mamá», quiero gritar, pero ella parece momificada.

– Bueno, gracias, prima Pinooch. Sabéis que ahora somos la familia Roncalli-McAdoo y quizá los McAdoo no nos conocen todavía -explico. Debe de ser el sudor en mis ojos, pero creo que Boyd McAdoo, el electricista tres veces divorciado y hermano de mi nuevo cuñado, me mira de forma lasciva, otra razón más para hacer esto breve-. Dios, que está en el cielo -empiezo-, decidió que era el momento de crear un país… Él quería crear un país maravilloso, con viñedos espléndidos, campos exuberantes y atardeceres gloriosos…

– ¡El primero de todos los países! -ruge mi padre mientras hace un número uno en el aire con el dedo índice.

– Papá, por favor. Deberías guardar tu registro más alto para Butterfly Kisses. -Me sumerjo de nuevo en mi historia-. Dios sabía que lo llamaría Italia.

El hermano de mi padre, el eternamente impresentable tío Sal, arranca una rosa del centro decorativo de la mesa de los «familiares», se pone de pie mientras la balancea como una bandera, y grita: ¡ Viva Italia sempre! El señor McAdoo se levanta y arranca otra rosa del centro de mesa y antagoniza:

¡Por la isla esmeralda!

¡E pluribus pizzazz! -interrumpe mi madre, con un juego de palabras con el lema americano y la expresión «energía».

– ¡Por el mundo! -Levanto mi brazo en alto para incluir a toda la humanidad.

Tess aplaude. Sola.

– En todo caso -continúo-, Dios tuvo que llenar Italia de gente, así que se preguntó: «¿Debería crear primero a la mujer o al hombre?»; se debatió durante varios meses hasta que decidió: «Debo crear a las mujeres primero, para que puedan tener lista la cena de los hombres».

La abuela, Tess, Jaclyn y mis padres esperan un poco, luego miran alrededor y al final fuerzan solidariamente la risa. El resto de los invitados se acomoda en un pozo de silencio azul iluminado por velas votivas, parecen actores de circo desempleados que participan en una película de Fellini.

Muy bien -retomo-. ¿Sabéis por qué Dios creó a los hermanos en las familias italianas? Porque sabía que sus hermanas solteras necesitaban alguien con quien bailar en las bodas. -El humor autodestructivo va peor que los chistes mordaces. Estoy que me muero. El silencio en el salón es tal que casi puedo oír cómo se derrite el hielo en el ron con cola de Len Scatizzi.

El señor Delboccio, el tocador de traseros, grita:

– ¡Te pedí que bailaras conmigo, Valentine!

– Y ella dijo que le dolían los pies -dice su esposa alzando la voz-. Aunque, claro, ¿por qué le dolerían los pies a una zapatera? No tiene sentido.

– No obstante, no forzaré nada -replica el señor Delboccio.

– Nunca debes forzar -contraataca la señora Delboccio.

– Muy bien, vosotros dos, permitidme suspender vuestro número para que podáis regresar a la pista y nos mostréis a los mozalbetes cómo se hace. Creo que sigue el popurrí de Neil Diamond.

Y entonces hago algo que odio, formo dos puños con las manos y los agito como si batiera huevos, como mamá.

– ¿Mozalbete? ¿Dónde? Tienes treinta y tres años, ya no eres una jovencita -grita la tía Feen desde la mesa de la «demencia».

Entonces hace un sonido sibilante con la dentadura postiza, a modo de énfasis. Abarca el salón entero con la mirada, sus ojos giran en sus cuencas como dos pelotas de golf frenéticas y de pronto ruge:

– ¡Treinta y tres, Madonna! ¡La edad de Jesús cuando murió en la cruz!

– ¡Entonces la gente vivía hasta los cuarenta! -grita Tess.

– ¿Eso qué diablos tiene que ver? -Las pobladas cejas blancas de tía Feen se arquean formando una sola línea blanca a lo largo de su frente-. Eso es aún peor, significa que a los treinta y tres ella tiene un pie en una andrajosa alfombra y otro en la tumba.

– Ya está bien, parad o no os serviremos más sidecars. Aquí va mi mejor historia. Hace un par de semanas mi padre fue al médico y llevó a mamá para que ella se encargara de hablar -unas cuantas risitas se elevan en algunas mesas-, y el médico dice: «Dutch, tienes bursitis. Puedo hacer dos cosas: darte una inyección de cortisona, aunque no la necesitas, porque tu cuerpo la produce naturalmente». «¿Lo hace?», pregunta mi padre sorprendido. El médico responde: «Tan sólo debes tener sexo». Mi padre y el doctor miran a mi madre que dice: «Doc, yo no soy la que tiene bursitis».

El salón irrumpe en aplausos.

– Por favor, levantad vuestras copas. -Caigo en la cuenta de que no tengo bebida. El padrino coloca en mi mano su sudoroso y casi vacío fuzzy navel. Levanto el dedo gordo-. Tom, bienvenido a la familia. Jaclyn, eres guapísima y te queremos y estamos aquí por ti. ¡Salute! ¡Cent'anni! -Tomo un sorbo desafiando mi buen juicio y las órdenes del Ministerio de Salud-. Y, gente, no olvidéis las bolsas de regalos. ¡Hay perfume Aramis para los hombres y chocolates Li-Lac para las chicas!

– ¿Chocolate? ¿Con este calor? -grita Mónica Spadonu desde la mesa de los «maleducados»-. Deberían darnos abanicos en miniatura. ¡Como que estamos aquí atrás, junto a la cocina, donde están asando carne!

La ignoro, deslizo el micrófono fuera del pie y se lo entrego al padrino, que me mira como lo hacen los chicos cuando una solterona hace de carabina en un baile. Después de varios brindis más y de cortar la tarta, voy a la mesa de la «demencia», donde la abuela sumerge una galleta en su expreso. Me inclino sobre el respaldo de su silla y le susurro al oído:

– ¿Te diviertes?

– Cuando quieras, sólo deja que desee buenas noches a los niños.

La abuela pone su bastón adornado sobre la mesa y empuja la silla hacia atrás.

Voy al carrito de la tarta y me sitúo junto a mi madre. Coloco una mano en su hombro.

– Mamá.

Mi madre, la lectora de mentes, frunce el ceño:

– ¿Os vais?

– Tenemos que llegar a casa.

– ¿Tan temprano?

– Mamá, lo único que nos perderemos será a las tías abuelas haciendo cola, como vírgenes vestales en una película de Charlton Heston, para pelearse por los centros de mesa.

Mañana, las tumbas de mis antepasados, desde Bayshore hasta Sunnyside, estarán adornadas con flores de la boda. Los italianos nunca desperdician una corona de flores. Es un pecado.

– Gracias -mi madre me abraza-, te quiero, Valentine. Gracias por cuidar tanto de mi madre.

– ¿Me haces un favor? -le pregunto.

– Lo que sea -dice.

– No hagas que papá cante Butterfly Kisses.

Mi madre se encoge de hombros:

– Vosotros no sabéis divertiros.

La abuela llega y da a mamá un beso rápido. Mi madre mete en mi bolso un pedazo de tarta envuelta en una servilleta. Alfred, Jaclyn y Tess se reúnen alrededor y se despiden por turnos de la abuela. Finalmente, después de haber besado al último primo tercero, nos podemos ir.

La abuela y yo nos encaminamos a la salida del salón veneciano Luz Estelar, franqueamos las puertas de la antesala, pasamos a través del gran vestíbulo con su techo arqueado, por decante de las paredes cubiertas con un tapiz de colores arándano y oro, de la chimenea incrustada de mármol y, finalmente, bajo de las parpadeantes arañas de luces de la entrada del vestíbulo.

La abuela toma de la mesa de regalos una bolsa para mí y otra para ella. Mientras oímos los sensuales acordes de Oh, Mane, con los que el grupo nos despide, salimos hacia la reparadora noche. Abordamos nuestro coche y nos acomodamos en el asiento. El conductor se gira y nos mira:

– Os vais temprano, chicas.

– A Manhattan, por favor -dice la abuela.

Nos miramos y sonreímos. Por fin nos vamos a casa.

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