9 El río Hudson

Hace siete días que la abuela se fue al retiro de dos semanas que hace cada año con las mujeres de la hermandad de Nuestra Señora de Pompeya por Cuaresma. Se alojan en un convento en los Berkshires durante los idus de marzo y encuentran la paz interior a través de la asistencia diaria a misas, rosarios, excursiones por los bosques y comidas tan cargadas de almidón que, cuando la abuela vuelve a casa, tarda una semana en eliminar el gluten. Sin embargo, considera que el sacrificio vale la pena porque así como su salud se resiente, su alma se limpia. Mezzo. Mezzo.

Aspiro a tener acabado el diseño del zapato para el concurso de Bergdorf cuando vuelva la abuela; quiero tener una perspectiva clara de lo que necesitaremos para producir los zapatos antes de partir a Italia. La abuela me ha dejado el diseño del zapato a mí, pero me ha prometido que participará con cualquier mejora o corrección antes de que lo convirtamos en un par de zapatos y lo entreguemos a Rhedd Lewis. Me he obsesionado con el dibujo del vestido, lo he estudiado tanto que lo veo cuando duermo. He aprendido a apreciar el diseño y su raro encanto y he empezado a comprender el diseño de Rag & Bone.

Sirve de ayuda tener la casa para mí, soy una de esas personas que valora realmente estar sola. Me gusta levantarme a medianoche, encender las luces, preparar una jarra de café y ponerme a trabajar sin el temor de despertar a la abuela. No hay nada más tranquilo que la ciudad de Nueva York a las tres de la mañana, el periodo de descanso antes de que comience la locura del amanecer.

Aprecio mucho un espacio amplio sin nadie excepto yo. Virginia Woolf reconocía la importancia de disponer de un cuarto propio, pero yo he aprendido que necesito una casa propia. Cuando estoy diseñando, lleno todas las superficies disponibles de objetos excéntricos que me inspiran: una bola de mármol de un juego italiano, con el color exacto de un helado de vainilla; una pequeña acuarela de una nube con matices color lavanda sobre un fondo blanco; los muestrarios de pinturas; los tableros con muestras de tela y las madejas de ribetes de seda. Me gusta formar un circo de ideas en el que puedo caminar y vivir, hasta que algo me habla. Poco a poco elimino las tonterías hasta que sólo quedan las pocas cosas que impactan más. De esta manera funciona mi cabeza, muchos conceptos que se encuentran a un mismo tiempo, todos avanzando hacia una conclusión desconocida. Las piezas dispares se convierten en un nuevo todo, en este caso, un par de zapatos para un vestido de novia que superficialmente parece hecho de jirones, pero que en realidad, después de horas de estudio, es un diseño nuevo y vanguardista. Mi ordenador portátil está abierto, listo para guardar cualquier idea que surja y para obtener la información necesaria cuando necesite sumergirme en una dirección particular.

La mesa del comedor ha quedado cubierta por una tela, doblada ordenadamente en rectángulos, algunos zapatos que rescaté de los mercadillos caseros, una muñeca de novia, de ganchillo, que perteneció a mi madre en los años cincuenta y un enorme collage que he estado haciendo desde que nos reunimos con Rhedd Lewis. Empecé el collage en una amplia hoja de papel de estraza, le pegué imágenes, fotografías, escenas y palabras de viejos diarios, luego le di textura encolando sutiles trozos de cinta, botones y cuentas de cristal. En algún lugar de este indómito estofado, dirigido por mi inconsciente, está mi diseño o, por lo menos, el esbozo que me guiará a través del proceso de diseñar nuestro zapato.

Al usar el dibujo de Rhedd como punto de partida, mi collage es un paisaje formado por mujeres, recolectadas de sesiones fotográficas de alta costura, de anuncios publicitarios y artículos de periódico, muchas de las cuales están en reposo o descansan, alejadas por un momento de las cámaras. Imagino a la mujer del diseño de Rag & Bone, quién será y por qué eligió llevar este diseño en particular y no otro para el día de su boda. Mis instintos me dicen que no es para una novia que se casa por primera vez, sino para una mujer que ha andado el camino del amor verdadero en más de una ocasión: está harta e incluso tiene una personalidad un poco ambivalente, de ahí los detalles inacabados y el chifón deshilachado. Si la novia no está comprometida, su vestido tampoco.

La abuela me ha enseñado que, como zapateros artesanos, tenemos éxito sólo cuando conseguimos algo que el cliente necesita y lo convertimos en algo que el cliente desea. Tengo que pensar como si fuera la novia que elige llevar este vestido, y diseñar los zapatos para complementar su estilo.

Usamos cintas para acentuar y resaltar los atributos físicos del cliente, utilizamos el equilibrio para hacer el zapato cómodo y para proporcionar un perfecto ajuste. El gusto personal y la silueta determinan el modelo, la forma se logra al adoptar las corrientes actuales y hacer que el zapato sea contemporáneo. El color resultará del trabajo con el diseño del vestido para que ambos elementos discurran como uno solo. Los diseños decorativos se emplean para enfatizar la tela del vestido, mientras que la textura depende de la intención del conjunto completo del zapato. ¿Son el cuero o la tela los adecuados para la estación del año en que se casa la novia?, y ¿todos los elementos encajan a la perfección en la imagen general?

La abuela dice que hagamos algo sencillo, pero que no tengamos temor de los elementos dramáticos. Estos son los territorios en los que un aprendiz se convierte en maestro. Todas estas anotaciones deben bailar en la mente del artista mientras crea; un elemento no puede dominar a los otros, el objetivo es más bien la armonía de todos ellos. Esta armonía crea la belleza.

Miro los pedazos de chifón en el dibujo, lo apoyo contra el candelero que hay sobre la mesa del comedor y voy a la cocina para mirarlo desde ahí. Me recuerda algo. Algo específico. Entonces recuerdo. Subo las escaleras y voy a la habitación de la abuela.

La abuela se casó en 1948 con un vestido de seda diáfana color cáscara de huevo. El cuello era cóncavo; las mangas de organza eran abombadas, sencillas y cortas, con una banda ancha de tela alrededor de cada brazo. La cintura, natural y ajustada, caía en una falda de círculo completo. Tenía detalles en abundancia: a lo largo de cada costura un rico encaje bordado, hecho a mano en Italia. El corpiño, el revestimiento y los bordes de los amplísimos volantes en la bastilla de la falda llevaban encaje de telaraña. Una fotografía de la abuela arrojando el ramo muestra la parte trasera del vestido, tiene unas alas de tul modeladas como un chal, que debían ir a la zaga de la abuela mientras caminaba, como una niebla. Es un conjunto, anterior al new look, típico de la posguerra, femenino y deliberadamente exagerado. La guerra había terminado y, evidentemente, uno de los principales premios era el mar de feminidad que esperaba a los soldados que regresaban a casa. Hoy el diseño parece confuso y casero, como la muñeca de novia de ganchillo que mi madre amaba cuando era una niña. El vestido de la abuela tiene pequeñas perlas en el corpiño, mientras que la muñeca tiene perlas en las pesadas capas de su falda de hilo. La abuela lleva pintalabios rojo encendido y las cejas pintadas con lápiz a la manera de la posguerra, mientras que el rostro de la muñeca es provocador, sin cejas, con los labios rojos y con el hueco entre la nariz y la boca muy marcado. Las dos caras tienen un aspecto de pura satisfacción doméstica. Puedo imaginar incluso a la abuela a la mañana siguiente, con el pintalabios sin brillo, los ojos chispeantes y volteando tortitas con un delantal almidonado de organza con un bolsillo en forma de corazón lleno de volantes. Una alegre esposa, a la mañana siguiente de su feliz noche de bodas, comienza una nueva vida.

Mientras ojeo las fotografías en blanco y negro de la boda de mis abuelos, busco algunas claves. Hay algo que recuerdo de estas fotografías que me ayudará con el diseño, pero no estoy segura de qué es.

Finalmente encuentro una fotografía en la que se ve el calzado de boda de la abuela, cuando ella levanta la bastilla de su vestido ligeramente para mostrar el liguero. La abuela lleva un par de sandalias con plataforma, color crema, elaboradas en cuero. En el empeine, los pliegues del cuero hacen bastas en forma de diamante, acentuadas con pequeños botones de cuero.

Interesante: botones de bota en una sandalia abierta.

El vestido del dibujo, con sus capas de material desgarrado aparentemente distribuidas al azar, necesita un zapato consistente, pero no una bota, que lo estabilice. Las plataformas no están de moda, pero las correas fuertes, las hebillas grandes y los lazos son lo último. De alguna manera tengo que hacer que el ojo se pose en el zapato y no en el vestido. Empiezo a comprender el sentido del reto de Rhedd Lewis. Este vestido está pensado para que no se mire, para poner la vista directamente en el zapato. Y aquí está la epifanía, el rayo de claridad, el momento de la verdad que he estado esperando: hacer que el zapato mande sobre el vestido.

Saco mi libreta y empiezo a dibujar a la abuela. Copio la expresión de su rostro en el álbum de fotos, sus ojos grandes, su cabello en bucles. Luego vuelvo a pintar el vestido del dibujo sobre el cuerpo de la abuela. Trazo una nueva silueta, femenina pero fuerte. La contención moderna ha reemplazado a la ñoñería. Las anchas serpentinas de chifón rasgado ahora parecen refrescantes, no puestas al azar.

Paso las páginas de mi libreta de dibujo. Trazo la forma de un pie, luego la voy vistiendo con anchas correas unidas por una lengua de cuero suave, luego les añado textura, unas con un poco de cuero terso, otras con las estrías de la seda, una combinación de materiales que da una sensación de nuevo siglo. Luego me preocuparé por la forma de hacerlo, ahora mismo trato de tener libertad para que la idea se desarrolle en la página. El vestido muestra la pierna, así que sigo esa línea hasta el tobillo del zapato, creando un enorme lazo alrededor del tobillo, un toque de feminidad que se muestra poderoso, como las cintas en las botas de la poderosa Isis, un personaje de tebeo que adoraba cuando era niña. El tipo de tela me da licencia para crear un zapato que necesita retales, trozos de materiales de lujo, cueros suaves, raros estampados en el cuero, caprichosas trenzas, atrevidos adornos y perlas gigantes en el amarre de las correas.

Dibujo y borro, borro y dibujo y dibujo de nuevo. No tardo en tomar la goma de borrar y dar una forma nueva al tacón. Es demasiado definitivo, necesita ser más arquitectónico, es decir, moderno. Ahora mismo es demasiado parecido al tacón cuadrado de la abuela en 1948, así que le añado unos centímetros al peso del tacón y lo esculpo hasta que deja de ser el centro de atención y armoniza con el resto del zapato. Entonces comienza a sonar mi móvil y respondo.

– ¿Estás conectada? -pregunta Gabriel.

– No, estoy dibujando.

– Bueno, conéctate, sales en el noticiario de WWD.

– ¡Imposible!

Voy por el ordenador portátil. Women's Wear Daily tiene un tablón de anuncios en línea que da cuenta de los cambios en la industria de la moda, las adquisiciones y las ventas.

– Desplázate hacia «Los escaparates de Rhedd Lewis».

Me desplazo y leo:


Rhedd Lewis ha conmocionado a los estetas de la Quinta Avenida anunciando un concurso entre diseñadores de zapatos escogidos cuidadosamente (por ella), que rivalizarán por tener sus colecciones en los escaparates de Navidad. Los incondicionales incluyen a Dior, Ferragamo, Louboutin, Prada, Blahnik y a los norteamericanos Pliner, Weitzman y Spade. Se dijo que Tory Burch también participa. Y que se contempla la posibilidad de que participe la tienda artesanal del Village, zapatos Angelino.


– ¡Lo conseguiste!

– ¿Qué conseguí? Está mal escrito, ¿Angelino?

– Quizá creen que eres latina, eso está bien, lo latino está de moda. Ya sabes, te dirán «ValRo», así como llaman «JLo» a JLo. Ahí tienes, ya estás en el ajo.

– Estamos en el ajo, Gabriel -le digo, defendiendo mi incipiente marca.

– Eh, no decapites al mensajero.

Cuelgo y cierro el ordenador. Descanso la cabeza sobre la mesa. Me gustaba más este asunto cuando no sabía quiénes participaban en el concurso. Todas estas enormes corporaciones multimillonarias disponen de todos los recursos del universo y yo estoy aquí sentada, buscando inspiración con mi pegamento, algunos zapatos viejos y una muñeca de croché. ¿En qué estaría pensando? ¿Cómo podemos ganar? Mi hermano Alfred tiene razón, soy una soñadora, y una no muy capaz.

Cojo un lápiz y vuelvo al trabajo. Si empecé este proceso, lo tengo que terminar. Es raro. Mientras pinto el refuerzo, observo el zapato completo en mi cabeza. ¿Esta imagen me hará perseverar? ¿O se trata tan sólo de un despropósito?

El timbre de la puerta principal me sobresalta y me levanto para apretar el botón que abre la puerta y dejar pasar a Roman. El reloj del horno dice que son las 3:34 de la madrugada. Escucho los pasos de Roman, que está subiendo las escaleras. Guando llega al final de la escalera se detiene en la puerta, apoya el cuerpo en el marco con las dos manos y dice:

– Hola, cariño.

Sigo dibujando y digo:

– Ahora voy.

Quiero terminar este tacón antes que olvide lo que imaginé.

Entra en la cocina y abre el grifo, llena un vaso con agua. Se acerca y se detiene detrás de mí. Termino el botón de perla gigante y dejo el papel y el lápiz. Me pongo de pie y le abrazo. Está exhausto, cansado por las horas de trabajo. Ni siquiera tengo que preguntar, pero lo hago de todas maneras:

– ¿Cómo ha ido el trabajo?

– Un desastre. Despedí a mi ayudante, porque no trabajaba al máximo y era demasiado temperamental. No puedo tener dos cascarrabias en la cocina. -Se sienta-. No sé cómo lo hicieron mis padres, cómo han estado en el negocio tanto tiempo. Tener un restaurante es imposible.

Roman deja el vaso sobre la mesa y pone la cabeza entre las manos. Le froto el cuello.

– Ya te las apañarás -le susurro al oído.

– A veces lo dudo.

Bajo las manos hasta sus hombros y le digo:

– Tus hombros parecen de cemento.

Continúo masajeándoselos, y noto que me duele la mano derecha de tanto dibujar. Me detengo y me froto la muñeca.

– Vamos a la cama -le digo, y le guio escaleras arriba.

El se mete en el cuarto de baño mientras yo abro la cama. Atenúo la luz del dormitorio. Roman entra, se desviste y se mete en la cama. Acomodo las mantas alrededor y él se acurruca entre los cojines. De pronto empieza a roncar.

Me recuesto sobre las almohadas y miro el techo, como he hecho cada noche desde que me mudé aquí. Mis ojos recorren la moldura de la cornisa, está aquí desde que el lugar fue construido, su diseño de grecas me recuerda el glaseado de un bizcocho. El centro blanco del techo es como una hoja de papel para dibujar, vacía y a la espera de ser llenada. Lleno el espacio con la vivida imagen de mi abuela llevando el vestido de Rhedd Lewis y los zapatos que inventé. Se mueve a través de la extensión blanca con parsimonia y decisión. Ella lleva los zapatos, los zapatos no la llevan a ella; aunque están adornados y estructurados también son artificiosos y divertidos, como deben ser los zapatos de alta costura.

Suspiro lentamente, como si soplara sobre las imágenes del techo para borrarlas de mi mente. Imagino la rué tal o cual en un día soleado en París y a Christian Louboutin examinando su diseño para Rhedd Lewis, rodeado por un equipo de genios franceses en su enorme, moderno y vanguardista laboratorio de diseño. Los empleados le traen unas láminas de suave piel de cordero, cubren la mesa con telas suntuosas: seda de muaré, tafetán, crespón y terciopelo bordado. Christian apunta algunos aspectos de su genial diseño a los trabajadores. Ellos aplauden. Por supuesto, ellos ganan los escaparates, ¿por qué no lo harían? El aplauso se torna ensordecedor. Jodida, pienso, estoy jodida. Y mi mayor locura fue pensar por un instante que podría realmente competir contra los grandes. La compañía de zapatos Angelino. ¿Ganar? Las posibilidades de que eso suceda son tantas como que mi padre aprenda a pronunciar «próstata». Jamás pasará.

Me giro y rodeo con el brazo a Roman, que duerme profundamente. He imaginado para nosotros muchas más cosas.

He soñado con noches románticas en las que bebíamos vino en la terraza mientras distinguíamos los matices y los cambios del río Hudson. He imaginado a Roman preparando la cena en la vieja cocina de la planta baja, y que luego hacíamos el amor en mi habitación, en esta cama. Algunas noches, en las que sólo nos relajaríamos, él apoyaría los pies sobre la vieja otomana y yo estaría a su lado mientras mirábamos La llamada de la seba, y le enseñaba todo lo que sé sobre Clark Gable. Pero el está fuera todo el día, trabaja a la hora de la cena y toda la noche, llega a casa casi al amanecer, extremadamente cansado, y se duerme. En cuanto sale el sol, y después de una rápida taza de café, se va otra vez.

No tenemos las largas e intensas conversaciones que anhelo; de hecho, apenas hablamos largo y tendido, porque parece que él nunca tenga suficiente tiempo. Los SMS, las llamadas de veinte segundos, aunque numerosas, me hacen sentir querida, pero también abandonada, sobre todo cuando él cuelga en mitad de una frase. En el ajetreo cotidiano, le asigno sentimientos y afectos que quizá no tenga, porque nunca hay tiempo para averiguar qué es lo que siente. Cuando a duras penas nos reunimos una hora aquí o allá, su teléfono no para de sonar y siempre hay una crisis en su cocina que sólo él puede resolver y que por lo general necesita atención inmediata. Para ser justos, a mí también me consume el trabajo, los pedidos de la tienda, la búsqueda de financiación para seguir adelante y la competición por los escaparates de Bergdorf. A lo mejor no soy muy divertida porque el trabajo y la vida me ocupan mucho tiempo. Además, estoy preocupada por la salud de mi padre y por mi futuro.

Quizás así sean las relaciones. Quizás éste es el trabajo al que se refieren mi madre y mi abuela cuando hablan del matrimonio. Quizá debería aceptar los desengaños porque es prácticamente imposible hacerle un lugar a alguien en una vida abarrotada de ambición, acción y fechas límite. Es el momento de consolidar nuestras carreras, pues tal vez no tengamos otra oportunidad. Roman tuvo una llamada de atención, se mudó a Nueva York y abrió su propio restaurante. Yo tuve la mía cuando supe de la deuda y de la decisión de mi hermano de vender el edificio. Ya no soy una aprendiz, tengo que organizar el futuro para tener un lugar donde trabajar en los años venideros. Roman y yo sabemos hacia dónde van nuestras carreras, pero ¿adónde nos dirigimos en nuestras vidas íntimas? Toco su cara con la mano, abre los ojos.

– ¿Qué pasa? -dice medio dormido.

Quiero decirle todo, pero no puedo. Así que murmuro:

– Nada, no es nada, vuelve a dormir.


– Me da igual si es Cuaresma. Un soborno es un soborno y funciona -me dice Tess mientras saca dos bombones Hershey de su bolso-. ¿Charisma? ¿Chiara?

Las niñas bajan las escaleras con bastante escándalo, luego cruzan el umbral del taller a empujones, como dos rosados cohetes. Tess las mira y dice:

– Basta de correr, saltar y hacer ruido, jovencitas, deberíais tener un poco de educación. Parecíais vacas al bajar esas escaleras.

– Bueno, tú nos has llamado -dice Charisma. Está de pie frente a su madre y lleva una brillante camiseta rosada que tiene escrito «princess» y una falda larga de tul que evoca al cisne principal del ballet. Lleva zapatillas Converse de lona, negras, sin cordones y dos juegos de calcetines de tres cuartos, enrollados a la altura de los tobillos. A Chiara todavía la viste mi hermana, así que lleva un mono de pana de rayas rosadas, una blusa con un cuello estilo Peter Pan y unas botas Stride Rite con cordones.

– Tranquilizaos. Si lo hacéis, os daré un chocolate. Vuestra madre intenta hablar con tía Valentine.

Charisma y Chiara extienden las manos. Tess le da un bombón a cada una.

– ¡Guardaré el mío! -grita Chiara mientras sigue a su hermana escaleras arriba.

– Soy una madre malísima. Uso el soborno.

– Hay que hacer lo que sea necesario -le digo.

– ¿Cómo van las cosas con Roman?

– No muy bien.

– Bromeas. ¿Qué sucedió con la idea de convertir el 166 de Perry Street en un idílico balneario de amor durante el retiro de la abuela?

– No es un idílico spa. Trabajo todo el día, diseño toda la noche. Él trabaja todo el día y toda la noche, llega a las tres de la madrugada, se duerme, se levanta a la mañana siguiente y se va. Me estoy haciendo una idea de lo que será una relación duradera con él y, digámoslo así, lo único duradero que hay en Roman es que está en movimiento constante.

– Eso podría cambiar si te casas con él.

– ¿Casarme con él? Ni siquiera consigo que se comprometa a ir al cine conmigo.

– Tienes que hacer que Roman se fije en ti. Cuando nosotros salíamos, Charlie estaba tan inmerso en su trabajo que me asustaba. Cuando nos casamos, cambiaron sus prioridades. Nuestra familia siempre es lo primero. Ahora va al trabajo y cuando llega a casa empieza la vida -Tess se lleva la mano al corazón-: nosotros. La parte de su vida que importa.

Oímos un fuerte estallido arriba y corremos hacia el vestíbulo. Chiara aparece al final de la escalera con Charisma.

– ¿Qué ha sido eso? -grita Tess. La mano de su cariñoso corazón se ha convertido en un puño que sacude en el aire.

– He hecho girar a Charisma en un pas de deux, no te preocupes, ha aterrizado en la moqueta.

– Deja de jugar con tu hermana. Sentaos a ver la televisión.

Las niñas van hacia el salón.

Tess me mira y dice:

– No consideres a mis hijas el ejemplo de lo que tendrás algún día. Tú tendrás hijos que se porten bien. -Tess mira su reloj-. Mamá debería llegar ya. Ella sabe cómo controlarlas.

June empuja la puerta con la cadera, lleva dos tiestos de plástico verde repletos de jacintos púrpuras.

– Necesitamos un poco de primavera aquí -dice June, dándole los tiestos a Tess.

– Val va a romper con Roman -dice Tess mientras deja las flores en el fregadero y llena de agua los tiestos.

– No he dicho eso.

– Eso me ha parecido -dice Tess.

– ¿A santo de qué piensas darle la patada?

– Casi no nos vemos. Él está ocupado y yo estoy ocupada.

– ¿Entonces? -dice June. Se mete las manos en los bolsillos y se da la vuelta para mirarme.

– ¿Entonces? Me parece bastante preocupante que casi no nos veamos.

– Todo mundo está ocupado. ¿Crees que la gente está cada vez menos ocupada conforme pasa el tiempo? Se pone peor. Yo estoy más ocupada ahora que nunca y si me siento y trato de entender por qué, no puedo. Allí fuera no existe lo perfecto, y recibir una dosis de un buen hombre de vez en cuando no está mal.

– Estoy de acuerdo -digo yo.

Cuando todo funciona con Roman es genial. A veces pienso que las cosas buenas me impiden ver la realidad, me convencen de seguir intentándolo. Pero ¿es suficiente? ¿Debería serlo?

– Tenéis una situación inmejorable -dice June, sirviéndose una taza de café-. Os veis, os divertís, luego cada uno se va por su lado. En este momento yo estaría con un hombre si al final no acabara fastidiándome con el deseo de mudarse.

No quiero alguien en mi casa veinticuatro horas al día los siete días de la semana. Me gusta mi vida, gracias.

– Mi hermana quiere algún día tener una familia -dice Tess. Lleva los jacintos frente a la ventana, donde el sol pueda alcanzar los grupos de pétalos estrellados-. Es una antigua.

– ¿Lo soy? -pregunto en voz muy alta. Nunca me he visto a mí misma como alguien particularmente antiguo. Supongo que pertenezco a mi tribu, pero la verdad es que cada vez que tengo la oportunidad de andar por la línea de la tradición vacilo.

Alguien abre la puerta de entrada.

– ¡Hola! -grita mi madre desde el vestíbulo.

– Aquí estamos, mamá -digo yo.

Mi madre entra en la tienda rugiendo como un leopardo en marzo, lleva una trinchera moteada apta para los aguaceros ocasionales de primavera. En realidad es como una leona en marzo, pero el beige sólido la palidece y, además, los estampados de leopardo son su marca personal. Mamá lleva mallas negras, brillantes botines de hule negro y un sombrero de charol, de ala ancha, atado debajo de la barbilla con una cinta.

– ¿Están preparadas las niñas?

Tess va al pie de la escalera y llama a sus hijas. Ellas no responden, oímos que grita: «Vale, voy a subir». Tess sube las escaleras.

– En verdad necesita un respiro de esas niñas -dice mi madre en voz baja.

– Espera que tú se lo des. ¿Dónde está papá?

– En casa, no se encuentra bien hoy -dice mamá, forzando una sonrisa-. Está fatigado por los tratamientos.

– Pero funcionan, ¿no?

– El médico dice que sí. El equipo de radiación de Sloan es muy optimista.

Mi madre parece cansada por primera vez desde que le diagnosticaron el cáncer a papá. Las constantes citas le han pasado factura. Cuando no está llevando a mi padre a los médicos, está estudiando la enfermedad. Lee acerca de lo que él debe comer, lo a menudo que debe descansar y los suplementos holísticos que debe ingerir y cuándo debe hacerlo. Tiene que salir y encontrar todas las cosas, la comida orgánica y las hierbas medicinales, luego debe volver a casa y preparar la comida, el té y luego, la parte más difícil de todas, obligar a mi padre a seguir el régimen. Él es un hombre que esparciría, si pudiera, queso rallado en una tarta. No es precisamente un paciente obediente y eso se nota en el rostro de mi madre. Ella no ha tenido una noche relajada en meses y me queda claro que necesita un descanso.

– Mamá, te veo agotada -le digo con amabilidad.

– Lo sé. Gracias a Dios existe el Lemon Aid de Benefit. Me he embadurnado ese corrector sobre las ojeras como si le pusiese mantequilla a un pan.

June le sirve una taza de café a mi madre. Ella coge la taza y está a punto de ponerla encima de mi libreta de dibujo, pero la quito y la coloco a un lado. Le doy, a modo de posavasos, un tacón de hule de Cat's Paw.

– ¿Qué puedo hacer? -suspira mamá. Sorbe su café, sostiene la taza con una mano y abre mi libreta de dibujo con la otra. Distraída, pasa las hojas. Luego les presta atención y se detiene en mi último diseño del zapato para Bergdorf. Estoy a punto de quitarle la libreta cuando dice:

– Mi padre tenía tanto talento. -Sostiene el dibujo y se lo muestra a June-. Mira esto. -June lo mira y asiente con la cabeza-. Este hombre era un adelantado a su tiempo. Los cordones anchos, el detalle de los botones. Mira el tacón. La base amplia que se adelgaza en forma de huso hacia la punta. Completamente al día, y eso que el hombre murió hace diez años.

– No es un diseño del abuelo -digo, tomando aire-. Es mío.

– ¿Qué? -dice June, agarrando la libreta-. Valentine, esto es genial.

– Es el zapato que haremos para la competición de Bergdorf. Por lo menos, es uno de los diseños que le enseñaré a la abuela y, si le gusta, lo haremos.

– Realmente tienes talento -dice June, poniendo la libreta sobre la mesa-. ¡Caramba!

– Genética, todo está en el ADN. El buen gusto no se puede aprender ni comprar -dice mi madre mientras aprieta el cinturón de su trinchera-. El talento es innato y se perfecciona con el trabajo duro. Valentine, todas las horas que estás dedicando a esto están dando sus frutos.

– Es un señor zapato -dice June-. Complejo. ¿Cómo piensas hacerlo?

– Bueno, espero encontrar los materiales en Italia.

– Bien, porque en esta tienda no tenemos un cuero estampado como ése. Y ese trenzado…, nunca he visto nada igual.

June niega con la cabeza.

– Lo sé, sólo estaba… inventando.

Charisma y Chiara entran en el taller y dicen:

– Tía June, ¿tienes dulces?

– ¿A qué habéis renunciado por la Cuaresma? -les pregunta June, la católica que se alejó de la fe.

Chiara mira fijamente a June. Charisma, que no es tonta, se adelanta y responde:

– Bueno, no renunciamos a los dulces, sólo hacemos buenas acciones.

– ¿Cómo cuáles?

– Soy buena con el gato.

– Qué gentil.

June abre su bolso y le da un caramelo de menta a cada una.

Charisma hace una mueca y dice:

– Pero éstos los dan gratis en el restaurante chino.

– Sí, así es. Así que pasad por ahí y dad las gracias a los chinos alguna vez, ellos inventaron los macarrones y las chancletas.

Escépticas, Charisma y Chiara sostienen sus miserables dulces y se miran entre sí.

– Venga, chicas, nos vamos. El abuelo nos espera en casa.

Tess ayuda a las niñas con sus abrigos y dice:

– Mamá, muchas gracias por cuidarlas el fin de semana.

Mi madre lleva a las niñas hasta la puerta.

June se alegra de verlas partir, aunque sólo yo podría notarlo, y dice:

– ¿No son encantadoras?

– A veces -dice Tess mientras se pone su abrigo-. Llego tarde. He quedado con Charlie en Port Authority, tomaremos el autobús a Adantic City.

– ¿Un fin de semana romántico? -pregunta June.

– Su compañía tiene una convención. Iré a jugar a las tragaperras mientras él observa los últimos detectores de humo -dice Tess mientras se marcha. Escuchamos cómo se cierra de golpe la puerta de la entrada.

– ¿Detectores de humo? ¿Para apagar qué fuego? ¿El de la pasión? -silba June quedamente-. Yo digo que el comprador tenga cuidado y huya. Ese es el mejor anuncio publicitario sobre el matrimonio, Valentine, tenlo presente.


Me despierta una corriente de aire frío que entra por la ventana. Me siento en la cama y miro alrededor envuelta con la sábana de algodón y el edredón. Nieve. Nieve en marzo. La West Side Highway es una alfombra blanca con negras cremalleras, impresas por los camiones de reparto durante la madrugada. Hay una placa de hielo en el cristal de la ventana y una capa de copos de nieve en el marco.

He dormido con placidez durante la noche. Sola. Roman estaba muy atareado, porque el restaurante estaba lleno y tenía que terminar el trabajo previo de una fiesta privada, así que se fue a dormir a su casa en vez de venir aquí y despertar conmigo. La abuela vuelve mañana por la noche, y del mismo modo que me ha gustado tener la casa para mí, debo admitir que también la he echado de menos.

Ayer pasé la mayor parte del día limpiando y poniendo las cosas en su lugar. Investigué un poco acerca de nuestro viaje a Italia y localicé algunos proveedores a los que visitar además de los viejos conocidos de la abuela. Encontré algún talento de vanguardia que fabrica cordones y ribetes. Estoy deseando conocerlos en nuestro viaje y añadirlos a la lista de proveedores que tenemos en este momento. Quiero entregar un zapato a Bergdorf con unos adornos que Rhedd Lewis nunca haya visto antes. Los diseñadores italianos tienen desde hace poco la influencia del talento de los inmigrantes, así que me he encontrado con montones de acentos, ruso, africano y centroeuropeo, en los botones y los ribetes. No veo la hora de enseñarle a la abuela el nuevo material.

Cuando terminé mi investigación, fregué el cuarto de baño, limpié la cocina e hice lasaña. El trabajo del taller va a buen ritmo. La abuela volverá a una casa limpia y a un trabajo de primera clase, con todas las fechas de entrega cubiertas y los pedidos cumplidos.

Me levanto, me pongo con rapidez un cómodo chándal y un jersey con capucha, y me meto en el cuarto de baño. Me unto en el rostro algunas de las enriquecidas cremas botánicas que Tess me regaló por Navidad. También podría darme un día de descanso, pues no pienso ver a nadie. Es domingo y tengo el día para mí.

Bajo a la cocina, saco la cafetera francesa y pongo una olla con agua en el fogón. Cojo la leche de la nevera y la vierto en un pequeño cazo, lo dejo a fuego lento para que se vaya calentando. Abro la bolsa del papel de cera de Ruthie, del mercado de Chelsea, y tomo un suave brioche salpicado de cristalino azúcar moreno. Lo coloco en un plato pequeño con adornos y cojo una servilleta de tela del cajón. Mi teléfono móvil emite un pitido, así que lo abro y escucho el mensaje.

– Hola, cariño. -La voz de Roman es áspera-. Soy yo. Son las cinco de la madrugada del domingo. Sigo en la cocina. Está nevando. Me gustaría que estuviéramos juntos. Te echo de menos. Te llamaré más tarde.

– Habría sido bonito, Roman -digo en voz alta-, pero tienes esposa. Se llama Ca' d'Oro y siempre está primero.

Caigo en la cuenta de que estoy pasando muchas cosas por alto, quizá porque cualquiera que esté conmigo tiene que hacer lo mismo. Pero también recuerdo cómo, al principio, Roman se dedicaba a descubrir quién era yo, aunque la única pista que tenía era un vistazo de mí en la terraza. Y ahora que estoy aquí para él, puedo ser como ese par de toscos zuecos que guarda en la cocina de su restaurante. Siempre a mano. Disponible. Confortable. Fiable. La cacería ha terminado.

Vierto el agua caliente en la cafetera francesa e inhalo la rica terrosidad del oscuro café. Cojo el cazo de espumante leche y la sirvo en una gran taza de cerámica. Le añado el expreso hasta que la leche se torna del color del caramelo.

Cojo mi desayuno y subo las escaleras hacia la terraza, me detengo en mi habitación y me pongo las botas, el abrigo, el sombrero y los guantes. Empujar la puerta y salir a la terraza cubierta de nieve es como estar de pie sobre una suave capa de cera blanca; las figuras familiares han desaparecido, las reemplazan bordes lisos, esquinas redondeadas y cortinas de hielo plateadas. Pongo mi café y mi brioche sobre la fuente de San Francisco cubierta de nieve, sacudo una tumbona y la abro para sentarme.

El sol, detrás de las gruesas nubes blancas, tiene el brillo apagado de una perla gris. El río tiene la textura de un viejo y moteado suelo de linóleo verde y beige, mientras el viento agita la superficie con delicadeza. El paseo peatonal del río está vacío, excepto por una pareja de guardas del parque que con sus monos azules rocían sal a lo largo del cruce en Perry Street. Una gaviota revolotea por encima y le dedica a mi brioche una mirada escrutadora.

– ¡Fuera! -le grito. Aletea y se aleja. Sus alas grises hacen juego con el cielo de la mañana.

Acurruco mi taza entre las manos y doy un sorbo al café. Siento remordimientos cuando recuerdo la misa del domingo. Una buena niña católica suele convertirse en una mujer católica con remordimientos, pero digo una oración silenciosa y cualquier fastidioso remordimiento sobre mi asistencia a la misa de las ocho de la mañana, en Nuestra Señora de Pompeya, es expulsado por mi respiración y enviado al mar. «Estoy haciéndolo de la mejor manera posible», le recuerdo a Dios.

La nieve empieza a caer y cubre con una capa blanca la parte sur de Manhattan. Saco la capucha por encima del abrigo y cubro mi cabeza, apoyó los pies en la pared y me recuesto.

¿Por qué será que, en la historia de mi vida, los momentos que recuerdo con más cariño son aquellos en los que he estado sola? Puedo alinearlos como frascos pulimentados de perfume en un tocador antiguo. Cuando tenía diez años, fui a trabajar con mi padre al parque. Al final del día, cuando el cielo de verano sobre Queens se volvía del color de las frambuesas aplastadas, él fue a la caseta de las herramientas y me dejó sola en los columpios, a un par de metros de distancia. Tenía el parque La Guardia número quince completo para mí. Me columpiaba tan alto y rápido como podía, subiendo cada vez más hasta que juro que podía mirar las luces azules en la parte superior del Empire State.

Cuando tenía diecinueve años y estaba en segundo año de la universidad, fui a mirar mi nota, a las dos en punto de la madrugada, fuera del aula del curso avanzado «Shakespeare: las comedias», de la hermana Jean Klene y vi que tenía una A, un sobresaliente. Me detuve a observar la letra A hasta que asimilé su realidad: había alcanzado lo imposible. La sólida estudiante de B había roto la barrera y conseguido una calificación perfecta.

Y nunca olvidaré la noche que Bret me dejó en mi piso de Queens antes de irse a su primer viaje de negocios a algún lugar remoto como Dallas, en Texas. Tenía veintisiete años y él me había preguntado si quería casarme con él. Presintiendo mi indecisión, había dicho: «No respondas ahora». Cuando se fue hacia el aeropuerto a coger su vuelo, sentí un gran alivio por estar sola, así que me hice un plato de espaguetis con tomates frescos de este jardín, aceite de oliva de Arezzo y ajo blanco dulce. Me hice una ensalada de alcachofas y aceitunas negras. Abrí una botella de vino. Dispuse una pequeña mesa sólo para mí y encendí las velas; luego me senté a comer mi gloriosa comida, con lentitud, saboreando cada bocado y cada trago.

Comprendí que mi respuesta a su petición, cuando regresara, no sería un gran momento, el gran momento ya había sucedido. Él me lo había preguntado. Debo reconocer que ésa fue la primera vez en mi vida que me deleitaba en el proceso y no necesariamente en el resultado. Yo era una buena novia, pero ¿esposa? No podía verlo, aunque Bret sí. Ahora la tiene, la vida que desde entonces había soñado. ¿La única diferencia? La tiene con Mackenzie, no conmigo.

No aspiro a una vida tradicional. Si lo hiciera, asumo que ya la tendría. Mi hermana piensa que quiero una vida como la de ella, con un marido e hijos. ¿Cómo explicarle que a mis treinta años quizá no quiero alcanzar ninguna línea de meta a la que todos parecen precipitarse? Quizás a mis treinta años quiero el precioso tiempo que he tenido con la abuela y decidir qué camino seguir en la vida. ¿Estabilidad o aventura? Son cosas muy diferentes.

Cuando observo a la abuela, veo lo frágil que puede ser el concepto de tradición. Si dejo de mirar la manera en la que amasa el pan de Pascua o si no estudio la forma como realiza una costura en la gamuza o si pierdo la imagen mental que tengo de ella cuando consigue un mejor acuerdo con el vendedor de los botones, de alguna manera la esencia de ella se perderá. Cuando se vaya, la responsabilidad de continuar caerá sobre mí. Mi madre dice que soy el guardián de la llama, porque trabajo aquí y he elegido vivir aquí. Una llama es también una cosa muy frágil y a veces me pregunto si soy la persona adecuada para mantenerla encendida.

El viento arrecia. Escucho el chasquido de la vieja malla de la puerta. Me vuelvo, mi corazón late un poco más rápido, esperando durante un segundo que, después de todo, Roman haya conseguido venir. Pero sólo es el viento.


Esa tarde, cada vez que paso por la encimera de la cocina me pregunto: ¿debería calentar la lasaña ahora o esperar a que vuelva la abuela mañana por la noche? Una de las reglas de etiqueta en las que mi madre insiste es que nunca se debe cortar la tarta antes de que los invitados lleguen. Se debe presentar con propiedad y entera a los invitados, como un regalo. Si me como un trozo esta noche, la lasaña se convertirá en sobras en lugar de ser un gesto de bienvenida a casa. Así que la pongo de nuevo en la nevera.

El timbre suena, presiono el botón del telefonillo.

– Comida a domicilio -dice Roman.

Le abro y luego voy a la parte superior de las escaleras y enciendo las luces.

– Hola, Valentine.

Roman me sonríe desde el fondo de las escaleras. Su rostro es casi lo mejor que he visto nunca.

– Creía que trabajabas esta noche.

– Estoy haciendo novillos, así que puedo estar con mi chica -dice. Sube los escalones de dos en dos, empuñando una enorme bolsa de la compra. Tira la bolsa cuando llega hasta mí, me levanta en sus brazos y me besa-. ¿Te he sorprendido?

Le beso con ternura en la mejilla, en la nariz y luego en el cuello, esperando que cada beso repare los estúpidos pensamientos que tuve sobre nosotros esta mañana en la terraza. No soy buena mintiendo, así que confieso:

– Estoy sorprendida, ya me había dado por vencida.

Roman me mira preocupado y dice:

– ¿Te habías dado por vencida de qué?

– De verte antes de que la abuela volviera a casa.

– ¡Ah! -dice, y parece aliviado-. Bueno, estoy aquí y no me iré a ninguna parte -me besa de nuevo. Dejo que las palabras «no me iré a ninguna parte» jueguen en mi mente como una sencilla melodía. Roman coge la bolsa y me sigue al salón-. Te prepararé la cena.

– No tienes que hacerlo, he preparado lasaña.

– Me parece que no -dice, sacando de la bolsa una botella de vino-. Empezaremos con un Brunello, cosecha de 1994.

– Entonces ni siquiera tenía la edad legal para beber.

– Ya tenías edad suficiente.

Roman ríe mientras descorcha el vino y lo coloca en la encimera. Toma dos copas del estante y las llena. Me trae una. Brinda y bebemos, luego me besa. El exuberante vino en sus labios hace que los míos se estremezcan.

– ¿Te gusta? -me dice. Asiento con la cabeza-. Prepárate. Tengo un vino para cada plato.

– ¿Cada plato?

– Aja -dice riendo-. Tenemos dos.

Saco un taburete de debajo de la encimera y tomo asiento. Le observo mientras vacía la bolsa. Es como una de esas cajas del circo de las que piensas que ya ha salido el último cachorro cuando de pronto otro salta hacia fuera y se une a la fila. Roman coloca caja tras caja, bandeja tras bandeja, envase tras envase, hasta que la mayor parte de la encimera está llena de exquisiteces sin marca.

Roman abre los armarios, saca una sartén grande y una más pequeña. Con rapidez, pone mantequilla en una y echa unas gotas de aceite de oliva en la otra.

Mete las manos en la bolsa y me pasa una pequeña caja blanca.

– Esta es para ti.

La sacudo y digo:

– Deja que adivine, ¿una trufa?

– Te estoy aburriendo con mis platos con trufa. No, no es una seta.

– Vale -digo, mientras la abro. Una rama de coral, del color de una naranja sanguina, descansa sobre un cojincillo de algodón blanco. La saco de la caja y la deposito en mi mano. Los sólidos dedos de la joya cerosa conforman una figura curva adorable que yace en mi mano-. Coral.

– De Capri.

– ¿Has estado allí?

– Muchas veces -dice-. ¿Y tú?

– Nunca.

– Bueno, te llevaré por tu cumpleaños. Ya lo he planeado con la abuela. Cuando voléis a Italia el próximo mes, y hayáis acabado vuestro trabajo, al final de la estancia, nosotros dos iremos una semana a Capri. Nos quedaremos en la Quisisana. Un viejo amigo es el chef de un restaurante ahí. Comeremos, nadaremos y nos relajaremos. ¿Qué te parece?

– ¿Es en serio?

– Muy en serio -dice Roman. Se apoya en la encimera y me besa.

– Me encantaría ir a Capri contigo.

– Me estoy ocupando de todo. Sólo tú, yo y el océano, ese cielo y ese lugar. Será la primera vez que vaya enamorado.

– ¿Estás enamorado?

– ¿No lo sabías?

– Tenía la esperanza.

– Pues lo estoy -dice, abrazándome-, ¿y tú?

– Completamente.

– Hay un viejo truco que aprendí de los habitantes de Capri cuando estuve allí. Todo el mundo quiere ir a la gruta azul y los turistas las invaden. Así que idearon un anuncio que decía: «NON ENTRARE ALLA GROTTA». Cuando el cartel está expuesto, el guía de turistas dice a la gente de la barca bote que el oleaje es demasiado fuerte para entrar, pero de hecho, los locales ponen el cartel para alejar a los turistas mientras ellos están dentro nadando.

– Eso es una tomadura de pelo. ¿Qué ocurre si es la única vez que los pobres turistas pueden visitar Capri y se pierden la gruta azul?

– El guía rodea la gruta y vuelve más tarde, cuando ya no está el cartel, y entonces navegan dentro.

– ¿Cómo es la gruta?

– En todos los lugares que he vivido he intentado pintar una habitación con ese tono de azul y nunca lo he conseguido. El agua está tibia. Algún viejo rey la usó como un pasaje secreto para atravesar al otro lado de la isla. Muchas cosas decadentes pasaron ahí dentro. -Roman tira de mí-. Y habrá más esta primavera.

La cocina se llena con el olor de la mantequilla caliente. Roman se gira rápidamente y retira la sartén del fuego, añade ajo y hierbas, los sacude en la mantequilla y crea una mezcla suave.

– Muy bien -dice-, dejaré esto aquí. Primero tenemos caviar. Del mar del Norte.

Abre un envase que produce un chasquido y coloca sobre un plato una delgada pizzelle, que parece una bollo circular desinflado.

– ¿Recuerdas las galletas pizzelle de la infancia? Ésta es mi versión, en lugar de azúcar las hago con ralladura de limón y pimiento verde.

Abre la lata de caviar y vierte una cucharada en la pizzelle. Añade una pincelada de crème fraîche encima del mar negro de cuentecillas y me lo da. Lo muerdo. La combinación del limón agrio en la pizzelle, el rico caviar y la ráfaga de la crema dulce se derrite en mi boca.

– No está mal, ¿eh?

– Divino.

Observo a Roman mientras deja caer los medallones de ternera en la sartén grande que tiene el aceite de oliva, y encima de la carne, la cebolla picada y los champiñones, remojándolos con chorlitos del vino tinto que bebemos. Añade lentamente nata a la sartén y la salsa adquiere un color entre marrón dorado y borgoña pálido.

– Pasé unos cuatro meses en Capri, en la cocina del Quisisana. Lo mejor que he hecho en mi vida. Tenían un horno exterior abierto, detrás de la cocina. Por la mañana encendíamos el fuego con madera de la playa y lo manteníamos vivo todo el día, asábamos despacio los tomates para la salsa, los vegetales de la guarnición, lo que quieras. Aprendí la importancia de tomarse el tiempo necesario para cocinar. Asaba los tomates hasta conseguir su esencia, con el calor la piel se convertía en tiras de seda mientras la pulpa se volvía rica y robusta. Ni siquiera tienes que hacer salsa con ellos, sólo los añades a la pasta, así son de dulces.

En la sartén pequeña, donde las hierbas se sofríen en la mantequilla, Roman vacía el envase del arroz con aceitunas, alcaparras, tomates y hierbas. Mientras el vapor brota del arroz y la ternera chisporrotea, él prepara la encimera para la cena.

Roman tiene unas manos hermosas (como suele suceder con la gente que trabaja con las manos), dedos largos que se mueven con gracia, diestros y parsimoniosos. Es fascinante observarle cortar y picar, el cuchillo marca un ritmo constante mientras destella contra la madera.

– Las noches en Capri son las mejores. Después de trabajar, bajábamos a la playa y nos encontrábamos con un mar tranquilo y tibio. Me ponía a flotar en el agua salada, miraba la luna y dejaba que las olas me cubrieran. Me sentía curado. Luego, encendíamos una gran hoguera y asábamos langostinos, que comíamos con vino elaborado en casa. Ésa es mi idea de felicidad -dice mirándome-. Estoy impaciente por llevarte.

Roman es muy organizado cuando trabaja, ordena la cocina conforme avanza, quizá su pulcritud venga de la necesidad, ya que trabaja en espacios pequeños. Nada se desperdicia cuando Roman cocina, respeta cada tallo, hoja y retoño de una hierba que utiliza, la examina antes de picarla o de mezclarla en una receta. La comida común se convierte en sus manos en elementos de deleite que crujen suavemente en la mantequilla, humean en la nata y chisporrotean en el aceite de oliva.

Roman abre un envase que está lleno de vegetales finamente picados: pepinos verdes y brillantes, tomates rojos, pimientos amarillos y trozos de queso parmesano fresco. Rocía los vegetales con un vinagre balsámico que sale de una botellita con un tapón dorado y dice:

– Esto es muy especial, tiene veinte años. ¡La última botella! Proviene de una granja de las afueras de Génova. Lo hace mi primo.

Roman llena dos tazones con la ensalada. Recuerdo haberle dicho cuánto amaba los vegetales crudos finamente pi-gados. El también lo recuerda y me los da. Abre una segunda botella, este vino es vulgar y vigoroso, un Dixon de Borgoña del 2006. Se gira hacia el fogón y voltea la carne, que produce una nube de vapor. De la sartén con el arroz emerge una neblinosa nube. Roman baja el fuego y sirve la mezcla de arroz caliente en los platos. Se pone el paño de cocina en el hombro y levanta la otra sartén. Coloca diestramente un magro trozo de ternera, primero encima de mi plato de arroz y, luego, sobre el suyo. Después, sirve la salsa de la sartén encima de la carne y el arroz.

– ¿No deberíamos sentarnos a la mesa? -le pregunto.

– No, esto es mejor -dice. Saca un taburete y se sienta frente a mí-. Cuando me pongo ahí, me siento como si estuviera en una reunión del consejo de directores.

Cojo mi cuchillo y corto la ternera, pero no lo necesito. Separo un trozo con el tenedor. La deliciosa salsa se combina con el sabor de la carne en una explosión de sabores acentuada por las uvas dulces, que tienen ahora un gusto a tierra, vigoroso. Mastico el sabroso bocado.

– Cásate conmigo -le digo a Roman.

– Y yo que pensaba que ibas a romper conmigo.

Pongo mi tenedor en el plato y le miro.

– ¿Por qué ibas a pensar tal disparate?

– Venga, Valentine, soy el peor de todos. Realmente he echado a perder las dos últimas semanas. Teodora se había ido y yo había planeado venir cada noche y pasar mucho tiempo contigo.

– No pasa nada -tartamudeo. Es como si la gaviota hubiera entregado a Roman el mensaje de la epifanía que tuve esta mañana. El en verdad puede leer mis pensamientos.

– Sí pasa. Quería estar contigo, pero las cosas se pusieron feas en el restaurante y lo estropeé. Es lo que hay. Pero me siento muy mal por eso. Y quería hacerte algo especial.

– Odio que pasemos tanto tiempo disculpándonos por trabajar duro. Así son las cosas. Los dos estamos tratando de construir algo.

Me encanta notar cómo esta mañana estaba dispuesta a matarle y ahora lo estoy disculpando. Esto seguramente entra en la categoría «cómo ser adorable», ¿o no?

– No sé qué más hacer. No sé cómo manejar un restaurante y no tener que estar allí las veinticuatro horas del día. No lo creo posible. Bueno, en el futuro, cuando esté establecido, haya pagado a los inversores y encuentre el chef ideal para reemplazarme en la cocina, entonces esto será una discusión distinta.

Me divierte que Roman emplee la palabra «discusión», pues no estamos teniendo ninguna. Intento ser comprensiva cuando le digo:

– Supongo que no sé dónde encajo en tu vida ahora y no te quiero pedir que me pongas primero, porque eso tampoco sería justo.

Roman cruza los brazos sobre la encimera y se apoya.

– ¿Qué quieres que te diga?

– ¿Adonde crees que va esto? -Ahí está, se lo he soltado, pero en el momento en que sale de mi boca deseo no haberlo dicho y ahora es demasiado tarde. Lo último que quería es que nuestra última noche juntos terminara con una de esas conversaciones.

– Tomo en serio lo nuestro -dice-. No tengo una opinión muy buena de mí mismo como marido, porque ya lo he intentado y fracasé, pero eso no significa que no quiera volver a intentarlo.

– ¿Qué piensas de mi trabajo?

– Me asombra, eres una artista.

– Tú también. -Bebo mi vino-. También eres el chico de la «caja de emergencia.»-¿Qué es eso?

– Al primer indicio de que esto empezaba a hundirse, rompiste el cristal, tiraste de la palanca de freno y salvaste el día con todo esto. Que vinieras esta noche y cocinaras para mí, que me llevaras a Capri sin salir de casa, que me besaras con un estupendo vino en los labios, que me dijeras que estás enamorado de mí. Eso fue la crème fraîche en el caviar.

– Quiero todo esto.

– Roman, te has enamorado de mí.

– No derrocharía caviar del mar Negro en una aventura.

– ¿Qué le darías a la aventura?

– Patatas fritas.

Me río y digo:

– ¿Así lo puedo saber? -Repaso la servilleta en mi regazo- ¿Mediante la prueba del caviar?

– Hay otras maneras.

Roman rodea la encimera y viene a mi lado. Si soy sincera, no quiero que esta cena se acabe, pero a veces una mujer tiene que elegir entre la comida y el sexo, y sólo las idiotas eligen la comida. Puedo recalentar el bistec más tarde, pero hacerle saber a Roman que estoy enamorada de él es un momento que no volverá. Bueno, quizá sí, pero sería diferente. Así que empujo el plato mientras me levanta del taburete. El deseo definitivamente es como un producto perecedero: retrasas el amor o su expresión y muere. Lo das por sentado y se va, como la nieve de la mañana en la terraza durante los idus de marzo.

Roman me carga escaleras arriba, marcando cada paso con un beso. Mis pies chocan contra la pared del corredor como las asas de una vieja maleta cuando él me lleva a mi habitación. Mientras hacemos el amor, todas las dudas que tengo, todas las preguntas que hay en mi mente sobre nosotros -quiénes somos, adonde vamos y en qué nos convertiremos- desaparecen, como la luna menguante detrás de las nubes bajas de la primavera.

Me he enamorado más profundamente de este hombre el día que planeaba decirle adiós. Quizá necesite mi soledad, pero también quiero estar con él. Quizá no veo esto con la misma claridad cuando él no está, pero es de lo que estoy más segura cuando estamos juntos.

– Te amo, querida -dice.

– Me dice mucho eso, ¿sabes?

– ¿De veras? -me pregunta mientras me besa el cuello.

– «Te amo, querida» es, de hecho, una frase muy típica de las tarjetas de felicitación.

– Si me enviaras una, ¿qué pondría? -me pregunta.

– Roman, yo también te amo.

Y ahí están, las palabras que temía decir y que tienen significado, porque con ellas viene la responsabilidad de poseerlas, de moverse juntos hacia delante y de decidir en verdad quiénes somos el uno para el otro. Ahora ya no somos sólo unos amantes que descubren lo que les gusta y comparten lo que saben. En esta declaración mutua, cada uno es responsable del otro. Nos amamos y ahora nuestra relación tiene que desarrollarse lenta y hermosamente para soportar toda la alegría y la miseria que vendrán después.

Él toca con la punta de su nariz la punta de la mía, y casi siento que al mirarme tan profundamente a los ojos ve el resto de mi vida que surge como una serie de diapositivas dentro de un carrusel. Me pregunto qué busca, qué mira, luego dice:

– Nuestros hijos serán muy dichosos, ¿sabes?

– Siempre tendrán buena comida y buenos zapatos.

– Tendrán ojos marrones.

– Y serán altos -digo.

– Y serán graciosos. Tendremos una casa llena de risa -dice antes de besarme.

– Ése es mi sueño -digo yo.

Nos enmarañamos con el edredón y los cojines, que vuelan alrededor de la cama como puertas que se abren y se cierran, y cuando nos acomodamos para hacer el amor, empezamos a hacer planes. Ya no me pregunto adonde va esto, ahora lo sé.

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