10 Arezzo

Aparco el coche de alquiler en el arcén del camino que lleva a la cima de la colina, en Arezzo. Después del ajetreo en el aeropuerto de Roma con los impuestos y las maletas y de buscar las direcciones en el mapa de Italia, estoy feliz de poner los pies en suelo toscano.

Ya hemos llegado y, ahora, empieza el trabajo. Debemos comprar suministros para nuestros pedidos y encontrar materiales nuevos y singulares para elaborar los zapatos de mi diseño para los escaparates de Bergdorf. No será sencillo conquistar a Rhedd Lewis, pero tengo un objetivo en mente: mostrar a la compañía de zapatos Angelini como el rostro del futuro en el negocio de los zapatos artesanos. Esto quizá suene altivo, pero tenemos que buscar nuevas maneras de prosperar si queremos salvar la vieja compañía y reinventar nuestro negocio.

La abuela y yo pasamos la mayor parte del vuelo trabajando en los últimos detalles del diseño para el concurso. Hay un problema con el tacón que diseñé. La abuela dice que debe ser más sutil, mientras que yo creo que tiene que ser atrevido, arquitectónico. Entre su concepto y el mío de lo que es moderno hay medio siglo de distancia, pero está bien… La abuela me anima a usar la imaginación y aunque le gusta lo que dibujé, sabe que su experiencia también cuenta cuando se trata de elaborar el zapato soñado.

La abuela sale del coche y viene hacia mí. La brisa fría de abril nos inunda como el sol, de color yema de huevo, que empieza a sumergirse entre las colinas de la Toscana y, mientras avanza, empapa el cielo de oro y lanza su último cono de luz sobre Arezzo. Las casas del pueblo están construidas muy juntas, parecen un enorme castillo de piedra rodeado por campos de seda verde esmeralda. Las sinuosas calles adoquinadas del pueblo parecen delgadas cintas rosadas; por un momento me pregunto si el coche pasará por ellas.

Nos rodean las colinas de la Toscana, que están parceladas en granjas. Valles escalonados de tierra seca muestran hileras de olivos estilizados y parcelas cuadrangulares de girasoles brillantes. Parece una manta de patchwork, hecha de retales cosidos, explosiones de color separadas por costuras rectas. Suaves colores de primavera, azul tiza y amarillo harina de maíz, salpican las hojas verdes y florecientes mientras los tallos de la lavanda salvaje crecen al lado del camino y llenan el aire con el poderoso aroma de sus nuevos brotes.

– Este es -dice la abuela, y sonríe, con un suspiro que parece haber contenido desde que aterrizamos en Roma-. Mi lugar favorito en el mundo.

Ahora Arezzo me parece diferente. Vine a Italia durante mis años escolares, pero nos limitamos a hacer turismo. Hicimos un viaje de un día por Arezzo durante el cual saqué algunas fotografías para mi familia y de inmediato regresé al autobús. Quizás era demasiado joven para apreciarlo. En ese momento no me podía interesar menos la arquitectura o la historia familiar, pues tenía asuntos más importantes en la cabeza, como el fogoso equipo de rugby de Notre Dame, que se unió en Roma a nuestro grupo de viaje.

El lado Angelini de mi familia es originario de Arezzo. Sin embargo, no teníamos esta vista magnífica desde lo alto de la montaña, porque vivíamos valle abajo. Éramos campesinos, descendientes del antiguo sistema Mezzadri. El padrone, el señor, vivía en el pico más alto, donde podía vigilar, desde su palazzo, el cultivo de los olivos y los viñedos. Los campesinos cambiaban su trabajo por comida, le alquilaban la tierra al padrone e incluso los niños ayudaban a recoger la cosecha. Por el aspecto de este valle, puedo decir que no me habría importado ser una sierva y caminar por estos profundos campos verdes bajo del brillante cielo azul de la Toscana.

– Vamos -dice la abuela, subiendo de nuevo al coche de alquiler-. ¿Tienes hambre?

– Me muero de hambre.

Me deslizo detrás del volante. Conduzco un coche con palanca de cambio por primera vez desde hace doce años. El último coche con caja de cambios que conduje fue el Camaro 1978 de Bret Fitzpatrick.

– Al final de este viaje tendré bíceps de acero -digo.

Conduzco con cuidado dentro del pueblo. Como no hay aceras, la gente cruza las calles por donde les viene en gana. Arezzo es un refugio para los poetas. La arquitectura barroca, con sus detalles ornamentados, es el escenario perfecto para las reuniones de artistas. Esta noche los jóvenes escritores teclean en sus ordenadores portátiles sobre las escaleras de una plaza pública y en las mesas que hay debajo de los pórticos de un antiguo baño romano que ahora hospeda oficinas y pequeñas tiendas. Aquí hay un sentimiento de comunidad, de una comunidad de la que no me importaría formar parte.

La cuesta del hotel es muy pronunciada y me obliga a apretar el acelerador. Cuando alcanzo la curva del camino detrás de la plaza, la abuela me pide que pare. Señala la fachada de estuco color melocotón acentuada con vigas de madera oscura de una tienda pequeña.

– Ahí está la tienda de zapatos Angelini original -dice la abuela. El antiguo taller ahora es una pasticceria en la que se venden café y bollería-. También era la casa de la familia, vivían en la parte de arriba, como nosotras.

La segunda planta tiene puertas de cristal que desembocan en un balcón lleno de macetas de terracota con una inmensa cantidad de geranios rojos.

– No hay tomates, abuela.

Ella se ríe y me guía calle arriba para aparcar en el exterior del Spolti Inn, un laberíntico hotel construido con piedra sin labrar. Ayudo a la abuela a bajar del coche y a descargar nuestras maletas. Mis abuelos se quedaban en este hotel cada vez que venían a la Toscana en sus viajes de negocios.

El personal del hotel conoce a la abuela, igual que los vecinos. Me cuenta que algunos incluso recuerdan a sus tíos y tías abuelas. Muchos zapateros artesanos consiguen su cuero en Lucca, pero la abuela insiste en Arezzo, donde nuestra familia ha utilizado el mismo curtidor desde hace cien años.

Mientras subimos los escalones de piedra de la entrada del hotel, la abuela me suelta el brazo, mete el estómago y endereza la espalda. Se agarra de la barandilla. Con su cabello castaño, falda gitana, blusa blanca de algodón y sandalias, podría ser veinte años más joven. Sólo cuando sus rodillas le causan problemas se le nota la edad.

Pasamos por un pequeño corredor abierto, revestido con una mezcla ecléctica de macetas de mármol que rebosan edelweiss, margaritas y campánulas azules.

¡Signora Angelini! -grita la mujer detrás del mostrador.

– ¡Signora Guarasci!

Las viejas amigas se saludan con un cálido abrazo. Echo un vistazo al vestíbulo. La recepción es una larga encimera de caoba. En la pared detrás de ella hay una caja acanalada de madera con compartimentos que guarda las llaves de las habitaciones. Podría ser el año 1900 si no fuera por el ordenador que está junto al libro de registro.

Hay un ancho sofá, forrado con damasco dorado y blanco, enmarcado por dos ornamentadas lámparas de pie y una otomana completamente forrada de felpilla dorada que sirve como mesa de café. La araña de luces es de hierro forjado blanco y sus bombillas están cubiertas por pantallas de lino color nata.

La signora Guarasci es una diminuta mujer de manos pequeñas y espesa cabellera blanca, que lleva una falda azul de algodón y encima un delantal blanco almidonado, mallas grises y zuecos negros de cuero, una versión estilizada de los zuecos de plástico que Roman utiliza en la cocina del Ca' d'Oro. La signora me abraza cuando la abuela nos presenta.

Mientras la abuela se pone al día con su vieja amiga, cojo nuestras maletas, subo las escaleras y encuentro nuestras habitaciones. Abro la puerta número tres, pongo mi maleta junto a la puerta y echo un vistazo a mi nuevo entorno. La espaciosa habitación de la esquina está pintada con girasoles amarillos y ribetes ocres. La cama de matrimonio es alta y suave, tiene seis cojines grandes de plumas y un ajustado cubrecama de cuadros blancos y negros. Hay un antiguo escritorio debajo de la ventana y una vieja mecedora gris cerca de la chimenea de mármol blanco. Parece que hayan estado aquí desde hace siglos. Abro la ventana y sopla una brisa fría que convierte las largas cortinas de muselina blanca en vestidos esféricos, hinchados como velas. Las paredes del armario abierto están revestidas de cedro, que da a la habitación aroma a madera verde.

El cuarto de baño que conecta mi habitación con la de la abuela es sencillo, tiene losas blancas y negras, una profunda bañera de cerámica con una brillante ducha de teléfono, plateada, y el lavamanos de mármol tiene un vetusto espejo encima. En la pared más alejada, una amplia ventana panorámica da al jardín. Las persianas están subidas hasta arriba. La signora ha dejado la ventana abierta para que entraran las brisas primaverales.

Regreso al corredor y recojo el equipaje de la abuela, abro la puerta de la habitación número dos. La habitación de la abuela, dos veces mayor que la mía, está decorada con azul grisáceo y blanco, sus ventanas tienen la longitud de la habitación y hay una zona para sentarse con dos sillas bajas y un sofá cubierto con tela blanca de algodón.

– ¿Qué tal las habitaciones? -me pregunta la abuela mientras bajo las escaleras dando saltos.

– Son impresionantes. Ahora entiendo por qué te quedas aquí.

– Espera a probar la cocina de la signara -dice la abuela.

La signora Guarasci entra en el vestíbulo y da un par de palmadas.

– A comer.

Ayudo a la abuela a levantarse del sofá. Se sujeta de mi brazo mientras vamos al comedor.

– Cuando volvamos a casa pediremos cita con el doctor Sculco, del Hospital for Special Surgery. Te cambiarán las rodillas.

– No iré.

– Sí irás. Mírate, tienes un peinado moderno, la piel estupenda y una figura increíble, ¿por qué tienes que sufrir por tus rodillas? Es la única parte de tu cuerpo que tiene ochenta años.

– Mi cerebro tiene ochenta.

– Pero nadie lo ve si llevas una falda de tubo.

– Buen punto.

Nos sentamos a una mesa cercana a las ventanas que dominan un pequeño estanque en la parte posterior de la casa. Aunque somos los únicos clientes en el comedor, todas las mesas están preparadas con la cubertería, las servilletas almidonadas y pequeños jarrones de violetas.

La signora Guarasci abre la puerta de la cocina cargada con una bandeja con dos platos de sopa, una cesta con pan tostado y un recipiente con mantequilla. La señora toma una garrafa y nos sirve una copa del vino de la casa, luego vuelve a la cocina.

¡Perfetto! Grazie -exclama la abuela levantando su copa-. Me gusta que estés conmigo, Val -dice la abuela-. Creo que será un maravilloso viaje para las dos.

Pruebo la minestrone hecha con carne de cerdo, cebolla, apio, zanahoria, alubias y espeso caldo de tomate.

– Está deliciosa -digo. Dejo la cuchara y corto un pedazo de pan caliente-. Podría quedarme aquí para siempre. ¿Por qué alguien se habría de ir?

– Bueno, tu abuelo tuvo que irse. Tenía seis años cuando su madre murió, se llamaba Giuseppina Cavalline. Tu bisabuelo la llamaba «Jojo».

– ¿Cómo era?

– Era la chica más bella de Arezzo. Tenía diecinueve años cuando entró en la tienda de zapatos Angelini y pidió hablar con el propietario. Tu bisabuelo, que en ese tiempo tenía veintidós años, se enamoró de inmediato.

– ¿Y Jojo? ¿Fue mutuo?

– Con el tiempo. Ella había ido a pedir unos zapatos hechos a medida. Mi suegro, ansioso por impresionarla, desplegó muestras del cuero más fino y le mostró sus mejores diseños. Pero Jojo dijo que a ella no le importaba si los zapatos estaban de moda. Esto le pareció muy raro a tu abuelo. ¿Qué mujer joven no adora las últimas tendencias? Luego, ella se dio media vuelta y caminó alrededor de la habitación. Tu bisabuelo notó que tenía una pronunciada cojera. Ella le dijo: «¿Puede ayudarme?». -La abuela mira a través de la ventana, como si quisiera recordar mejor esta historia que sucedió sólo a unas calles de aquí y continúa-. Trabajó durante seis días y seis noches sin parar y creó un hermoso par de botines en cuero negro con tacón cuadrado. Le puso una plataforma en el interior del zapato que nivelaba la zancada.

– Genial.

Me pregunto si alguna vez podré hacer un zapato tan ingenioso.

– Cuando Jojo volvió a la tienda y se probó los zapatos, se puso de pie y paseó por la habitación. Sus pasos eran uniformes y su postura era recta y alta por primera vez en su vida. Jojo se sintió tan agradecida que se lanzó a abrazar a tu bisabuelo.

»Luego, él dijo: «algún día me casaré contigo». Y lo hizo, un año después. Y unos cuantos años más tarde, mi marido, tu abuelo, nació en la casa que te enseñé.

– Qué historia más romántica.

– Fueron felices durante mucho tiempo, pero cuando ella murió de pleuresía diez años después, mi suegro estaban tan desconsolado que cogió a tu abuelo y se fue a América. No podía soportar estar en Arezzo por más tiempo, caminar por las calles donde habían vivido, o estar en la cama donde dormían, o pasar frente a la iglesia en la que se casaron. Tan intenso era su dolor.

– ¿Volvió a encontrar el amor?

– No, y ¿sabes?, un zapatero puede ser muy atractivo para las mujeres.

– Dale a una mujer un par de zapatos nuevos y su vida cambia.

– Es verdad. Bueno, él era un hombre magnífico, muy divertido y brillante. Me recuerdas a él en muchas cosas. Michel Angelini era un gran diseñador, en mi opinión, un adelantado a su tiempo. Le encantaría el zapato que diseñaste, créeme.

– ¿Tú crees?

Este cumplido significa mucho para mí. Después de todo, mi bisabuelo diseñó cada uno de los zapatos que fabricamos en nuestra compañía. Su trabajo sigue siendo relevante cien años después.

– Le alegraría mucho saber que los zapatos Angelini siguen funcionando. También le emocionaría saber que mantienes su legado. Sacrificó mucho por su trabajo. Bueno, por lo menos su vida privada.

El significado de este sacrificio no se me escapa. Lo cojo: una vida creativa es completamente absorbente. Si no estamos en el edificio de la tienda de zapatos, los estamos repartiendo, y si no, estamos creando nuevos. Es un círculo que nunca se cierra, especialmente cuando hacemos bien nuestro trabajo.

– Qué pena que nunca encontrara otra mujer con la que compartir su vida.

– Mi suegro estaba loco por ella. La verdad es que nadie se podría comparar con ella. Eso me lo dijo él varias veces. La echó de menos hasta el día que murió, lo sé con seguridad porque yo estaba con él.

– Abuela, siempre me he preguntado por qué el cartel encima de nuestra tienda dice «Desde 1903», cuando en realidad el abuelo y su padre emigraron en 1920.

La abuela sonríe.

– El conoció a Jojo en 1903. Esa era su manera de recordarla.

Pienso en Roman y en si nuestro amor durará. Parece que las mujeres de mi familia tienen que luchar para conservar el amor. No nos llega con facilidad ni se queda sin pelear. Tenemos que trabajar por él.

– ¿Te encuentras bien? -pregunto a la abuela.

– El último viaje que hice con tu abuelo fue en esta época del año, la primavera anterior a que muriese.

– Ni siquiera sabíamos que estaba enfermo.

– Y sí que lo estaba. Creo que él sabía que era la última vez que vería Italia. Estuvo mal del corazón durante años, sólo que nunca mencionábamos el tema.

La abuela corta un panecillo y pone la mitad en mi plato. Recuerdo que Tess me dijo que el abuelo tenía una «amiga». Estamos lejos de Perry Street y la abuela se está abriendo de una manera que nunca haría en casa. Suelo evitar hablar de estos asuntos tanto como ella, pero el momento está aquí, y el vino vigoriza, así que pregunto:

– Abuela, ¿el abuelo tenía una amante?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Tess me contó que sí.

– Tess es una bocazas -protesta la abuela frunciendo el ceño.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Qué bien te habría hecho?

– No sé, una historia familiar sincera significa algo.

– ¿Para quién?

– Para mí. -Me estiro y pongo mis manos sobre las suyas.

– Sí, tuvo una amante -suspira la abuela.

– ¿Cómo puede ser posible? ¿Cómo encontró el tiempo?

– Los hombres siempre encuentran tiempo para eso -explica la abuela.

– ¿Cómo? Vivíais y trabajabais en el mismo edificio.

– Estamos en un viaje de negocios, no en un retiro de Cuaresma -dice la abuela-. Me reservo mis secretos para el confesionario.

– Imagina que soy una versión del padre O'Hara, pero con mejores piernas.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Te enfrentaste a él? ¿Te enfrentaste a ella? -pregunto. Me imagino a mi independiente abuela defendiéndose, como Norma Shearer cuando se enfrenta a Joan Crawford en la película Mujeres.

Ella asiente con la cabeza y dice:

– Cuando mi esposo murió, la vi en la calle. Le dije que la conocía y ella lo negó, lo cual fue amable de su parte. Luego le pregunté si lo había hecho feliz.

– ¿Te contestó?

– Dijo que no, que ella no había podido hacerlo feliz. El deseaba serlo conmigo. Aquello me conmovió. A pesar de todos nuestros problemas, la verdad es que yo amaba a tu abuelo. Pasamos por tiempos difíciles en nuestro negocio y eso nos perjudicó en casa. Fui muy dura con él cuando fracasó al probar nuevas cosas y el llegó a guardarme rencor.

– Ser un artista implica intentar nuevas cosas.

– Ahora lo sé, pero antes no. También aprendí que, cuando un hombre se encuentra disgustado con su esposa, actúa en consecuencia.

– Debiste de sentirte furiosa.

– Por supuesto que lo estaba, e hice lo que muchas mujeres hacen con su ira, la enterré. Nos distanciamos, dejamos de hablar. Nos íbamos a la cama enfadados y nos levantábamos enfadados. Cumplíamos nuestras obligaciones, manteníamos la casa y cuidábamos de los niños, pero el hecho mismo de guardarlo todo crea una forma diferente de resentimiento. Mi manera de herirle era actuar como si no le necesitase. -La abuela se quita las gafas, se limpia una lágrima y continúa-. Me arrepiento profundamente de eso. Quizá, pienso, uno de esos días en los que él se tomaba un descanso y salía a la terraza a fumar, yo podría haber subido las escaleras y salir con él para ponerle los brazos alrededor del cuello y decirle que lo amaba. Tal vez así lo hubiéramos solucionado. Pero no lo hice y no lo solucionamos y eso fue todo.


Tengo jet lag y no puedo dormir. Me siento junto a la ventana del Spolti Inn y espero a que llegue la mañana. Las casas están a oscuras, pero la luna brilla y convierte la calle principal en un fulgurante río plateado. Las ondulantes colinas desaparecen en la oscuridad mientras las nubes pasan frente a la luna como globos de fiesta.

Echo atrás la colcha y me meto en la cama. Tomo el Viaje a Italia de Goethe. Mi punto de lectura es una fotografía de Roman en el exterior del Ca' d'Oro. Cierro el libro y cojo mi teléfono móvil. Marco. Me salta el contestador, así que escribo un mensaje:


Llegada sin percances. ¡Bella Italia! Te amo, V.


Luego llamo a casa. Mamá coge el teléfono.

– ¿Mamá? Hemos llegado.

– ¿Cómo ha ido el viaje?

– Bien. Conduzco un coche con cambio de marchas. La abuela y yo necesitaremos collarines después de un mes en ese coche. Da saltos como un Old Paint. ¿Cómo está papá?

– Hambriento, pero la dieta orgánica parece que funciona.

– Dale un plato de espaguetis.

– No te preocupes. Come el salami a escondidas. Cuando esté curado, no podremos decir que fue gracias al tofu. ¡Eh!, he puesto una sorpresa en tu maleta, para Capri. Está en una bolsa roja de Macy's.

– Magnífico.

La idea de sorpresa de mi madre es un sujetador de media copa que hace juego con unas bragas culote, estampadas con unos granos de café bailarines y la palabra «Energética» bordada a lo largo del trasero.

– Algo maravilloso te sucederá en la isla de Capri. Pienso en compromiso.

– Mamá, por favor.

– Sólo estoy diciendo que te des prisa. No quiero que coincidan mi primera operación de estética y tu primer baile de boda. Me estoy demacrando como un soufflé.

– Mamá, no necesitas ninguna operación.

– Cuando estaba fregando las baldosas del baño me vi de pasada y me dije: «Dios santo, Mike, pareces un títere de calcetín». Podría ponerme Botox, pero no se están diciendo cosas muy buenas de él, además ¿qué sería de mi cara si quedara inexpresiva? Lo mío es el movimiento.

Mi madre podría hablar doce horas transatlánticas sin parar sobre la estética y la cosmética, así que la paro y le digo:

– Mamá, ¿cómo se sabe si el hombre es el hombre?

– ¿Quieres decir que si él será un buen esposo? -Hace una pausa y luego añade-: Lo más deseable es que el hombre ame a la mujer más de lo que ella lo ama a él.

– ¿No debería ser igual?

Mi madre ríe con ganas y responde:

– Nunca puede ser igual.

– Pero ¿y si la mujer ama más al hombre?

– Le espera una vida infernal. Como mujeres llevamos todas las de perder, porque el tiempo es nuestro enemigo. Nosotras envejecemos, los hombres maduran. Confía en mí, allá afuera hay mujeres de sobra buscando un hombre, a ellas no les importa hacerse con el esposo de otra, no les importa si es viejo, si renquea o es sordo -dice bajando la voz-. Aunque tu padre tenga cáncer y sesenta y ocho años, es un buen partido. Yo no necesito un segundo asalto en la trifulca de la infidelidad. Tengo veinte años más, he engordado cinco kilos y mis nervios, seamos realistas, están deshechos. Además, le dejé cometer un error una vez, pero ¿dos? ¡Nunca! Así que me conservo guapa y sonrío, incluso si en mi interior lloro. ¡Conservación! ¿Crees que quería ir al dentista y que me extrajeran todo lo plateado de la boca y me lo cambiaran por una cantidad de porcelana suficiente para construir un santuario y una fuente para Nuestra Señora? Por supuesto que no, pero tuve que hacerlo. Cuando sonreía con mis viejos dientes, era como mirar en el interior de un barril de encurtidos, y no me gustaba. Una mujer debe sufrir mucho para mantenerse en forma y para mantener a un hombre… interesado. Y no pienses que estoy bromeando sobre la operación de cirugía estética. Tengo un vídeo con el anuncio de Thermage Tivoed y lo he mirado varias veces. La cuestión es que en él aparecen unas mujeres que se ven mejor que en las fotografías de antes y todavía no he deducido por qué. Muéstrame una mujer mayor de sesenta… -Mi madre se ahoga y tose, pronunciar ese número de verdad le cierra la garganta. Después prosigue-: Una mujer que haya pasado ese límite y que no sepa que tiene que luchar como una tigresa y yo te enseñaré una mujer que se ha dado por vencida. La única diferencia entre las mujeres que se abandonan y terminan buscando a Andy Rooney con peluca y yo es mi voluntad. Mi fortaleza. Mi determinación a no renunciar.

– Mamá, eres el Winston Churchill del antienvejecimiento. «Nunca, nunca, nunca, nunca, nunca dejes tus abdominales». Haces que me entren ganas de saltar de la cama y hacer flexiones.

– Cariño, una novia diligente es una novia feliz.


La abuela se sujeta de mi brazo mientras subimos la inclinada colina y pasamos la iglesia hasta Vechiarelli e hijo, nuestros curtidores desde que los Angelini han sido zapateros. Las calles secundarias de Arezzo despliegan sus colores, rosas damas-cenas rojas sobre paredes de estuco rosado, ropa blanca recién lavada que cuelga contra el cielo azul, series de pequeñas macetas rebosantes de hierbas verdes en las ventanas de las cocinas y alguna fuente de pared, con la forma de una cara, de la que cae el agua carbónica, como una cascada, en una urna.

– Es la primera tienda a la derecha -dice la abuela. Cuando llegamos arriba de la calle, la abuela jadea.

– Gracias a Dios -digo. Mi corazón late con fuerza-. Creo que debimos venir en coche, aunque no creo hubiera conseguido subir esta colina. No creo que tenga una marcha para esta pendiente.

La abuela se detiene, se arregla la falda, se alisa el cabello, se asegura de que su bolso está en su brazo y me dice:

– ¿Qué tal me veo?

– Estupenda -le digo. Estoy sorprendida, la abuela nunca me había pedido mi opinión sobre su aspecto.

– ¿Cómo está mi pintalabios?

– Vas de rosado, abuela, de rosado Coco Chanel.

La abuela echa los hombros hacia atrás y dice:

– Bien, vamos.

Vechiarelli e hijo es una casa de piedra de tres plantas que se encuentra al final de la calle, con una disposición similar a la de nuestra tienda. La entrada principal, usada para los negocios, tiene una amplia puerta de madera bajo un pórtico. En las plantas altas hay puertas dobles que conducen a unos pequeños balcones en cada uno de los niveles. En la última planta, la puerta está abierta y apuntalada con una calza. Hay una alfombra persa colgando sobre el balcón, oreándose con la brisa.

Mientras subimos los escalones para entrar en la tienda, escuchamos una acalorada discusión, dos hombres que se gritan con toda la fuerza de sus pulmones. El sonido de algo de madera que se cierra ruidosamente subraya la pelea. Están hablando en italiano y demasiado rápido para mi nivel de comprensión.

Me vuelvo hacia la abuela, que está detrás de mí, con una expresión que dice que deberíamos correr antes de que los chalados de dentro descubran que tienen compañía y le digo:

– Tal vez debimos haber llamado primero.

– Nos están esperando.

– ¿Esto es una especie de comité de bienvenida?

La abuela me hace a un lado, levanta la aldaba de metal y golpea varias veces. La discusión del interior parece aumentar mientras las voces se acercan hacia nosotras. Doy un paso atrás. Hemos activado un nido de avispas y el enjambre pare-ce mortífero. De pronto la puerta se abre desde dentro y surge un anciano de cabello blanco, pantalón de pinzas de lana y camisa de vestir de rayas azules. Tiene un aspecto de absoluto fastidio en la cara, pero la molestia desaparece cuando ve a la abuela.

– ¡Teodora!

Dominic, come stai?

Dominic abraza a la abuela y le da dos besos. Estoy detrás de ella y advierto que, cuando él la besa, cambia la línea de la columna vertebral de la abuela. Crece un par de centímetros y se relajan sus hombros.

Dominico, ti, presento mia nipote, Valentine-dice ella.

Que bella! -Dominic me aprueba.

¡Mejor eso que la otra alternativa!

– Encantada de conocerle, signor Vechiarelli -digo yo, y él me besa la mano. Observo su rostro, es el mismo rostro del hombre de la fotografía guardada en la bolsa de terciopelo que encontré al fondo del cajón de la abuela. Intento no exteriorizar mi asombro, pero estoy impaciente por volver al hotel y mandarle un mensaje a Tess.

Venite, venite-dice.

Seguimos a Dominic al interior de la tienda. Una enorme mesa de trabajo ocupa el centro de la habitación y una serie de profundos estantes llenos de hojas de cuero cubren toda una pared, del suelo al techo. Anticuadas lámparas de hojalata cuelgan sobre la mesa, iluminando la madera pulida con esferas de luz blanca. Si cierro los ojos, la fragante cera, el cuero y el limón me transportan a mi casa en Perry Street. Una única puerta lleva a la habitación de atrás. Dominic llama a través de la puerta abierta:

Gianluca! Vieni a salutare Teodora ed a conoscere sua nipote -dice Dominic. Luego me mira y levanta las cejas-. Gianluca é mio figlio e anche mio socio.

– Estupendo -digo. Miro a la abuela e imagino que un toro con los orificios nasales en llamas saldrá galopando por esa misma puerta, nos corneará, nos lanzará al aire, nos pisoteará y nos matará. Los movimientos de la abuela me indican que todo está bien, pero yo no me lo termino de creer.

– ¡Gianluca! -brama Dominic de nuevo. Esta vez es una orden.

Gianluca Vechiarelli, el hijo y socio de acuerdo con la descripción de Dominic, está de pie en el umbral de la puerta, llenándolo con su altura. Lleva un delantal marrón encima de sus pantalones de trabajo y una camiseta de dril que ha sido lavada tantas veces que es casi blanca. Me resulta difícil ver su rostro, porque las luces de trabajo son demasiado brillantes y él es más alto que las luces.

– Piacere di conoscerla -dice Gianluca, dándome la mano. La tomo y mi mano se pierde dentro de la suya.

Come è ándalo il viaggio? -Dominic le pregunta a la abuela sobre nuestro viaje, pero está claro que le importa poco, está más interesado en la llegada de la abuela aquí que en su partida de Estados Unidos.

Dominic saca las herramientas de trabajo de debajo de la mesa, las despliega y nos invita a sentarnos. Permanezco de pie mientras él se sienta junto a la abuela, dedicándole toda su atención. Parece que ya no puede acercarse más a ella. Por lo visto, no siente la más mínima vergüenza de que sus piernas toquen las de ella.

Mientras la abuela relata nuestro viaje, Gianluca se dedica a sacar las muestras de cuero de los estantes y a ponerlas sobre la mesa. Respira con fuerza mientras pone los cuadros; los mira de reojo y luego los cambia de lugar. Echo un vistazo a su cara. Es guapo, pero en su cabello hay más gris que negro, y deduzco que tendrá unos cincuenta años. Gianluca tiene la nariz de su padre, recta y fina, con un puente alto. A ambos lados de la boca tiene profundos surcos, seguramente tanto de sonreír como de gritar y, si hiciera una apuesta, me quedaría con la segunda opción. Me descubre observándole y sonríe, así que le sonrío, pero es un poco incómodo, como si me hubieran pescado robando en una tienda.

Gianluca tiene un ligero prognatismo y ojos azul oscuro, el mismo color del cielo de la mañana sobre Arezzo. Es de dominio público que los hombres italianos examinan cuidadosamente a las mujeres estadounidenses, pero lo que no se sabe es que nosotras devolvemos el favor del mismo modo. Le estudio con el mismo ojo que utilizo para observar el cuero. Me interesa la calidad, la integridad y la textura; después de todo, la fina mano de obra italiana es la razón por la que subimos esta colina, ¿no?


La abuela y Dominic no han parado de hablar. Él dice algo y ella se desternilla, esa risa que escucho de vez en cuando en casa. La verdad es que nunca la he visto así antes. Si no estuviera tan cautivada por el exquisito cuero que despliega Gianluca sobre la mesa, me estaría preguntando qué diablos está pasando aquí.

– Así que haces zapatos -me dice Gianluca.

– Sí, soy su aprendiz -digo, y señalo a la abuela-, me he estado formando durante cuatro años.

– Yo he trabajado con papa durante veintitrés.

– ¡Ah! Así que funciona.

Gianluca ríe y dice:

– Algunos días son buenos, otros, no tanto.

– ¿Esta mañana? -digo, tapándome los oídos.

– ¿Nos habéis oído?

– ¿Bromeas? Os habrán oído en Puglia.

Papa, Teodora y Valentine nos han oído discutir.

Dominic hace el movimiento de espantar una mosca de una rebanada de pan. Luego se pone las manos en los muslos, desliza el banco más cerca de la abuela y reanuda la conversación con ella. Casi me inclino sobre la mesa y le digo: «¿Por qué no te sientas en sus piernas, Dom?».

De pronto, la puerta de entrada de la tienda se abre y entra una mujer impresionante, que arroja su bolso sobre una mesa. Tiene el cabello largo y castaño, lleva una falda ceñida de gamuza marrón oscuro y una camiseta de tirantes negra. Calza el más exquisito par de sandalias que haya visto nunca. Son planas, sus delgadas correas están cubiertas de diminutas joyas color chocolate que confluyen en un medallón central, que tiene la forma de una flor de lis dibujada con piedras de ónice. La mujer se dirige hacia Gianluca y le abraza. Evidentemente, este aire toscano es bueno para la vida amorosa de todos, excepto para la mía.

La abuela se vuelve y mira a la chica.

– ¡Orsola!

– ¡Teodora! -dice la chica, va hacia mi abuela y le da un abrazo.

– Ella es mi nieta, Valentine.

Estiro el brazo hacia la guapa chica toscana y le digo:

– Encantada, tú debes de ser la esposa de Gianluca.

Gianluca, Orsola, Dominic y la abuela ríen a carcajadas un buen rato.

– ¿He dicho algo incorrecto?

– Gianluca es mi padre -dice Orsola riéndose-. Sólo has hecho que su enorme ego sea más grande.

– ¿Un italiano con un ego enorme? Es imposible -respondo.

La abuela me lanza una mirada que dice: «Ojo, tu sentido del humor no funciona en Arrezzo». Tiene razón, así que rápidamente doy marcha atrás.

– Orsola, tengo que saberlo, ¿dónde has comprado esas sandalias?

– Las hizo para mí nuestro amigo Costanzo Ruocco, de Capri. Cada verano le visitamos en vacaciones.

– Voy a ir a Capri dentro de un par de semanas.

– Oh, debes visitarle. Te daré su número y dirección antes de que te vayas.

Deseaba conocer otros zapateros en este viaje, porque hay preguntas del trabajo artístico que la abuela no me puede responder. A veces se me ocurren ideas que no le gustan y sería bueno exponerlas a un profesional que no estuviera implicado en la discusión.

Orsola sigue a la abuela y a Dominic a la parte trasera de la tienda. Gianluca saca unas cuantas muestras más y las coloca en la mesa de trabajo. Me siento y empiezo a elegir algunas para que la abuela las apruebe. Hay una piel de cordero beige, flexible, que sería una excelente elección para nuestro diseño Osmina. Mi cabeza navega entre las posibilidades mientras echo un vistazo a la tienda. Veo cueros con tonalidades crema y ébano, tienen relieves de pequeños símbolos florentinos en color dorado, otros llevan estampados que semejan tejidos y tienen colores con los que yo sólo había soñado: charol azul pálido, cabritilla roja rubí e imitación de piel de leopardo sobre una brillante y negra crin.

Gianluca extrae un cajón del armario de los suministros y lo pone sobre la mesa. Está lleno de cordones de cuero en tonos pastel de los colores verde menta, rosado y dorado; hebillas de cuero blanco; adornos de cuero negro y lazos de charol con presillas cortadas a mano. Vacío el contenido del cajón sobre la mesa, pues no parece que haya dos del mismo estilo.

Esparzo el montón y separo las muestras. Un destello metálico me llama la atención. Saco de la pila una trenza de cuero dorado, cinta blanca de satén y cabritilla. Tiene un estilo muy Chanel, el trenzado se puede encontrar en un bolso carísimo o en el adorno de una chaqueta de cuero, pero éste tiene un toque original, una cuarta parte del entramado és de cáñamo liso torcido que crea un efecto en el color que va del paja y el heno al oro.

– Orsola teje este cuero -dice Gianluca.

– Es magnífico -digo mientras estudio el tejido dorado bajo la luz-. Acabo de diseñar un zapato en el que iría muy bien.

– Orsola puede hacer lo que le pidas.

– Tiene mucho talento… y belleza. Tu esposa debe ser guapísima, porque tu hija… -termino con un silbido.

Sonríe y dice:

– La madre de Orsola es muy hermosa, pero estamos divorciados.

– Creía que el divorcio era ilegal en Italia.

– Ya no -dice. Se gira y abre un armario lleno de pieles de cabritilla de colores llamativos. Levanta unas cuantas muestras y las pone sobre la mesa.

La abuela aparece en el marco de la puerta que lleva a la parte trasera de la tienda y se apoya. Sus rodillas no parecen molestarle en este momento.

– Entonces, ¿has encontrado algo que te guste?

– Tenemos un problema -sostengo en alto una pieza de suave piel de cabritilla-, me gusta todo.

Dominic, que está detrás de la abuela y apoya su mano en la parte baja de la espalda de ella, dice:

– No tenemos mucho de eso.

– ¿Cuánto necesitas? -pregunta Gianluca.

– Podemos sacar tres pares de cada pieza, ¿cierto, abuela? -le pregunto. La abuela asiente con la cabeza-. ¿Tenéis cuatro piezas?

– Sí.

– Nos las llevamos -digo, y miro a la abuela, que asiente de nuevo.

– Val, ¿por qué no eliges lo que falta?

– Porque no estoy muy segura de qué necesitamos -digo con la voz rota.

– Sí, sí lo estás.

– Abuela, es el inventario de un año completo. ¿Te fías de mí?

– Completamente -dice la abuela. Luego se vuelve hacia Dominic y añade-: ¿Ves mis rodillas? -Se sube la falda-. Necesito unas nuevas.

– ¿Unas nuevas?

– De titanio. Les he dicho que me dieran las piernas de una corista para poder subir estas colinas como una cabra, pero por el momento tengo que apoyarme en ti.

Dominic estira el brazo, la abuela se apoya en él y se dan media vuelta para irse.

– Eh…, ¿adónde vas? -grito con amabilidad.

– Dominic me va a enseñar una nueva técnica que utiliza para repujar el cuero.

«Claro», pienso mientras se van. Gianluca ha sacado otra enorme pila de cuero de los estantes para que vaya mirando.

Saco la libreta de dibujo de mi bolso y paso las hojas hasta encontrar la lista de cosas que necesitamos.

Gianluca está detrás de mí cuando mi libreta de dibujo cae abierta en la página donde está mi diseño para Bergdorf.

– ¿Es tuyo? -me pregunta. Asiento-. Bellissimo.

Entrecierra los ojos mientras lo mira más de cerca y añade:

– Ambicioso, ¿no?

– Bueno, es complicado -digo-, pero…

– Sí, sí -me interrumpe con una sonrisa-. Tendrás que encontrar la manera de realizarlo. Lo imaginaste y ahora le tendrás que dar vida.

Vuelvo a prestar atención a una de las hojas de cuero que está en la mesa, frente a nosotros. Gianluca me observa mientras examino el cuero bajo la luz, reviso la pátina, el acabado y la flexibilidad. Doblo la esquina de la hoja, como me enseñó la abuela, revisando las posibles hendeduras o las arrugas en el cuero, pero el material es tan suave y regio en mis manos como si fuera masa.

A veces los curtidores añaden elementos a la solución final para cubrir los defectos del cuero y, como nuestros zapatos son hechos a mano, no se pueden esconder las inconsistencias del material, como sucede en los zapatos hechos por una máquina. A menudo cosemos varias veces las costuras mientras ajustamos el zapato al pie del cliente, así que necesitamos un cuero fuerte y resistente que se pueda coser y recoser. Recorro con las manos la superficie de la untuosa piel de cabritilla. No me sorprende que mi familia haya comprado aquí durante años. Son materiales de primera categoría. Alzo la vista hacia Gianluca y sonrío con aprobación.

Él me devuelve la sonrisa.

Saco varias hojas de cuero del montón, las pongo a un lado, pero a la mayoría las devuelvo al estante detrás de mí.

Gianluca permanece de pie en el umbral de la puerta durante un rato que parece ser muy largo. ¿Qué observa? Levanto la mirada. Parece estar divirtiéndose, lo cual no deja de resultarme raro, porque no estoy diciendo nada. ¿Hay algo gracioso en mí, incluso cuando no intento ser graciosa? Supongo que está traduciendo al italiano Lagraciosa. Está bien saber que lo sabe, pero ya es suficiente.

– Vale, ya lo cojo -digo, agitando la trenza hacia él para decirle que puede irse.

Va bene -dice, riéndose antes de marcharse. Pero creo que yo preferiría que se quedara.

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