11 Lago Argento

El sonido de la suave lluvia al caer sobre el tejado me despierta. El reloj marca la cinco de la madrugada. No quiero moverme de estas sábanas calientes, pero he dejado todas las ventanas abiertas y puedo ver los lugares donde se empapa el suelo. Me levanto y cierro las que dan al estanque, luego cierro las que dan a la plaza del pueblo.

Una niebla baja y espesa flota sobre el pueblo, como una cresta de algodón dulce rosado. A través de la niebla advierto a una mujer que se acerca a la pensión. Me intriga saber quién puede andar fuera a estas horas de la mañana.

La mujer se mueve con lentitud, pero conforme se acerca veo cómo se anuda su bufanda debajo de la barbilla. Es la abuela. ¿Qué hace a estas horas fuera? Lleva la trinchera desabotonada por debajo del cinturón, y por allí asoma el verde musgo de la falda que llevaba ayer. ¡Dios mío! No ha dormido en su habitación esta noche.

Ayer por la noche rechacé la invitación a cenar de los Vechiarelli porque sabía que necesitaba ocuparme de algunos correos electrónicos y revisar mi lista de telas para las compras de hoy. Pero también podría decir que yo era la tercera en discordia y que la abuela quería estar a solas con Dominic.

Oigo que la puerta de su habitación se cierra despacio. A continuación, oigo el rumor del agua en el cuarto de baño, y aprovecho la ocasión para volver de puntillas a mi cama. Me cubro con las mantas y cierro los ojos. Me despierto a las siete. Salgo de la cama, me doy un baño, me peino y me visto. Luego, doy unos golpecitos en su puerta del cuarto de baño, pero no responde. Abro la puerta y echo un vistazo en su habitación. La cama está hecha, ¡por supuesto!, nadie ha dormido en ella. Cojo mi bolso, las libretas y el teléfono y bajo las escaleras.

La abuela está sentada en el comedor leyendo el diario. Lleva una falda azul marino a juego con un jersey de cachemir. Su cabello está peinado con suavidad hacia fuera y se ha puesto pintalabios de color rosa.

– Lo siento, me he quedado dormida.

– Apenas son las siete -dice la abuela, alzando la vista del diario.

– Pero tenemos mucho por hacer hoy. ¿Tenemos dos horas de aquí al Prato, no?

– Sí, de eso te quería hablar -dice la abuela mientras baja el diario y me mira-. ¿Podrías seguir sin mí?

– Bueno, sí, si confías en mí para que recoja las telas…

– Claro, ayer hiciste un trabajo maravilloso, estupendo, con el cuero. Gianluca te llevará a Prato.

– ¿Y qué harás tú hoy?

– Iré de picnic con Dominic.

La signora Guarasci pone sobre la mesa el café caliente, la leche humeante y el azúcar.

– ¿Habéis dormido bien? -pregunta la signora.

– Sí -respondemos la abuela y yo al mismo tiempo.

– Abuela, no sé cómo puedes decir que dormiste bien, los truenos eran tan fuertes.

– Ah, sí, es verdad -concuerda ella.

– Me sorprende que hayas podido dormir.

– No ha sido fácil -dice, sin levantar los ojos de su periódico.

– Todo ese estruendo, los estallidos, los truenos y los rayos…

– ¡Menuda noche! -dice la abuela, y continúa hojeando el diario.

– Abuela, te he pillado.

– Valentine, ¿adónde quieres llegar? -dice la abuela, y baja el periódico. Por suerte, seguimos siendo los únicos clientes del Spolti Inn.

– Me he despertado esta mañana cuando casi eran las cinco. Llovía, me he levantado a cerrar las ventanas y te he visto fuera.

– Ah -dice. Coge de nuevo el periódico y finge que lo hojea-. Tenía jet lag y fui a caminar un poco.

– ¿Con la falda de ayer?

– Ya… -dice bajando el diario, y se sonroja-. Es suficiente.

– A mí me parece excelente.

– ¿De verdad?

– Claro.

– Es un poco raro… -empieza.

– ¿Para mí? ¿Conocer tu nueva faceta?

– Bueno, sí -se aclara la garganta-, y no es una faceta, soy yo.

– La apruebo, de hecho, más que la apruebo, me alegro por ti. Es bastante difícil encontrar el amor en este mundo, y que tengas un… -me cuesta decir la palabra «amante», así que digo- amigo… es un regalo. Entonces, ¿por qué fingir que no está pasando? No necesitas recorrer la montaña de madrugada y fingir que has estado aquí. Empaca tus cosas y quédate con él. Lo que pase en Arezzo se queda en Arezzo.

La abuela se ríe y dice:

– Gracias -bebe su café y añade-, eso también va para ti.

– Eh, ya lo cojo.

Miro hacia fuera. Siento como si Nueva York y todos sus problemas estuvieran a millones de kilómetros de distancia. Por un momento me olvido del concurso de Bergdorf, del aumento de nuestra deuda y de la agonía de tratar con Alfred. Incluso decido aparcar a Roman hasta que lleguemos a Capri, porque empiezo a cansarme de analizarnos. Por ahora sólo veo la primavera que se despliega en Italia, con los diminutos brotes verdes que se abren paso a través de las ramas grises.

– Pero antes de que te vayas -le digo a la abuela-, necesito saber una cosa.

– ¿Sí?

– ¿Cuánto satén duquesa de doble cara consideras que necesitamos en la tienda?


Espero a Gianluca en la acera, frente al Spolti Inn. La niebla de la mañana se ha levantado y ha dejado los adoquines limpios y mojados y el aire lleno de vida.

Arezzo es famoso por su clima ventoso de alta montaña y hoy no decepciona. Llevo un vestido sin mangas rosado que hace juego con la torera que mi madre encontró rebajada al setenta y cinco por ciento en Loehmann. Demos honor a quien honor merece, mi madre insiste en que es posible encontrar cosas increíbles en Loehmann, siempre y cuando busques. La torera fue uno de sus grandes triunfos, pues está hecha de un magnífico cachemir de tejido apretado, color arena.

Gianluca detiene el coche, sale de él, y lo rodea para abrirme la puerta.

– Buenos días -dice.

– Buenos días -digo. Me llega como un silbido el olor de su piel mientras me subo: es vivificante, huele a limón. Gianluca cierra la puerta del coche, asegurando la manija como si fuera el candado de una caja fuerte. Estoy segura de que Dominie le advirtió que si llegaba a caerme por accidente de su coche, lo mataría en nombre de mi abuela.

Gianluca rodea la parte delantera del coche y ocupa el asiento del conductor. Vamos en un modelo viejo de Mercedes, pero el interior todavía huele a cuero nuevo y el exterior azul marino está pulido para lograr un acabado vítreo.

Gianluca pisa el acelerador como si fuera a despegar de la línea de salida de una carrera de la Nascar.

– ¡Jo! -le digo-. ¿Podrías no pasar de los ciento cincuenta kilómetros por hora?

Navego por mis correos electrónicos. Le respondo a Wendy sobre el hotel, a Gabriel sobre el cuero y a mi madre sobre la abuela. Roman me escribe:


Sueño contigo y Capri. R.


Le respondo:


¿En ese orden? V.


– ¿Te gusta esa cosa, verdad? -Gianluca señala mi teléfono.

– No podría vivir sin él. Estoy en contacto permanente con toda la gente que conozco. ¿Cómo podría ser algo malo?

Se ríe y dice:

– ¿Cuándo piensas?

– Es curioso que lo preguntes. De hecho ayer por la noche lo apagué y me sumergí en la bañera, luego leí un poco.

Va bene, Valentina -dice. Qué raro, sólo mi padre me había llamado Valentina-. No me gustan esas cosas, adondequiera que vayas suenan esos pitidos y los tonos absurdos.

– Lamento decirlo, Gianluca, pero creo que estas cosas… -sostengo en alto mi móvil- llegaron para quedarse.

– ¡Aj! -dice, como si quisiera descartar todo lo que suene a comunicación contemporánea con un movimiento de la mano.

– Ah, perdona. He sido grosera al estar enviando correos en vez de hablar contigo -digo, y guardo el teléfono en mi bolso. Alcanzo a ver que la orilla de su labio se convierte en una sonrisa. Vale, Gianluca, pienso, eres italiano. Eres un hombre. Esto se trata de ti-. Soy tuya -le digo.

En recompensa a mi completa atención, Gianluca disminuye la velocidad para mostrarme la fachada de una iglesia rococó, un altar a la Virgen colocado al lado de la carretera por algún campesino devoto o un árbol indígena que sólo crece en esta parte del mundo. A las afueras de Prato toma la salida de la autopista y vuelve a la carretera. Agarro la manija de la puerta mientras damos saltos por un camino de grava.

Gianluca disminuye la velocidad y veo un lago entre los árboles, que brilla como un tafetán de seda azul pálido. Los bordes del agua se desdibujan entre la fronda salvaje de tallos verdes que se doblan y tuercen frente a la costa. Guardo esta combinación de colores en mi memoria. Qué sensual sería crear un zapato azul pálido con un adorno de plumas verde oscuro. Bajo la ventanilla para verlo mejor. El sol cae sobre el agua como un montón de flechas plateadas.

– Es uno de mis lugares preferidos. El lago Argento. Aquí vengo a pensar.

El fascinante silencio se rompe con el pitido de mi teléfono móvil. Me mortifica haber estropeado el lugar sagrado de Gianluca.

– Adelante, cógelo. No puedo luchar contra el progreso.

Miro a Gianluca, que se ríe, y luego me río. Busco en mi bolso y reviso mi móvil. Roman escribe:


Tú estás primero, siempre. R.


Sonrío.

– ¿Buenas noticias? -me pregunta Gianluca.

– Oh, sí-digo, guardando el teléfono otra vez.


El edificio de la sedería Prato es un complejo moderno y laberíntico, pintado de sencillo beige, y cercado por una alta alambrada de hierro decorado. Los jardines alrededor del límite le dan un aspecto pulcro.

Muchos de los diseñadores importantes vienen aquí a comprar tela. La vieja guardia de los visionarios europeos, desde Karl Lagerfeld y Alberta Ferretti hasta nuevos talentos como Phillip Lim y Proenza Schouler viajan a Prato. Algunos diseñadores incluso recogen los retales del suelo y los zurcen en diseños de tela propios; es evidente que hasta el ruido de esta fábrica es valioso.

Gianluca muestra su carné de identidad mientras pasamos por la puerta del guarda. Me piden mi pasaporte. Gianluca lo abre en la página de la foto y lo pasa al guarda.

Una vez que hemos aparcado, espero que Gianluca rodee el coche y me abra la puerta. Fue amable respecto al pitido de mi móvil, así que no menosprecio sus modales italianos. Cuando me abre la puerta, me da la mano para ayudarme a salir. En el momento en que nuestras manos se tocan, un ligero escalofrío me recorre la espalda. Debe de ser el aire de la primavera, que sopla fresco bajo el sol caliente.

Atravesamos la entrada, donde hay una pequeña recepción con una ventana. Gianluca va hacia la ventana y pide ver a Sabrina Fioravanti. En pocos minutos, una mujer de más o menos la edad de mi madre, con unas gafas de lectura y una cadena alrededor del cuello, nos saluda y dice:

– ¡Gianluca!

Él le besa las dos mejillas.

– La signora Fioravanti.

Ella me coge de las manos, encantada de conocerme.

– ¿Cómo está Teodora? -pregunta con interés.

– Le va bien.

Vecchia? -dice la signora-. Como yo.

– Sólo en los números, no en el espíritu -digo. Empiezo a pensar en lo que mi abuela de ochenta años estará haciendo en este mismo instante.

Sigo a Sabrina al interior de la fábrica, hasta el departamento de acabados, ahí se prensan las sedas y se montan en rollos, que recogen la tela hasta formar bobinas gigantes que alcanzan el tamaño del tronco de un árbol. No puedo evitar tocar las telas, el mantecoso satén de algodón, bordado con hilos de oro puro, y el terciopelo cortado con cuadrados de seda cruda.

– ¿Necesitas telas de doble cara? -me pregunta Sabrina.

– Sí -digo, sacando la lista de mi bolso-. Y tafetán con un refuerzo de terciopelo y, si tenéis, seda estriada.

Respiro profundamente.

– ¿Hay algún problema? -me pregunta Gianluca y señala las profundas líneas que forman un número 11 en mi entrecejo-. Pareces preocupada.

– No, sólo estoy pensando -miento-. Y, cuando pienso, me vuelvo cejijunta.

– ¿Qué?

– Ya sabes, el ceño fruncido. No le prestes atención.

Sabrina vuelve con un joven que carga un montón de muestras de tela. Me llevará la mayor parte del día mirarlas. Ahora sé por qué tengo el ceño fruncido. Esto es mucho trabajo y la abuela no está aquí para guiarme. Está demasiado ocupada dejándose cortejar por Dominic bajo el sol de la Toscana para venir a esta fábrica y elegir entre cientos de muestras de tela y encontrar la que necesitamos. Me siento abandonada, eso es todo. Pero ya es demasiado tarde, ya estamos aquí y tendré que hacerlo sola.

Sabrina se va. Levanto un taburete y pongo el bolso encima de una mesa que está detrás de mí. Gianluca coge otro y se sienta frente a mí ante la mesa de trabajo. Coloco mi lista en la mesa y empiezo a seleccionar las telas.

– Vale. -Miro a Gianluca-. Primero necesito un resistente satén quebrado beige.

Gianluca elige entre un montón y tira de una tela. La levanta.

– Demasiado rosado en el beige -le digo-. Más dorado.

Pongo aparte las telas que serían demasiado endebles, incluso si nosotras las reforzáramos. Gianluca sigue mis instrucciones, luego empieza a hacer una pila de abundantes variedades. Encuentro un satén pesado de dos caras con adornos de enredaderas en filigrana dorada. Me pregunto si podríamos prescindir del bordado y sin entusiasmo lo aparto a un lado.

– ¿No te gusta ésa? -me dice.

– Me encanta, pero no creo que pueda cortar alrededor del patrón.

Gianluca coge una muestra y dice:

– Claro que puedes. Sólo compra más y repite el patrón por el otro lado. -Extiende la tela sobre la mesa y luego la pliega por debajo-. ¿Lo ves? Lo mismo sucede con el cuero.

– Tienes razón.

Pongo la seda con enredaderas encima del montón de telas para comprar. Hay demasiadas para escoger y la selección es apasionante. Con cada muestra que cojo imagino zapatos: burato, rayón, tela acolchada, velvetón, tercianela, seda de paño fino con rayas tono sobre tono. Me dejo llevar por la diversión y el proceso gana velocidad mientras buscamos durante un buen rato.

– ¿Te gusta hacer zapatos? -me pregunta Gianluca.

– ¿Tú qué dirías? -digo mientras reviso otro artículo de mi lista-. ¿Te gusta trabajar de curtidor?

– No mucho -dice. Ahora es Gianluca quien frunce el ceño-. Mi padre y yo siempre reñimos. Lo hemos hecho desde hace años, pero fue a peor cuando murió mi madre.

– ¿Desde cuándo está viudo tu padre?

– Este noviembre se cumplen once años. -Recoge una pila de muestras de crujiente lino de la orilla de la mesa-. ¿Tus padres viven?

Asiento con la cabeza.

– ¿Qué edad tienen? -me pregunta.

– Mi padre sesenta y ocho. Si alguna vez conoces a mi madre, no debes revelar el secreto, pero tiene sesenta y uno. En mi familia tenemos algo con la edad.

– ¿Qué tenéis con la edad?

– No nos gusta envejecer.

– ¿Y a quién sí? -sonríe.

– ¿Qué edad tienes?

– Cincuenta y dos -dice-. Ya soy mayor.

– ¿Para qué? -le pregunto-. ¿Para cambiar de oficio? Podrías hacerlo en un segundo.

Gianluca se encoge de hombros y dice:

– Trabajar con mi padre es mi obligación.

Parece resignado, pero no demasiado infeliz por su situación.

– En Estados Unidos, cuando algo no nos funciona, cambiamos. Volvemos a la escuela y desarrollamos una nueva habilidad o cambiamos de trabajo o de jefes. No hay necesidad de afanarse en algo que no te gusta.

– En Italia no cambiamos. Mis deseos no son lo más importante, tengo responsabilidades y las asumo. Mi padre me necesita. Le dejo que sea el jefe, pero su siesta se alarga conforme se hace más viejo.

– Lo mismo le pasa a la abuela.

– Tú trabajas en el negocio familiar… -Parece a la defensiva.

– Sí, pero yo lo elegí. Quería hacer zapatos.

– Aquí no elegimos, los sueños de la familia se convierten en nuestros sueños.

Pienso en mi familia y cómo esa sentencia solía ser cierta para nosotros. La familia estaba primero, pero ahora parece que mi generación lo ha olvidado. No podría trabajar con mi madre, pero con la abuela es diferente. La generación que nos separa a la abuela y a mí parece unirnos en un objetivo común. Nos entendemos de una manera que funciona en el trabajo y en casa. Quizá porque ella necesita ayuda y yo estaba ahí en el momento justo para dársela. Mis sueños y los sueños de la abuela de alguna manera se encontraron y al combinarse crearon algo nuevo para cada una de nosotras. Incluso ahora parece que ella me está pasando el relevo. Poco importa que el caballo esté cojo y ciego, para ella la compañía de zapatos Angelini es algo que merece la pena, y para mí, incluso con la deuda creciente y sabiendo que la producción de zapatos hechos a medida es un riesgo, significa un legado de incalculable valor. Sólo espero que pueda mantenerlo para pasarlo a la siguiente generación.


Gianluca y yo entramos en un alto atrio en el centro del complejo donde los trabajadores de la fábrica hacen sus descansos. Algunos de los más jóvenes miran sus BlackBerries, otros chatean en sus teléfonos móviles, mientras que los empleados de mediana edad toman un expreso y comen fruta. Hay trabajadores que tienen casi la edad de la abuela, lo cual muestra una enorme diferencia respecto a casa. Aquí, los artesanos más viejos -los maestros- son venerados y constituyen una parte fundamental del proceso de elaboración de las telas. Mi hermano Alfred debería ver esto para que entendiera por qué la abuela sigue trabajando. La satisfacción que un artesano busca, después de años de trabajo, es la perfección en sí misma. Tal vez no llegue a alcanzarla, pero después de años de estudio, formación y experiencia, puede acercarse. Esta es, en sí misma, una meta a la que merece la pena aspirar.

Gianluca me trae un café con leche; él tiene un botellín de agua.

– Mi esposa bebía café con leche, nunca expreso.

– Éste me gusta -le digo. Gianluca se sienta junto a mí-. Me sabe mal que hayas tenido que cargar conmigo. Seguro que tenías miles de cosas importantes que hacer.

– ¿Miles? -dice, y sonríe.

– Claro. Tienes una hija y una familia en Arezzo, quizá tengas un pasatiempo o una novia -digo. El rompe a reír-. ¿Dónde está la gracia?

– Contigo no existen los subterfugios.

– Bueno, perdona, sólo estoy tratando de darte conversación.

Agita su agua y deja que mi pregunta descanse sobre la mesa, como la pila de lino endeble que hemos rechazado. Pero siento curiosidad sobre este hombre, no sé por qué. No tengo nada que perder, así que intimo con él.

– ¿Por qué te divorciaste?

– ¿Por qué no estás casada? -me responde con una pregunta.

– Tú primero.

– Mi esposa quería mudarse a la ciudad, pero ella sabía que yo no podía dejar a mi padre, así que acordamos que ella viviría en Florencia y yo me quedaría en Arezzo. La visitaría o ella vendría a casa los fines de semana. Orsola empezaba la universidad y parecía que el acuerdo funcionaría. Hicimos lo que necesitábamos, lo que queríamos, pero eso no hace un matrimonio.

– A mí me parece ideal. Me parece muy romántico tener dos vidas que se reúnen de vez en cuando para emprender el vuelo.

– No tiene sentido. Asumes que conservarás al otro.

– Sé a qué te refieres -digo. Las razones del divorcio de Gianluca me suenan terriblemente parecidas a las excusas que utilizo cuando Roman me decepciona. A veces siento que ponemos en pausa nuestra relación para hacer nuestro trabajo. De alguna manera, sin embargo, creo que el amor arregla todo esto, ¿no es el amor la emoción más práctica? ¿No es una constante?-. ¿Todavía la amas?

– No creo que se pueda amar a alguien que no te ama.

– A veces no lo puedes evitar.

– Yo sí puedo -dice con sencillez-. Ahora, háblame de ti.

Mi teléfono vibra. Lo saco de mi bolso y digo:

– Salvada por la tecnología. -Reviso el teléfono y digo en voz alta-: Es Gabriel. -Y pienso que le escribiré más tarde.

– ¿Tu novio? -me pregunta.

– No, no, sólo un amigo.

Cierro el móvil, lo pongo de nuevo en el bolso y digo:

– Deberíamos volver al trabajo.

Sigo a Gianluca a lo largo del atrio hasta el corredor que conduce al taller. Hay un conjunto de puertas de cristal que separan el corredor del atrio. Gianluca marca el código de seguridad. Miro nuestro reflejo en el cristal.

– Bonita pareja, ¿no? -dice al encontrar mis ojos en el cristal.

Asiento con la cabeza educadamente. Recuerdo algo que me dijo Gabriel en la universidad, que ningún hombre pasa mucho tiempo con una mujer a menos que quiera algo. Gianluca está pasando un montón de tiempo conmigo. Me pregunto qué querrá, ¿más negocios? Quizá. Pero nosotras sólo hacemos unos cuantos pares de zapatos al año. No parece que vayamos a doblar nuestros pedidos de cuero. Casi me parece que él busca una excusa para estar lejos de la curtiduría. Oí los gritos. No todo es diversión y juegos en Vechiarelli e hijo. Quizá soy su excusa para pasar un tiempo alejado de la tienda.

Regresamos al taller y tomamos nuestros asientos. Sabrina deja una pila nueva de retales sobre la mesa.

– Todavía te toca -dice Gianluca-. Háblame de ti, de tu novio.

– Bueno, se llama Roman, es el chef de su restaurante. Hace cocina italiana rústica.

Gianluca se ríe y dice:

– Toda la cocina italiana es rústica. Hemos comido los mismos alimentos durante dos mil años. ¿Vas a casarte con ese Roman?

– Quizá.

– ¿Te lo ha pedido?

– Aún no -digo. El gesto de Gianluca me enfada y añado-: Oye, que conste que ya me lo pidieron una vez.

– Por supuesto, debes tener muchos pretendientes.

Le miro, ¿bromea o en verdad cree que soy una mujer fatal? Dejemos que piense lo que quiera. Mi pasado amoroso, mi época previa a Roman, ahora me parece historia. Una mujer, cuando viaja, puede reinventar o borrar su historia por completo. Ese es uno de los mayores beneficios de salir de casa.

– ¿Quieres tener hijos?

– ¿Sabes?, durante mucho tiempo no lo tuve nada claro, pero ahora pienso que sí.

– ¿Qué edad tienes?

– Cumpliré treinta y cuatro a final de mes.

Suelta un silbido y dice:

– Será mejor que te des prisa.

– ¿Quién te crees, la policía de la fertilidad?

– No, es que soy mayor y tengo experiencia. Se necesita energía para criar a los niños. Deberías hacerlo pronto. Es lo mejor que yo he hecho.

– Orsola es muy guapa y tiene un gran corazón, debes estar muy orgulloso de ella.

– Ha sido lo mejor de mi matrimonio.

– ¿Crees que te casarás de nuevo?

– No -me responde de inmediato.

– Ya has tomado esa decisión.

– Mira, tengo una hija. ¿Qué propósito tendría casarme otra vez?

– Ah, no lo sé, ¿amor, quizá?

– El amor no hace un matrimonio -dice-. El amor lo empieza, quizá, pero algo más lo termina.

– ¿En serio? -Dejo sobre la mesa los tejidos de muestra y me inclino hacia delante-. Por favor, explícate.

– En Italia, el matrimonio solía utilizarse para unir dos familias -empieza.

– Sí, y unían sus patrimonios -digo asintiendo-, una especie de negocio.

– Correcto. Y también sus creencias sobre la manera de vivir y construir una vida en común, pero a veces las familias no encajan. Mi esposa, creo, me amaba, pero pensó que yo conseguiría grandes cosas y cuando no lo hice, me dejó.

– ¿Qué esperaba?

Agita la mano en el aire y dice:

– Una vida de ciudad.

– ¿Sabes, Gianluca?, la vida de ciudad no es tan mala.

– No la quiero.

– ¿Por qué no? Es la mejor. La abuela y yo vivimos en Greenwich Village, en la ciudad de Nueva York y tenemos un jardín en la terraza donde crecen tomates. A veces, por la noche, es tan silencioso que piensas que estás junto al lago que me enseñaste esta mañana. De verdad.

– No te creo.

– Quizá porque hay tantos edificios y vivimos tan apretados, pero apreciamos mucho la naturaleza. Cada árbol es fascinante, las flores se atesoran. La gente de ciudad ama las flores, así que se venden ramos en las esquinas durante todo el año.

– Prefiero un campo de flores.

– Bueno, también lo puedes tener, si tomas el metro hasta los jardines botánicos del Bronx. Además, se observa más el cielo. Por supuesto, no creo que encuentres los colores del cielo italiano, pero lo que tenemos también es bello. La contaminación se encarga de producir unos atardeceres púrpuras sobre Nueva Jersey.

Se ríe y dice:

– Sólo que debes contener la respiración.

– Lo mejor de todo es que desde nuestro edificio se puede ver el río Hudson. El río es ancho y profundo y fluye desde Staten Island hasta el océano Atlántico con gran fuerza. Cuando llega el invierno, el río se congela y crea una enorme superficie de hielo plateado. Nunca se congela completamente, como un lago, en el que puedes patinar, pero se vuelve un enorme puzle gris de piezas de hielo que flotan en el agua hasta que el sol las derrite. Durante días, cuando empieza a descongelarse, se pueden ver esos bloques grises de hielo chocando entre sí donde antes solían encajar. Y, por la noche, si caminas por el borde del río, el único sonido que oyes es el suave golpeteo de las piezas de hielo mientras flotan en la superficie cuando el agua se precipita debajo de ellas.

– ¿Es tan silencioso?

– Casi silencio total. Durante el invierno, los parques y los caminos están vacíos. Yo paseo por ahí y es todo mío. Me pregunto cómo esas vistas pueden estar libres, pero lo están.

– Te pertenecen.

– Finjo que sí. Una mañana del invierno pasado caminaba sola por un muelle. El río estaba congelado, pero algo nuevo llamó mi atención, un destello rojo que emergía de un bloque de hielo. Caminé hacia el final del muelle. Tres gaviotas habían cogido un enorme pescado. Lo picoteaban y comían. El rojo que vi a lo lejos era la sangre del pescado. Al principio me retiré, pero luego tuve que volver a mirar, pues había algo fascinante en la gama de colores del río negro, el hielo plateado y la sangre marrón del pescado. Era horrible, pero al mismo tiempo hermoso. No podía dejar de mirar.

Gianluca escucha con atención todas mis palabras, así que continúo:

– Esa mañana aprendí algo sobre mí.

– ¿Qué aprendiste? -dice Gianluca, inclinándose hacia mí y esperando mi respuesta.

– Que el arte se encuentra en los peores momentos. Solía creer que mi arte tenía que tratar temas que me trajeran alegría y me dieran esperanza, pero aprendí que el arte se puede encontrar en cualquier cosa de la vida, incluso en el dolor.


Mientras Gianluca conduce de vuelta a Arezzo, ojeo las muestras de telas que hemos seleccionado en la fábrica de seda. Mi preferida es una seda de doble cara con un diseño repetido de alcatraces pintados a mano. Pienso en maneras de usar la tela para hacer un elegante zueco de quita y pon con adornos de terciopelo negro. Sólo quedan unas cuantas de nuestras muestras habituales. Espero que la abuela las apruebe. He dado un gran paso al hacer los pedidos. He tenido un momento de completa euforia cuando he firmado con mi nombre por primera vez en la hoja del pedido etiquetada con la indicación «DISEÑADOR».

Aquí el sol no se pone, sino que se hunde entre las colinas. El crepúsculo parece durar pocos segundos, y luego aparece la luna en el cielo violeta, como una rosa de nata montada. Es una luna romántica y no me sorprende que la abuela esté bajo su hechizo.

– Sabes que tu padre y mi abuela… -digo.

Gianluca quita los ojos del camino y los pone en mí. Hago la señal internacional para el sexo. Se ríe y dice:

– Desde hace muchos años. Desde que tu abuelo murió.

– ¿Tanto tiempo?

¿Cómo debo tomarme esto? Creía que estaba al tanto de todos los secretos de la familia.

– Eran buenos amigos, ahora hay algo más.

– Mucho más.

– Mi padre también fue buen amigo de tu abuelo. Era muy inteligente, tenía una gran personalidad, como tú -dice Gianluca mientras sale de la autopista y toma una pequeña carretera secundaria.

– ¿Otro lago? -pregunto.

– No, la cena -dice sonriendo.

Gianluca da la vuelta en otra carretera secundaria. En el espacio abierto que hay por delante se observa un encantador caserío de piedra con una luz encendida en la entrada. Unos cuantos coches están aparcados fuera.

– El Montemurlo -dice-. Estamos a mitad de camino de casa.

Después de aparcar, pone su mano en la parte baja de mi espalda para guiarme al interior del restaurante. Me descubro a mí misma acelerando el paso, pero él da grandes zancadas para mantenerse junto a mí. Cuando alcanzamos la puerta, Gianluca me indica que atravesemos el vacío comedor y salgamos a la parte de atrás.

Una docena de mesas están dispuestas en la veranda, rodeada por una pared baja de piedras sin labrar, meramente apiladas. Velas votivas iluminan la mantelería blanca que hay sobre las mesas. Después del muro hay una línea de antorchas que emite ráfagas de luz sobre el campo. Escucho el sonido de agua que cae. Más allá hay una magnífica cascada que desciende por la falda de la montaña hasta alcanzar un pequeño lago. La luz de la luna se asemeja a volantes de encaje blanco sobre tafetán negro.

– Si la comida es similar a la vista, salimos ganando-le digo.

Gianluca aparta mi silla de la mesa. Me sienta de cara a la cascada. Luego gira su silla hacia mí, se sienta y cruza sus largas piernas. La última vez que vi a un hombre sentarse de esta manera fue a Roman, en la encimera de la abuela después de prepararme la cena.

El camarero se acerca, ellos conversan en un italiano rápido y en el dialecto toscano que empieza a sonarme tan familiar. El camarero abre una botella de vino y la coloca sobre la mesa. Está quedándose calvo, lleva gafas y me mira de arriba abajo, como si estuviera comprando un trozo de carne, antes de volver a la cocina.

Cierro el menú y digo:

– ¿Sabes qué? Pide por mí.

– ¿Qué te gusta? -me pregunta.

– Todo.

Se ríe y dice:

– ¿Todo?

– Triste pero cierto. Pertenezco a esa solitaria categoría de mujer llamada «de buen diente», nada me disgusta ni me desagrada ni tengo alergias.

– Eres la única mujer en el mundo de esas características.

– Ah, Gianluca, soy única en mi clase.

El camarero trae un plato de crujiente pan tostado con lonchas de jamón cocido rociadas con miel de zarzamora. Lo pruebo.

– ¿Te gusta?

– Me encanta. Lo dicho, amo la comida. Consígueme un bote de esa miel.

Mientras preparan la comida hablamos de nuestro día en la fábrica y del delicado arte de estampar el cuero. Después de un rato, el camarero trae un enorme tazón de pasta, bañada en aceite de oliva. Luego, del bolsillo de su chaleco saca un pequeño frasco, le quita la tapa y extrae una trufa (que parece un nabo grumoso y beige) de una diminuta tela de algodón blanco y, de inmediato, realiza largos y suaves cortes con un cuchillo afilado de plata, que caen sobre la pasta en lascas muy finas hasta cubrirla.

– ¿Te gustan las trufas?

– Sí -digo con la boca llena de untuosa pasta y dulce trufa sabor madera. Me siento rara comiendo trufas, como si le fuera infiel a Roman.

– Te agrada comer. Las mujeres siempre dicen que les gusta comer y luego pican su comida como pájaros.

– Yo no -le digo-. Comer es el número tres de mi lista.

– ¿Cuáles son los primeros números?

– Una bicicleta de cuatro velocidades en un día caluroso del verano y un vestido de noche de John Galliano en una fría noche de invierno. -Doy un sorbo a mi copa de vino-. ¿Cuáles son las tres cosas de tu lista?

Gianluca tarda un momento en responder.

– Sexo, vino y dormir bien.

La categoría «dormir bien» realza nuestra diferencia de dieciocho años de edad. Mis padres pasan un montón de tiempo hablando sobre dormir. No obstante, no le comentaré nada a Gianluca ni mencionaré que los únicos hombres mayores con los que he pasado tiempo han sido mi abuelo y mi padre. Los romances otoñales nunca han sido para mí. Cuando se trata del amor, me gusta que las cuatro estaciones queden separadas, y saborearlas individualmente. Y por supuesto que no quiero saltarme el verano, pasar por el otoño e ir directo al invierno, pero estar con Gianluca me ha ayudado a ver el valor de la amistad con un hombre mayor. Ellos tienen mucho que ofrecer, sobre todo cuando el amor está con toda seguridad fuera de la ecuación. He aprendido mucho de él hoy, sólo sus consejos para coser diseños repetidos han valido el viaje. Él, además, sabe escuchar, como si cualquier cosa que dijera importase. Los hombres jóvenes a menudo fingen que escuchan, pero sus mentes están en cualquier otro lugar y no donde en realidad están.

El camarero nos ofrece un expreso. Gianluca le dice que espere.

– Quiero enseñarte algo, ven conmigo.

Hay una serie de escalones de piedra fuera del pórtico que bajan hasta el vasto campo frente a la cascada. El baja saltando las escaleras, dejándome claro que ha estado muchas veces antes. Le sigo. El césped ya está mojado por el rocío nocturno, así que me quito las sandalias para caminar con los pies descalzos. Gianluca se estira y coge mis sandalias, las sujeta con una mano mientras me ofrece la otra. Esto me parece más que sutilmente íntimo, pero no encuentro la manera de soltarle sin ser grosera. Además, está el factor vino. He tomado dos copas. Casi no había comido hoy y, mientras atravesamos el campo, estoy flotando en esa nube maravillosa llamada «el colocón del cóctel doble».

Llegamos a un estanque profundo en la base de la cascada. El agua es de color tinta azul. Él se vuelve hacia mí. La corriente del agua es tan estridente que no podemos hablar. Suelto mi mano de la suya y la meto en mi bolsillo. Quizá sea mayor, pero sigue siendo un hombre. Si tengo que aterrarme a algo será a Roman Falconi, cuando regrese a casa.

Saco la mano para coger mis zapatos, él me los da. Salto hacia delante y vuelvo a nuestra mesa, donde el camarero ha dejado mi café con leche, el expreso de Gianluca y un tazón de melocotones maduros.


Me meto en la cama y abro mi móvil. Llamo a Gabriel.

– ¿Qué tal Italia?

– Peligrosa -le digo.

– ¿Qué ha pasado? -La abuela tiene un amante.

– Ah, esa clase de peligro. A ver si lo entiendo, ¿la abuela tiene un amante y yo estoy soltero? Ya ves.

– Oye, no me ha gustado como ha sonado eso.

– Sabes lo que quiero decir. ¡Tiene ochenta! Evidentemente, unos ochenta muy vitales -admite Gabriel.

– Se pone peor, el hijo de su novio me tira los tejos.

– Ve a por él.

– ¡No! Nunca sería infiel a Roman.

– Entonces, ¿para qué me estás contando esto? Además, sin anillo no hay compromiso -dice Gabriel. Su filosofía: no hay engaño a menos que haya anillo de compromiso-. ¿Qué edad tiene Marmaduke?

– Gianluca, tiene cincuenta y dos.

– ¿Cincuenta y dos bien vividos o mal vividos?

– Bien vividos -por lo menos soy sincera-. Pero tiene el pelo cano.

– ¿Y quién no?

– Olvida que te lo he dicho. Estoy enamorada de Roman.

– Me alegro porque ésa es la única manera de conseguir una mesa en el Ca' d'Oro. Y quiero una mesa en el Ca' d'Oro tan a menudo como sea posible. Tu novio es la leche.

– ¿Te ha tratado bien?

– Roman hizo todo lo que estaba en sus manos. Parecía que yo era el crítico gastronómico del New York Times, cuando apenas distingo entre la paletilla de cerdo y la pierna de cordero.

– Bien por ti. Oye, ¿has examinado a la ayudante de cocina de Roman?

– Sí, lo hice. Su nombre es Caitlin Granzella. La conocí en mi visita a la cocina.

– ¿Y?

– Estás muy lejos de casa, no necesitas hacerte una idea.

– ¡Gabriel!

– Vale, vale. Tengo que ser sincero. Pienso en Nigella Lawson. Cara y cuerpo. Acicalada, contorneada. Tiene la forma de un bote de champú Prell.

No digo nada. Mi novio tiene una impresionante ayudante de cocina y yo estaré fuera varias semanas.

– ¿Valentine? Respira y no te preocupes. Creo que el señor Falconi tiene planes duraderos contigo.

– ¿Lo crees?

– Sólo habla de Capri y de cómo te va a enseñar todo y cómo, por primera vez en su vida, se tomará unas vacaciones de verdad, porque sólo hay una chica en el mundo con la que quiera perderse en una isla italiana, y ésa eres tú. Así que no te preocupes por la señorita «Cortar y Picar» de la cocina del Ca' d'Oro. Él no sueña con ella, está loco por ti.

Mientras nos deseamos buenas noches me apoyo en los cojines y fantaseo con Roman Falconi. Le imagino e imagino el mar azul, las nubes rosadas y el sol caluroso sobre Capri. A medida que me sumerjo en un sueño profundo y satisfactorio, imagino que las manos de mi amado me rodean sobre la tibia arena.

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